Capítulo 21
—Este planeta no debería haber quedado en manos de Lenard —empezó el maestro Donovan con la luz de la sala arrancando destellos febriles a sus ojos azules—. Como hijo del rex del sistema, su linaje y su género le convertían en el heredero perfecto. Además, desde joven, Lenard había dado muestras de su justicia y su sabiduría. Imagino que ya lo sabéis, pero vuestro padre era un hombre muy astuto e inteligente nacido y crecido en las calles de Sighrith. Gracias a ello, entre otras cosas, estaba muy vinculado al pueblo. Durante los primeros años su estrecha relación se debía a que ocupaba el lugar de su padre en todos los eventos y ceremonias públicas. Su rostro no tardó en hacerse muy conocido y, con el tiempo, acabó convirtiéndose en alguien muy popular.
—¿Quién gobernaba en aquel entonces? ¿Mi abuelo?
—No existía la figura de Rey que hay hoy en día. Por aquel entonces, por decisión del antiguo rex, el abuelo de vuestro padre, el gobernador de Sighrith era uno de los antiguos miembros del consejo de Scatha. Tuvo que esperar a que falleciese su padre, vuestro bisabuelo Hendrix Larkin, para poder implantar la monarquía.
"Fue una decisión muy polémica. La monarquía, nos guste o no, es una forma de gobierno muy arcaica que no se corresponde en absoluto a la modernidad de la que tanto presume el Reino. Por suerte, al menos en Sighrith, el candidato elegido para gobernar era muy querido por lo que el cambio no fue todo lo traumático que podría haber sido. En otros planetas, como bien sabéis, no ha sido tan fácil. Vuestros tíos han tenido auténticos problemas para hacerse con el control de sus dominios."
—Soy consciente de ello.
Incontables eran las ocasiones en las que sus tíos habían acudido en busca de la ayuda de su padre, ansiosos por descubrir el secreto de su éxito. Elspeth, demasiado inocente para poder plantearse cualquier otra cosa, sospechaba que se debía a su buen hacer; a su cercanía con el pueblo y su sentido de la justicia. La realidad, sin embargo, distaba bastante de aquella imagen idealizada con la que el joven había crecido.
"Como os decía, vuestro padre había pasado muchos años unido al pueblo. Desde bien joven, siendo apenas un crío, Lenard había asistido a todas las celebraciones, conmemoraciones y festividades planetarias, sacrificando así por completo su vida privada para convertirse en una figura pública. Ahora las cosas han cambiado, pues muchas de las fiestas han sido regularizadas y censuradas por el Círculo Interior de Lightling, pero en aquel entonces rara era la semana en la que su padre no se veía envuelto en algún evento. Como comprenderéis, Alteza, aquel "sacrificio" proporcionó un gran abanico de amistades a vuestro señor padre. Conoció a todo tipo de personalidades, desde nobles hasta científicos; a artistas, a filósofos, y, por supuesto, a miembros del ejército."
—Desconocía que hubiese habido ejército propio en Sighrith.
—Hace ya mucho tiempo que fue desarticulado por decisión del Círculo Interior, Alteza. En la actualidad, el rex cuenta con el apoyo de varias de las flotas, pero no con un ejército propio. Al igual que pasó en Sighrith, el resto de planetas del sistema vio como todos sus ejércitos eran erradicados.
—¿Y eso a qué es debido? —preguntó Elspeth, sorprendido—. ¿Qué derecho tiene el Reino a decidir sobre nuestra forma de gobierno? Si queremos un ejército, ¿por qué no tenerlo? ¿Acaso existe alguna ley que lo regule?
—No existe —admitió el maestro—. Cualquier planeta tiene derecho a tener los ejércitos que desee; el rex del sistema tiene derecho a elegir. No obstante, no olvidéis que nos encontramos en un sistema muy especial, Alteza. Scatha, nos guste o no, no es un sistema libre, y mucho menos Sighrith. El suelo que pisamos perteneció durante mucho tiempo a Mandrágora.
Elspeth endureció el gesto. El nombre de Mandrágora no era bienvenido en ningún rincón de Sighrith. Y ahora que tenían en su poder a su hermana, muchísimo menos.
Apretó los puños con rabia, furibundo. El mero hecho de imaginar a Ana rodeada de aquella panda de degenerados le ponía enfermo.
