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Capítulo 7

—Sigue sin aparecer.

Hacía tan solo unos minutos que le habían confirmado la noticia, pero ya casi la había olvidado. La guardia no había encontrado a Ana en el paso, ni la iban a encontrar. La joven había logrado eludir la vigilancia y las patrullas, tal y como era de esperar en alguien de su familia, y probablemente seguiría haciéndolo. Ana era inteligente y astuta como pocas, y no iba a ponérselo fácil. Por suerte, Elspeth era consciente de que seguía estando al mando de la situación. A pesar de haber logrado escapar, su hermana no era una amenaza real. La joven podía ir y venir por todo el planeta proclamando lo que quisiera, que nadie iba a creerla. De hecho, dudaba incluso que nadie fuese a creer que fuese la hija del Rey. Y en caso de que lograse ganarse la confianza de alguien, allí estaba él para evitar que pudiese llegar a más.

—¿Van a dar el aviso? —preguntó Rosseau desde la mesa de operaciones, mientras examinaba el cadáver.

—En un par de horas. Starkoff ya ha contactado con los medios de comunicación: en un rato todo Sighrith estará buscándola.

Rosseau asintió. El Capitán no sentía la misma simpatía ni confianza que Elspeth por el tal Starkoff, pero imaginaba que habría cumplido con su cometido. Después de todo, Larkin seguía siendo el heredero a la Corona por lo que, les gustase o no a él y al resto de habitantes del castillo, tenían que obedecerle.

—No creo que tarden demasiado en encontrarla —prosiguió Elspeth, de pie junto a la ventana—. Tarde o temprano el frío y el miedo la vencerán y confesará. No está preparada. El juego ya se está alargando demasiado. En el fondo no deja de ser una niña consentida a la que el Rey le ha dado siempre todo lo que ha querido.

Bastian sonrió para sí, pensativo. Tendido sobre la mesa que hacía funciones de camilla, aún en la última planta de la torre de invitados, el cadáver ensangrentado del hombre al que conocían como Jean Dubois se resistía a revelar sus secretos. Tal y como había asegurado Elspeth, Rosseau también lo consideraba un buen candidato para su propósito, pero para ello tenía que lograr hacerle hablar. No literalmente, claro. Jean estaba tan muerto como cualquier otro cadáver, pero para poder utilizarlo Bastian necesitaba despertar en él ciertos impulsos nerviosos que, al menos por el momento, se resistían.

Se preguntó hasta cuando tendría que seguir provocándole.

—Hace unas horas estabas convencido de que no lograría escapar de Corona de Sighrith, y todo apunta a que muy posiblemente lo haya conseguido. Es más, estoy convencido de que lo ha conseguido. Ahora confías en que confesará superada por los acontecimientos antes incluso de que pueda ser atrapada... —reflexionó Rosseau—. Cualquiera diría que intentas convencerte a ti mismo, Elspeth.

—¿Convencerme a mí mismo? —Larkin apartó la mirada momentáneamente de la ventana para concentrarla en la mesa de operaciones. No muy lejos de allí, sumidos en la oscuridad casi total, los Ocho Pasajeros permanecían en silencio, inactivos, a la espera de su inminente despertar—. ¿De qué se supone que intento convencerme, Capitán?

—De que vas a lograr que aparezca sin su ayuda.

Ambos volvieron la mirada hacia las sombrías figuras que reposaban en los sillones, envueltas en la oscuridad. Con la salida del sol la luz que las ventanas filtrasen volvería a iluminar sus rostros de aspecto humano, revelándoles como seres de carne y hueso. Hasta entonces, sin embargo, los Ocho Pasajeros se mantenían consumidos por las sombras como almas malditas a la espera de poder volver a despertar.

Inquieto ante su mera presencia, Elspeth volvió a girarse. Más allá de la ventana, en el centro del patio, los hombres de Rosseau, que no los suyos, habían empezado con las obras. De momento únicamente apartaban la nieve con máquinas y palas para hacer hueco para la estructura, pero en unas cuantas horas, si nada cambiaba, la construcción del templo se pondría en marcha, marcando así el inicio de una nueva etapa en el planeta.

Una etapa que lo cambiaría para siempre.

Nadie olvidaría jamás ese día.

