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Capítulo 4

Aria

Ojos rojos.

Voy volando por el bosque a ras del suelo, temeraria de caer en algún momento. Una suave brisa mece mi cabello y hace volar la falda de mi vestido. Mis manos acarician el suave tacto del viento. El olor a tierra mojada y sangre, del que nunca se desprende el bosque, invade mis fosas nasales. Por alguna razón, me siento segura. Nada malo me puede ocurrir.

Oscuridad.

Se cuela por cada poro de mi piel, como si una aguja tratara de coserla a mi eternamente. Nada me puede separar de ella. Nuestro destino está sellado.

Ojos rojos.

¿Por qué los cierras? Quiero contemplarte. Quiero sentir tu respiración cerca de mi. No quiero que te vayas. No... No te alejes de mi.

Vuelve, llévame contigo.

•••

Me desperté respirando con dificultad, con los latidos de mi corazón desbocados. Miré por la ventana para tranquilizarme; el sol estaba a punto de ocultarse en el horizonte, por lo que la habitación estaba relativamente oscura con las velas apagadas. Me sujeté la cabeza y solté un suspiro; esa vez había sido más intensa que cualquier otra, pero al verlo tan claro ante mis ojos me costaba más comprenderlo. Lo único que recordaba por completo eran dos enormes ojos rojos observándome. ¿De quién? No lo sabía, pero no conocía a nadie en la aldea que los tuviera así.

Me incorporé y coloqué los pies en el suelo de la habitación. Pensé que si me dormía y volvía a soñar aquello, daría con alguna pista para saber por dónde empezar a buscar respuestas, pero tan solo había logrado confundirme más. La única que podía aclararme algo sobre la situación era mi madre, pero hablar con ella sería como intentar establecer contacto con una roca. No, necesitaba adentrarme en el bosque, encontrar aquel agujero en el suelo donde me dejó mi padre, pero, ¿por qué? ¿Acaso no era la mentira que me contó mi madre un estímulo más para huir de la aldea? ¿Acaso no me preocupaba más encontrar la fuente de aquella curiosa conexión con el bosque que descubrir lo que le había ocurrido a mi padre?

Sabía que no estaba vivo. No tenía razones para mentirme a mi misma, y convencerme de que hacía eso por él. Lo hacía por mi, porque quería entender el significado de mi sueño, de mi vida. Quería encontrar al dueño de aquellos ojos rojos aunque supiera perfectamente que no eran los de mi padre, porque los suyos eran grises. Alguien me llevó a la puerta de la aldea. ¿Quién? ¿Y por qué en mi sueño suplicaba que me llevase consigo?

No entendía nada, pero en ese momento no pude seguir pensando. Unos golpes en la puerta de sobresaltaron.

—¿Quién es?

—Aria, ¿podemos hablar?

Oh, estupendo, mi madre. No tenía gana alguna de mirarla a la cara, porque entonces le escupiría que era una embustera. Estuve tentada a decirla que no, pero no podía hacer eso. Solo ella podría responder algunas de las preguntas que se agolpaban en mi mente.

—Adelante.

Mi madre se adentró en la habitación con una particular sonrisa. Llevaba el cabello recogido en un moño muy apretado y un hermoso vestido marrón brillante que me recordaba al bronce. Sus facciones eran las de una mujer cansada y atormentada, aunque no me extrañaba nada, teniendo en cuenta que llevaba mintiendo a su hija catorce años. Intenté sonreír de vuelta, pero el gesto no me llegó a los ojos. Se sentó a mi lado en la cama, hundiendo ligeramente el colchón de paja.

—¿Te encuentras bien? Thiago me ha dicho que te fuiste de la fiesta más blanca de un papel. ¿Te sentó mal la comida? —cuestionó, con un deje de preocupación.

—Ahora estoy mejor —mentí, dando a entender que si, que era eso. Tenía que encontrar en alguna parte de mi ser el valor necesario para preguntarle—, gracias.

Asintió y desvió la mirada a mi vestido.

—Te queda precioso, hija.

—No has venido hasta aquí para agasajarme, así que por favor, ve al grano —solté, cortante.

Un atisbo de sorpresa cruzó por sus ojos. Nunca le había hablado así a mi madre y hasta yo estaba ligeramente asombrada, pero no me retracté de mis palabras y esperé, mirándola ferozmente, a que hablara de una vez.

—Quería hablar contigo sobre nuestra conversación de ayer —carraspeó. "¿Te ahogas con tus propias mentiras, madre? Bebe agua", pensé—. Sé que mi decisión no fue la más acertada, mucho menos sin haber tenido tu consentimiento, pero realmente creo que deberías reconsiderar la idea.

—No me voy a casar con Thiago —solté bruscamente—, no tengo nada que reconsiderar. Él mismo me ha confesado que tampoco quiere contraer matrimonio conmigo solo porque se lo digan sus padres.

—Sois muy jóvenes aún para entender los beneficios que un casamiento trae consigo —insistió.