—Eso no es cierto —respondió en tono cortante, amenazante—. No te atrevas a verter ese tipo de acusaciones sobre mi planeta, maestro. No te lo voy a permitir.
—¿Acaso no queríais saber la verdad, Alteza? —exclamó Donovan con vehemencia—. ¡Pues aquí la tenéis! El Reino nos acusa de haber colaborado con Mandrágora; de haber sido fundados por uno de sus miembros y albergar en nuestros continentes a muchos de sus seguidores... y no mienten. La acusación es cierta. Obviamente no vamos a admitirlo públicamente; sería un suicidio. Sin embargo, no voy a negaros la evidencia. A vos no, Elspeth.
El joven se puso en pie, repentinamente inquieto, nervioso ante lo que estaba escuchando, y empezó a dar vueltas por el despacho. Dudaba que a aquellas alturas el maestro fuese a mentirle; no tenía motivos para hacerlo, y más teniendo en cuenta lo que se jugaba, pero incluso así le costaba asimilar la información.
—Si eso es cierto, ¿por qué se me ha escondido durante todo este tiempo? ¿¡Por qué no me lo dijeron!? —Se detuvo junto a una de las paredes para estrellar el puño sobre su superficie—. ¿Acaso no iba a ser yo el heredero? ¡Mi padre debería habérmelo confesado!
—Vuestro padre no lo ha tenido fácil, Elspeth. Han sido muchos los sacrificios que ha tenido que hacer para lograr mantener su posición y proteger a su familia. El Reino puso muchas condiciones para que pudiese seguir en el trono.
—¡Pero no lo entiendo! ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver mi padre con todo eso?
"Como ya os he dicho, muchos fueron los hombres y mujeres que conoció vuestro padre durante toda su juventud, y entre ellos, vuestra madre. Imagino que conocéis la historia "oficial" de vuestra madre: el hijo del rex coincide en el festival de otoño con la hija de un conde cuyo linaje desciende de la legendaria Sighrith. Se conocen, se enamoran y dos años después, se casan. Siempre me gustó esa historia, sobre todo en labios de vuestra madre. Ella lograba conmoverme cada vez que rememoraba aquellos viejos tiempos en los que, según palabras textuales, el Rey y ella aún eran jóvenes y libres."
Una sonrisa melancólica afloró en el rostro del maestro.
—Vuestra madre, Alteza, fue una mujer fascinante. Quizás sea atrevido decirlo, pero teniendo en cuenta que esos seres que habéis traído ya se han apoderado de prácticamente toda mi mente, no pienso morderme la lengua. Adoraba a vuestra señora madre. Decir que estaba enamorado de ella sería exagerar, pero lo cierto era que me sentía fascinado por ella; por su dulzura, su fuerza y su belleza. No hay día que no le dedique unos minutos a su memoria.
Elspeth puso los ojos en blanco a modo de respuesta. La historia ya era lo suficientemente desagradable y vergonzosa como para tener que escuchar además aquel tipo de detalles escabrosos.
—Oh, por favor, cállate. Vas a hacer que vomite.
—Disculpad mi sinceridad: necesitaba decirlo antes de morir. —El maestro sonrió ampliamente, satisfecho consigo mismo—. Pues bien, como os decía, ciertamente vuestra madre era descendiente de nuestra fundadora, Sighrith, de ahí su segundo nombre, Anelli Sighrith. No obstante, no era hija de un conde. La Reina era hija de un importante comandante del ejército de Sighrith: Florian Dahl. Para cuando vos nacisteis él ya había fallecido, por lo que no tuvisteis el placer de conocerle. Personalmente, coincidí un par de veces con él antes de que se perdiera por el espacio, y os diré que era un hombre fascinante.
—Mi padre nunca hablaba de él —admitió Elspeth, pensativo—. Lo poco que sé es que falleció varios años antes de que yo naciera y que era una persona dura, poco más. Creo que nunca sintió demasiada simpatía por él.
—Tenía sus motivos. El señor Dahl, además de comandante, era un miembro muy activo de Mandrágora... y al igual que él, lo era también ella: Anelli. O al menos lo había sido. La Reina dejó de lado la organización tras conocer al Rey: este se lo pidió, y ella no tardó en hacerlo. Tan solo tres años después de conocerse, naceríais vos, Elspeth. Siempre tuve la duda de si había dejado Mandrágora por vuestro padre, el Rey, o por vuestro inminente nacimiento. Personalmente, conociéndola, tiendo a pensar que fue por vos, aunque nunca sabré la verdad. Como entenderéis, jamás le formulé la pregunta: no me atreví. El hecho de que vuestra señora madre perteneciese a Mandrágora, por muy bien vista que estuviese en Sighrith, no era bueno. Nada bueno. Y fue en parte por ello por lo que la desgracia cayó sobre vuestro padre, Elspeth. A pesar de intentar ocultarlo, pues el Rey sabía cuánto se jugaba con ello, el nombre de vuestra madre finalmente apareció vinculado a la organización terrorista. Nunca se supo cómo ni por qué, pues habían sido muchos los medios que se habían puesto para evitar que esto sucediera. Había quien decía que alguien los había traicionado desde dentro de la propia organización; otros que había sido un ataque a las bases de datos por parte del gobierno lo que había logrado destapar la verdad. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que la noticia llegó hasta el Círculo Interior de la Suprema y se tomaron medidas. Medidas muy estrictas.
—¿A qué te refieres con medidas muy estrictas?
—Vos ya lo sabéis, Elspeth... Si no me equivoco, es por ello por lo que habéis vuelto al planeta, enfadado con el mundo, irradiando odio y rabia, dispuesto a vengaros de cuanto os rodea. —El maestro negó suavemente con la cabeza—. Esperaron a que naciera vuestra hermana para acabar con vuestra madre. La medida era radical, pero no tenían otra alternativa. El enemigo se había internado en el gobierno de uno de los planetas de Scatha, y no podían permitirlo. —Donovan cerró los ojos—. Lo enmascararon tras una enfermedad repentina e incurable, pero lo cierto es que fue un asesinato en toda regla. Cerberus nunca lo admitirá, pero...
—¿Cerberus? —Elspeth abrió los ojos ampliamente, alterado ante la mera mención del nombre del siniestro doctor—. ¿Fue él quien lo hizo?
El joven pareció enloquecer al escuchar la respuesta. Elspeth golpeó repetidas veces la pared con el puño, fuera de sí. Seguidamente, con el rostro contraído en una mueca de rabia, acudió a la mesa del despacho de su padre y barrió con los brazos todo cuanto había en su superficie. Papeles, libros, agendas, plumas... Todo salió por los aires y acabó estrellado en el suelo, junto con las maldiciones y los insultos de un príncipe cuya paciencia parecía haber llegado a su fin.
Pasados unos minutos, algo más tranquilo aunque con el rostro igual de congestionado, Elspeth se dejó caer en la butaca del Rey y cerró los ojos unos segundos. La cabeza le había empezado a palpitar de pura ira.
—De haberlo sabido habría hecho sufrir mucho más a ese cerdo —masculló entre dientes—. De haberlo sabido... maldito seas, maldito seas... ¡Maldito seas!
Un último golpe a la pata de la mesa dio por finalizado su ataque de ira. Elspeth apoyó los codos sobre las rodillas, juntó las manos entrelazando los dedos y fijó la mirada en el maestro. La historia, por supuesto, aún no había acabado.
—Sigue.
—Quizás la respuesta sea evidente, Alteza, pero debo formularla: ¿habéis matado al doctor Cerberus?
El príncipe ni tan siquiera se inmutó. Simplemente entornó los ojos, quizás recordando lo acontecido en la vivienda del doctor, y asintió.
—Lo he matado, sí. Descubrí lo que ese cerdo nos había hecho a mí y a mi hermana y decidí pasarme por su casa antes de venir a ver a mi padre —respondió Elspeth con sencillez—. ¿Tienes algo en contra?
Donovan le mantuvo mirada durante unos instantes, pensativo, sorprendido por la tranquilidad y sinceridad con la que acababa de admitir el asesinato. Le costaba reconocer al niño al que él mismo había educado años atrás en la fría confesión del hombre que tenía ante sus ojos: en aquel momento, consumido por la rabia y el odio, Elspeth era el vivo reflejo de su madre.
—Al contrario; creo que debo daros las gracias por ello —dijo al fin—. Siempre deseé hacerlo, pero nunca me atreví. En el fondo, al igual que vuestro padre, siempre me resultó más fácil fingir que creía en que había sido una muerte natural.
—¿Mi padre lo creía?
—No tuvo otra opción. —Donovan se encogió de hombros—. El Rey tenía dos niños a los que cuidar, y un planeta que gobernar. Quizás penséis que fue egoísta, que la decisión que tomó fue cobarde y que únicamente lo hizo para salvar su propio trono, pero os equivocáis. De haberse dejado llevar por la rabia, a estas alturas estaría muerto y el planeta totalmente destruido. Para el Reino, Sighrith es un nido de víboras: de haber tomado el poder, probablemente hubiese habido un genocidio en masa. Es por ello que, aunque en su momento pareció una decisión egoísta y cobarde, lo cierto es que vuestro padre hizo lo que tenía que hacer: mantener la boca cerrada y fingir que la muerte de su esposa había sido natural. Como ya supondréis, vuestro abuelo Elios tuvo que intervenir a su favor para que el Círculo Interior le dejase en paz. Scatha sacrificó mucho, entre ello sus ejércitos, para que vuestro padre, vos y vuestra hermana siguieseis con vida, Elspeth. E incluso así, como vos bien sabéis, nunca llegaron a dejarle en paz: tanto vos como vuestra hermana tenéis sangre de una seguidora de Mandrágora en las venas.
"Nunca supe exactamente qué hacía el doctor Cerberus con Ana y con vos, pero sé que en varias ocasiones exigió que fuerais enviados a su laboratorio. No fueron demasiadas visitas, pero sí las suficientes como para que vuestro padre nunca llegase a perdonárselo. Cuando tuvisteis edad suficiente, intentó sacaros del planeta; quiso intentar que escaparais embelesado por la belleza que os esperaba más allá de Sighrith, pero no lo consiguió. Tan pronto llegó a oídos del Reino sus deseos de que vos viajarais, estos se encargaron de que entraseis en unas de sus flotas para teneros controlado."
—Se suponía que era para formarme; para ser un buen gobernador el día de mañana.
—Oficialmente así era. La verdad, como podréis imaginar, era otra. Vos y vuestra hermana, Elspeth, siempre fuisteis, sois y seréis una amenaza para el Reino... Y de hecho, visto lo visto, no se equivocaban. Al menos con vos, claro. Ana ni tan siquiera ha tenido opción de desplegar las alas.
Elspeth frunció el ceño. Aunque él no creía en ese tipo de cosas, era como si, desde un inicio, su destino hubiese sido ya marcado. De no haber sido considerado peligroso, el Reino no le habría molestado y, por lo tanto, él no habría atacado su propio planeta. Resultaba irónico, desde luego. Lamentablemente, ya era tarde para dar marcha atrás. La Suprema había sido la primera en atacar y, él, simple y llanamente, se defendía contraatacando.
—¿Por qué dijiste antes que mi destino no estaba marcado? —preguntó Elspeth de repente, poniéndose de nuevo en pie—. Es evidente que hiciera lo que hiciera no iba a heredar el trono de mi padre, y lo sabes. ¿Por qué lo has dicho entonces? ¿Me mentías una vez más?
El maestro se encogió de hombros sin disimulo alguno. Después de haber confesado todo lo que había prometido al Rey no contar jamás, ya poco importaba revelar el resto.
—Solo intentaba haceros sentir mejor, Alteza. Nada más. Me temo que, por mucho que lleguéis a odiarme, seguiré protegiéndoos hasta mi último aliento, Elspeth. Incluso hoy en día, después de todo lo sucedido, seguís siendo el hijo de los Reyes, y eso me obliga a cuidar de vos. Y si para lograrlo tengo que mentiros, lo haré.
Aquella triste confesión logró sorprender a Elspeth, el cual, tras tanto tiempo sin recibir el apoyo de los suyos, había olvidado la dulce sensación de sentirse querido. Desvió la mirada hacia el suelo, a sus propios pies, y asintió levemente con la cabeza. Ahora que al fin conocía más sobre la historia las piezas empezaban a encajar. Pese a ello, aún le quedaban muchas cosas por saber; el maestro Donovan no podía saberlo todo, pero al menos tenía algo con lo que empezar. Algo a lo que aferrarse y poder decidir sus próximos movimientos.
No iba a ser fácil, desde luego, pero no le quedaba otra opción. Ni la Suprema ni su padre le habían dado otra alternativa.
—Nunca entenderé por qué mi padre actuó de tal forma. Si realmente era incapaz de luchar luego por ella, ¿por qué arriesgarlo todo casándose con mi madre? En su lugar yo ni tan siquiera me habría molestado.
—Imagino que no lo entendéis porque no os habéis enamorado aún de nadie, Alteza. El día que lo hagáis comprenderéis a vuestro padre... —Sonrió sin humor—. Me encantaría poder explicároslo, pero esa es una lección que cada hombre debe aprender por sí mismo. —Donovan se puso en pie con la ayuda de la pared. Las piernas apenas le respondían, pero necesitaba formular aquella pregunta, la última que seguramente formularían sus labios con él como dueño de su mente, cara a cara—. Ahora, Alteza, la historia ha llegado a su fin y es el momento de cumplir con su palabra. Os pedí que dejaseis ir a vuestra hermana a cambio de la historia, y vos aceptasteis. Es la hora de ser sinceros el uno con el otro: ¿vais a cumplir con vuestra palabra tal y como yo he hecho con la mía?
Elspeth se puso en pie también, pensativo. Horas atrás, ni tan siquiera se habría planteado la respuesta. Es más, antes de hablar con el maestro, el joven había tenido las cosas muy claras. Ana debía volver costase lo que costase. Ahora, sin embargo, su percepción de la realidad había cambiado notablemente.
Se preguntó qué debía hacer. El mero hecho de dejarla escapar le ponía enfermo; a pesar de todo lo ocurrido, Elspeth seguía adorando a su hermana y la quería a su lado, reinando sobre el planeta que por derecho les pertenecía. Lamentablemente, el joven príncipe sabía que las cosas se iban a ir complicando día tras día, y más ahora que tenía como objetivo vengarse del Reino, y no estaba del todo seguro de querer arrastrarla a ella también.
Además, después de todo lo ocurrido, ¿querría ella estar a su lado?
—Se trata de Mandrágora, maestro. La utilizarán para algún intercambio, o la venderán al mejor postor. Puede incluso que la ejecuten por pertenecer al enemigo... ¿Cómo voy a permitirlo? Ana no merece ese final.
—Ana es astuta, Elspeth. Mucho más astuta de lo que seguramente ambos pensamos. Tenéis que darle la oportunidad. Estará bien. Además, en el fondo, nos guste o no, esa es su casa. Si alguien sabe de sus orígenes, y estoy seguro de que así es, la cuidarán, así que no tenéis de qué preocuparos. Elspeth, por favor... —Donovan le tendió la mano—. Os lo suplico. Si alguna vez en vuestra vida me habéis apreciado, hacedlo por mí.
El sonido de las botas al pisar la fría piedra de las escaleras le acompañó a lo largo de todo el ascenso a través de la torre de invitados. Escalón tras escalón, Elspeth fue ascendiendo pisos hasta alcanzar el último, aquel en el que habían decidido instalarse desde un inicio. Se adentró en la sala con paso firme y sereno, con la mirada llena de determinación, y se encaminó hacia la ventana junto a la cual se encontraba la alta figura de Rosseau. No muy lejos de ellos, acomodados a lo largo de toda la sala en los distintos sillones, se encontraban las silenciosas y sombrías figuras de los Pasajeros. A excepción de uno de ellos, aquel que ahora vestía las pieles de Vladimir, el resto aguardaba órdenes, sumido en sus propios pensamientos. A algunos de ellos les gustaba pasearse por los pasillos del castillo, deleitándose de sus comodidades y de la cada vez más escasa vida que se respiraba en ellos; a otros, sin embargo, la presencia de otros mortales le incomodaba. Al caer la noche, sin embargo, todos regresaban al punto de encuentro a petición expresa de su dueño y señor.
—Bastian —llamó Elspeth, rompiendo así el silencio reinante—. Se ha cumplido ya el plazo: ¿dónde está mi hermana? Tu Pasajero debería estar ya de regreso con ella.
—En realidad aún no están fuera del plazo convenido, Alteza —respondió este con sencillez, sin apartar la vista de su propio reflejo en la ventana. Sus ojos negros brillaban como dos ascuas en la penumbra de la sala—. Manat puede viajar a grandes velocidades a través de la materia negra que cubre nuestros cielos. Lamentablemente, al menos por el momento, la señorita Larkin no. Es por ello que a veces la espera se alarga más de lo esperado. No obstante, me temo que el resultado no ha sido el esperado.
—¿A qué te refieres con que el resultado no ha sido el esperado? —Elspeth volvió la vista atrás instintivamente, sintiéndose vigilado. Tras él, todos los Pasajeros tenían sus oscuros ojos de brillo sobrenatural clavados en él—. ¿Qué ha pasado?
Bastian Rosseau se apartó de la ventana para acercarse a la mesa donde varios días atrás había dispuesto el mapa del castillo. Ahora, en su lugar, tenía una amplia visión tridimensional de los distintos continentes que componían Sighrith. Apoyó la mano sobre un pequeño panel de control situado en el lateral derecho, sobre la mesa, y una oscura nube de sombras cubrió los distintos continentes. Ahora que al fin la materia negra se había extendido por completo, Elspeth suponía que aquella debía ser la imagen del planeta visto desde el espacio.
—Tu hermana fue localizada aquí, Elspeth: en Corona de Enoc. —El hombre señaló el lugar en el mapa. De entre todos, aquel era el más grande con diferencia—. La granja donde Manat inició el rastreo se encontraba al norte. Según hemos podido saber, no dio con ella allí por lo que se dirigió al sur, siguiendo su rastro.
—¿Cómo lo ha hecho? —Elspeth se cruzó de brazos, a la defensiva—. Que yo sepa no es un perro precisamente.
—Quién sabe. —Rosseau sonrió amablemente—. Todos los vehículos de su planeta se conectan a la red orbital para el uso del navegador. Esto les permite poder acceder y consultar en tiempo real toda la base de vías disponibles, accesos y desvíos. Obviamente, este servicio tiene un precio. Y ese precio, Elspeth, es que entran en la red de control planetaria. Cualquier vehículo, incluso teniendo el sistema de navegación desconectado, emite una señal. Para encontrar a tu chica, amigo mío, mi perro ha seguido su señal.
Elspeth volvió la mirada hacia el mapa, pensativo. Seguir una señal era fácil: distinguir cuál era la correcta a seguir, ya era más difícil.
Se preguntó cómo lo habría hecho. Larkin no conocía demasiado sobre los Pasajeros, pues Rosseau parecía querer guardar su secreto, pero sabía lo suficiente sobre su naturaleza para suponer que, al igual que a través de la materia negra, podían viajar por las redes de información. El cómo lo hacían era un auténtico misterio, pero confiaba en descubrirlo tarde o temprano.
—Rastreó a tu chica dirección sur durante bastantes kilómetros. Ana se mueve rápidamente, y no va sola. Con ella viaja Dewinter y otra mujer que no aparece en los archivos. Estamos tratando de identificarla.
Rosseau movió la mano lateralmente sobre el mapa, como si intentase agitar el aire, y ante ellos apareció el rostro de la chica en cuestión. Se trataba de una mujer de menos de treinta años, con el cabello de un intenso color rubio claro y los ojos azules, sorprendentemente parecida a Armin.
—¿Cómo habéis conseguido la información?
—A través de las cámaras de vigilancia de los alrededores. Una vez localizado el raxor, ha sido relativamente fácil hacerles un seguimiento.
—¿Y bien? ¿Por qué dices que el resultado no ha sido el esperado si la teníais localizada?
Bastian volvió a deslizar la mano por el mapa y una de las zonas se amplió. A simple vista parecía una localización cualquiera repleta de bosques y naturaleza ahora cubierta por la materia negra. Sin embargo, en realidad, se trataba de una zona un tanto especial.
Amplió la imagen hasta visualizar las lagunas de agua rosada.
—Este lugar es conocido como las lagunas Sanguinas. Según hemos podido descubrir, es una zona ciega: queda fuera de la red de satélites. Tu hermana se dirigió hacia allí con sus amiguitos, y desapareció del mapa temporalmente. Manat la siguió hasta allí, guiándose por los rastros que el raxor había ido dejando, y finalmente dio con ella.
—¿Y bien?
El sonido de una tercera voz captó la atención de Elspeth. El hombre volvió la vista atrás, hacia los sillones, y sumido en la oscuridad localizó al tercero en discordia. El joven no recordaba su auténtico nombre, aquel con el que Rosseau los llamaba, pero sí el del hombre cuya piel vestía ahora: Jean Dubois.
Su antiguo bellum se puso en pie. La última vez que lo había visto, hacía apenas unos días, Jean lo había recibido sujeto a sus muletas, cojeando. Al parecer, su cuerpo rechazaba todos los implantes. Ahora, sin embargo, la situación había variado. Dubois se movía con la agilidad de un gato, apoyando ambos pies, uno de carne y el otro metálico, firmemente en el suelo. El implante que recientemente le habían injertado no era especialmente bueno ni moderno; teniendo en cuenta las posibilidades económicas de Elspeth, el valor de aquella pieza se podía considerar ridículo, pero había resultado muy útil. El sistema nervioso de Dubois hacía días que ya no funcionaba por lo que no había podido rechazarlo. Al contrario. La carne y el metal se habían fundido de tal modo que ahora eran prácticamente inseparables.
Elspeth aún creía poder recordar el hedor de la carne fundida que había acompañado a las horas de operación. El olor, intenso, repugnante, vomitivo, se había extendido a lo largo y ancho de todo el castillo con tanta virulencia que Larkin se había visto obligado a salir al patio en busca de aire puro con el que poder volver a llenar los pulmones.
—Dushara pudo captar algunas de las imágenes que vieron los ojos de Manat antes de romperse la conexión. Al parecer, el Pasajero logró dar con la joven.
—Y con el hombre —le secundó el ser que habitaba el cuerpo de Jean—. A él pudo reducirlo; herirlo de muerte. Por su sangre corre ahora nuestra semilla: a estas alturas debe estar muerto.
—¿Y qué hay de ella? —insistió Elspeth—. ¿Qué ha pasado con Ana?
—El rostro de su hermana es la última imagen que pude ver a través de sus ojos, príncipe Elspeth —La voz de Jean retumbó por toda la planta con fuerza, grave, cortante: intimidante—. Ella rompió su conexión; ella le envió de regreso al etéreo. —Cerró los puños con fuerza—. Ella lo ha asesinado.
Perplejo ante la confesión, Larkin volvió la vista hacia Bastian, en busca de respuestas. La joven a la que él perseguía era una dulce y delicada princesa cuya educación le impedía realizar aquello de la que la acusaban. Ana, su querida Ana, no sabía nada de armas salvo lo poco que él mismo le había enseñado. Era asustadiza, débil y vulnerable. Terca, sí, desde luego, pero demasiado cobarde como para enfrentarse a un ser tenebroso como eran los Pasajeros. ¿Sería posible que, después de todo, el viaje la hubiese cambiado?
Negó suavemente con la cabeza. Aquello no tenía sentido. Las situaciones límite podían cambiar a las personas, pero no tanto.
—Es imposible; Ana nunca sería capaz de algo así. Ni tan siquiera estoy seguro de que sepa utilizar una pistola.
—Me temo que sabe usarla, Alteza —respondió Bastian—. Y por lo que hemos podido comprobar, muy bien.
—¿Significa eso que Ana ha acabado con tu Manat? —Elspeth parpadeó con perplejidad—. ¿Pero acaso no dijiste que eran indestructibles? —Retrocedió un paso—. ¿A qué demonios estás jugando, Capitán? ¡Dijiste que no podrían con él!
A petición expresa de Rosseau, Dushara se volvió a retirar, silencioso, tranquilo, con un paso inquietantemente elegante. Más que humano, parecía un enorme felino con piel de hombre al que estuviesen a punto crecerle garras.
El Capitán apagó el mapa desde la consola de control. Volvió la vista hacia la ventana, lugar donde anteriormente lo había encontrado Elspeth, y le pidió que lo acompañase de regreso con un simple ademán de cabeza. Una vez junto a esta, con el reflejo de ambos vigilándoles desde el cristal, asintió.
—No se puede asesinar a aquello que no está vivo, Alteza. No obstante, toda criatura tiene un punto débil, y parece que tu hermana ha logrado encontrar el de Marat.
—¿Cómo es posible?
—Lo desconozco. Cabe la posibilidad de que haya sido una casualidad; que haya disparado su arma y haya acertado en el punto de conexión, pero tengo ciertas dudas al respecto. Sea como sea, no va a volver a suceder. Los Pasajeros son conscientes de que Ana es peligrosa, y la van a tratar como tal.
—Ana, peligrosa —Elspeth dejó escapar una irónica carcajada—. Parece una broma de mal gusto. Dime una cosa, Bastian: ¿tan fácil es localizar el famoso punto de conexión? Creía que estaba escondido.
—Y así es. Cada Pasajero lo tiene oculto en un lugar diferente; el que...
—¿Sabes qué? —interrumpió Larkin alzando la mano derecha—. No me importa. Cancela la búsqueda: yo mismo me voy a encargar de encontrarla. ¿Hay alguno ya de tus Pasajeros de camino? Si es así, ordénale que vuelva: no quiero cruzarme con ninguno de ellos. ¿Queda claro?
La sorpresa se reflejó en el rostro impasible de Bastian, el cual, por un instante, no pudo más que mantener la mirada fija en los ojos cada vez más azules de Elspeth. El joven príncipe, tal y como había temido, había regresado con fuerza de lo más profundo de su propio ser, y tenía las ideas más claras que nunca.
No pudo evitar que una sonrisa se dibujase en sus labios. Le gustaba la determinación que le había arrastrado hasta allí; la fuerza con la que hablaba y la valentía tras la cual se escudaba. Elspeth, sin lugar a dudas, era un muy buen ejemplar.
Había hecho una buena elección.
—Estaba recopilando los últimos datos antes de enviar a Dushara tras ella —dijo al fin—. No obstante, si deseas ser tú quien se ocupe de la búsqueda, adelante. Sabes que te necesito aquí, a mi lado, pero no seré yo quien decida por ti.
—Mi presencia aquí no es necesaria por el momento —respondió Elspeth con seguridad—. La Materia Negra se ha extendido con rapidez por el planeta: ahora es cuestión de esperar. Una vez el cambio se haya producido, seguiremos adelante con el plan. No obstante, hasta entonces, mi presencia aquí no cambia nada. De todos modos, no tardaré en volver. Voy a tomar la "Cuervo" así que será un viaje relámpago. Transmite todos los datos que tengas al sistema de navegación, estaremos en contacto. Nos vemos a mi regreso.
Bastian le observó partir con curiosidad, sintiendo una mezcla de fascinación y repugnancia al ver renacer al joven príncipe de sus cenizas. Larkin no era un hueso fácil de roer; lo había sabido desde un inicio, pero una vez inyectado el veneno, le sorprendía que hubiese logrado sobrevivir. Era, sin lugar a dudas, un ejemplar digno de admiración; una mascota inigualable... incluso un buen aliado siempre y cuando lograse mantener a raya sus emociones.
Claro que con los humanos era tan complicado...
Fuera como fuese, los cambios de humor del príncipe no era algo que le importase en exceso. Elspeth, ya fuese como humano o como un simple cuerpo, le resultaba muy útil: vital para su plan. Así pues, sus caprichos y peticiones podían ser satisfechos... Al menos, hasta dónde él creyese conveniente.
Hizo un ligero ademán con la cabeza para que Dushara regresara de nuevo junto a él. Confiar en Marat había sido un error; aquel caprichoso Pasajero siempre había sido demasiado arrogante como para ser precavido. Bastian lo había sabido desde el principio, pero incluso así no había podido evitar que su peculiar personalidad le embaucara. Dushara, sin embargo, era totalmente distinto. Su personalidad no era tan potente como la de su compañero, pero gozaba de su total y absoluto respeto y admiración.
Además, era obediente como pocos, y eso le gustaba.
—No debe saber que vas tras él —le ordenó con sencillez, como si desde un inicio hubiese tenido claro el patrón a seguir—. Síguelo y asegúrate de que vuelve con vida.
—¿No confía en él, Capitán?
—En quién no confío es en ella. —Bastian ensanchó la sonrisa—. Trae a ambos; al resto elimínalos. Este juego debe acabar de una vez por todas.
—Por supuesto, Capitán.
Bastian volvió a fijar la mirada en su propio reflejo en la ventana. Le gustaba lo que veía; aquel cuerpo joven y poderoso le había conquistado desde el primer momento en que se había cruzado con él. Lamentablemente, con el paso del tiempo la carne empezaba a deteriorarse, y no tardaría mucho más en llegar el momento de volver a migrar. Con suerte, quizás aguantaría unos meses más, puede que un año, pero dudaba que el plazo pudiese extenderse mucho más. Por fortuna, pronto tendría nuevos candidatos disponibles entre los que elegir por lo que no le preocupaba en exceso...
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