Apretó los puños con fuerza, sintiendo como la rabia fluía en su interior. Si bien sus sentimientos eran totalmente encontrados respecto a los Ocho Pasajeros, con Rosseau las cosas eran totalmente distintas. Apreciaba a aquel hombre; lo respetaba y admiraba como a pocos, pero le irritaba enormemente que, en momentos como aquel, pusiera en duda sus decisiones. ¿Acaso no había demostrado ya de lo que era capaz?

A veces resultaba demasiado complicado ser condescendiente.

—No intento convencerme de nada —respondió Elspeth, tratando de disimular el hastío—. Simplemente no considero que vaya a ser necesaria su participación en la búsqueda. Su cometido aquí es otro. Yo me encargo de ella: tú haz lo que tienes que hacer. Esto empieza a retrasarse demasiado: hombres como Starkoff insisten en que quieren ver al Rey. Además, hacen muchas preguntas respecto al Templo. Empieza a ser complicado mantener esta situación.

Rosseau se apartó las gafas protectoras de la cara y alzó la mirada hacia Elspeth. Tenía la bata y las manos demasiado manchadas de sangre como para acercarse y darle una palmada reconfortante en el hombro, pero de haber podido, lo habría hecho. En lugar de ello, sin embargo, simplemente le mantuvo la mirada durante unos segundos, pensativo, y volvió a sus quehaceres.

Ciertamente, no había tiempo que perder.

—Si Starkoff te molesta tráemelo, puedo acelerar el proceso. Después de todo, esto está lleno de mesas. Y el resto... Bueno, va a ser algo temporal. Tenía entendido que en todos los castillos había mazmorras: ¿por qué no ordenas que los encierren? Quizás no a todos, pero sí a los más conflictivos. Los Pasajeros aún duermen, pero tenemos a otros que pueden ayudarnos, lo sabes. Mis hombres no son precisamente constructores.

Elspeth frunció el ceño. La propuesta de Rosseau no era del todo mala, y mucho menos teniendo en cuenta que únicamente iba a ser algo temporal, pero no le gustaba la idea de tener que encerrar a sus hombres en celdas. La curiosidad y las preguntas eran inevitables...

Se obligó a sí mismo a mantener la calma. Si no le daban otra alternativa, aceptaría la propuesta de Rosseau, pero intentaría dejarla como última opción. Cuantos menos problemas hubiese en el castillo, menos posibilidades había de que se descubriese el secreto antes de tiempo. Además, en lo más profundo de su ser, Elspeth sentía cierta simpatía por aquellos hombres y mujeres. Desconocía el motivo, pues para él, en el fondo, no eran más que simples marionetas con las que jugar, pero había algo que le impedía comportarse como habría hecho en cualquier otro lugar. ¿Serían los recuerdos?

¿O quizás aquella susurrante voz que, de vez en cuando, intentaba invadir sus pensamientos?

Fuese cual fuese la respuesta, Elspeth no quería profundizar demasiado en la materia. El hombre sabía cuál era su papel en toda aquella historia y no quería desviarse del objetivo ni cometer ningún error. No ahora que al fin había logrado ganarse la confianza del Capitán.

—Intentaré que mantengan la calma. Hablaré con ellos; responderé a sus preguntas como pueda y les mantendré ocupados... Pero si por alguna razón fallase mi plan, lo dejaría en tus manos. Hasta entonces, concéntrate en que despierten. Tienes ya a tres candidatos: te buscaré al resto.



Viajar durante las horas de luz no resultaba tan duro como cuando caía el atardecer. Aunque el frío siempre estaba presente en el planeta, y más en aquel continente, resultaba agradable cabalgar con la luz del sol bañándole la piel. Los caminos no resultaban tan abruptos, ni los bosques tan densos, ni la sensación de soledad tan inquietante. Ana podía concentrarse en cuanto tenía ante sus ojos, ya fuesen árboles, senderos o ríos congelados, y mantener los recuerdos apartados. Sin embargo, con la llegada de la tarde, el cansancio y el malestar empezaban a asomar peligrosamente la cabeza. Ana necesitaba un lugar donde descansar de verdad, dormir plácidamente durante unas horas sin temor a ser encontrada, asearse y llenar el estómago. Necesitaba tomarse un descanso, relajarse y pensar, llorar, reír, o lo que le hiciese falta, pero no a la intemperie. Después de la noche en casa de Jean y la del trasbordador, la joven creía acercarse peligrosamente a su límite.

