Capítulo 16
La terminal estaba comprobando los datos.
Hacía ya casi quince minutos que habían introducido la información para el reconocimiento facial, pero aún no habían obtenido ningún resultado. Obviamente, le llevaría algo de tiempo. Elspeth había visto el retrato del sujeto en cuestión y era evidente que aquel hombre no tenía nada en especial que pudiese distinguirle de cualquier otro. Ojos claros, piel rosácea, cabello rubio, alto, esbelto... ¿Cuántos hombres habría con aquel aspecto en el planeta? ¿Miles? ¿Millones?
Empezaba a perder la paciencia.
Decidió salir al balcón, a tomar un poco de aire. A diferencia de la mayoría de ciudadanos, los cuales parecían aterrorizados ante la perpetua noche en la que se había visto sumida la isla, Elspeth se sentía a gusto. Alzar la vista y tan solo ver sombras era mucho mejor que quedar cegado por el deslumbrante astro que tan poco calentaba el planeta.
En el fondo, no se perdía tanto. Ciertamente las temperaturas acabarían cayendo aún más, pues la falta de luz solar era lo que comportaba, pero llegados a aquel punto dudaba que pudiese importarle a alguien. Después de todo, ¿acaso no era ya de por sí aquel maldito planeta una bola de hielo?
Además, el descontento por la transición no iba a durar eternamente. Pronto los ciudadanos se acostumbrarían y comprenderían que, en el fondo, les estaba haciendo un favor.
Apoyó los antebrazos en la barandilla y volvió la mirada hacia el templo. Ahora que el ritual había finalizado parecía abandonado, aunque Elspeth sabía que, más que nunca, ocho corazones latían al unísono en su interior...
Elspeth estuvo presente cuando despertaron. El tiempo transcurrido había sido superior a lo esperado, pues según Rosseau las condiciones no eran las mejores, pero aquello no había importado para que, finalmente, volviesen a la vida. Los ocho cadáveres habían abierto los ojos y, convertidos ya en los temibles Pasajeros de los que tanto le había hablado Rosseau, se habían alzado, dispuestos a cumplir con las órdenes.
Aún le temblaban las piernas solo de pensar en cómo habían hincado las rodillas en el suelo los ocho a la vez. Por un instante, Elspeth había sentido envidia del Capitán. Aquellos ocho seres procedentes del lejano espacio habían viajado millones de kilómetros para anclar sus almas a aquellos cuerpos y servir una vez más a su señor. No obstante, la envidia no había tardado demasiado en esfumarse al ver sus miradas muertas posarse en él. Aquellos seres, aunque humanos en apariencia, no pertenecían a su especie.
Pensar en ellos le provocaba escalofríos. Desde un inicio Elspeth había sabido que ocuparían cadáveres de fallecidos. Sabía que, de alguna forma, les devolverían la vida y, como marionetistas, moverían los cuerpos a su deseo para poder ir y venir de un lado a otro. En ningún momento le había gustado demasiado la idea, pero la había aceptado. Aquel era el modus operandi de Rosseau... su tecnología y su brujería. Sin embargo, aunque había imaginado lo que sucedería, en ningún momento había creído que aquellos seres podrían llegar a causarle tanto pavor.
Claro que, ¿qué otra cosa sensación podría provocar un grupo de ocho cadáveres andantes?
A veces, en momentos como aquel, se preguntaba si no se le habría ido el plan de las manos. El Capitán le había asegurado que recibiría lo prometido, que satisfaría su deseo de venganza y conseguiría retomar las riendas de aquel mundo al que tanto daño había causado el Reino... pero lo que no le decía era cómo iba a hacerlo. ¿A través de la guerra? ¿De la muerte? ¿De la invasión?
Elspeth sospechaba lo que pretendía hacer, y no le convencía.
