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Capítulo 25

Ana corrió durante casi diez minutos sin mirar atrás. Sus pies volaban sobre la nieve y el hielo, guiados por el instinto de supervivencia. De vez en cuando encontraba cadáveres por el camino, pero ni tan siquiera se detenía para mirarlos. Ana sabía que sus oportunidades de escapar disminuían a cada segundo que pasaba, y se resistía a dejarse vencer tan fácilmente.

El bosque no parecía acabarse nunca. Ana avanzaba y avanzaba sin cesar, sintiendo la respiración acelerársele cada vez más a cada paso que daba, pero el paisaje no variaba. Los árboles apenas le dejaban ver más allá. Imaginaba que tarde o temprano vería aparecer el monte que habían atravesado horas atrás, aunque no estaba del todo segura de si eso sería una buena noticia. Realmente no sabía a dónde se dirigía ni tenía un plan a seguir. Simplemente corría, guiada por el instinto, y así seguiría hasta que las fuerzas la abandonasen o fuese atrapada. Después de todo, ¿qué otro destino le esperaba?

Transcurridos quince minutos la fatiga la ralentizó. Ana siguió corriendo unos cuantos minutos más, con el corazón y la garganta ardiendo, hasta que, finalmente, se detuvo a los pies de un árbol. La joven apoyó la mano sobre el tronco, dobló la espalda y trató de llenar los pulmones de aire gélido.

No muy lejos de allí, escuchó las primeras voces...

Se obligó a sí misma a seguir avanzando. Se incorporó, volvió la vista al frente y empezó a caminar. Su idea era la de correr, pero su cuerpo no podía más. Estaba en muy baja forma, siempre lo había estado, pero jamás había sido tan consciente de ello como en aquel entonces. Si lograba salir de aquella, cosa que dudaba, empezaría a ejercitarse...

Llegó a un pequeño desnivel en el que sus pies empezaron a resbalar. Ana se apresuró a agacharse e intentar seguir avanzando acuclillada, pero el hielo seguía siendo demasiado deslizante por lo que acabó arrastrándose. Recorrió el desnivel dejando tras de sí la marca de su trasero grabada en la nieve y, una vez alcanzado lo que parecía el inicio de un sendero, se incorporó y lo siguió. No muy lejos de allí, más allá de una amplia y frondosa zona de arbustos congelados, encontró el cauce de un río helado. Ana avanzó hasta la orilla y se detuvo. Desconocía si seguirlo sería buena idea o no, pero dadas las circunstancias optó por probar suerte. Según tenía entendido, los pueblos solían ser construidos en las cercanías de los ríos por lo que, con suerte, acabaría dando con uno...

Pocos minutos después de iniciar su viaje junto al río, el potente sonido de unos motores captó su atención. Ana volvió la mirada hacia el cielo instintivamente, sintiendo de nuevo el corazón acelerársele en el pecho, y encontró bajo la gruesa capa de oscuridad que lo cubría la silueta de una nave en movimiento. Por el momento se encontraba muy lejos de ella, seguramente a la altura de la playa, pero no quería confiarse. Teniendo en cuenta la procedencia de la nave, el océano, imaginaba que no se trataba precisamente de ayuda.

Empezó a correr de nuevo.

Casi una hora después, aún perdida en el bosque, cansada y completamente congelada, Ana localizó una pequeña construcción de piedra abandonada en la cual ocultarse durante unos minutos para recuperar el aliento. La estructura en sí constaba tan solo de un par de paredes y un suelo de madera carcomido por el tiempo, pero bastaba para frenar un poco el viento. Ana se acercó, se aseguró de que no hubiese enemigos por la zona y se dejó caer contra una de las paredes. Acto seguido, sin apenas ser consciente de ello, se quedó dormida de puro agotamiento.



El estruendoso sonido de unos pasos al golpear la madera junto a la cual se hallaba la despertó. Ana dio un brinco, sobresaltada, y se puso en pie. A su lado acababa de pasar algo, pero no había tenido tiempo ni tan siquiera de verlo. Supuso que seguramente se trataría de algún animal, quizás un zorro, o un ciervo...

El brillo de un foco iluminó los árboles de los alrededores. Su dueño, a pesar de avanzar muy rápidamente, no generaba sonido alguno al pisar la nieve. Era como si, más que caminar, levitase.

Aquello no era bueno...

Agazapada, Ana empezó a avanzar de nuevo hacia los árboles. Tenía los músculos fríos y doloridos de todo lo ocurrido, pero sentía que, más que nunca, necesitaba que no le fallasen las piernas. Era cuestión de vida o muerte. Así pues, siguió avanzando hasta, alcanzados los árboles, incorporarse.

Volvió la vista atrás durante un instante. El haz de luz parecía lejano. Quizás, con un poco de suerte, quizás lograse huir sin ser vista. Para ello tendría que ser silenciosa, desde luego, pero creía poder hacerlo. Al fin y al cabo, no podía ser tan complicado...

Empezó a alejarse paso a paso. Primero fueron pasos lentos, metódicos, cuidadosos, después, recorrida una distancia prudencial, empezó a acelerar el ritmo. Ana avanzó unos cuantos metros más, dando gracias a su suerte por no estar generando demasiado ruido hasta que, recorridos doscientos metros, sus pies resbalaron sobre una fina película de hielo y cayó estrepitosamente de espaldas al suelo.

Rápidamente, el haz de luz voló hacia ella.

Ana apoyó las manos en el hielo e intentó incorporarse, pero los pies le resbalaban. Cada vez que lo intentaba las suelas se deslizaban, y acababa de nuevo en el suelo.

—¡Oh, no! ¡Maldita sea! —Aunque no podía captar el sonido de los pasos, sí sentía el haz de luz cada vez más cerca—. ¡No, no, no!

Logró incorporarse al fin, cuando apenas quedaban unos metros para que la alcanzasen, y empezó a correr. Ahora sí que necesitaba que su cuerpo respondiera a su súplica. Necesitaba ser veloz como un gato. Muy a su pesar, avanzando unos metros, sus pies no hallaron tierra sobre la cual apoyarse. Ana se zambulló de pleno en un pequeño barranco de varios metros de altura y durante varios interminables segundos, cayó hasta chocar contra el duro suelo. Una vez allí, el desnivel de este la hizo rodar a lo largo de casi cincuenta metros. Ana giró sobre sí misma una y otra vez durante diez segundos hasta que, al fin, chocó contra algo lo suficientemente duro para que la oscuridad absoluta se cerniera sobre ella.

Ana despertó varios segundos después, tendida sobre un charco de su propia sangre y atada de pies y manos en el suelo. La cabeza le palpitaba de fiebre y desconcierto. Se encontraba perdida en mitad de la oscuridad, sobre la fría nieve y junto a una gran piedra en cuya superficie había manchas de sangre. Además, tenía un brazo entumecido. Ana intentó moverlo, pero rápidamente descubrió que era una mala idea. Por el modo en el que el dolor le hizo patear el suelo, supuso que lo tendría roto.

Se dio unos segundos para recuperar el aliento. Permaneció tendida en el suelo, inmóvil, paralizada, hasta que una sombra se cernió sobre ella. Hasta entonces no se había percatado de su presencia, pues parecía tener la capacidad de fundirse con la oscuridad, pero ahí había estado en todo momento, observándola, controlándola: esperando a que, de una vez por todas, despertase.

Se agachó a su lado y encendió un tenue haz de luz verdosa presionando sobre la muñequera. Su rostro, a pesar de no haberlo visto nunca cara a cara, se le había quedado grabado en la memoria. Ojos grises y penetrantes, fríos como un témpano, facciones duras, expresión neutra, cabello rapado castaño muy claro...

Por un instante creyó que era una versión futura de Orwayn. Su parecido era brutal. La mirada, el mapa facial, los rasgos, la expresión... Aquel hombre tenía treinta años más que el muchacho, desde luego, pero sus facciones eran demasiado similares como para pertenecer a otra persona. No obstante, así era. Aquel no era Orwayn Dewinter, aunque sí alguien muy cercano a él.

Le llevó tres segundos atar cabos.

—Anders Dewinter —murmuró con apenas un hilo de voz, sintiéndose repentinamente intimidada por la imponente presencia física del jefe del clan—. Tú...

Los ojos glaciales del hombre se encendieron como los de un cazador a punto de caer sobre su presa. Ana intentó retroceder, sintiéndose más que nunca en peligro, pero la mano de Anders se cernió sobre su cuello. Cerró los dedos alrededor de la piel y presionó hasta cortarle la respiración.

Su voz retumbó a lo largo y ancho de todo el bosque.

—Vuestro viaje acaba aquí, Alteza.



Llevaba horas soñando. Armin no recordaría prácticamente nada de las imágenes y sonidos que habían abordado su mente durante todas aquellas horas, pero en ellas pudo ver destellos de un futuro que tan solo el destino decidiría si era el verdadero. Vio pirámides negras perdidas en bosques, corredores iluminados por antorchas y un altar. Vio también sarcófagos y máscaras funerarias ricamente decoradas, ojos en la oscuridad y el cielo teñido de sangre. Oyó voces y susurros... Escuchó a alguien gritar su nombre, y después romper a llorar. ¿O quizás estaba riendo? Vio también a personas; rostros de hombres y mujeres que o conocía o pronto conocería. En ellos había distintas expresiones, aunque la que más predominaba era la del miedo. Estaban asustados, y él también. Armin no sabía de qué, pero había algo en lo más profundo de aquellas pirámides que despertaba el miedo en él.

Algo que tarde o temprano le encontraría, y...

Abrió los ojos de repente, como si alguien le hubiese expulsado a la realidad desde el mundo de los sueños. Armin parpadeó confuso, aturdido, y miró a su alrededor. La pálida luz blanca que bañaba la estancia le cegó momentáneamente. Alzó el brazo y se cubrió el rostro. A su alrededor, el sonido ya conocido de los pasos de dos personas al acercarse reveló que no estaba solo.

—Hermano —exclamó Veryn, rompiendo al fin el silencio que les había acompañado a lo largo de las tres últimas horas. Cogió su mano, la que acababa de alzar para taparse de la luz, y la presionó—. Bienvenido al mundo de los vivos; me tenías asustado. Empezaba a creer que te habías aburrido de nosotros.

Poco a poco los ojos se le fueron adaptando a la claridad de la sala. Armin se incorporó y comprobó con desagrado que habían optado por esposarle una mano a la cama. Cat, al otro lado de esta, no pudo evitar dejar escapar una risita aguda de puro nerviosismo. Su rostro, al igual que el de Veryn, había estado totalmente descompuesto hasta entonces.

—¿Con dos vigilantes no había suficiente? —preguntó Armin tirando suavemente de las esposas metálicas. La barra a la que estaban ancladas resonó con fuerza en la sala—. ¿Desde cuándo soy un prisionero?

—¿Qué clase de pregunta es esa? Desde el día en que naciste, hermano. —Veryn mostró una leve sonrisa, algo más relajado—. Dales las gracias a esos perros del Reino si quieres.

—Oh, vamos...

Descubrió también que tenía una vía intravenosa en la mano libre de la que salían varios tubos. Armin volvió la vista atrás, hacia el panel de control que regularizaba los goteros que le habían inyectado, y trató de leer sin éxito las minúsculas letras que aparecían en su pantalla.

Fuese quien fuese el que hubiese preparado la sala, le conocía perfectamente.

—¿Veressa? —adivinó de inmediato.

—¿Quién si no? —Cat apoyó la mano sobre su hombro y lo presionó con suavidad. Durante las horas en las que había estado inconsciente había aprovechado para depositarle un par de besos en la frente, cosa que jamás le habría permitido estando despierto. Ahora, aquel sencillo gesto era lo máximo que iba a poder hacer—. ¿Cómo te encuentras? ¿Sabes dónde estás?

Armin volvió la vista a su alrededor. Por la sencillez de la estancia y del equipo médico supuso que se trataba de una sala de curas. Una no muy moderna, además; únicamente disponía del equipo básico. Además, no era permanente: por la cantidad de polvo que había acumulado en las esquinas y el hedor a cerrado era evidente que la habían abierto y preparado para él.

Cerró los ojos e inspiró profundamente. El aire era salino, propio del océano. Armin depositó el brazo sobre el pecho y dejó que el sabor de la playa le embriagase durante unos segundos. Sabía dónde estaba, lo había sabido desde el primer momento, pero antes de asimilarlo deseaba poder disfrutar de unos segundos de paz. Una vez abriese los ojos y regresase al mundo real las cosas se complicarían de nuevo por lo que prefería darse un poco de tiempo. Después de todo, ¿acaso no lo merecía?

No tardó demasiado en volver a abrirlos. Al igual que el resto de los Dewinter, Armin se aburría fácilmente de la tranquilidad.

—En el infierno —dijo al fin—. ¿Cuánto llevo inconsciente? ¿Qué ha pasado? Lo último que recuerdo es el bosque. Iba tras Larkin cuando, de repente, resbalé con una placa de hielo. No recuerdo qué pasó después.

—Imagino que perderías la consciencia —reflexionó Veryn—. Hasta donde yo sé, llegaste a la base hace cerca de cinco horas. Te encontraron en el bosque, cerca de la placa de hielo de la que hablas. Te pegaste un buen golpe. Cuando Orwayn dio contigo pensaba que estabas muerto: había sangre por todas partes. Tuvieron que evacuarte de inmediato. Claro que, de haber sabido lo que había pasado... —Los ojos del hombre se desviaron hacia el muñón de la pierna. Se llevó ambas manos a la cabeza—. Maldita sea, Armin. De haberlo sabido habría ido a buscarte hace días.

—¡Pero Veryn...! —exclamó Cat en apenas un susurro, consciente de que aquella batalla la había perdido hacía horas.

—¡¡No me vengas con peros!! —respondió furibundo, dedicándole por primera vez desde que se conocían una mirada llena de furia. Schnider, desconcertada, se quedó sin palabras—. ¡Deberías habérmelo dicho! ¿¡Quién demonios te crees que eres para ocultarme nada!? ¡Es mi hermano!

Antes de que la discusión volviese a estallar en la sala de curas, tal y como había pasado horas atrás, cuando Armin estaba aún inconsciente, Cat decidió salir. Veryn estaba muy enfadado con ella; más de lo que había estado jamás. En otras ocasiones habían discutido en tono alto, se habían gritado e, incluso, se habían insultado, pero nunca la había mirado con aquellos ojos. Además de enfadado, Veryn estaba decepcionado, y eso era algo que, viniendo de él, le dolía profundamente. Claro que, por supuesto, no iba a demostrarlo públicamente. La Capitana de la "Misericorde" no podía permitírselo.

—Avisaré a Veressa de que has despertado —dijo antes de salir, desde el umbral de la puerta—. De nuevo, me alegro de verte de regreso, Armin, sabía que no me defraudarías.

Permanecieron unos minutos en silencio, incómodos ante lo que acababa de ocurrir. Veryn no acostumbraba a mostrar su mal genio en público, y mucho menos delante de sus hermanos, pero en aquel entonces eran tales su malestar y decepción que le resultaba imposible disimularlos. Y es que, como buen Dewinter que era, a Veryn le podían tocar absolutamente todo salvo la familia.

Tomó asiento a los pies de la cama. Se cubrió la cara con la mano y dejó escapar un suspiro. Jamás había podido soportar sentirse impotente.

—Esa maldita mujer... —Apretó los puños con fuerza—. Te juro que de haberlo sabido te habría ido a buscar, Armin. No sé en qué demonios estaba pensando.

Su hermano no respondió. Simplemente le mantuvo la mirada durante un segundo, aún sorprendido por la salida de tono de Veryn. El mayor de los hermanos era un tipo afable al que las apariencias importaban hasta tal punto que jamás perdía las formas. Para ello mentía, engañaba y manipulaba sin piedad, pero siempre lograba salirse con la suya. En aquel entonces, sin embargo, la mascarada tras la cual se ocultaba el famoso "Conde" parecía haberse derrumbado por la presión.

Armin volvió la vista hacia la mano esposada e hizo un poco de fuerza. Aunque era innegable que la medida era un tanto excesiva, habían hecho bien. De no haberle atado, a aquellas alturas ya andaría por el pasillo, correteando de un lado a otro con sus muletas.

—No importa, estoy bien. Lo de la pierna es lo de menos. —Armin se palpó la rodilla—. Buscaré algún implante con la que sustituirla.

—Armin, sabes que no es lo mismo. Hay gente que tarda años en adaptarse a los implantes. Es más, incluso hay gente a la que le causa rechazo. Me encantaría poder decirte lo contrario, pero...

El joven alzó la ceja, sorprendido. A pesar de no ser un hombre especialmente empático, no había necesitado más que escuchar unos minutos a su hermano para darse cuenta de cuanto le atormentaba lo ocurrido.

Se incorporó hasta quedar sentado sobre el duro colchón. Hasta entonces, estando tumbado, Armin no había sido consciente del malestar que padecía. Incorporado, sin embargo, el mareo y la debilidad eran tales que no tardó más que unos segundos en empezar a sentir las primeras náuseas.

Se llevó la mano libre a la cabeza. La frente le ardía de fiebre.

—Eh, eh, no te muevas. Entre la sangre que has perdido y la que te han sacado, estás al límite, hermano. —Apoyó las manos sobre sus hombros y empujó suavemente, instándole así a que volviese a tumbarse—. Tómatelo con calma.

—¿Estoy infectado?

La pregunta logró ensombrecer el rostro de Veryn. Ni sabía la respuesta, ni quería saberla. Veressa estaba casi convencida de ello, y no le faltaban motivos. La historia sobre cómo había perdido la pierna no ayudaba demasiado a ser optimistas. No obstante, hasta que no tuviesen los resultados, prefería no posicionarse al respecto. Obviamente, la presencia continua de la fiebre no era buena señal, pero teniendo en cuenta que acababa de sufrir una amputación traumática tampoco era del todo descabellado.

Le dedicó una sonrisa forzada. Aquella situación empezaba a superarle.

—No lo sabemos aún.

—¿Y cuándo se sabrá? —Armin volvió la vista hacia los goteros y leyó las etiquetas. Por el momento no le habían inyectado nada fuera de lo normal, por lo que era posible no le estuviese mintiendo. Viniendo de Veryn era extraño, desde luego, pero esta vez decidió creerle—. ¿Qué dosis me estáis poniendo de relajantes? No quiero pasarme el día dormido.

—La suficiente como para que no sientas dolor —respondió el mayor con sencillez—. Puedo pedir que la reduzcan para que te mantengan despierto, pero solo si te comportas. De todos modos, hasta donde yo sé, padre ya está moviendo los hilos para que te fabriquen un buen implante. Quería ocuparme yo, pero...

Un escalofrío recorrió la espalda de Armin al imaginar la reacción de su padre al descubrir que uno de sus hijos había sufrido tal mutilación. Conociéndole, suponía que únicamente habría alzado una ceja, ligeramente sorprendido. Nada más. En el fondo, él nunca había confiado plenamente en él. Obviamente, cuando se viesen cara a cara, Armin sufriría las consecuencias de haber ridiculizado al clan, estaba convencido, pero hasta entonces únicamente recibiría indiferencia por su parte. Y lo agradecía. No estaba de humor para más tonterías...

—¿Qué sabe él de lo ocurrido?

—¿Sinceramente? No lo sé. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. Aún no he podido hablar con él. Hasta donde sé, ha formado parte del equipo de rescate. De hecho, ha sido él quien ha encontrado a Larkin en el bosque. Lleva horas interrogándola: en cuanto salga de la celda le...

—¿La está interrogando?

Una extraña sensación de opresión se apoderó del pecho de Armin al ver a Veryn asentir. A lo largo de todos aquellos años le habían entrenado para ocultar sus emociones, esconderlas en lo más profundo de su ser y no dejarlas escapar bajo ningún concepto. Las emociones eran sinónimo de debilidad, y él, un Dewinter, no podía permitírselo. El enemigo, por mucho que a veces lo infravalorasen, era poderoso. Así pues, Armin había interiorizado aquella lección hasta lograr camuflar todas y cada una de sus emociones tras expresiones de indiferencia. No obstante, estaban allí, ocultas en lo más profundo de su mente, pero presentes, al fin y al cabo.

En aquella ocasión nada fue diferente. La expresión de Armin no varió lo más mínimo, pero la confesión despertó extrañas ideas en su cerebro. Como interrogador, no había otro mejor que su padre. Armin lo sabía, y en parte le admiraba por ello. Aquella cualidad junto a otras tantas, en su mayoría en el campo de combate, eran lo que le habían llevado a ser lo que actualmente era. No obstante, sus métodos no eran precisamente sofisticados. Anders no tenía empatía alguna ni paciencia; él simplemente sacaba la información costase lo que costase, y si para ello tenía que emplear la fuerza o la intimidación, lo hacía sin dudarlo. Aquel era su trabajo, al fin y al cabo. Además, en la mayoría de los casos sus víctimas formaban parte del Reino, por lo que a nadie le importaban sus métodos. El fin, después de todo, justificaba los medios.

En aquel entonces, sin embargo, las circunstancias eran especiales. El interrogado no era un desconocido cualquiera y eso, por lo tanto, cambiaba las reglas del juego. La información era necesaria, desde luego, aquella joven podía llegar a ser un auténtico filón del que podrían sacar gran beneficio si sabían cómo.

Apretó los puños.

—Veryn, me debes una, imagino que eres consciente de ello. Además de la pierna, podría haber perdido la vida en esta misión.

El hombre endureció la expresión.

—Lo sé.

Armin tiró de la muñeca atada con fuerza, haciendo rechinar el metal.

—No me vas a quitar las esposas, ¿verdad?

—Eso no depende de mí.

—¿Depende de Veressa?

—La misma.

—Entonces lo llevo negro... De acuerdo. —Armin sonrió sin humor. En realidad, antes incluso de formular la pregunta, ya había sabido la respuesta, pero quería tantear el terreno—. Necesito que hagas algo por mí. De esta forma, sin preguntas y sin comentarios, saldarás tu deuda conmigo. ¿Te parece bien?

Veryn no dudó, le tendió la mano a su hermano y este se la estrechó, consciente de que, dadas las circunstancias, no tenía ni tan siquiera derecho a preguntar.

Cerraron el trato.

—¿Y bien? Pídeme lo que quieras, pero sin pasarte, claro, que nos conocemos. Por muchos motivos que haya no pienso asesinar a nadie del clan.

—Tranquilo, si alguna vez eso es necesario lo haré yo con mis propias manos. —Armin no sonrió; no había sido una broma—. No dejes que le ponga la mano encima; el viaje ha sido demasiado largo y complicado como para que ahora...

—No hace falta que digas más, hermano —interrumpió Veryn. Una leve sonrisa afloró a sus labios—. No fallaré.



El suelo estaba helado.

Ana tenía dónde elegir para tomar asiento: en la cama, en la silla o incluso en la mesa sí así lo deseaba. Nadie se lo había prohibido. Al contrario, le habían invitado a ello en un par de ocasiones. No obstante, ella lo había rechazado rotundamente desde el principio. Aquella celda era para invitados y ella no lo era. Ana era una prisionera, y por mucho que intentasen camuflarlo con muebles y bandejas llenas de comida, la realidad era innegable.

Después de todo, ¿acaso se torturaba a los invitados?

Las horas pasaban muy lentamente en la pequeña estancia blanca en la que la habían encerrado. Sobre el cabezal de la cama había un crono digital en el que la hora no avanzaba, logrando así que su desorientación temporal fuese cada vez mayor. Desde que despertase tirada y maniatada en la nieve, la joven había sido incapaz de situarse. ¿Habrían pasado minutos desde que Orwayn decidió acercarse a la torre de comunicaciones? ¿Horas? ¿Días? Ana lo desconocía, y para ser sincera, no le importaba demasiado. Ya no. La mujer se sentía tan defraudada y decepcionada con el mundo en general que apenas podía pensar con claridad. Demasiadas mentiras; demasiados engaños.

Demasiadas traiciones.

Le costaba entender lo que estaba sucediendo. Ana sabía que no tenía tiempo para recapacitar ni reflexionar sobre lo ocurrido, que tenía que empezar a actuar antes de que fuese demasiado tarde, pero era totalmente incapaz. Aquel último giro argumental en su vida la había dejado noqueada, y por mucho que intentaba recuperarse y volver a levantarse, no era capaz. Elspeth, el disparo, la traición de los Dewinter, Mandrágora, la huida a través de la nieve, su brazo roto... Todos y cada uno de los conceptos se mezclaban en su mente, provocando que se le nublasen las ideas en la cabeza. No obstante, incluso así, Ana tenía algo muy claro, y ese algo era que estaba totalmente sola.

Unas horas después de la última visita, la puerta volvió a abrirse. Ana no sabía cuánto tiempo había pasado desde que Anders entrase por última vez, pero imaginaba que bastante. Durante todo aquel tiempo la joven había oído una y mil veces el sonido de botas atravesando el pasillo contiguo, voces y alguna que otra carcajada, pero nada había logrado despertar su interés. Ana estaba demasiado concentrada en sus propios pensamientos como para poder pensar en nada más. Además, Anders ya le había dejado muy claro que nadie iba a responder a sus preguntas por lo que ni tan siquiera se había molestado en formularlas.

Instintivamente, Larkin alzó la mirada hacia la puerta, pero rápidamente la devolvió al suelo, lugar que, tal y como le había advertido Anders, no debía abandonar jamás. Aguardó unos segundos en silencio, inevitablemente tensa ante la visita, y no respiró hasta que una voz femenina rompió el silencio.

Una mujer de no más de treinta años se acuclilló ante ella. Por su aspecto era una viajera de hermoso rostro y ojos oscuros resaltaban como dos haces de luz en mitad de la noche.

La mujer extendió la mano hacia su pómulo, aquel que los hombres de Elspeth le habían dañado, pero no llegó a rozarlo. Antes de que pudiera hacerlo, Ana apartó la cara, visiblemente incómoda. La última vez que uno de ellos la había tocado había sido para prácticamente arrancarle el brazo roto del hombro por lo que prefería evitar al máximo posible el contacto físico.

Apretó los dientes en un acto de pura voluntad. Aún se le saltaban las lágrimas del dolor al recordar lo que aquel salvaje había hecho con ella horas atrás.

—No sé nada más... —advirtió en apenas un susurro—. Ya se lo he dicho antes a tu jefe.

La mujer frunció el ceño al ver como los ojos de la joven empezaban a brillar al borde de las lágrimas. Cumpliendo con la petición de su hermano, Veryn había intervenido en el interrogatorio para que Anders no tocase a Ana. Lamentablemente, llegaba tarde. Para cuando él quiso detenerlo, Larkin ya había escupido hasta el último de los secretos.

—Lo siento, Ana —respondió Cat con tristeza. Volvió la mirada hacia su hombro y señaló el brazo roto con el mentón—. ¿Te sigue doliendo?

No respondió. Horas atrás, tras la repentina aparición de Veryn en escena, una mujer había acudido a su encuentro para recolocarle el hombro y el brazo. Durante el doloroso proceso Ana había perdido el conocimiento por lo que no sabía prácticamente nada de lo ocurrido. Lo único que tenía claro era que había despertado tendida en la cama y sin dolor alguno.

Suponía que le habían inyectado algún calmante.

—Estás en tu derecho de no responder si no quieres. Entiendo tu enfado... lo entiendo perfectamente. No es justo lo que te ha hecho. —La mujer negó suavemente con la cabeza—. Pero me temo que así funcionan las cosas aquí... Por cierto, me llamo Cat. Cat Schnider... —Le tendió la mano—. Tenía muchas ganas de conocerte.

Aunque no le estrechó la mano, la curiosidad logró que Ana la mirase a la cara. Así que aquella era la famosa Cat Schnider, la controvertida amiga del mayor de los Dewinter... Era innegable que Veryn tenía buen gusto; Cat era una mujer hermosa con una belleza un tanto exótica para los cánones de Sighrith, pero innegable. Después de lo ocurrido, la joven dudaba que nadie fuese a atreverse a dar la cara, y mucho menos a admitir que lo ocurrido no había sido justo.

Le dedicó una cálida sonrisa al ver que al fin reaccionaba.

—Te suena mi nombre por lo que veo... Conociendo a esos tres imagino que no te habrán contado nada bueno.

Nuevamente no dijo palabra alguna. Ciertamente nadie había dicho nada bueno a su favor... aunque tampoco nada malo. Cat simplemente era un miembro de la familia al que no parecían haberse adaptado.

—Bueno, en el fondo no importa. No he venido aquí a hablar de mí precisamente... Necesito que me acompañes... Pero no, no pongas esa cara. Ana, no voy a hacerte daño, te lo aseguro. Nadie va a volver a ponerte la mano encima, te doy mi palabra.

Ana no la creía; ya no creía ni confiaba en absolutamente nadie, pero no tuvo otra opción que acompañarla. Cat parecía dispuesta a sacarla de aquella celda costase lo que costase, por lo que, temerosa de recibir otra reprimenda, optó por obedecer en silencio. Se incorporó sin aceptar la mano que la otra mujer le tendía, se encaminó a la puerta y, juntas, salieron al exterior.

No se sorprendió al ver que se hallaban en el interior de lo que parecía ser una cueva. El suelo había sido cuidadosamente tallado, pero tanto las paredes como los techos seguían siendo tan abruptos como el primer día. Probablemente, en sus inicios aquel corredor había sido un simple túnel excavado en la piedra.

Desconocía donde se encontraba, pues durante el viaje de ida Anders le había cubierto los ojos con una venda, pero por la cantidad de sal del aire supuso que estaban muy cerca de la playa. Probablemente, teniendo en cuenta la dirección desde la que había visto aparecer la nave, debían estar en el interior de algún monte situado en algún islote perdido.

No se sorprendió en exceso al no ver decoración alguna en el pasillo. Aquel lugar parecía abandonado; no obstante, incluso así, era innegable que, al menos aquel día, había mucha gente en su interior.

Mientras recorrían el pasillo la una junto a la otra, Ana pudo captar el sonido de muchas voces y pasos procedente de la lejanía. La profundidad de los túneles impedía que el sonido pudiese ser reconocible, pues todos los ruidos parecían distorsionados, pero poco importaba a aquellas alturas. Su viaje no fue demasiado largo. Cat la guio a lo largo de casi cien metros a través del corredor hasta alcanzar una segunda puerta al final. La joven se detuvo, acercó la cara al lector

de retina que había junto al marco y pasó el escaneo. Acto seguido, emitiendo un suave siseo, la puerta se abrió hacia dentro.

Cat la invitó a pasar. En su interior, acomodados a lo largo y ancho de una amplia estancia en cuyo interior había varias camas y demás piezas de mobiliario diseminadas sin ton ni son, había tres personas: dos hombres y una mujer.

—¿Alteza? —exclamó la mujer con perplejidad al verla entrar.

La prisionera se puso en pie rápidamente, seguida por sus dos compañeros. En el rostro de los tres había reconocimiento, aunque solo los ojos de ella, dos grandes perlas rosadas, brillaban con emoción, tal y como siempre habían hecho.

—Alteza... —repitió con la voz quebrada, visiblemente nerviosa. Se llevó las manos al pecho—. Alteza, soy yo, Maggie Dawson, ¿me recordáis? Viajaba a bordo de...

—La "Castigo de Hielo" —interrumpió Ana sintiendo los recuerdos aflorar. La última vez que la había visto, años atrás, aquella mujer se había despedido de ella lanzándole un descarado beso a través de la compuerta de su transporte. Aquel gesto había logrado ofender a muchos, entre ellos a su padre, pero no a ella. Ana, consciente de quién era y la simpatía que su hermano sentía por ella, simple y llanamente se lo había devuelto—. Tú trabajabas para Elspeth... eras una de sus mejores amigas.

—Y sigo siéndolo, aunque él no quiera, Alteza. —Maggie sonrió con tristeza—. Lo seré hasta el último de mis días.

Tras ella sus dos compañeros asintieron. Ana no recordaba sus nombres, pero sí sus caras. Aquellos tres hombres habían viajado junto a su hermano durante muchos años, sirviéndole tanto de apoyo como de escudo. Maggie y los suyos habían sido sus hombres de confianza, sus camaradas y seguidores, pero sobre todo sus amigos.

Sus únicos amigos.

Sonrió sin humor. ¿Sería posible que, por fin, tras semanas de viaje, traiciones y sorpresas, fuese a encontrar aliados en territorio enemigo? Fuese cual fuese la respuesta, Ana no pudo evitar estremecerse al ver en modo en el que la miraban. Mientras que para los miembros de Mandrágora Larkin no era más que una simple prisionera, en los ojos de aquellos tres hombres veía el respeto y la lealtad que la princesa de Sighrith merecía.

Cerró los ojos.

Por fin, se dijo. Por fin...

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