Ana aprovechó antes de alcanzar los últimos minutos de luz para hacer un alto y consultar el mapa. La residencia del doctor aún quedaba muy lejos como para no pensar en parar. Además, la temperatura estaba cayendo peligrosamente y no se planteaba el pasar la noche al raso. Así pues, apurando las últimas reservas que le quedaban del desayuno, la joven examinó el mapa hasta dar con una pequeña localización no muy lejana, un complejo comercial para viajeros, donde poder pasar la noche.

Tardó casi dos horas en alcanzar su destino, pero finalmente, ya con la noche acechando peligrosamente por los caminos, Ana vio en la lejanía las luces del complejo. En comparación con los que había visitado en Corona de Sighrith, el "Sueño de los Viajeros" era diminuto, antiguo y desangelado, pero disponía de los suficientes servicios como para que, al menos aquella noche, Ana pudiese descansar.

El "Sueño de los Viajeros" constaba de un hotel de paso con restaurante de comida nativa, lugar donde Ana decidió alojarse y cenar, un centro de compraventa de suministros alimenticios y médicos abierto las veinticuatro horas del día, una cafetería con sistemas de conexión de pago disponibles y, por último, una tienda de ropa y complementos de viaje perfecta para la ocasión. Normalmente, aquel abanico de servicios habría sabido a poco a la princesa. Acostumbrada a ir a los mejores sitios, ser atendida con exquisitez y disponer de todo cuanto deseaba al momento, aquel lugar se le quedaba corto. Ana no solo necesitaba comprar suministros y descansar: necesitaba que la acicalasen, que le peinasen y lavasen la melena, darse un baño de aguas termales y, por supuesto, que le hiciesen un masaje. Lamentablemente, todos aquellos lujos quedaban ya muy atrás. Ana alquiló una celda de tamaño más bien reducido, compró todo tipo de suministros, tanto médicos como alimenticios, añadió una manta más a las que ya llevaba en las alforjas y, tras una visita breve pero intensa al restaurante en la que conoció a un par de parroquianos demasiado borrachos incluso para diferenciar si era un hombre o una mujer, subió a sus nuevos aposentos a darse un baño y descansar

Su viaje, al menos por aquella noche, acababa allí.

Aquella noche Ana durmió profundamente, agotada por el viaje. Antes de acostarse pasó una hora metida en agua tibia frotándose los músculos, pues el calentador era incapaz de calentarla más, tratando de recuperar la sensibilidad. Después, empleando para ello los geles de pésima calidad que el hotel ofrecía, se aseó todo cuanto pudo, se lavó el pelo y, finalmente, sintiendo el peso del cansancio hundirle los hombros, se dejó caer sobre la cama, derrotada. Doce horas después, el estridente sonido del sistema de comunicación interno de la celda la despertó. La hora de salida ya había pasado por lo que tendría que abonar una noche más.

Algo más descansada, aunque con el cuerpo dolorido del esfuerzo, Ana se tomó un par de horas más para estar en la cama, inspeccionando el mapa. Si todo iba bien y no se desviaba del camino o se perdía, la joven podría pasar la noche en otro centro para viajeros como aquel llamado "El Cabo Verde". Un lugar que, según indicaba el mapa, no estaba tan valorado como el primero, pero dadas las circunstancias eso no preocupaba demasiado a Ana. Mientras hubiese un lugar donde comer y descansar, ella tenía más que suficiente.

Aprovechó para darse una larga ducha de agua tibia. Ana se secó el pelo, organizó de nuevo sus mochilas y, renovada, salió al restaurante a tomar un desayuno tardío. Disfrutó de un plato de carne con verdura de bastante mala calidad que a ella le supo a gloria y, ya dispuesta a encaminarse al nuevo destino, acudió a la recepción del hotel a pagar la segunda noche. Saludó al mismo recepcionista de la noche anterior con un ademán de cabeza y pidió la cuenta educadamente, ocultándose el máximo posible bajo la capucha y la bufanda. Este, encantado de recibir y cobrar a sus clientes, respondió con una amplia y sincera sonrisa de dientes podridos.