El sonido de unos pasos tras de sí captaron su atención. Larkin volvió la vista atrás y, surgida de las profundidades del castillo, vio aparecer la estilizada figura de Justine Everhood, la antigua doncella de su hermana. La mujer avanzó a través del balcón con paso firme, valiente, y se detuvo ante él, a tan solo un par de metros.
Hizo una breve reverencia con la cabeza.
Se preguntó cuánto tardaría en acabar el proceso de cambio. Por el momento la mujer había perdido por completo la expresión y el color saludable de su semblante, pero aún había destellos de vida en su mirada. Probablemente, más allá de la máscara de impasividad, los pensamientos del ser humano que aún albergaba el cuerpo luchaban contra la nueva entidad que había decidido instalarse en su interior. De hecho, lo más probable era que su resistencia durase unos cuantos días más, pero no demasiado. Lamentablemente, tan solo los seres de mayor fortaleza, como él, eran capaces de vencer la batalla y ganarse así el derecho de gobernar su propio cuerpo.
—Alteza, el Capitán reclama su presencia.
—¿Han conseguido algo?
—Un nombre, parece.
Sin tan siquiera darle opción a responder, la mujer giró sobre sí misma maquinalmente y abandonó el balcón con paso rápido. Al parecer, aquel comportamiento era el habitual entre los congéneres de los Ocho Pasajeros. Una lástima. Elspeth, aunque agradecía el servilismo y el intenso silencio que en tan pocas ocasiones había reinado en el castillo como en aquel entonces, empezaba a echar de menos la amabilidad de sus antiguos sirvientes. Obviamente, se acostumbraría; en el fondo aquello no era más que un capricho, pero hasta entonces sería inevitable que respondiese a aquel tipo de comportamiento con un fruncimiento de ceño o una maldición entre dientes.
Finalmente decidió entrar. En el salón donde se habían reunido los técnicos que estaban trabajando en el sondeo de datos se encontraban las mismas personas, con la única diferencia de que, tras un rato de ausencia, el Pasajero que había dado la descripción estaba también presente. Este, de pie y con los brazos cruzados junto al Capitán, observaba con sus ojos muertos el rostro y la ficha que la pantalla de la terminal ofrecía.
—¿Es él? —preguntó Rosseau al Pasajero—. ¿Lo reconoces?
El Pasajero cuyo rostro y cuerpo ahora era el del cadáver de Vladimir Starkoff, el antiguo jefe de la guardia del castillo, permaneció en silencio unos instantes, observando el rostro de la imagen. Aparentemente era un muchacho rubio de menos de treinta años, de ojos claros y tez blanquecina, pero había algo en el brillo de sus ojos azulados que evidenciaba que no se trataba de un cualquiera.
Ni muchísimo menos.
—Es él —dijo al fin en un breve susurro con el que logró erizar el vello de la nuca del príncipe. Ya no quedaba rastro alguno de la voz de Vladimir—. Él disparó.
—Bueno, parece que lo tenemos, Alteza —exclamó Rosseau volviendo la mirada hacia Elspeth—. Armin Dewinter. ¿Te suena el nombre? Según su ficha, trabaja en un negocio familiar de cría y venta de caballos. Su granja se encuentra en Corona de Enoc.
El joven permaneció unos segundos contemplando la imagen en completo silencio, tratando de hacer memoria. Aunque su rostro le resultaba ligeramente familiar, si alguna vez aquel nombre había tenido algún tipo de importancia en su vida, no lo recordaba.
—Ya veo... De acuerdo: iré de inmediato para allí. Gra...
—¿Tú? —Rosseau le interrumpió—. ¡Para nada! Te necesitamos aquí, Elspeth. —Los ojos del Capitán refulgieron con fuerza, severos—. Los Pasajeros se ocuparán de ello. Calculamos que en apenas dos días la Materia Negra se habrá extendido por todo el continente por lo que será cuestión de horas que lleguen hasta allí. Creo que es una buena ocasión para poner a prueba sus facultades, ¿no te parece?
