Epílogo
El crono marcaba ya los últimos minutos del amanecer cuando el sonido de los pasos captó su atención. Muy lentamente, como si temiese ver lo que le aguardaba al otro lado de la sala, giró la cabeza. Procedente de las escaleras, una sombra precedía la inminente llegada de uno de los suyos.
Hacía horas que le esperaba.
El ser ascendió hasta el último de los peldaños y se detuvo ante él. En su mirada no había expresión alguna, al igual que en su semblante. Lo único que le diferenciaba del resto eran las espesas manchas de sangre que lucía en el pecho y en las manos.
Se tomó unos segundos para formular la pregunta. Su futuro dependía en gran parte de la respuesta, y aunque tenía ya un plan pensado para cualquier eventualidad, prefería no tener que alejarse tanto del objetivo inicial. Semanas atrás, cuando atravesaban las estrellas camino al hermoso planeta del que tanto le había hablado Elspeth, había pensado en lo que podría pasar, pero en ningún momento se había planteado lo que acababa de suceder. Aquel acontecimiento le había cogido de improviso. Por suerte, él siempre hallaba soluciones a todos los problemas por graves que fueran.
—¿Y bien?
—Le quedan minutos, Capitán. Quizás una hora, o puede que dos, pero no puedo alargarlo más. La herida es mortal. Ese tipo sabía dónde apuntaba.
Rosseau asintió con la cabeza. La respuesta no era todo lo mala que esperaba, pero seguía obligándole a adelantar ciertos acontecimientos que, al menos de momento, no deberían haber sucedido.
—Llévame con él.
Guiado por el Pasajero que había logrado traer a Elspeth al borde de la muerte, Rosseau descendió las escaleras que atravesaban la torre de invitados para encaminarse al templo. A su paso, los sirvientes agachaban la cabeza y se arrodillaban; algunos incluso se tapaban los ojos. Los hombres y mujeres de aquel planeta, como había podido comprobar, eran débiles. Tanto que, en apenas unas semanas, había logrado doblegar su voluntad y apoderarse de cuanto le rodeaba.
Ya no quedaban hombres de voluntad férrea como en el pasado.
Era una lástima.
Una vez alcanzado el templo, Rosseau ascendió los peldaños que conformaban la escalera de entrada y atravesó el umbral. En su interior, formando un gran círculo a su alrededor, el resto de Pasajeros aún presentes en el planeta se mantenía en silencio, escuchando atentamente los últimos latidos del hombre que yacía sobre el altar. Rosseau se abrió paso entre ellos y se detuvo junto al moribundo. Apoyó la mano sobre su pecho desnudo, junto a la herida, y observó los ojos vacíos de su dueño. Con cada segundo que pasaba, le costaba más y más respirar.
La vida se le escapaba por momentos.
Tomó su mano, ahora pálida y fría.
—Elspeth.
El hombre reaccionó parpadeando un par de veces al escuchar su nombre. Desvió la mirada hacia Rosseau y le estrechó suavemente la mano. Sus labios, ahora manchados por su propia sangre, intentaron susurrar algo.
—Tranquilo, Elspeth. No es necesario que te sigas esforzando, lo has hecho bien. —Le dedicó una leve sonrisa—. Lo has hecho muy bien, pero ahora ha llegado el momento de descansar. Te duele, ¿verdad?
El joven asintió levemente. La palidez de su rostro y el brillo de sus ojos evidenciaban que se encontraba mucho más cerca del umbral de la muerte de lo que probablemente él mismo imaginase.
Rosseau asintió con suavidad.
—Tranquilo, será breve e indoloro: como un simple abrir de ojos. Cuando despiertes te notarás extraño, distinto, cambiado, pero en el fondo seguirás siendo tú. No debes olvidarlo. ¿Sabes?, hay una forma de conseguirlo. Debes concentrarte en un pensamiento, en un nombre, una persona: lo que desees. Aférrate a ese concepto y no lo sueltes hasta despertar. ¿Puedes hacerlo?
Elspeth asintió de nuevo, cerró los dedos alrededor de la mano de Rosseau y, empleando para ello sus últimas fuerzas, le instó a que se acercase un poco para poder susurrar lo que durante todas aquellas horas le había estado atormentando. Aquello a lo que se aferraría hasta el fin de sus días: el concepto que le mantendría con vida.
—Tiene que morir... —dijo con apenas un hilo de voz—. Armin Dewinter... tiene que morir... tiene que...
—Morirá, te lo aseguro. Tienes mi palabra.
—Júramelo...
Se llevó la mano libre al corazón.
—Lo juro.
Rosseau asintió con la cabeza, complacido al ver una sonrisa de satisfacción aflorar a los labios del joven, y, con un ligero ademán de cabeza, ordenó que el círculo de Pasajeros se cerrase más a su alrededor. Les necesitaba cerca. A continuación, con movimientos perfectamente calculados, el Capitán se liberó de la presa de Elspeth y depositó una mano en su frente y la otra sobre su débil corazón, junto a la herida.
Sus dedos empezaron a teñirse de sangre.
Cerró los ojos y dejó que su mente empezase a expandirse, a reconocer el nuevo recipiente. Aún era pronto para abandonar el cuerpo, pero no tardaría demasiado. La ceremonia, aunque compleja, no era demasiado larga. Además, el tiempo jugaba en su contra, por lo que no había ni un minuto que perder.
—A partir de ahora caminaremos juntos, amigo —murmuró—. Juntos hasta el final. Ahora cierra los ojos y deja que la paz serene tu alma. Ha llegado el momento de descansar.
Convertidos en figuras en sombra, los Pasajeros empezaron a cantar al unísono con sus tétricas voces fantasmales. La oscuridad apagó las velas, llenando la sala de susurros, y la bruma empezó a cubrir cuanto les rodeaba hasta lograr hacerlos desaparecer.
Trece segundos después, el corazón de Elspeth se detuvo para siempre.
FIN
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