—Un segundo, señorita, voy a prepararle la factura.

Mientras esperaba pacientemente, para su sorpresa, Ana descubrió que, anclado a la pared de la sala de espera, había un monitor en el que se estaba retransmitiendo un noticiero especial. La joven se acercó disimuladamente, aprovechando que era la única persona en la recepción, y fijó la vista en la pantalla. Junto a la exuberante periodista que narraba la noticia había un pequeño recuadro en el cual se exponía una pictografía de la joven princesa bajo el rótulo de "Desaparecida".

—Hace ya más de veinticuatro horas que la hija del Rey, la princesa Ana Larkin, abandonó la residencia real en plena noche, víctima de un ataque de pánico. Según las fuentes más cercanas, el trastorno mental que le fue recientemente diagnosticado podría ser la causa de su huida. Actualmente, y tras el anuncio realizado hace unos minutos por el propio heredero a la Corona, hijo del Rey y hermano de la princesa, el príncipe Elspeth Larkin, más de un centenar de equipos de búsqueda están tras la joven fugitiva, la cual, según nuestras fuentes, parece haber logrado atravesar uno de los pasos. Así pues, por orden real, se pide a todos los ciudadanos que, en caso de tener alguna pista sobre su paradero, contacten de inmediato con...

—¿Señorita?

Ana se sobresaltó al escuchar al recepcionista. Volvió la vista hacia el hombre, presa del pánico, y le mantuvo la mirada unos segundos, atemorizada ante la posibilidad de que este pudiese haberla descubierto gracias a la fotografía del noticiero. Por suerte, en la mirada del hombre no había reconocimiento alguno.

Suspiró aliviada. Ahora que al fin habían hecho pública la noticia, tendría que ir con más cuidado que nunca.

—Aquí tiene la factura, señorita. La noche extra son 50 coronas... aunque por su aspecto imagino que no va a quedarse.

—No —respondió con rapidez. Extrajo los billetes del bolsillo y los depositó nerviosamente sobre el mostrador, ansiosa por salir de allí cuanto antes—. Tiene la celda disponible para cualquier otro cliente.

—En caso de que cambie de opinión no dude en volver. —El hombre cogió cuidadosamente los billetes, como si fuesen un tesoro, y los guardó en la caja registradora, bien estirados—. Tenga en cuenta que el próximo refugio se encuentra a casi diez horas de viaje y parece que va a haber tormenta. Quizás debería replanteárselo.

Ana volvió la mirada fugazmente hacia el monitor. Además de perturbada, la periodista informaba al público de que la princesa podía llegar a ser peligrosa...

—Ojalá pudiera, pero me temo que tengo demasiada prisa —respondió rápidamente, sintiendo un profundo malestar crecer en su interior—. Gracias por su hospitalidad.

—De acuerdo, tenga un buen viaje entonces.

Larkin salió del establecimiento velozmente, al borde del ataque de nervios. Acudió a los establos a por Tir, el cual tenía mucho mejor aspecto tras una noche de descanso, y juntos abandonaron los alrededores pocos minutos antes de que otro grupo de viajeros llegase. Tal y como había pronosticado el recepcionista, el cielo estaba de tormenta, oscuro y lleno de gruesos nubarrones, pero tal era el disgusto de la mujer que apenas fue consciente de ello hasta que, varias horas después, alcanzada ya la tarde, empezaron a caer las primeras gotas.

—¿Maestro? ¿Maestro, está usted aquí?

Después de varias horas de intentarlo, Mihail Donovan se dio por vencido. El profesor cerró el cuaderno en el que estaba trabajando a desgana, visiblemente molesto, y lo lanzó al suelo con desprecio. Si bien la voz de Justine había sido la gota que había colmado el vaso, ella no era la culpable de su malhumor.

O al menos no del todo, claro.

Mihail bajó de su butaca gravitatoria y se acuclilló junto a la escalera que daba a su despacho. Perdida entre las torres desordenadas de libros, las cuales él mismo había generado a lo largo de aquellas últimas veinticuatro horas, Justine Everhood le buscaba ayudada únicamente de una vela.

La pobre mujer parecía terriblemente perdida y confusa desde la marcha de la princesa.