Tanto el Capitán como el ser que ahora poseía el cuerpo de Starkoff clavaron la mirada en él. En cierto modo había parecido entre ellos: por un lado, ambos poseían ojos terroríficamente fríos, como los de un cadáver, y miradas de hielo con las que lograban congelarle la sangre. En ciertas ocasiones, cuando creía que no le veían, no podía evitar preguntarse si, en el fondo, el Capitán no sería un cuerpo ocupado más, como el resto de los suyos. No obstante, era innegable que el Capitán poseía un aura totalmente diferente a los Pasajeros. Ciertamente no era un hombre común; mirarle a la cara era más que suficiente para notarlo, pero tampoco resultaba tan escalofriante como el resto. Era, por así decirlo, un híbrido... o al menos eso quería pensar Elspeth.
Lamentablemente, día tras día, el Capitán se iba pareciendo más a los Pasajeros que al hombre que él había conocido.
—Si me pongo en marcha podría llegar allí en menos de veinticuatro horas —respondió Elspeth—. No tardaré en volver.
—Ir, encontrarla y volver te va a llevar demasiado —sentenció Rosseau con rotundidad—. No, no es factible. Irán ellos. Tú tómatelo con calma, Alteza. Pronto te devolveré a tu querida hermana.
Rosseau acompañó aquella última frase con una peligrosa sonrisa frente a la cual Elspeth no pudo más que asentir, comprendiendo que, por el bien de ambos, Ana y él, lo mejor era dejar la conversación en aquel punto. El Capitán había decidido que los Pasajeros realizarían aquella misión y, por mucho que insistiese, no iba a hacerle cambiar de opinión. Como mucho lograría hacerle creer que, en realidad, la idea había sido suya, pero poco más. Le gustase o no, era imposible hacer cambiar de parecer a Rosseau.
Apretó los puños, frustrado. De haberse tratado de cualquier otra persona, Elspeth habría discutido y luchado hasta lograr salirse con la suya. Con ellos, sin embargo, ni tan siquiera lo intentó. No valía la pena.
—Viva.
—¿Viva? —Rosseau frunció el ceño—. ¿A qué te refieres?
—A que la quiero viva.
—Ah, claro —El Capitán ensanchó la sonrisa con malicia—. Por supuesto, alteza. La princesita volverá viva... El destino de su acompañante ya es otra cosa. De hecho, creo que sería bueno que lo decidieras.
—¿Vivo...? —Vladimir entrecerró los ojos, adoptando así una inquietante expresión de depredador hambriento—. ¿... o muerto?
La respuesta, por supuesto, era evidente. Elspeth cruzó los brazos sobre el pecho y alzó de nuevo la mirada hacia la pantalla. Lamentablemente, aquel hombre acababa de firmar su propia sentencia de muerte.
—Mátalo: no quiero que haya ningún superviviente. Nadie debe saber nada sobre lo que ha pasado con Ana.
—Buena decisión —Rosseau apoyó la mano sobre su hombro y lo apretó con suavidad—. Muy buena decisión... ¿Ves? Por eso te necesito aquí. —Sonrió—. No te arrepentirás.
Despuntaban ya los primeros rayos de luz entre los gruesos nubarrones desde los que aún caían los copos de nieve, cuando Ana salió de la granja acompañada por Robert y Veryn. Hacía ya un par de horas que Orwayn se había puesto en camino, en plena noche, tomando así la delantera de lo que prometía ser un viaje largo y tedioso gracias a las desagradables condiciones climatológicas que azotaban el continente desde hacía días. Ana, temerosa de que el menor de los Dewinter muriese congelado durante el viaje, había insistido en que se uniese a la pequeña expedición que Veressa, Armin y ella conformaban, pero este lo había rechazado rotundamente. El joven conocía su cometido en el viaje y no iba a fallar bajo ningún concepto. Pobre de él si lo hacía; su padre no aceptaba los errores. Así pues, Orwayn había partido en plena noche a bordo del todoterreno negro que, días atrás, había visto en una de las carpas.
