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Capítulo 5

Aria

Realmente no fue difícil salir de la aldea con las puertas abiertas de par en par sin vigilancia alguna. Me hice con una de las antorchas que colgaban de la madera y eché un último vistazo a mi pueblo. Todos se divertían alrededor de la hoguera, celebrando el encuentro entre dos pueblos lejanos que siempre tenían algo que contarse. La gente bailaba, cantaba y reía y nadie se había percatado de que yo ya no estaba observándoles. Tampoco era mi deseo hacerlo. Sabía que aquel no era mi mundo, por mucho tiempo que me hubiesen obligado a permanecer en él.

Antes de atravesar la línea invisible que separaba la aldea del bosque, me tomé un momento para inspirar todo el aire que mis pulmones me permitían almacenar, y me despedí mentalmente de todos mis seres queridos.

En realidad, estaba haciéndome a la idea de que no volvería a ver a mi tía Katie intentando dar el desayuno a Andrew por las mañanas, que Emma ya no sería mi cofre de secretos más querido, que Thiago Lewis se iba a quedar sin esposa (al menos, le quedaba el violín), que el señor Jenns tendría que buscarse otro mártir para alimentar a sus endiablados gansos, y que mi madre ya no tendría hija a la que manipular ni engañar.

Tenía suerte, porque no me iba a dejar cegar por el rencor, y siempre recordaría los buenos momentos que pasé con ella, aunque no fueran muchos. La echaría de menos pues, al fin y al cabo, siempre sería mi madre. Cuidó de mi cuando su marido murió, me alimentó, me bañó, me vistió y me enseñó algunas lecciones valiosas de vida. Puede que no fuera la madre más cariñosa del mundo, pero sumida en su dolor había hecho lo que creía conveniente para protegerme. Era un hecho irrefutable.

Expulsé el aire de mis pulmones a la vez que lo tomaba de nuevo.

Nadie volvería a rumorear que estaba loca. Nadie volvería a encerrarme entre cuatro paredes.
Nadie volvería a cortarme las alas.
Nadie se interpondría entre mi destino y yo.

El primer paso en dirección al bosque fue el más difícil. Estaba abandonando la comodidad y seguridad de la aldea por una conexión que no entendía, por la llamada de alguien que no conocía. No dejé que la razón ganara la batalla a la curiosidad. Conseguí mantenerme firme y avanzar con pasos seguros por el descuidado camino. Lo único que me permitía diferenciar el sendero del basto bosque eran las marcas que habían dejado las carretas y carruajes de Springwood al venir.

El haz de luz de la antorcha era lo único que me permitía discenir mi propia nariz en la oscuridad. Aunque la luna era llena aquella noche, las frondosas copas de los árboles en esa zona no permitían el paso de su iluminación por ningún resquicio entre sus ramas. Todo estaba exasperadamente oscuro y tranquilo, aunque según iba avanzando, adentrándome en el silencio del bosque, podía oír el barullo de la música y las voces de la aldea, cada vez más lejana a mi posición.

Estuve caminando alrededor de una hora en linea recta. Me detuve cuando el único sonido que percibían mis oídos era el latido de mi propio corazón. Aparté momentáneamente la antorcha hacia un lado, casi ocultándola tras de mi: tanto a la izquierda como a la derecha, lo único que se abría ante mi era una profunda negrura.

Suspiré. Al final, acabé por ceder un poco a los pensamientos que había tratado de mantener ocultos. Me había adentrado en el bosque sin dirección alguna en mente. Me había dejado guiar por la impulsividad de mi corazón y ahora me encontraba perdida en la nada. Dar el paso, desobedecer y enfrentar a mi madre, saltarme las reglas con las que había aprendido a convivir, y abandonar a mi tía y a mi prima, no había servido absolutamente para nada, pues no tenía pista alguna que me indicara el camino.

El viento que tantos años me había llamado decidió ayudarme. Una suave brisa rozó mi rostro y mi cuerpo sintió la necesidad de mecerse junto a ella. Abandoné el sendero que había estado siguiendo y me  fundí con la negrura que los árboles de hojas escalarta proporcionaban. ¿Cómo estaba segura de que aquel era el camino que debía seguir? No lo sabía. Una vez más, fue mi instinto el que me estaba llevando consigo, y yo tan solo estaba obedeciendo las señales que el bosque me estaba mandado.

