Capítulo 1
Aria
El canto del gallo me despertó abruptamente, como cada mañana. Abrí los ojos y lo primero que vi fue el techo de madera oscura de mi habitación. Suspiré; aún residían en mi mente los restos del sueño que me perseguía desde hacía meses. Me incorporé en la cama, apoyando los pies en el suelo, y me froté los ojos mientras bostezaba abiertamente.
A pesar de que madre me había dicho miles de veces que los sueños no significaban nada, que no eran más que un producto de mi imaginación, comenzaba a dudarlo. ¿Cómo era posible que se repitiera una y otra vez, cada noche, todos los días? Últimamente las pesadillas eran cada vez más frecuentes, mucho más que de costumbre, y mi subconsciente me aseguraba que eso significaba algo.
—¡Aria! ¿Estás despierta, querida?
El grito de mi tía Katie me sacó de mi mar de hipótesis y pensamientos inconclusos. Su voz chillona consiguió apartar momentáneamente el sueño de mi mente y logró ponerme en marcha. Me cambié el camisón por mi vestido verde favorito (que combinaba con mis ojos y era el más cómodo que tenía) y estiré las mantas sobre el colchón de paja. Ajusté la correa de las botas a mis piernas y me trencé mi cabello castaño oscuro para que no me molestara mientras trabajaba.
Bajé las escaleras hasta el salón, una humilde habitación con un par de sofás de madera y cojines, una chimenea que crepitaba vivamente y sin mayor decoración en las paredes que el fusil enmarcado de mi padre.
Murió cuando yo tenía cuatro años, mientras cazaba en el bosque. El recuerdo de mi sueño volvió a mi mente, como hacía siempre que pensaba en él. Mamá siempre me dijo que solía llevarme consigo a sus salidas al bosque cuando ella tenía que viajar entre aldeas para conseguir acuerdos comerciales de intercambio de bienes, pero que en aquella ocasión tenía una fiebre terrible que me dejó en cama un semana entera y ella tuvo que quedarse conmigo. Siempre pensé que había tenido mucha suerte de no haberle acompañado justo el día que murió.
Un barullo de voces me llamó la atención en la cocina. Aparté todos los pensamientos que abordaron mi cabeza y crucé el umbral de la puerta con una sonrisa al ver a mi familia reunida en la mesa central. Mi tía Katie luchaba por darle la papilla a mi primo pequeño, Andrew, que tan solo tenía dos años. No me extrañaba nada que no quisiera comer, porque aquel mejunje estaba hecho con rúcula y raices de plantas acuáticas. Tenía un olor apestoso y un color verde muy apagado. Aunque su sabor no estuviera tan mal, los ojos del pequeño delataban que si se tomaba eso acabaría vomitando.
Su hermana, mi prima Emma, masticaba pacientemente los cereales de avena que había remojado con leche de cabra en su cuenco, y por la cara que tenía no le estaba resultando fácil. Tuve que tragarme las ganas de reírme porque a mí también me tocaría desayunar eso. Mi madre era la única que no estaba sentada a la mesa; en realidad, ni siquiera estaba en la habitación.
Pude verla a través de la ventana, hablando con el herrero en el patio trasero de la casa, un hombre de metro setenta y cinco aproximadamente, que en comparación con la estatura de mi madre la sacaba tres cabezas. Tenía los brazos y el rostro abrasados por las múltiples horas frente al fuego, y una abundante barba negra que trataba de compensar la calvicie de su cabeza. Parecían discutir acaloradamente, pero la llamada de mi tía Katie me distrajo:
—Desayuna, Aria. La leche está recién hervida.
Me senté a la mesa junto a Emma, de forma que ya no podía seguir observando a mi madre. En el tazón que tenía frente a mi estaban las piedras a las que solíamos llamar "cereales de avena". Esos eran los copos que se descartaban de las cosechas porque no estaban lo suficientemente maduros para ser vendidos, pero como era comida, tampoco se podían tirar. Los remojé con la leche de cabra hasta que el tazón estuvo lleno del líquido, y traté de hundirlos para ablandarlos un poco más. Al llevarme la cuchara a la boca supe que por mucho que lo intentara, no perderían su dureza.
A medio desayuno, mi madre entró en la cocina hecha una furia. Alzaba las manos al cielo, ponía los brazos en jarras y murmuraba incoherencias. Su entrecejo estaba firmemente marcado por el enfado y las comisuras de sus ojos, de un verde mucho más apagado que el mío, se habían achicado un poco. Su cabello era rubio, pero lucía prácticamente canoso por la edad. Aunque era una mujer hermosa, su altanería y fuerza de voluntad le habían impedido encontrar un nuevo esposo cuando mi padre murió.
—¡Estoy harta de esta situación!
—Cálmate, Eva, no solucionarás nada discutiendo con todos los hombres del pueblo —murmuró su hermana, que al fin había conseguido darle una cucharada de papilla al niño, cuando se distrajo observando el circo que estaba montando mi madre. Punto para la tía Katie—. ¿También te ha dicho que no?