—Su función es la de asegurar el terreno. —Había explicado Veryn la noche anterior, poco después de informarle sobre el último giro de los acontecimientos—. En los noticieros dicen que Elspeth ha organizado centenares de partidas de búsqueda a lo largo y ancho de todos los continentes por lo que hay que ser precavidos. No podemos dejar que te encuentren. Así pues, él irá marcando el terreno.
Ana no confiaba demasiado en la capacidad de Orwayn para cumplir con la misión. Aquel muchacho, aunque seguramente astuto, al igual que sus hermanos, carecía de la paciencia suficiente como para inspeccionar las sendas y las localizaciones que iban a visitar durante el viaje. A su modo de ver, Veressa habría sido una mejor opción. Ella era cuidadosa, discreta y observadora; perfecta para el trabajo. Para su sorpresa, nadie parecía compartir su opinión. Todos confiaban plenamente en Orwayn por lo que prefirió callarse. Al fin y al cabo, aquellos cuatro muchachos estaban sacrificando mucho tiempo y esfuerzo en ella por lo que era mejor que no pusiera en duda sus métodos.
Veryn tampoco los acompañaría. Si bien él era en el que más confiaba de los cuatro, el mayor de los Dewinter debía esperar en la granja la inminente llegada de una tal "Cat". Aquello no le gustaba demasiado, pues sentía que dejaba atrás a una pieza importante, y más después de que fuese él el encargado de tender puentes entre ella y el rex, pero comprendía sus motivaciones. Al parecer, Cat era importante para él. Tanto que, por el modo en el que la noche anterior había hablado de ella, suponía que era su compañera. Una vez los amantes se encontrasen, viajarían a gran velocidad hasta el punto de encuentro con el jefe del clan: Anders Dewinter.
A Ana le gustaba el plan que Veryn y su abuelo habían trazado para sacarla del planeta. Personalmente hubiese preferido tener que evitarse aquel último desplazamiento, pero comprendía la importancia de ser precavidos. Elios Larkin era plenamente consciente de la situación que se estaba dando en el planeta respecto a Ana por lo que no quería arriesgarse a que la pudiesen apresar durante el periodo de espera. La joven debía salir de aquella granja, esconderse, y no había mejor lugar para ello que el lugar donde había sido construida la base de operaciones de los miembros de la M.A.M.B.A.: la isla de Mimir, al sureste del continente. Una vez allí, la princesa permanecería oculta hasta que el rex enviase la nave que la sacaría del planeta.
—No existe lugar más seguro en todo Sighrith, Ana. —Le había asegurado Veryn—. Allí se encuentra ahora mi padre y el resto de mis compañeros: entre todos cuidaremos bien de ti.
Ana quería confiar en que todo saldría bien; en que lograrían llegar a la isla y ocultarse sin ser vistos, pero tenía la sensación de que no iba a ser tan fácil. Los días iban transcurriendo y, aunque de momento no había noticias de Elspeth, la joven tenía la sensación de que su hermano estaba más cerca que nunca.
Esperaba estar equivocada.
—No quiero dejar a Tir aquí —comentó Ana con la mirada fija en los establos. La noche anterior había pasado varias horas junto a su noble corcel y no deseaba volver a separarse de él. Aquel animal era lo poco que le quedaba de su antigua vida—. Sé que está bien, que lo cuidáis, pero quiero que venga conmigo.
Veryn se detuvo a su lado y contempló también los establos, pensativo. No muy lejos de allí, en las carpas, Veressa y Armin les esperaban con el raxor amarillo preparado para iniciar el viaje.
—No puedes llevártelo, Ana —respondió el hombre—. Ahora necesitas viajar rápido, y la única forma de hacerlo es con un vehículo motorizado.