¿El por qué de mi extraña conexión con él? Pronto lo descubriría. Estaba segura de que todo lo que estaba haciendo no sería en vano, que había una razón, un sino, que guiaba mis acciones y mis palabras. Mi mente, borracha de curiosidad, estaba convencida de que algo me estaba conduciendo por el camino correcto.

Gracias a luz de la antorcha evité la caída que se abría ante mi. Thiago Lewis tenía razón; alrededor de un tronco inusualmente ancho había un agujero poco profundo, como un escalón de unos cincuenta centímetros. Se camuflaba bastante bien, porque estaba rodeado con una especie de barrera hecha a base de helechos, plantas secas y barro. En su interior (que fácilmente podía saltarse) no había más que un par de mantas deshilachadas, un par de botas viejas que habían sido roidas y algo que me llamó inusualmente la atención.

Era un objeto pequeño, una especie de figura de madera, que había perdido, con el tiempo, su color rosa original. Mis ojos se abrieron con sorpresa y mi corazón se saltó un latido al reconocer la baratija.

Era el caballito de madera que mi abuelo talló para mi madre cuando era más pequeña. Cuando nací, yo lo heredé. Recordé que era mi juguete preferido y lo llevaba a todas partes, pero un día, desapareció. Mi madre me dijo que se debió de perder un día que me lo dejara olvidado en el patio, y que las lluvias intensas de la primavera lo habrían arrastrado fuera de la aldea.

Nunca imaginé que volvería a ver aquel juguete, que tenía una historia que contarme. Ahora entendía porqué el viento me había llevado hasta allí: era la confirmación de que yo estaba en el bosque con mi padre aquel día. Me dejé el juguete en el puesto de caza, donde él me escondió. ¿Qué pasó? Eso aún era un misterio. No estaba segura al cien por cien, pero creí que afirmar que mi conexión con el bosque se debía a un juguete perdido era un error.

Volví a observar el objeto. Aún recordaba la angustia y la tristeza que me invadieron cuando perdí ese caballito de madera, y aún así, solo me era posible pensar en una incógnita que aún me atormentaba: ¿cómo llegué a las puertas de la aldea? El juguete no era la respuesta. Tenía que seguir buscando pistas.

—Bueno, eh... Muchas gracias por guiarme hasta aquí —murmuré a la oscuridad, como si el bosque pudiera entender mis palabras, como si el viento pudiera escucharme igual que yo le escuchaba a él. Lo que estaba haciendo fue precisamente lo que llevó a los aldeanos a pensar que había perdido la cabeza, pero allí no había nadie que pudiera creer que estaba loca—, ha sido una gran ayuda. Pero... ¿Ya está? ¿Esto es todo lo que puedes ofrecerme?

No obtuve respuesta. Estuve esperando por la mas mínima brisa, pero nada golpeó mi rostro. Esperé más tiempo, tratando de ser paciente. ¿Acaso al encontrar el juguete, la conexión que sentía me había abandonado? Yo no me sentía distinta. Entonces, ¿por qué no me respondía?

—¿Hola?

Nada. Ni un murmullo.

—Venga, dame una pista más, solo una —pedí, apretando el juguete contra mi pecho y moviéndome lentamente alrededor del agujero. Cada vez que me movía, la antorcha proyectaba extrañas sombras sobre el suelo que a cualquier niño habrían atemorizado—. De verdad que te agradezco el reencuentro con mi juguete favorito de la infancia, pero ya suponía que...

De repente, el chasquido de una rama me calló. Mis sentidos se agudizaron, alerta a cualquier otro ruido, pero pasaron los minutos y nada más se volvió a escuchar.

Un creciente cosquilleo empezó a subir por mi estómago, reptando por mi garganta y acomodándose en ella en forma de nudo. La inseguridad comenzó a aflorar en mi pecho, pero mi mente trató de tranquilizarme. Seguro que había sido un animal del bosque, como un tierno conejito que había pasado cerca y había huido rápidamente al vislumbrar el haz de luz de la antorcha.

Poco a poco, los acelerados latidos de mi corazón recuperaron una frecuencia normal al no escuchar ningún otro sonido ajeno a mi. Solté el aire que retenía en mis pulmones muy despacio, y con un atisbo de sonrisa en los labios. "Seré tonta... Anda que asustarme por eso...", pensé.