—Justine —respondió el maestro—. Aquí arriba, Justine. ¿Sucede algo?

La mujer alzó la vela, guiada por la voz del maestro, y se acercó varios pasos. Aunque aquel lugar nunca había sido especialmente luminoso, la falta de luz artificial sumada a las nuevas torres de libros diseminadas por el suelo lo había convertido en un auténtico laberinto por el que era complicado orientarse. Por suerte, el rostro envejecido y de ojos azules de Mihail no tardó en surgir de las sombras al acercar la vela a las escaleras.

La mujer dejó escapar un suspiro de puro alivio al verle. Le tendió la vela para que la sujetase él y, con cuidado, ascendió por la escalera de mano hasta el piso superior. Una vez allí recuperó la vela, la cual le hacía sentir más segura, y se adentró hasta el escritorio.

—Lo buscaba, maestro.

—Eso es evidente. Me buscaba, bien: aquí estoy. ¿Qué sucede?

La mujer se dejó caer sobre la butaca, sin invitación alguna del maestro. Más allá de los muros, el incesante sonido de los martillos, las grúas y las máquinas apenas la dejaban pensar con claridad.

—¿Sabe algo de Vladimir? Hace horas que no sé de él. Le busco, pero no hay rastro alguno. La última vez que lo vieron estaba con el príncipe, preparándose para salir.

—Diría que aún no han vuelto. Por lo que he podido escuchar, han convocado una rueda de prensa con los medios de comunicación para anunciar la desaparición de la joven princesa. Al parecer nuestra querida niña padece algún tipo de trastorno mental.

La mujer abrió ampliamente los ojos, perpleja, pero no respondió. No hacía falta. Ambos conocían lo suficientemente bien a la joven como para saber que aquella noticia era totalmente falsa. El hecho de que Ana hubiese escapado no venía provocado por ningún tipo de desequilibrio precisamente.

—Que tonterías.

—Imagino que es un modo de apaciguar a la opinión pública —reflexionó Mihail, tomando asiento también en su butaca—. Anunciar la huida de la joven sin un motivo de este calibre podría levantar muchas ampollas... y ya sabes la facilidad que tienen los medios para crear conspiraciones. Teniendo en cuenta que se ha dado justo con la llegada de Elspeth, no tardarían en saltar las alarmas sobre un posible conflicto entre hermanos.

—Y posiblemente no estarían equivocados...

—Es probable —admitió el maestro—, pero no está en nuestra mano el decidir. De hecho, ni tan siquiera deberíamos posicionarnos en el conflicto, querida. Lo importante es que, esté donde esté, la pequeña Larkin se encuentre bien. Lo demás, al menos a mi modo de ver, es secundario. Y es que, si la joven ha escapado, sus motivos tendrá. Le aseguro que no seré yo quien la traiga de vuelta.

El atroz sonido de una nueva máquina interrumpió la conversación. Bajo sus pies el suelo empezó a temblar, al igual que el resto de mobiliario y útiles. Fuese lo que fuese que acabasen de activar en el patio, probablemente algún tipo de taladro automático, generaba tremendas sacudidas en el suelo.

Donovan frunció el ceño, molesto. Sus artilugios y demás objetos personales temblaban tanto sobre las repisas y la mesa del escritorio que, probablemente, a no ser que lo detuviesen antes, acabarían cayendo al suelo. De hecho, no tardarían demasiado en empezar a caer... Y él no estaba dispuesto a mover un dedo para impedirle. Ni muchísimo menos. Ni era un sirviente, ni iba a comportarse como tal. Además, si lo que ese jovencito pretendía era provocarle y despertar su ira, tendría que hacer mucho más que romper sus cosas y machacarle el cerebro a base de ruido. Donovan no iba a ponérselo tan fácil.

—Va a acabar volviéndonos locos con ese maldito ruido —murmuró Justine, disgustada—. Apenas he podido pegar ojo desde que empezasen las obras esta madrugada.

—¿Se sabe que intentan hacer?