—Lo sé, pero no quiero irme sin él —insistió—. Tú vas a ir en nave hasta la isla: tráelo. Después, cuando lleguen los hombres de mi abuelo, ya nos lo llevaremos.
—Pero Ana...
Larkin le tendió la mano.
—Júralo.
Consciente de la importancia que su antigua montura tenía para la joven, Veryn aceptó. Tomó la mano de la mujer, le besó el dorso y, llevándose la otra al pecho, justo a la altura del corazón, lo juró. Seguidamente, tirando de ella, pues Ana no parecía demasiado convencida de querer dejar a Tir en la granja, se encaminaron a las carpas.
Tal y como les había dejado una hora antes, Armin y Veressa les aguardaban junto al raxor, preparados para empezar el viaje.
—Vais a tener que atravesar todo el continente para llegar a Mimir —comentó Veryn mientras alcanzaban su destino—. Os va a llevar tiempo: puede que más de una semana. Debes ser paciente, ¿de acuerdo? Nos mantendremos en contacto. ¿Tienes el holocomunicador?
Ana metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo de su interior la pequeña pieza circular que Veryn le había hecho llegar a través de su hermano. La joven no recordaba cuando lo había recuperado, al igual que tampoco recordaba cuando se lo había devuelto a Dewinter la primera vez para que lo arreglase, pero lo cierto era que allí volvía a estar, en su poder, sano y salvo.
Abrió la mano y se lo mostró, orgullosa. Aunque a lo largo de su vida había tenido centenares de posesiones muchísimo más valiosas que aquel transmisor, en aquel entonces Ana lo consideraba el objeto más importante que poseía, y no precisamente por su utilidad. Aquello, en el fondo, era lo de menos. Para Ana se había convertido en un símbolo de unión con la familia que le había salvado la vida, los Dewinter, y eso, en sus circunstancias, lo convertía en su posesión más querida.
—Aquí lo tengo.
—Perfecto. Úsalo cuando lo necesites: ya sea porque os habéis perdido, porque os habéis metido en algún problema o porque me echas de menos —Veryn le guiñó el ojo—. No te voy a engañar, mis hermanos no son demasiado divertidos. Si te aburres con ellos, úsalo, ¿de acuerdo?
—Estoy convencida de que a Cat le va a encantar... —murmuró Veressa por lo bajo, junto a la puerta de acceso al asiento de copiloto—. Déjate de cháchara, Veryn. Tenemos que irnos.
Veryn abrió la compuerta trasera y guardó la mochila de Ana en su interior. Sus hermanos no llevaban demasiado equipaje, apenas un par de bolsas en total, por lo que sumado al de Ana apenas cargaban peso. Eso era bueno: cuanto menos pesada fuese la carga, más rápido avanzarían. Cerró la compuerta y abrió la puerta trasera a la joven para que tomase asiento. Una vez dentro, cerró y acudió al encuentro de su hermana para despedirse de ella con un beso en la frente.
—Asegúrate de que no hace ninguna tontería —le dijo en apenas un susurro—. Confío en ti. Padre se va a sentir muy orgulloso, te lo aseguro.
—Eso espero.
Veressa le dio un rápido abrazo y se metió dentro del vehículo, cerrando tras de sí la puerta con fuerza. Veryn dio entonces la vuelta al vehículo y se detuvo frente a la puerta del conductor. En su interior, revisando los indicadores del panel de navegación aparentemente concentrado, Armin realizaba las últimas comprobaciones.
Golpeó un par de veces en el cristal para que saliese. Veryn conocía a su hermano lo suficientemente bien como para saber que estaba molesto con él. Desconocía el motivo, aunque se lo imaginaba, pero era evidente, y no deseaba que se fuese así. El final de los viajes siempre era una incógnita por lo que, por norma, nunca se separaba de sus hermanos si entre ellos había algún tipo de disputa. Con Orwayn aquello era complicado, desde luego, pues el pequeño era muchísimo más conflictivo de lo que le gustaría, pero se esforzaba por conseguirlo. Y si con Orwayn lo lograba, con él no podía ser menos.