Luego escuché una respiración a mi derecha. Palidecí; me quedé tan quieta que aquel ser que se encontraba a tan solo centímetros de mi podría tirarme al suelo con un soplo de aire. Apreté las manos alrededor de la antorcha y del juguete, que apretaba con aún más fervor a mi pecho, en donde mi corazón palpitaba desbocado por el miedo.

En mi cabeza solo había una opción viable, pero no estaba segura de si debía ponerla en práctica. Huir de algo que ni siquiera sabía qué era podría ser un gran problema, pero, ¿qué alternativas tenía?

Decidí que antes de salir corriendo tenía que averguiar a qué me enfretaba. Agoté el último chute de valor que me quedaba y giré la cabeza muy lentamente a la derecha. La antorcha tenía que proporcionarme luz suficiente para entrever algún detalle, por minúsculo que fuese, en aquella atosigante oscuridad, mas no logré ver nada. A mi lado tan solo estaba mi sombra anaranjada por el fuego.

Me atreví a suspirar de alivio demasiado pronto, porque cuando volví la cabeza al frente lo vi.

Era un animal inmenso, tan solo unos centímetros más bajo que yo. Vi reflejado mi miedo en sus ojos rojos, centelleantes por la rabia y la sed de sangre, y un pelaje oscuro, largo y suave, rodeaba su cuerpo. Tenía unas patas firmes, con unas fieras garras arañando la tierra, una complexión robusta y un hocizo grande y alargado que me enseñaba la perfecta dentadura del animal. Afilada como un cuchillo, brillante bajo la luz de la antorcha: en resumen, letal.

El corazón se me subió a la boca y mi respiración se cortó de golpe, negándole el oxígeno a mis pulmones. Ninguno se atrevió a moverse. Era como si, con sus terrorificos ojos rojos, estuviera analizándome de arriba a abajo. Parecía estar decidiendo por dónde empezar a devorarme.

Mi cabeza estaba en shock. Inventé mil formas de negar lo que mis ojos estaban viendo; ya no quedaban lobos en ese bosque, pero tenía uno ahí, delante de mi. No podía ser una simple ilusión, fabricada por mi cabeza para hacerme volver a la aldea corriendo. Tenía que haber alguna explicación lógica para tener un lobo con ojos famélicos y diabólicos frente a mi. Pero, cuanto más tiempo contemplaba las fieras facciones de la bestia, más me daba cuenta de que para ser un producto de mi imaginación, era demasiado perfecto.

Su respiración pausada, el brillo malévolo en sus ojos rojos, la calidez y suavidad que desprendía su pelaje, el sonido de sus garras enterrándose en la tierra...
Era real. Demasiado real.

La huida encabezó de nuevo mi lista de prioridades en ese momento, pero con sus enormes patas y la magnitud de su cuerpo, me atraparía al instante de intentarlo. Necesitaba una distracción, algo que pudiera darme unos pocos segundos para sacarle algo de ventaja... Una presión en mi pecho resolvió el problema. El tacto de la madera astillada y húmeda del juguete me transmitió la fuerza que necesitaba. Cerré fuertemente los ojos, inspiré profundamente, y volví a abrirlos con determinación.

No iba a morir así, mucho menos, el primer día que saboreaba la libertad.

El lobo parecía estar esperando mi reacción, pero definitivamente no contaba con que le lanzara el juguete a la cabeza. En cuanto lo hice, eché a correr sin dirección fija en mi mente, pues mi sentido de la orientación poco desarrollado no me permitía recordar por dónde se iba a la aldea. El fuego de la antorcha proyectaba formas extrañas en el suelo, lo veía por el rabillo del ojo mientras corría, esquivando árboles, arbustos y matojos. Ni siquiera me atreví a mirar hacia atrás, sabía que me seguía: podía oír sus rápidas pisadas, partiendo ramas a una velocidad exorbitante. Si continuaba corriendo el línea recta, me atraparía, sin duda.

Decidí cambiar el rumbo a la derecha en una décima de segundo. Parecí despistar al animal momentáneamente, porque le oí resbalar y emitir un gruñido cuando su cuerpo impactó contra el tronco de un árbol. Igualmente, se recompuso en cuestión de milésimas.

Volví a repetir el movimiento a la izquierda un rato después, pero no calló en la trampa, y mis piernas y pulmones ya empezaban a pedirme un respiro debido al agotamiento. ¿Qué más podía hacer? Se me estaban agotando las ideas, y el lobo me estaba ganando terreno a pasos agigantados. Finalmente decidí que subirme a un árbol estrecho, pero robusto y alto, podría asegurar mi supervivencia. Le busqué prácticamente a tientas, porque el haz de luz de la antorcha se había debilitado notablemente debido a la velocidad.