—Pues claro —suspiró, insatisfecha, mi madre—. A pesar de todo lo que ofrezco a cambio...
—¿De qué habláis?
La cocina quedó en silencio ante mi pregunta. Mi madre y mi tía se miraron entre ellas; parecían estar comunicándose por telepatía. Arrugué la nariz. ¿Desde cuándo era buena señal que mi madre y mi tía permanecieran tan calladitas? Si el asunto no era de mi incumbencia, con decirme "¡métete en tus cosas, niña!" solía ser suficiente. Interpreté su repentina afonía como un mal agüero.
—De nada, hija mía —murmuró mi madre finalmente, cuando la brutal guerra de miradas que había mantenido con su hermana terminó—. Aria, date prisa y termina eso. Tienes que ir a echar de comer a los gansos del señor Jenns.
—Pero si su pierna ya está curada —objeté—. ¿No puede hacerlo él mismo?
—Está muy ocupado con el Festival de la Cosecha de mañana —respondió mi tía, dándose por vencida con el niño y levantándose de su asiento para sustituir el puré por leche. A Andrew se le iluminaron los ojos—. ¡Estoy deseando escuchar las deliciosas melodías que Thiago Lewis habrá practicado para la ocasión!
—Yo solo espero que no rompa otra cuerda cuando desafine —murmuró mi madre, de morros—. Cuestan una fortuna.
—No quiero darles de comer a esos animales del demonio —argumenté, volviendo al tema principal—. Las heridas que tengo en las piernas por culpa de sus mordiscos aún no se me han curado.
—Aria, el dinero que el señor Jenns nos da como recompensa nos viene de perlas esta estación, especialmente ahora que está a punto de llegar el invierno —sus palabras no me convencieron y sé que lo vio reflejado en mis ojos; era demasiado expresiva, debía aprender a controlar eso—. Mi niña, siempre eres tan obediente y responsable... Estoy segura de que podrás hacerlo un día más.
Aunque no quería y sus palabras eran, definitivamente, melosas e interesadas, tuve que ir a echarle de comer a esos malditos gansos. Mordían, graznaban y me perseguían por todo el corral en busca de su tan ansiado alimento. Pero bueno, así demostraba ser "obediente y responsable", aunque fuera todo lo contrario.
•••
Mi jornada laboral terminó tras atiborrar de comida a esos endemoniados animales de plumas blancas, limpiar toda la casa, preparar la comida, regar las verduras y hortalizas que crecían en nuestro huerto y fregar los cacharros.
En ese momento, cargaba con el cesto se la ropa sucia al arroyo para lavarla, que era lo último que me quedaba por hacer. Mi madre no podía ayudarme porque era la jefa de la aldea; se pasaba las mañanas enteras ayudando a todo el mundo en el pueblo antes que a mi, pero ahora muchísimo más, ya que el Festival de la Cosecha estaba, literalmente, a la vuelta de la esquina.
En realidad no era una fiesta, si no más bien un intercambio comercial con el pueblo vecino, a unos tres días de camino. Era la única vez al año que las puertas que rodeaban la muralla de la aldea se abrían, y era tan solo para abastecer al pueblo durante el invierno y no perder, la ya de por si pequeña, conexión con el exterior.
Supongo que eso era lo que quería mi madre: aislarnos del bosque y mantenernos cautivos en una jaula de oro.
Cuando mi padre murió, mi madre se sumió en una profunda depresión. Fueron novios desde la infancia y su sueño siempre fue formar una familia. Parecían tener la vida resuelta, hasta que de pronto, un día, mi padre se adentró en el bosque y no regresó. Se organizaron partidas en su busca, pero todo lo que encontraron fue su fusil de caza tirado en el suelo y un charco de sangre seca junto a él. El miedo arraigó en los corazones de los aldeanos y el pánico se adueñó de todo el mundo, por lo que mi madre, más herida y vulnerable que nunca, se armó de valor y asumió el papel de líder. Lo primero que hizo fue prohibir a su pueblo atravesar la muralla y adentrarse en el bosque, y lo segundo, eliminar el oficio que ejercía mi padre: el de cazador.
El hambre y la decadencia que siguieron los primeros meses del mandato de mi madre terminó pronto, con la creación del Festival de la Cosecha, un acuerdo comercial entre Redwood (nuestra aldea) y Springwood (el pueblo vecino) que era a donde mi madre iba más. Era un día de celebración en el que nadie pasaba hambre. Se asaban corderos y cerdos, se preparaban verduras y frutas en cestos enormes para comer en compañía de nuestros vecinos, había bailes, teatros de marionetas, juglares contando increíbles hazañas, banderines y manteles de colores... Un día feliz para todos, excepto para mi.