Armin se hizo de rogar unos segundos, pero finalmente salió del vehículo. Cerró tras de sí la puerta con la cadera, complicando así que las chicas pudiesen escucharlos, y volvió la mirada hacia su hermano. Como de costumbre, Veryn le miraba con aquella sonrisa forzada que siempre utilizaba cuando quería transmitir tranquilidad al resto. Una sonrisa que llevaba años practicando y que, por fin, había logrado que fuese prácticamente perfecta. Lástima que Armin le conociese lo suficiente como para saber cuándo era sincera y cuando no.
—¿Lo tienes todo?
—Sí.
—¿Estás preparado para el viaje? He hablado con Ana: ella no sabe conducir así que tendréis que iros turnando Vessa y tú.
—No hay problema. Intentaré llevarlo yo el máximo de tiempo posible. Vessa hace mucho tiempo que no conduce; no me fío.
Se cruzó de brazos, a la defensiva. Podía leer en la mirada de su hermano la necesidad imperiosa de hablar; de sacar a relucir lo que ambos sabían que, sin lugar a dudas, había molestado al menor. No obstante, no sabía exactamente cómo.
Lanzó un largo suspiro. Veryn y su estúpida costumbre de quedar bien con todos.
—En fin, debemos irnos; el viaje es muy largo, y...
—Sé que estás enfadado porque no te lo conté antes —interrumpió Veryn de repente.
Se alejaron varios metros. El vehículo estaba blindado e insonorizado de tal modo que era prácticamente imposible que ninguna de las dos pudiese captar nada de la conversación por mucho que lo intentasen, pero preferían asegurarse. Si bien Vessa no era un problema, Ana ya era otro tema.
—Veryn...
—¡Escúchame! Sé que debería habértelo dicho. Confío en ti plenamente, lo sabes, pero las circunstancias son un tanto especiales. Esa chica puede abrirnos muchas puertas.
—No lo dudo: ha sido una buena caza, lo admito —respondió Armin con brevedad—. Vas a lograr muchos puntos dentro de la organización, estoy seguro. No me extrañaría que incluso padre te felicite. Eres el gran héroe: el hombre del momento.
—¿Te ríes de mí?
Armin no varió un ápice la expresión. Entrecerró los ojos y clavó la mirada en su hermano, a modo de advertencia. No solo se estaba mofando de él, sino que, además, iba a seguir haciéndolo como castigo hasta que lo considerase oportuno. Nadie jugaba con él y salía impune; absolutamente nadie.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta? —Apretó los puños—. Vamos hombre, disfruta de tu gran momento de gloria. ¿Qué importa a quien hayas engañado y manipulado para conseguir tu maldito objetivo? —Chasqueó la lengua—. Estás más cerca que nunca de convertirte en un maestro.
—¡No te he manipulado!
—¿No? Únicamente me has enviado con la mujer más buscada de todo el maldito planeta a un edificio que, de no haber sido destruido anteriormente, seguramente estaría lleno de guardias que no habrían dudado en intentar pegarme un tiro por el secuestro de la princesa. Y eso sin olvidar que, por supuesto, de camino podría habernos encontrado alguna patrulla. —Sacudió la cabeza—. Maldita sea, Veryn, ¿acaso crees que me habría negado a acompañarla de haber sabido su auténtica identidad?
—¿Tú? No, desde luego que no. No te habrías negado, pero Vessa sí, y te habría convencido. ¿Acaso crees que si no hubiesen sido órdenes de padre ella aceptaría este viaje? —Puso los ojos en blanco—. Vamos, hermano, que ya nos conocemos demasiado.
—¿De veras? —Armin retrocedió—. Culpar a Vessa en vez de admitir que me lo has escondido y me has puesto en peligro solo para llevarte tú todos los honores ante los maestros y padre es muy bajo incluso para ti, Veryn. Podrían haberme matado... o al menos podrían haberlo intentado, ¿eres consciente de ello? —Frunció el ceño—. No, no lo eres. Estás demasiado centrado en ti mismo como para ver más allá. En fin, el tiempo corre en nuestra contra. Ya nos veremos si es que te dignas a venir. Saluda a Cat de mi parte.
Veryn tardó unos instantes en responder. No estaba acostumbrado a que le avergonzasen de aquel modo. Cat y él discutían de vez en cuando y a ella le encantaba sacar a relucir los trapos sucios, pero nunca iba más allá. Y al igual que ella, Veressa y Orwayn también lo hacían. Discutían, se gritaban e insultaban, pero nunca ponían en duda sus actos ni sus lealtades. Confiaban demasiado los unos en los otros como para hacerlo...
Apretó los puños con fuerza. Armin se alejaba con paso rápido, furioso, y no le faltaban motivos. Quizás, después de todo, su plan no hubiese sido tan genial como él había creído desde el principio. Al menos no para su hermano, claro. Veryn había tenido las espaldas cubiertas en todo momento. Él, sin embargo, podría haber sufrido las consecuencias de una mala decisión. Y estaba en lo cierto. Era complicado, desde luego, y más teniendo en cuenta las excepcionales habilidades de Armin, pero era innegable que podría haber muerto. Podrían haberle tendido una trampa, o haber disparado sin preguntar... podría haber sucedido cualquier cosa, y todo habría sido por su culpa.
Se preguntó por qué habría decidido enviar a su hermano a casa de Cerberus en vez de haber ido él mismo. En ocasiones olvidaba que sus hermanos no eran simples sirvientes con los que hacer lo que quisiese.
Sacudió la cabeza. El tiempo jugaba demasiado en su contra como para poder permitirse que siguiese transcurriendo impunemente. Tenía que hacer algo si no quería que su hermano se fuera así, enfadado, herido, sintiéndose traicionado, y tenía que hacerlo ya.
—Armin.
—Déjame en paz, ¿quieres? Tengo que irme.
—No, espera. —Se adelantó unos pasos—. Tienes razón: esto es cosa mía por lo que debería ser yo quien diese la cara, no tú. Bastante has hecho. Iré yo: tú quédate aquí, con Robert. Cat llegará en un par de días. En cuanto llegue...
—Oh, vamos... —Armin puso los ojos en blanco—. Déjate de estupideces, Veryn. Tú sigue con tus tejemanejes: yo me ocupo de ella. Ya nos veremos.
No le dio opción a réplica. Entró en el raxor, cerró la puerta con brusquedad y, antes incluso de que el mayor pudiese responder, arrancó el motor y salió disparado a gran velocidad, dejando en la nieve las marcas de las orugas.
La conversación había acabado.
Veryn permaneció unos instantes contemplando el rastro que rápidamente la nieve iba cubriendo. Era la primera vez que no cumplía con su palabra de mantener las buenas relaciones con uno de sus hermanos, aunque no le preocupaba en exceso. Sobre los otros tenía ciertas dudas, pero no sobre él. Armin saldría victorioso, estaba convencido. Después de todo, ¿acaso no era él el mejor de los cuatro?
La Materia Negra no tardó más de dos días en extenderse por el cielo de toda la Corona de Enoc. Durante las primeras horas los ciudadanos creyeron que se trataba del humo procedente de algún incendio lejano o de algún escape. A través suyo se podían ver las nubes, los copos de nieve que caían e, incluso, en las zonas más despejadas, el lejano sol. Con el paso de las horas, sin embargo, la capa de oscuridad fue aumentando hasta que, alcanzada la tarde, tiñó de negro todo cuanto le rodeaba. A partir de entonces, ya no hubo duda alguna. La noche eterna, como muchos ya la llamaban en la Corona de Sighrith, había caído sobre Enoc.