Encontré uno a tan solo unos pocos metros frente a mi, pero no estaba nada segura de aquello. Yo no había escalado un árbol en mi vida, no tenía idea de cómo hacerlo. Además, aunque la corteza era dura y firme, las ramas para poder sostenerme con seguridad se encontraban muy arriba. Un paso en falso y caería en la fauces de aquel monstruoso ser.

Se me estaba agotando el tiempo; el lobo estaba a solo un salto de atraparme y si seguía corriendo a esa velocidad me acabaría chocando contra el árbol.

"Vamos... Tú puedes, Aria. ¡Salta!", me dije a mi misma, y así hice. Lancé la antorcha a unos pocos metros del árbol y salté todo lo que mis piernas me permitieron. Me enganché al tronco, abrazándolo con manos y pies, y traté de subir lo más rápido posible, clavando la suela de la bota en la corteza y rezando para que esta no se desprendiera. El impacto del lobo llegó a los pocos segundos, y claramente, no había subido lo suficiente para librarme de él. Enganchó fácilmente la tela de la chaqueta, y aunque traté de resistirme, me tiró al suelo.

El golpe me dejó sin aire medio segundo, pero reaccioné a tiempo para rodar sobre mi misma, esquivando su ataque impulsado por las patas traseras. Me puse en pie a una velocidad inaudita y le enfrenté, indefensa; la antorcha prácticamente había dejado de lucir, pero una tenue llama iluminaba la situación en la que nos encontrábamos.
El lobo me enseñaba los colmillos con una ira permanente parpadeando en sus iris rojizos. Cuanto más se acercaba a mi, más retrocedía, interponiendo las manos entre su cuerpo y el mío. El sudor perlaba mi frente; no estaba segura de cómo podría salir viva de aquella situación, pero no tenía tiempo para pensar. Todas y cada una de las acciones que estaba emprendiendo eran reflejos, por lo que me libraba de sus ataques por los pelos.

En una de sus cargas, consiguió enganchar la manga de mi chaqueta. Rápidamente me la quité y se la lancé a la cabeza, a tiempo para impedir que sus colmillos se clavaran en mi piel. Aún seguía ilesa, pero estaba segura de que sería por poco tiempo. La suerte se me agotó cuando tropecé con una rama; caí de bruces al suelo, y como sabía que el lobo no desperdiciaría la oportunidad, me cubrí rápidamente la cabeza con los brazos.

Como esperaba, el lobo se lanzó a mi. Estaba de espaldas, por lo que sus garras desgarraron las cuerdas que anudaban mi vestido por atrás, y chillé porque había logrado arañarme. Sentí perfectamente como me desgarraba la piel, y la sangre comenzaba a brotar.

Las lágrimas no tardaron en aparecer. Todo esto por la estúpida e inexistente conexión con el bosque, por mi exasperante deseo de libertad, por mi insaciable curiosidad, por mi ingenuidad. Iba a morir devorada en el bosque que tanto me había llamado la atención, desde que era tan solo una niña, y por si fuera poco, por un lobo, cuya existencia debía ser mitológica. Pero, bueno, ¿qué esperar de un bosque que los humanos llevaban sin pisar años? La vida habría seguido su curso mientras nosotros, en la aldea, pasábamos hambre y calamidades. Todo aquello ya no importaba. No ahora.

Quería morir pensando en mi hazaña, mas la hora nunca me llegó. Tan solo sentía el dolor del primer arañazo del lobo, pero sus colmillos no se habían adentrado más en mi piel. Ni siquiera sentía su presencia.

Intenté moverme, reaccionar, pero lo único que conseguí debido al cansancio que me atosigaba fue ponerme boca arriba, y si me estaba esperando, le había otorgado el privilegio de devorar mis tripas. El caso es que huir del lobo ya me daba un poco igual. Era como si toda la adrenalina de mi cuerpo se hubiera quemado, como si fuera carbón, y solo sentía frío, dolor y agotamiento.

Mi cabeza estaba igual de saturada y exhausta. Los párpados me empezaron a pesar, y poco a poco, sumergida en la oscuridad del bosque, me quedé dormida.

***

Un capítulo largo e intenso para compensar la ausencia ;)

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Abrazo de oso, Vero~~

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