El Festival de la Cosecha tan solo me recordaba lo aislada del mundo que estaba. Vivía en medio de un bosque del que tan solo sabía que los árboles eran de madera oscura y sus hojas de un tono escarlata. Conocía a todos los habitantes de la aldea y ninguno compartía conmigo la necesidad de descubrir lo que se encontraba oculto en los más recónditos parajes del bosque rojo. Para mi, ese cautiverio que a todos nos mantenía a salvo, era un calvario, y el lugar que no me quedaba otra que considerar un hogar, para mi era una prisión.
Llegué al arroyo, situado en la zona más al norte de la aldea, dónde la muralla de estacas punzantes terminaba, y suspiré pesadamente. Me arrodillé en la orilla con un sentimiento de tristeza floreciendo en mi interior.
Si tan solo me pudiera acercar a mi madre y explicarla que aquello no era vida... No, ella jamás me escucharía. Cada vez que algún aldeano le pedía permiso para salir, parecía poseerla algo malévolo. Actuaba tan fría e insensiblemente que daba miedo. Cuando la hablé de mis sueños en varias ocasiones, su rostro inexpresivo y carente de paciencia me dejaba claro que nunca estaba de humor para escuchar mis "tonterías".
¿Cómo decirla que el bosque me llamaba, precisamente en instantes como aquel?
Una agradable brisa otoñal se coló por los minúsculos resquicios que había entre tronco y tronco de la muralla y me abrazó con suavidad. El olor que traía consigo era inusual, como a frutos rojos y madera. Cerré los ojos, sintiendo cada murmullo que el viento susurraba en mi oído.
«Escapa... Sé libre».
¿Era extraño que sintiera aquel tipo de conexión? ¿De dónde procedía aquel suave mandato? ¿Por qué parecía ser la única que podía escucharlo, sentirlo, amarlo?
Ansiaba la libertad, una que no encontraría encerrada para siempre entre las paredes de aquella muralla. Si tan solo pudiera salir, aunque fuera unas pocas horas... Tal vez podría identificar aquella voz que me llamaba, encontrar explicación a mis sueños, hayar respuestas sobre aquella sensación atípica que llevaba años sintiendo...
—¡Aria! Al fin te encuentro.
Giré la cabeza como un búho en dirección a la voz de mi prima Emma. Sus cortos mechones rubios estaban recogidos en una coleta y sus ojos marrones me observaban con curiosidad. No estaba segura de cuánto tiempo llevaba fantaseando con salir y explorar el bosque, porque seguía lavando la misma primera camisa con la que había empezado. Emma, tan solo tres años más pequeña yo, se arrodilló a mi lado en la orilla del arroyo, tomó un vestido y media pastilla de jabón del cesto y comenzó a restregar la tela con ávida fuerza.
No dije nada, pero agradecí en silencio que me ayudara. A lo mejor mantener una conversación con mi prima me ayudaba a apartar aquellos pensamientos que mi madre consideraría "pecado" de mi cabeza.
—¿Me buscabas por algo?
—Mi madre quiere hablar contigo cuando termines de lavar la ropa —dijo, sin despegar los ojos de su trabajo; a pesar de su timidez, era muy guapa, y me encantaban las manchitas anaranjadas que cruzaban por su nariz, como si fueran viajeros atravesando un puente—. Aria... Sé lo que te va a decir y no te va a gustar.
—Déjame adivinar... Tengo que seguir echando de comer a esos malditos gansos, ¿no? —murmuré, rodando los ojos y lamentándome por mis pobres piernas, hastiadas de mordiscos y picotazos de ave.
—No, Aria, es mucho peor que eso.
En ese momento, Emma y yo nos miramos. Pude percibir en su mirada lástima, y no había nada en este mundo que me enfureciese más que alguien que sintiera compasión por mi. "Pobrecita la niña que perdió a su padre cuando era un bebé", "pobrecita la niña a que su madre nunca hace caso", "pobrecita la niña que está loca porque se queda mirando la muralla como si pudiera atravesarla solo con los ojos". Como dije antes, aquella conexión con el bosque solo la sentía yo en la aldea y a muchos se les antojaba... Una idea extraña.
—¿Qué quieres decir?
—Aria, tu madre quiere que te cases —mi corazón se saltó un latido al escuchar aquellas palabras—, por eso discutía con el herrero esta mañana. Ninguna familia en la aldea quiere que te cases con sus hijos... Piensan que estás loca, desquiciada.
—Emma... Pero si lo que dices es cierto, no tengo de qué preocuparme. Si nadie se quiere casar conmigo, estoy salvada, ¿no? —en mi cabeza sonaba genial; si ningún padre me quería como nuera, no tenía de qué preocuparme, mi madre no podría convencerles por la fuerza. Sin embargo...
—Ese es el problema. La familia de Thiago Lewis ha aceptado.
•••
Primer capítulo de Dama de Luna
No olvidéis votar y comentar ;)
Abrazo de oso, Vero~~
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro