Capítulo 18
El sonido de los pasos fue aumentando hasta sonar con claridad por la carretera. Inicialmente se había tratado de un ligero y lejano susurro prácticamente imperceptible. Ahora, sin embargo, con el transcurso de los segundos, era innegable que había alguien más con ellos. Alguien que, tras alcanzar la zona donde se hallaban, se había detenido para buscar con la mirada.
Alguien cuya sombra se extendía hasta los pies del árbol tras el cual, en completo silencio, Ana y Armin permanecían ocultos, en tensión bajo la nieve.
Muy lentamente, con cuidado de no hacer ruido al moverse, Dewinter desenfundó su pistola. Aún no tenía la certeza de lo que estaba ocurriendo, pero el instinto le advertía que las cosas no iban bien. Fuese quien fuese el hombre o mujer que acababa de aparecer, no podía estar allí por casualidad. De hecho, su sombra revelaba que no venía equipado para la caminata. Ni vestía ropas de viaje ni cargaba con una mochila: el recién llegado debía haber dejado atrás su vehículo, probablemente escondido junto al resto de los suyos...
Armin cerró los ojos por un instante en busca de concentración. Pegada a él, sujeta firmemente a su brazo, Ana no dejaba de temblar. La joven parecía haber entrado en pánico, y no le faltaba motivo. Si el instinto no le fallaba, y sabía que no lo hacía, como de costumbre, se encontraban frente al primer ataque de una patrulla.
Apretó los dientes. Odiaba que aquel tipo de situaciones se diesen con testigos delante. De haber ido en solitario, todo habría sido más fácil. Ni se habría escondido, ni pensaría en las posibles consecuencias. Armin simplemente habría actuado y, muy probablemente, habría salido victorioso.
Aquello era lo bueno de trabajar en solitario. Ni tenía que cuidar de otros, ni preocuparse de nada que no fuese su propia supervivencia.
Lamentablemente, con Ana pegada a él, las cosas cambiaban notablemente.
Apoyó la mano libre sobre el antebrazo con el que lo sujetaba y presionó suavemente para que lo soltase. Seguidamente, sin perder la concentración, se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio. Dadas las circunstancias, lo mejor era intentar pasar desapercibidos. Con un poco de suerte, teniendo en cuenta la pésima preparación del ejército planetario, ni tan siquiera se percatarían de su presencia.
—Calma —articuló con los labios sin llegar a pronunciar sonido alguno—. Tranquilízate.
Ana asintió, visiblemente nerviosa, con los labios firmemente cerrados, y fijó la mirada en el suelo. Era evidente que deseaba echar a correr; la joven estaba deseosa de poder escapar cuanto antes, y no le faltaba motivo.
Por desgracia, teniendo en cuenta su forma física, no era la mejor opción.
Permanecieron unos cuantos segundos más en silencio, a la espera. A Ana el tiempo se le hizo infinito, inacabable, como si fuese prisionera de una pesadilla de la que no podía despertar. A Armin, en cambio, se le hizo muy breve. El hombre ansiaba poder entrar en acción. Lo deseaba con tantas fuerzas que cada segundo que pasaba se le clavaba como un puñal de desesperación en el pecho.
Por suerte para él, la espera no se alargaría mucho más.
—Ana —dijo de repente el recién llegado—. Ana, sé que estás aquí; después de semanas buscándote he logrado encontrar tu rastro y sé que no estás lejos. De hecho, sé perfectamente que me estás escuchando...
La joven se estremeció al escuchar la voz. La distancia y el tiempo que les separaba habían logrado distorsionarla ligeramente hasta convertirla en un sonido hueco y algo difuso, pero reconocía a su dueño.
Lo reconocía perfectamente.
—Estoy muy preocupado por ti, Ana —prosiguió Vladimir Starkoff, el jefe de la guardia de su padre—. Tanto el maestro como Justine no paran de preguntarme por ti y ya no sé qué decir. La búsqueda empieza a desesperarme. Te necesitamos...
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas al escuchar mencionar a sus seres más queridos del castillo. A lo largo de todos aquellos días habían sido muchas las ocasiones en las que había pensado en ellos. Quizás no tanto como en Elspeth y en su padre, claro, pero sí lo suficiente como para saber que los echaba de menos.
En el fondo, no dejaban de formar parte de su familia indirectamente...
—... Pero no en el castillo. Elspeth está descontrolado. —Vladimir hizo una breve pausa—. Hemos dejado el castillo, Ana. Lo hemos dejado por petición expresa de tu abuelo. Hemos logrado contactar con él: nos ha pedido que demos contigo y que te escoltemos hasta Corona de Ylva. Va a enviar una de sus naves para sacarnos del planeta...
Abrió los ojos ampliamente, perpleja al escuchar aquellas palabras, y sonrió. No esperaba menos de Vladimir. Como de costumbre, si alguien podía salvarla, ese alguien era él: su caballero.
El caballero del Rey.
Ana hizo ademán de salir de la cobertura, guiada más por el corazón que por la razón, pero Armin la detuvo sujetándola fuertemente por la cintura. Bajo ningún concepto iba a permitir que cometiese aquel error.
—¡Pero lo conozco! —susurró con los ojos encendidos—. ¡Lo conozco, Armin! ¡Es Vladimir, el jefe de la guardia de mi padre! ¡Somos ami...!
Le tapó la boca con la mano, consciente de que no iba a lograr hacerla callar por mucho que se lo pidiese, y la sujetó firmemente contra sí mismo hasta lograr inmovilizarla. Ana estaba empezando a perder el control, y eso no era bueno. Por mil mentiras que le dijese aquel tipo, no podía dejarse engañar.
Armin se mordió los labios, furibundo. Aquel tipo estaba jugando demasiado sucio. Manipular a una mujer asustada y herida a la que la vida no parecía sonreírle demasiado en los últimos tiempos no era una técnica que se pudiese considerar digna precisamente.
Se prometió a sí mismo hacérselo pagar. No sabía cuándo ni cómo, pero lo haría. La vida era muy larga: ya encontraría la ocasión.
—Puedes confiar en mí, Ana. Nos conocemos de toda la vida: jamás me atrevería a mentirte ni engañarte. Además, no voy a hacerte nada malo. Puedes verlo por ti misma: no voy armado. —La sombra del hombre reveló que acababa de alzar las manos—. Únicamente quiero que vengas conmigo. Es más, si quieres, tu amigo también puede venir. Sé que te está ayudando a escapar, y se lo agradezco. Podemos darle protección.
Ana alzó la mirada hacia Armin, el cual, aún con la mano plantada sobre su boca, negó con la cabeza. Llegados a aquel punto era evidente que aquel tipo sabía dónde se encontraban: desconocía cómo lo había hecho, pero imaginaba que llevaría tiempo vigilándoles. Sea como fuere, aquello era algo que, a aquellas alturas, ya no importaba.
Volvió la vista a su alrededor.
—Yo me ocupo de él: tú busca un lugar donde esconderte —murmuró Dewinter—. Intérnate en el bosque. Una vez esté todo limpio, iré a por ti.
Apartó la mano de su boca con reticencia. Podía leer sus intenciones en sus ojos asustados.
—¡Pero...!
—Te está engañando, Ana. Tu abuelo ha confiado tu seguridad en nosotros, no en nadie más. Si hubiesen estado en contacto, ¿no crees que nos lo habría dicho? —Negó con la cabeza—. Obedéceme, ¿de acuerdo? Escóndete.
La joven volvió la vista atrás, como si calibrase la posibilidad de obedecer, de internarse en el bosque y ocultarse, y, lo miró a él. Era evidente que tenía dudas, que no sabía en quién debía confiar, y mucho más teniendo en cuenta todos los años que había pasado junto a Vladimir, pero finalmente entró en razón.
Asintió con la cabeza.
—No le hagas daño: no es mala persona.
—No prometo nada.
Armin aguardó unos segundos a que Ana se alejase para volver la vista al frente. Desconocía cuantos hombres podrían acompañar al tal Vladimir, pero suponía que no estaba solo. Es más, estaba casi convencido de ello. No podía oírlos ni percibirlos, pero se negaba a creer que viniese solo; no obstante, ya fuesen uno o un millón, no le preocupaba. Sabía lo que tenía que hacer y cómo.
Después de todo, no iba a ser ni al primero ni al último hombre al que se enfrentase...
Comprobó la munición del arma y cogió aire. Murmuró unas palabras por lo bajo, las mismas que siempre pronunciaba antes de iniciar una misión peligrosa para que le diesen suerte, y asintió para sí mismo.
Estaba preparado.
Salió de la cobertura, recorrió varios metros hasta quedar a media distancia y se detuvo. Ante él, convertido en una simple sombra en mitad de la oscuridad, se encontraba Vladimir.
O al menos lo que debería haber sido Vladimir.