—Y vostros sois adultos, y parecéis incapaces de comprender a vuestros hijos, de velar por sus intereses y de aceptar sus decisiones —bufé—. No quiero casarme con Thiago y no quiero permanecer más tiempo en esta condenada aldea.

A mi madre le brillaron los ojos, repletos de tristeza. Mis palabras le habían herido profundamente, y aunque un cosquilleo repentino bailaba por mi tripa, mi mente me suplicaba que no me arrepintiese de lo que había dicho porque era lo correcto. Tras un minuto entero de pensativo silencio, mi madre habló:

—Sé que no he sido la madre más atenta y cariñosa del mundo, pero te crié lo mejor que pude —murmuró—. Estoy segura de que si tu padre siguiera aquí, nada de esto estaría sucediendo. Lo que quiero decir es que... Lo siento.

—¿Lo... Sientes?

Su declaración me sentó como un puñetazo en el estómago. Realmente no encontraba la ficción en sus palabras, por lo que sus disculpas eran sinceras y procedían de lo más hondo de su corazón. Me tembló el labio. Era una advertencia; mi firmeza y determinación corrían peligro de ser eliminadas de un momento para otro. Su rostro demacrado por el cansancio y la pena tan solo alimentaban las ganas que tenía de pedirla perdón por todo y de olvidar lo que había ocurrido.

—Si, lo siento. Sé que no es fácil creerlo, pero realmente creo que cerrar a cal y canto la aldea no fue la mejor decisión —suspiró—. Verás, es que... Temí por tu seguridad y la de los demás habitantes del pueblo. Lo que sea que atacó a tu padre podría venir por nosotros en algún momento, y no podía permitirme perder a nadie más.

—¿Cómo sabes que a papá le atacó algo y no alguien? —los ojos rojos de mi sueño cruzaron momentaneamente por mi cabeza. ¿Y si...? No, imposible. ¿Por qué matar a mi padre y salvarme a mi? No tenía sentido.

—Los hombres que fueron a buscarle dedujeron que le había atacado un animal —murmuró—, que había indicios de que había sido arrastrado...

Aquella conversación le estaba poniendo mal cuerpo a mi madre y a mi me estaba poniendo los pelos de punta. ¿Qué clase de animal podría haber acabado con un hombre? ¿Qué clase de animal podría haber devorado su cuerpo entero sin dejar rastro?

—El caso es que, si hice lo que hice, fue porque velaba por tu seguridad y la de los demás. No espero que lo entiendas ahora, Aria. Algún día, cuando tengas hijos, lo comprenderás.

Se levantó de la cama depositando una suave caricia en el dorso de mi mano, en señal de afecto, y se acercó al umbral de la puerta. Antes de salir, se giró con una sonrisa triste y me dijo:

—La cena está lista. Ven cuando quieras.

Y después, salió cerrando la puerta. De aquella conversación había interceptado tres conceptos: el primero, que mi padre fue asesinado por algo desconocido. El segundo, que lo que fuera que me había llevado a la muralla era alguien de quien no tenía ni la más mínima pista. Y tercero, que mi madre seguía ocultándome información, pues no me había revelado que aparecí misteriosamente en la puerta. Además, no estaba dispuesta a fiarme de sus palabras así como así.

Había cosas que tenía que averiguar por mi misma.

•••

La hoguera central era enorme, y crepitaba al ritmo de la música. La gente bailaba a su alrededor con las manos unidas, dando circulos, soltando patadas al aire y aplaudiendo de vez en cuando. Definitivamente, Thiago Lewis se había preparado mejor para aquel Festival, pues su violín sonaba excelente, y le acompañaban algunos músicos de Springwood con tambor y flauta. La mayoría de los hombres habían bebido lo suficiente para perder la cordura, pero muchos cantaban y bailaban sin tener en cuenta sus acciones.

Las risas y el barullo de las conversaciones también estaban presentes en la fiesta. La cena había terminado y nadie debía de sentirse solo en ese momento. Nadie excepto yo, que observaba todo aquello sentada en una mesa, dando vueltas con el dedo al jugo de jengibre que había en mi jarra. Emma bailaba y se divertía con algunos de sus amigos. Mi tía Katie movía los brazitos de Andrew al ritmo de la música, mientras el pequeño observaba todo con genuina curiosidad. Mi madre también había bebido bastante (seguramente recordar a mi padre la había abierto algunas heridas y necesitaba camuflarlo con la gente de la aldea) y charlaba animadamente con todo el que quisiese conversación.

Todos parecían estar divirtiéndose. Todos menos yo.

No me molestaba su felicidad, es más, me alegraba por ellos, pero mi cabeza se formulaba tantas preguntas a las que no lograba encontrar respuesta... Que no podía disfrutar de nada. Emma vino a buscarme en varias ocasiones, tratando de convencerme de que me uniera a ellos en los bailes, pero siempre la rechazaba con una sonrisa y con la excusa de que estaba cansada. Parecía funcionar, pero mi prima me conocía bastante bien, y sabía perfectamente que dudaba, pero no quería estropear su noche. Se veía realmente feliz.