—Nadie sabe nada. Parece que intentan construir una especie de edificio de piedra negra, o algo por el estilo, pero no sabemos nada aún. Al parecer, el tal Bastian Rosseau lidera la obra desde lo alto de la torre. He intentado acercarme, preguntar a ver qué está pasando, pero nadie responde a mis preguntas... y no me dejan pasar. —La mujer suspiró con tristeza, visiblemente agotada— Si al menos tuviésemos el apoyo del Rey...

Donovan asintió con lentitud, pensativo. El hombre hizo girar su butaca gravitatoria, encarándose hacia la pared trasera, y se inclinó para poder ver una de las fotografías que tenía colgadas en la pared. En ella, sonrientes y tan unidos como hasta entonces, los dos hermanos Larkin se abrazaban bajo la atenta y orgullosa mirada de su querido padre. En aquel entonces, Lenard Larkin había sido un hombre de gran fortaleza y determinación; alguien capaz de comerse el universo él solo.

Mihail se preguntó con tristeza cuando se había apagado la estrella del Rey. El declive había sido más evidente en los últimos meses, pero hacía ya demasiado tiempo que había dejado de ser él. ¿Sería su cambio de actitud el culpable de todo lo que estaba sucediendo? El profesor tenía sus dudas al respecto, pero sí que tenía clara una cosa y es que, aunque quizás él no fuese el culpable de la huida de su hija del castillo, era evidente que, de haber estado en su mejor momento, jamás lo habría permitido.

—Le necesitamos —comprendió Donovan con amargura—. ¿No se ha posicionado aún? ¿No ha dado la cara?

—Permanece encerrado en la Sala del Té. Vladimir intentó hablar con él, pero no lo consiguió. Está encerrado, y no quiere salir.

El maestro arqueó las cejas, sorprendido. Si conocía a Ana lo suficientemente bien como para saber que no estaba loca, del Rey podía decir sin temor a equivocarse que no era un cobarde precisamente. Lenard tenía sus cosas, desde luego, pero de todos los adjetivos que podían describirle, aquel no entraba dentro del saco.

Ni muchísimo menos.

¿Sería posible que, en realidad, el problema fuese que no le dejaban salir? Poco a poco, las piezas empezaron a encajar en su mente.

—Dejémosle un día más... —decidió al fin—. Mañana intentaré ir yo mismo a hablar con él. Si me rechaza tendremos que tomar medidas... pero démosle un tiempo para reflexionar. Sea lo que sea que le retiene allí dentro, no podrá hacerlo indefinidamente, y mucho menos si Ana no aparece. Ahora mantengamos la calma, ¿de acuerdo? Después de todo, no podemos hacer otra cosa...



Jamás había pasado tanto frío como en aquel entonces. Hasta ese momento, Ana había creído que Corona de Sighrith era un lugar frío. Con la caída de la noche las temperaturas caían dramáticamente y el clima era prácticamente insoportable. Sorprendentemente, allí era peor. Muchísimo peor.

Hacía casi dos horas que había empezado a nevar y no parecía que fuese a parar. Perdida en mitad de uno de tantos bosques, calada hasta los huesos y desorientada por la falta de luz, Ana estaba más débil que nunca. Llevaba cerca de seis horas de viaje por lo que calculaba que aquella noche, muy a su pesar, no podría pasarla bajo techo. Ciertamente podría seguir avanzando unas cuantas horas más, a ciegas y prácticamente congelada, bordeando la muerte peligrosamente, pero no quería arriesgarse. Ana sospechaba que estaba llegando a su límite y, antes de que las fuerzas le traicionasen, prefirió parar.

El bosque era denso y solitario, con altos abetos cuyas ramas se perdían en el cielo nublado, entre la lluvia. El suelo estaba resbaladizo gracias a la nieve y al hielo, pero había ciertos puntos en los que el fango le daba algo más de estabilidad. Gracias a aquellos puntos, Tir había logrado seguir avanzando hasta entonces. No obstante, el caballo tampoco podía más.

Con cuidado de no resbalar, Ana desmontó. Después de tantas horas cabalgando le dolían mucho las piernas, pero lograba mantenerse en pie. Cogió las riendas de Tir y, ayudándose de una linterna para avanzar unos cuantos metros más, avanzó hasta alcanzar un enorme e imponente roble.

—Entrarás en calor dentro de poco, tranquilo —animó al equino—. Ahora solo tienes que portarte bien...

Ató al animal a una de las ramas más bajas. A continuación, ya con ambas manos libres, Ana sacó de una de las alforjas un gran paquete circular en cuyo interior, perfectamente doblados, había varios metros de tela aislante cortada en rectángulos. Se las cargó a la espalda y se encaminó hacia el roble, con la cara y el cabello demasiado empapados como para poder ver con claridad lo que hacía.

—Veamos...

Ayudándose de lo que había leído y aprendido sobre supervivencia gracias al maestro, Ana se detuvo frente al tronco del árbol y empezó a trepar. Las ramas estaban lo suficientemente bajas como para que, poco, a poco, pudiese ir avanzando, pero resbalaban demasiado. Además, era tan incómodo intentar trepar con los guantes que, sin tan siquiera plantearse lo que estaba a punto de hacer, Ana se los quitó. A continuación, empleando para ello las manos ahora desnudas, siguió trepando.

O al menos lo intentó. Ana ascendió un par de metros más, sintiendo las manos arder, pero a punto de alcanzar el destino deseado la rama se quebró bajo sus pies y cayó al suelo, arrastrando consigo varias ramas con las manos. Ana cayó de espaldas al suelo, emitiendo un terrible grito de dolor ante el impacto, y rodó durante varios metros hasta chocar contra una piedra. Permaneció unos segundos paralizada, en shock, tirada en el suelo sintiendo como el aire regresaba a sus pulmones, hasta que al fin logró incorporarse, totalmente desorientada. No muy lejos de ella, tratando de acercarse sin éxito, Tir tiraba de las riendas, seguramente preocupado.

—Demonios... —murmuró Ana con lentitud, recuperando poco a poco el control de su cuerpo. Tenía las plantas de las manos ensangrentadas de haber intentado sujetarse en las ramas— Maldita sea...

Poco a poco, ayudándose de uno de los troncos de los árboles más cercanos para ello, Ana se fue incorporando. El golpe la había dejado fuera de juego momentáneamente, pero empezaba a recuperarse poco a poco. Recogió del suelo la tela y los guantes y, arrastrando los pies por la nieve, volvió al punto inicial.

La nieve empezaba a caer con más furia que nunca.

—Tranquilo Tir, será solo un minuto...

Ahora con más cuidado y los guantes enfundados, Ana rehízo el camino, asegurando las ramas antes de situarse sobre ellas. Las manos y el cuerpo entero se resistían a que siguiese avanzando, provocándole potentes aguijonazos de dolor a cada paso. Ana siguió hasta lograr recorrer la distancia esperada. Una vez alcanzado su objetivo, unas ramas situadas a cuatro metros de altura, extendió la tela y tensó y ató los extremos hasta conseguir un pequeño toldo gracias al cual cubrirse de la nieve. A continuación, deslizándose cuidadosamente por el tronco, descendió al suelo donde, ayudándose de varias piedras, extendió otras tantas sábanas hasta conseguir un pequeño refugio. Satisfecha, tomó las riendas de Tir, el cual parecía más tranquilo al ver a su jinete volver a moverse con aparente normalidad, y lo llevó hasta las sábanas, lugar donde, agotado, el caballo se acomodó, agradecido por liberarse de la incesante lluvia.

—¿Qué te parece? —murmuró Ana sin apenas aliento, aún algo aturdida por la caída, pero consciente del éxito de la operación—. Quizás no sea una maravilla, pero algo es algo.

Cubrió al animal con varias mantas térmicas y encendió una pequeña hoguera controlada dentro de uno de los cubos con un par de cerillas. El carbón artificial no tardó más que unos minutos en consumirse, pues además de no ser de demasiada buena calidad no había demasiada cantidad, pero al menos duró lo suficiente como para que el animal se alimentase y lograse entrar en calor. Ana aguardó unos minutos a su lado, aprovechándose del calor que desprendía el caballo para acabar de recuperarse, y no se movió hasta que Tir cerró los ojos.

Un rato después, con las palmas de las manos ya desinfectadas con alcohol y vendadas torpemente, extrajo la mochila en cuyo interior se encontraba plegada la tienda de campaña y se alejó unos metros. No quería apartarse demasiado de Tir, pues su presencia la hacía sentir menos sola, pero necesitaba espacio para instalar la tienda por lo que, tras un breve paseo por los alrededores en busca del lugar más adecuado, acabó instalándose en un sombrío y frío claro a unos treinta metros de distancia. Ana sacó del interior de la mochila el cubo gris en el interior del cual se hallaba la tienda y lo depositó en el suelo. Según las instrucciones únicamente había que activar el dispositivo de apertura por lo que, obediente, presionó el botón rojo indicado y se alejó unos metros. Cinco segundos después, el cubo se abrió sobre sí mismo como los pétalos de una flor y empezó a expandirse. Ana aguardó con impaciencia bajo la nieve a que acabase el proceso. La tienda no parecía demasiado grande, pues no superaba el metro y medio de altura, pero sí era lo suficientemente amplia como para que la mujer cupiese en su interior sin problema. Así pues, una vez desplegada, Ana se adentró en su interior y activó el sistema centralizado de calefacción. En un clima algo más cálido o unas circunstancias menos adversas la temperatura habría ascendido en apenas dos minutos, pues el dispositivo estaba preparado para ello, pero en aquel entonces, en mitad de una nevada y sobre un suelo totalmente congelado, fueron casi diez minutos lo que le llevó al sistema central calentar la estancia.

Por suerte, la espera valió la pena.

Ana extendió el saco térmico dentro de la tienda de campaña. Se cambió de ropa, dejando la empapada lo más lejos posible del saco, y ya algo más cómoda se metió en su interior, tiritando. Las manos le palpitaban de las heridas sufridas, pero tal era el malestar general de la mujer que ni tan siquiera lo notaba.

Aquella noche, a no ser que cambiasen mucho las cosas, iba a ser la peor de su vida.

—Maldito seas, Elspeth, me las vas a pagar...

Sin fuerzas ni tan siquiera para sacar de la mochila la lata de comida precocinada y cenar algo, Ana permaneció en el interior del saco sin moverse durante casi dos horas, concentrada en el sonido de la nieve cayendo. Los copos golpeaban con fiereza la tienda de campaña, dibujando largos ríos de oscuridad en su superficie al deslizarse por ella. Ana apenas podía verlos, pues la luz que aquella noche emitía la luna era mínima, pero podía percibirlos durante las décimas de segundo que los rayos iluminaban la noche. Poco a poco, la tienda se estaba convirtiendo en una gran tela de araña en cuyo interior, atrapada entre las mantas térmicas, permanecía Larkin, tratando de luchar contra el frío. Aquella noche, comprendió a los pocos minutos, no podría descansar. El sonido de la nevada no se lo permitiría ... pero tampoco su conciencia. Después de haber permanecido todos aquellos días encerrados en lo más profundo de su mente, los recuerdos de todo lo ocurrido habían vuelto a su memoria, y Ana no lograba deshacerse de ellos. Ya no le quedaban fuerzas. Larkin permaneció tendida en silencio a lo largo de todos los minutos que duró su estancia allí, lamentándose en silencio mientras visionaba una y otra vez lo ocurrido en la Sala del Té. La voz de Elspeth se mezclaba con el sonido de la lluvia, el estruendo de los rayos al estallar en el cielo, el sonido del bosque y el crepitar del suelo bajo sus pies...

El ruido de una placa de hielo al romperse por su peso y el de su cuerpo al caer en el agua arrastrado por las mantas térmicas y los pesados componentes de la tienda de campaña.

En apenas unas décimas de segundo la mente de Ana se llenó de sonidos, de miedo y de frío... pero también de impotencia y desesperación. Las mantas y el saco no le permitían moverse con libertad. Rápidamente, sin apenas tener tiempo para ser consciente de ello, todo se convirtió en agua. Agua que congelaba sus miembros y sus músculos, incapacitándola por completo, convirtiéndola en un mero invitado sin voz ni voto en su propio cuerpo. Agua que invadía cuanto la rodeaba y teñía de oscuro su campo visual.

Agua que, poco a poco, la arrastraba hasta el fondo del lago sobre el que había acampado sin saberlo, llenando su mente de una dulce sensación de paz y bienestar contra la que no podía resistirse.

Una sensación de descanso de lo más tentadora.

Quizás, en el fondo, aquello fuese lo mejor.

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