—Tu sí —exclamó el hombre al verle aparecer. Esbozó una amplia y tétrica sonrisa de dientes podridos—. Me moría ya de ganas por conocerte, Armin Dewinter.
Veressa disfrutaba de un agradable sueño en el que ella era la única dueña y directora de su propio laboratorio cuando un brusco golpe en la puerta la despertó. La mujer abrió los ojos, confundida, desorientada, pero rápidamente recordó donde se encontraba. Aquella miserable celda no era precisamente el lugar que alguien como ella esperaba ocupar, pero no había tenido otra alternativa. Los mejores hoteles y posadas del camino gozaban de sistemas de seguridad complejos por lo que habían tenido que evitarlos a toda costa.
Al menos, se consolaba, la cama tenía sábanas limpias.
Volvió la vista hacia su crono. Lo había dejado en la mesilla, junto a su holotransmisor y un poco de agua embotellada. El sistema de climatización tenía graduada una temperatura muy alta por lo que se había visto obligada a dormir destapada. Calor en Sighrith... Pocas veces volvería a vivir aquella gran ironía en aquella bola de hielo en la que se habían instalado.
Comprobó la hora. Aún era de madrugada, y...
Volvieron a golpear en la puerta, esta vez con mayor fuerza. Primero fueron dos golpes, después tres y, finalmente, una lluvia de puñetazos y patadas con los que, finalmente, la puerta acabó abriéndose de par en par. Veressa se incorporó, alerta, sacó de debajo de la almohada la pistola y apuntó a la figura que, recién llegada del exterior, irrumpió en la celda.
Presionó el interruptor de activación de los globos lumínicos.
—¿¡Pero se puede saber qué demonios os pasa!? —gritó Orwayn con los ojos hundidos en las cuencas, pálido y sudoroso—. ¿¡Os habéis vuelto locos!?
Cerró de un portazo y acudió a los pies de la cama donde se encontraba su hermana armada. La joven aún estaba demasiado aturdida como para saber qué estaba sucediendo, pero tenía solo una cosa clara: si el pequeño de los Dewinter había acudido a su encuentro algo grave estaba sucediendo.
Orwayn atravesó la sala a grandes zancadas. Cogió el holotransmisor de su hermana de la mesa y abrió la tapa. Tal y como había sospechado desde un inicio, cuando Cat contactó con él, desesperada al no recibir respuesta por parte de ningún miembro del otro grupo, aquella localización quedaba fuera de la red orbital de satélites.
Cerró la tapa y lanzó el dispositivo contra la cama, haciéndolo rebotar un par de veces hasta acabar estampado en el suelo.
—¿Dónde están Armin y la chica? ¿Estáis todos bien?
—¿La chica? ¿Armin...? —Veressa se apartó el cabello rubio de la cara y se lo recogió en un moño alto, logrando así despejarse al menos la cara. Una ducha no le vendría nada mal para acabar de despertarse, pero dadas las circunstancias no parecía la mejor opción. Se puso en pie—. ¿Qué pasa, Orwayn? ¿Qué demonios haces tú aquí?
—¡¡Dime dónde está!! ¿Cuál es su celda? ¿Y Larkin?
—Son las dos siguientes... No los molestes, están cansados, y...
Orwayn no la escuchó. El hermano pequeño salió al corredor y, tal y como había hecho con la puerta de la celda de Veressa, golpeó la de Armin una y otra vez sin recibir respuesta hasta lograr abrirla. Activó el sistema de iluminación y entró.
Lanzó una maldición por lo bajo.
—¡Mierda!
—¡Venga ya! —exclamó su hermana desde la puerta, sorprendida. Volvió la mirada hacia la puerta contigua—. ¿Será posible que estos dos...?
El hombre negó con la cabeza. Veressa aún estaba demasiado dormida como para ser consciente de la gravedad de la situación. No obstante, no tardaría en darse cuenta de ello.
Salió de la celda y se encaminó a la de Larkin. Obviamente, no había nadie dentro: Orwayn lo sabía en lo más profundo de su ser, pero necesitaba comprobarlo.
Necesitaba creer en la posibilidad de que, quizás, todo hubiese sido una falsa alarma.
Por desgracia, pronto descubrió que tampoco estaban allí.
Apretó los puños con fuerza. Hasta entonces había logrado controlar el ataque de furia que la noticia le había causado. Orwayn se había obligado a mantener la calma y a serenarse. Y había sido difícil, desde luego, muy, muy difícil, pero lo había conseguido. Lamentablemente, llegados a aquel punto, la rabia era demasiado superior a él como para lograr dominarla. Así pues, ya fuera de sí, Orwayn empezó a patear la puerta del armario con todas sus fuerzas, furibundo, hasta lograr abrir un agujero en su superficie con la puntera de la bota.
Siguió con el colchón y la cama.
—¿Pero qué demonios te pasa? ¡¡Para!!—Veressa entró en la tercera celda, tras él, y cerró la puerta. Poco a poco, empezaba a espabilarse—. ¿Qué haces aquí, Orwayn? ¿Qué ha pasado?
—¿¡Que qué ha pasado!? —Orwayn dejó de patear la cama durante un instante para volver la vista atrás, hacia su hermana. Los ojos le llameaban de ira—. ¿¡Que qué ha pasado!?
La tenue luminiscencia de los reflectores instalados a lo largo de la carretera mostraba levemente el cuerpo maltrecho de Vladimir. En otras circunstancias, Armin habría podido ver en detalle todas y cada una de las heridas que su hermano mayor le había causado horas atrás, en la granja. En aquel lugar y con aquella luz, sin embargo, tan solo podía apreciar lo evidente: las manchas de sangre y el inquietante aspecto cadavérico de un hombre que, sin lugar a dudas, estaba al borde de la muerte.
Observó en silencio el charco de sangre que tenía a sus pies. Poco a poco, este iba creciendo, aunque su dueño no parecía ser consciente de ello. Al parecer, Vladimir estaba demasiado concentrado en él como para poder darse cuenta de que muy pronto moriría desangrado.
—¿Nos conocemos?
—Se podría decir que sí... Compartimos amigos e intereses comunes. —Vladimir ensanchó la sonrisa—. Bonita granja. Tu hermano te manda recuerdos.
Armin no varió la expresión. Era evidente que intentaba provocarlo. Aquel hombre intentaba desestabilizarle y, así, provocar que cometiese algún error, pero no iba a conseguirlo. Por suerte, él no era como Orwayn: a él no se le podía manipular. El mediano de los hermanos había sido entrenado para dominar y controlar sus emociones, y no iba a fallar. Ya tendría tiempo para pensar en Veryn y la granja más adelante.
Ladeó ligeramente el rostro. Desconocía cuando la había sacado, pero Vladimir ahora empuñaba un arma en la mano derecha.
Sacudió la cabeza. Mientras él tuviese la pistola, aquel tipo no tenía nada que hacer contra él, y mucho menos con un simple cuchillo.
—Te voy a dar diez segundos para que desaparezcas —advirtió Armin—. Si no lo haces te volaré la cabeza: tú decides.
—No voy a ir a ningún sitio sin la chica —respondió Vladimir, con sencillez—. Entrégamela, y...
Armin no le dejó acabar la frase. Alzó el arma y, apuntando al hombro derecho, el brazo con el que sujetaba el arma, disparó. La bala alcanzó el punto deseado sin variar un milímetro el objetivo, pero no provocó reacción alguna en Vladimir. El hombre ni soltó el arma ni mostró mueca alguna de dolor. Simplemente se miró el hombro, ensanchó aún más la sonrisa y clavó la mirada en Armin.
Sus ojos destilaban una energía extraña.
—Buena puntería, muchacho. ¿Quieres jugar? De acuerdo... juguemos.
Vladimir alzó su cuchillo y dibujó una cruz en el aire. Inmediatamente después, ante la atenta mirada de Dewinter, se esfumó en una columna de humo únicamente para reaparecer pocos segundos después, tras él.
El ruido del primer disparo hizo que Ana se detuviese en seco. Durante aquellos segundos de huida había logrado alejarse lo suficiente como para que la carretera quedase oculta entre los árboles. Armin le había pedido que se alejase y ella, obediente, había invertido todas sus fuerzas en hacerlo lo mejor posible. Sin embargo, a pesar de la distancia, el sonido había sido muy claro.
Sintiendo una desagradable sensación de pánico apoderarse de ella, Ana volvió la vista atrás. Armin llevaba un arma, pero eso no implicaba que Vladimir no la llevase también. De hecho, era lo más probable.
Se preguntó quién habría disparado a quién. La joven había pedido a Dewinter que no dañase al jefe de su guardia, pero ahora se arrepentía. Quizás no tendría que haber dicho nada. Es más, puede que, simplemente, debiera haber mantenido la boca cerrada y haber obedecido. Teniendo en cuenta las circunstancias, probablemente habría sido lo más inteligente...
Lamentablemente ya era tarde para ello, y seguía sin saber quién había disparado.
Se preguntó si debería volver. Armin le había pedido explícitamente que se alejase y escondiese, pero en ningún momento había mencionado nada sobre la posibilidad de que hubiese disparos. Seguramente, lo daba por hecho. Al fin y al cabo, no había prometido nada...
Ana se alejó unos cuantos pasos más, pero nuevamente se detuvo al escuchar un segundo disparo. Y un tercero, y un cuarto...
Y un grito desgarrador.
Con el sonido clavado en los oídos, Larkin empezó a correr de regreso, fuera de sí. Aquel no había sido un grito normal de dolor o sorpresa. Ni muchísimo menos. Aquel grito había sido propio de alguien al que estuviesen arrancando la piel, o cortando un brazo. O quizás peor aún. Fuera como fuese, era evidente que era un grito propio de alguien a quien estaban torturando, y ya fuese un bando u otro, no iba a permitirlo.
Así pues, Ana corrió lo más rápido que pudo, resbalando sobre las placas de hielo y saltando por encima de los árboles caídos, hasta finalmente alcanzar los alrededores de la carretera. Ralentizó entonces el paso y, aprovechando los troncos de los árboles más gruesos para ocultarse detrás, empezó a avanzar.
Poco a poco, su campo visual fue aumentando. Ana avanzó unos cuantos pasos más, ahora ya caminando, y se detuvo al descubrir un cuerpo tirado en mitad de la carretera. Parpadeó un par de veces, impresionada ante la visión, sin saber qué hacer. Armin estaba en el suelo, boca arriba, inmóvil, y rodeado por un charco de sangre.
Un charco que, segundo a segundo, iba aumentando su tamaño...
Empezó a correr. Ana recorrió los pocos metros que la separaban de la carretera y, sin tan siquiera mirar a su alrededor en busca de Vladimir, no se detuvo hasta alcanzar el cuerpo caído. Se agachó a su lado y, con perplejidad, comprobó que tenía el rostro totalmente blanco, descompuesto en una mueca de dolor.
Apoyó la mano sobre su pecho. Su respiración era fuerte, como si le costase llenar los pulmones de aire.
—¡Eh, Armin...!
El hombre abrió los ojos, pero rápidamente volvió a cerrarlos con una tremenda mueca de dolor cruzándole el rostro. Ana sacudió la cabeza, confusa, y empezó a buscar el culpable de su estado. Inicialmente pensó que se trataría de los disparos que había oído anteriormente en el bosque. No obstante, se equivocaba. Vladimir no tenía ninguna pistola.
No tardó demasiado en descubrir qué sucedía: clavado hasta la empuñadura en el muslo derecho, encontró el cuchillo de Vladimir.
—¡No!
—Sácalo... —murmuró Armin con el rostro pálido y los ojos fuertemente cerrados—. ¡Sácalo!
Ana contempló el destrozo causado por el cuchillo con terror. La sangre no cesaba de salir a borbotones, tiñéndolo todo de rojo.
—¿Pero y qué hago si te ha cortado una arteria? ¡Hay mucha sangre...!
—No lo ha...
Armin volvió a contorsionarse en el suelo, víctima de lo que parecía ser otra punzada de dolor. El hombre cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza, intentando no chillar. Ana desconocía qué era lo que le estaba causando aquellos arrebatos, pero todo apuntaba a que provenían de la herida de la pierna.
Cogió su mano y la apretó con fuerza. Junto a esta, no muy lejos del cuerpo, descansaba su pistola.
—¿Qué hago? ¡No tengo ni idea de qué hacer en estos...!
—No he seccionado la femoral, si es lo que te preocupa —dijo de repente una voz tras ella—. No es necesario.
Ana giró sobre sí misma, sobresaltada. Ante ella, de pie, cubriéndoles con su propia sombra, se encontraba Vladimir. O al menos lo que alguna vez había sido Vladimir. El ser deformado y mutilado que ahora tenía ante sus ojos ya no podía ser considerado humano.
Aterrada ante la visión, Ana retrocedió de espaldas hasta caer de culo al suelo al tropezar con el brazo de Armin, junto al arma. La recogió instintivamente y la alzó, con el pulso totalmente descontrolado. Aquella era la primera vez que se encontraba cara a cara con uno de los ocho Pasajeros de su hermano, y nunca la olvidaría.
Aquella mirada la acompañaría el resto de sus días.
—¡¡No te acerques!!
—Ha llegado el momento de volver a casa, Ana. Tu viaje acaba aquí.
A su lado, Armin volvió a sacudirse, víctima del dolor. El hombre se retorció en el suelo, como si la herida de la pierna le ardiera, y empezó a golpear el suelo con el puño.
—¿¡Qué le has hecho!?
—Mostrarle el camino, nada más. —Vladimir se encogió de hombros—. Pero eso ahora no importa. Vamos, levanta: el Capitán te espera.
—¡¡No!! —Sin bajar el arma, Ana gateó hasta alcanzar la pierna de Armin. Deslizó la mano libre hasta la empuñadura del cuchillo y cerró los dedos alrededor. Lanzó un rápido vistazo a la víctima antes de arrancarlo de cuajo—. Respira hondo.
Un aterrador aullido de dolor escapó de la garganta de Dewinter al arrancar el cuchillo de la carne. La sangre empezó a salir a borbotones de la herida, duplicando el tamaño del charco sobre el cual yacía, pero el dolor pareció disminuir. Armin se quedó tendido sobre el suelo, ahora algo más calmado, con los ojos entreabiertos, sin decir nada. Su respiración seguía acelerada, al igual que su pulso, pero poco a poco, el tono de su piel iba normalizándose.
Ana lanzó un vistazo al filo del cuchillo, el cual poseía un brillo anaranjado totalmente antinatural, y lo dejó en el suelo. Seguidamente, aún con el arma apuntando a la cabeza del hombre, se puso en pie.
—¿Qué le has hecho? —insistió—. ¿Le has envenenado?
—Eso no importa ya: en unas horas no tendrás de qué preocuparte, Ana. —Vladimir ladeó ligeramente el rostro—. Ahora debemos irnos: te están esperando. Tanto el Capitán como tu hermano se mueren de ganas de verte, no los hagamos esperar más.
—No pienso ir a ningún sitio. —Ana lanzó un rápido vistazo a Armin. El hombre seguía con los ojos cerrados, inconsciente—. ¿Qué puedo hacer? ¿Tienes algún antídoto? No quiero que muera.
—¿Antídoto? —Vladimir arqueó la ceja—. Déjate de estupideces, Ana, nos vamos: tú decides cómo. ¿Tengo que llevarte a rastras o vas a colaborar? Me han pedido que llegues viva, nada más.
Ana sacudió la cabeza suavemente. Le resultaba complicado mirarlo a la cara cuando el brazo derecho dejaba a la vista parte del hueso, pero lo intentaba. Lamentablemente, su rostro no ofrecía mucho mejor aspecto. La piel parecía haber empezado a despegársele del hueso, tenía la boca totalmente podrida e, incluso, había zonas en las que la descomposición era más que evidente. Incluso tenía parte del cráneo aplastado...
Se preguntó qué sería el monstruo que tenía ante sus ojos.
—Tú no eres Vladimir: es evidente —murmuró a media voz, retrocediendo un par de pasos—. ¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?
—Aquí presente: ¿no lo ves? —Extendió los brazos y dio una vuelta sobre sí mismo, con una expresión burlona cruzándole el rostro—. Quizás no sea su mejor momento, pero estoy convencido de que te manda recuerdos desde la ultratumba. —Le guiñó el ojo—. ¿Contenta?
La respuesta provocó que apretase los dedos con fuerza alrededor del arma, a punto de presionar el gatillo. El modo en el que aquel ser, fuese lo que fuese, lucía aquel cuerpo a modo de disfraz le resultaba grotesco.
—No digas estupideces: eres un androide, ¿verdad? Pareces bastante real, pero tienes fallos. Al lado de Vladimir eres pura basura.
El Pasajero se encogió de hombros, restándole importancia al insulto, y dio un paso al frente, decidido. Como respuesta, Ana disparó el arma, arrancándole de cuajo un trozo de muslo izquierdo con el disparo. Su objetivo había sido el estómago, pero el nerviosismo la hizo fallar. A pesar de ello, el tiro había sido bueno. O al menos lo habría sido en el caso de haberse tratado de un hombre. Para el Pasajero, sin embargo, no fue nada. Simplemente se detuvo a mirar la herida por un instante, frunció el ceño y volvió la vista al frente.
No había rastro alguno de dolor en su rostro.
—Me he cansado de este juego, Ana. Suelta el arma: te doy una última oportunidad.
—¿Qué pasa si no lo hago?
—No querrás saberlo.
Ana volvió a disparar a modo de respuesta. Esta vez la bala fue directa hacia su vientre, pero antes de que pudiese llegar a alcanzarlo el ser desapareció en una columna de humo. Ella giró sobre sí misma, confundida, buscándolo con la mirada, pero no lo vio aparecer. El Pasajero volvió a aparecer tras ella durante tan solo un segundo, fugaz, rápido, y la tiró al suelo de un golpe seco en la espalda. Ana cayó de boca al suelo, con el arma aún sujeta firmemente en su mano, y giró sobre sí misma. En ese instante el ser volvió a aparecer, nuevamente tan solo unas décimas de segundo, para dejar caer pesadamente la bota sobre su estómago. Los pulmones de Ana se vaciaron, arrancándole a la vez un grito de dolor, pero logró disparar. Lamentablemente, el tiro se perdió en el cielo nocturno al volver a desaparecer.
La mujer se incorporó, sintiendo el pecho arderle, y se llevó la mano a la garganta. Poco a poco, jadeando, el aire regresaba a sus pulmones...
Jamás le había dolido el cuerpo tanto como entonces. Tenía la sensación de que iba a morir.
—Te doy una última oportunidad —escuchó decir de nuevo a Vladimir tras ella. Volvió la vista atrás y allí lo encontró, a escasos metros de donde se hallaba, tranquilo, relajado: consciente de que dominaba la situación—. Tú decides: ¿vas a venir conmigo o te tengo que obligar?
Ana desvió la mirada hacia Armin, que seguía sangrando en el suelo. Si lo dejaba allí, era evidente que moriría. De hecho, con la herida que tenía en la pierna lo más probable era que no se recuperase... y todo por su culpa.
Volvió la vista hacia su arma. Ni tan siquiera sabía cuántas balas le quedaban. Aunque ahora aceptase ir con Vladimir a cambio de que no siguiese golpeándola, iba a morir. Era evidente. Una vez llegase al castillo, Elspeth la mataría.
Cerró los ojos. Estaba tan cerca de poder salir del planeta que le costaba creer que aquello estuviese sucediendo. Si al menos lograban llegar a aquella isla...
—Vamos, Ana...
Los abrió. Estaba demasiado cerca de su objetivo como para dejarse vencer. No sabía cómo, pero tenía que intentarlo. Al fin y al cabo, ¿qué otra opción le quedaba? Si igualmente iba a morir, lo haría con la cabeza lo más alta posible. Además, Armin había cuidado de ella hasta ahora: se lo debía... claro que, por otro lado, si iba con Vladimir quizás podría llegar hasta Elspeth y adelantársele. Sería difícil, desde luego, pero era una opción viable.
Se llevó la mano a la cara y apartó los mechones de pelo de los ojos. Estaba demasiado confundida como para poder pensar con claridad. Además, le dolía demasiado la espalda y el pecho como para incluso intentarlo... Y no solo eso: empezaba a tener los pies totalmente congelados.
Frunció el ceño.
—De acuerdo —murmuró al fin, avergonzada de su propio egoísmo—. Iré, pero no vuelvas a ponerme la mano encima...
—Tranquila, princesita, si te portas bien, yo también me portaré bien. —Hizo una ligera reverencia con la cabeza—. Ahora suelta el arma.
—¿Por qué? —Ana movió la pistola en la mano, como si de un simple muñeco de trapo se tratase—. Estás lleno de agujeros: no hace nada.
—Desde luego, pero así evitaremos accidentes. —Tendió la mano hacia ella—. Dámela.
Ana asintió, pensativa, volvió el arma hacia su rostro y miró el cañón. Ante ella, Vladimir se puso tenso: dio un paso al frente y avanzó la mano hacia el arma, dispuesto a quitársela. Sin embargo, Ana no se la entregó de inmediato. La mujer fijó la mirada en los ojos oscuros del Pasajero, los cuales brillaban con ansiedad, con nerviosismo, y ladeó ligeramente la cabeza.
Había algo extraño en ellos.
—Vamos, trae aquí.
El hombre cogió el cañón con brusquedad, pero Ana no soltó el arma. Giró la muñeca ligeramente hacia arriba, dejándose guiar más por el instinto que por la cabeza, y depositó el dedo sobre el gatillo. Algo en su interior le decía que entregase el arma y que acabase de una vez por todas con aquel juego, que en su situación no podría hacer nada aparte de empeorar las cosas... que había llegado el final.
Por suerte, no obedeció. Ana presionó el gatillo repetidas veces, hasta vaciar por completo el cargador. Las balas atravesaron la mano del Pasajero, el cual no pareció inmutarse ante las heridas, e inmediatamente después alcanzaron su cabeza, a la altura de la frente. Una a una, fueron atravesando la carne y el hueso hasta alcanzar el cerebro, justo en el lugar de conexión entre ambos entes.
Se produjo un desagradable sonido de ruptura, como si se rompiese un cristal. Los ojos del Pasajero se quedaron de repente totalmente en blanco, vacíos, y, como si de una estatua de piedra se tratase, cayó de espaldas al suelo, inmóvil, paralizado, descompuesto.
Sin vida.
Ana soltó entonces la pistola y observó el cuerpo inmóvil con una extraña sensación de irrealidad. Se acercó a él lentamente, alerta, empuñando ahora el cuchillo de filo naranja en vez de la pistola, y lo observó de cerca.
Ni había luz alguna en sus ojos, ni volvería a haberla.
El cuerpo había sido abandonado.
—Cielos...
—¿Está muerto...?
Sobresaltada, Ana dio un brinco al escuchar el débil susurro. Volvió la vista hacia Armin, el cual había vuelto a abrir los ojos, y se apresuró a arrodillarse a su lado. La herida seguía sangrando copiosamente.
—Creo que sí. ¿Qué era? ¿Un androide?
—Ni lo sé... —El hombre volvió la vista al cielo nocturno—. Ni me importa, la verdad... Tienes que irte de aquí.
—¿Irme? —Lanzó un rápido vistazo a la herida y negó con la cabeza—. Estás sangrando muchísimo. Si te dejo aquí, para cuando logremos volver estarás más que muerto.
Armin volvió la mirada hacia la herida, pero rápidamente cerró los ojos. Poco a poco, la palidez extrema estaba volviendo a su rostro.
—Prueba con mi... holotransmisor. No creo que funcione... este maldito sitio es... es como un agujero negro en mitad de la nada, pero... —Apretó los dientes con fuerza—. Vessa.
Ana obedeció, sacó del interior de su mochila el pequeño receptor e intentó utilizarlo, pero tal y como había sucedido con el suyo anteriormente, en la celda del hotel, no funcionaba. Aquella región parecía estar fuera del alcance de la red de satélites de comunicaciones.
Volvió a guardarlo en la mochila y en su lugar sacó unas vendas. Ana la extendió y, ayudándose de ambas manos para hacerlo, le vendó la herida.
—Tienes... un torniquete —murmuró Armin sin apenas aliento. Empezaba a tener la frente perlada de sudor frío—. Tienes que hacer un torniquete... si no, la sangre...
—¿Qué haga qué? —Ana alzó las cejas—. ¿A qué te refieres?
—El cinturón... haz un nudo por encima de la herida... con el cinturón... apriétalo, y...
—Pero tu pierna...
—Oh vamos, hazlo, joder...
Nuevamente se apresuró a cumplir con las órdenes. Ana se quitó el cinturón, se lo pasó por encima de la rodilla, encima de la herida, y lo ató lo más estrechamente posible, cortando así la circulación de la sangre. A continuación, obediente, extrajo del interior de la mochila un pequeño botiquín en cuyo interior había un par de inyectables.
—El de la etiqueta roja... al cuello...
—¿Que te lo inyecte en el cuello?
—Exacto... Arrástrame hasta el bosque... necesito estar apoyado contra un tronco, o algo... Inyéctamelo y... y busca a mi hermana...
Las manos ahora totalmente ensangrentadas empezaron a temblarle al comprender lo que le estaba pidiendo. Armin no tenía la más mínima intención de moverse de allí; la herida no se lo permitía. No obstante, no tiraba la toalla.
—¿Pero cómo te voy a dejar aquí? —respondió Ana, sintiendo como el nerviosismo empezaba a bloquearla. Le caían ya lágrimas de los ojos—. ¡Tardaré al menos dos horas en llegar! Y luego tenemos que volver, y...
—Corriendo tardarás una hora como mucho... no más... y luego... volveréis en el raxor... —El hombre frunció el ceño con una mueca de dolor—. Por tu alma, Ana, o es eso... o me dejas morir aquí... así que no pierdas más el tiempo... déjame también la mochila... hay balas, y...
—¡Pero no puedo hacerlo!
Armin sonrió sin humor, exhausto, agónico: al borde de la inconsciencia. Extendió la mano derecha hasta su rostro, el cual ya estaba bañado en lágrimas, y deslizó el dedo índice por la mejilla, dibujando una sencilla "S" en su superficie.
—Claro que puedes... llevas su sangre... así que no digas que no puedes... Vamos... Inténtalo... por favor.
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