Una ligera brisa avivó la llama de la hoguera. Cientos, o tal vez miles de ascuas, se elevaron al cielo junto al viento. Un conocido susurro inundó mis canales auditivos y me deleitó con su canto.

«Huye... No mires atrás».

Miré de reojo las puertas de la muralla, a tan solo unos pocos metros de distancia, abiertas de par en par e iluminadas con antorchas. La oferta era tentadora, y más para alguien como yo, que llevaba toda la vida esperando la oportunidad (o más bien, buscando una razón) para adentrarse en el bosque. No estaba segura de si era buena idea escaparme por la noche, pero cerrarían las puertas antes de las primeras luces del alba. Si quería saborear la libertad... Tenía que irme en ese preciso instante.

Me escabullí hábilmente de mi asiento en la mesa y corrí a mi casa. No podía irme con las manos vacías al bosque, debía llevar un mínimo de preparación. Introduje en una mochila de piel algo de comida: montones de cecina, frutos secos, un quesito que había guardado en la alacena, envuelto en hojas de albahaca, y llené una bota de vino con agua fresca. También metí una cajita de fósforos en el fondo de la bolsa, junto a un par de calcetines limpios. Cogería una antorcha de la puerta antes de irme, nadie notaría que faltaba una al acabar la noche.

Me coloqué una chaqueta forrada con piel de oveja sobre los hombros y la correa de la mochila encima. Estaba a punto de salir por la puerta de la cocina cuando una voz me dejó estática en el sitio. "Ni siquiera me he ido y ya me han descubierto", pensé.

—¿Aria? ¿A dónde vas?

Emma me miraba extrañada en el umbral. La expresión de felicidad que tenía en la fiesta se había descompuesto a una de confusión al verme. Mi prima no era tonta, y sabía perfectamente de mi conexión con el bosque porque yo misma se lo había contado, por lo que al verme cargada con la bolsa y decidida a marcharme, sus ojos se encharcaron en lágrimas.

—No...

—Emma —rápidamente me fundí en un abrazo con mi prima, que no dudó en devolvérmelo—, tranquila, estaré bien, te lo prometo.

—Pero... ¿Tan infeliz eres aquí conmigo? —definitivamente se había echado a llorar. Toda la alegría y la diversión que la habían invadido durante el Festival de la Cosecha lo había absorbido yo con mi plan de huida. Y pensar que quería irme sin despedirme precisamente para evitar esto...

—Emma, tú has sido la única razón por la que he aguantado tantos años aquí —murmuré, con los labios hundidos en su cabeza. Las trenzas se le habían empezado a deshacer, menuda pena. Le quedaban preciosas.  Y lo que le dije no era ninguna mentira; sin nadie que me conociese y me aceptase tal y como era, me habría ido mucho antes. Emma fue mi bote salvavidas en más de una ocasión, pero no podía sacrificar mi libertad por ella. Estaba segura de que ella encontraría todo lo necesario para ser feliz en la seguridad de la aldea, junto a su hermano, su madre y la mía—. Entiende que esto pasaría tarde o temprano.

—Lo sé, pero me negaba a aceptarlo. No quiero que te vayas... Te podría pasar algo.

—¿Qué me va a pasar, Emma? —cuestioné en tono de broma, para tratar de tranquilizar a mi prima— Solo voy a husmear un poco, nada más. Volveré en cuanto me de cuenta de que el bosque es un aburrimiento, ¿si?

A través de las lágrimas percibí el atisbo de una sonrisa.

—Prométeme que tendrás cuidado.

—Te lo prometo.

—No dejes que ningún lobo te encuentre, ¿de acuerdo?

—¿De qué hablas? Los Cazadores Antiguos exterminaron a los lobos hace siglos —reí por su ocurrencia y al fin tuve el valor de mirar a mi prima a los ojos; aun llorosos me parecían hermosos. Emma no tendría problema para enamorar a cualquier joven de la aldea—. Quiero que me prometas tú
algo también, ¿vale? Quiero que no le digas a nadie que me he ido hasta mañana. ¿Podrás hacerlo? Y además, quiero que seas feliz.

—Pero... Aria, ¿y si no te vuelvo a ver?

—Volveré a visitarte, estoy segura de que no me negarán la entrada si decido volver —sonreí con la intención de tranquilizarla—. Ahora, límpiate esas lágrimas y regresa a la fiesta, que seguro que te echan de menos.

—Sé que esto es lo que has querido siempre... Así que si es lo que de verdad te va a hacer feliz, lo acepto —murmuró, secándose las mejillas con la manga del vestido—. Solo recuerda tu promesa.

—Lo haré —con una suave caricia en su húmedo pómulo, sonreí por última vez a mi prima y salí de la casa antes de arrepentirme de mi decisión.

***

Por aquí otro capítulo ;)

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Abrazo de oso, Vero~~

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