Elspeth se encontraba en la Sala de Audiencias de pie frente al trono de su padre cuando Justine entró y le informó al respecto. La mujer fue breve y clara, un tanto brusca incluso, como la mayoría de los habitantes del castillo desde el inicio del cambio, pero lo suficientemente concisa como para que el príncipe comprendiera de inmediato que el viaje del primer Pasajero acababa de empezar.
—Gracias, Justine.
Larkin la despidió educadamente y se asomó a una de las ventanas. Ante él, negro como el carbón, el cielo no mostraba más que la oscuridad perpetua a la que se veían sumidos desde hacía días.
Se preguntó cuánto tardaría en llegar. A Elspeth le hubiese gustado ser él mismo quien realizase el viaje y encontrase a su hermana, pero en el fondo entendía que el Capitán tenía razón. Su lugar era aquel, en aquella sala, y más en concreto, en aquel trono. Sighrith necesitaba alguien que lo gobernase, y ese alguien no podía ser otro que él. Había nacido para ello. No obstante, incluso así, no podía evitar preocuparse por Ana. Los Pasajeros no parecían seres especialmente cuidadosos...
—Horas —dijo de repente una voz tras él.
Elspeth desenfundó la pistola y giró sobre sí mismo, con el arma ya apuntando al objetivo antes incluso de que sus ojos lo localizasen junto al trono, deslizando su fría y blanca mano sobre el reposabrazos. No le había oído entrar, pero allí estaba, contemplando el lugar que, en otros tiempos, el dueño de su nuevo cuerpo había ostentado.
Poco a poco, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda al clavarse sus fríos ojos en él, fue bajando el arma. A pesar del transcurso de los días, Elspeth seguía sin poder acostumbrarse a su inquietante presencia... ni a su rostro.
De noche, cuando se encerraba en su celda y creía que nadie le veía, no podía evitar que alguna lágrima se le escapase al preguntarse cómo había sido capaz de permitir tal atrocidad.
—Serán tan solo unas horas de viaje —repitió el Pasajero que ahora ocupaba el cuerpo del Rey—. Aunque ocupemos cuerpos humanos, podemos variar nuestra composición molecular para adaptarnos y fundirnos con la materia negra. De ese modo, lo que para vosotros serían semanas, para nosotros no son más que horas, minutos... segundos.
Elspeth le mantuvo la mirada durante unos segundos. A pesar de ser plenamente consciente de las circunstancias por las que aquel cadáver seguía hablándole después de que él mismo le arrebatara la vida pasándole un cuchillo por la garganta, a su mente a veces le costaba procesar los acontecimientos.
Aún le costaba creer que el Capitán le hubiese acabado convenciendo para que cometiese tal brutalidad con su propio padre. Era innegable que poder utilizar su cuerpo para fingir que seguía en el poder y ocultar así su muerte estaba resultando muy beneficioso, pero incluso así no dejaba de ser una atrocidad.
—El Capitán cree que es necesario emitir un nuevo comunicado. El cambio está siendo exitoso en un alto porcentaje, pero hay muchos recipientes que se están resistiendo. Los habitantes de tu planeta poseen unas mentes complejas. A veces resulta complicado que...
—No lo toques.
El Pasajero alzó la mano un par de centímetros del trono, pero únicamente para, acto seguido, volver a apoyarla. Le gustaba aquel objeto: había algo en lo más profundo de su ser que se sentía atraído por el poder que destilaba su esencia. Era, sin lugar a dudas, la mayor fuente de poder del castillo sin contar el templo.
Elspeth volvió a alzar la pistola.
—Ocupas un cuerpo humano: si te disparo morirás.
—¿Morir? —El Pasajero ensanchó la sonrisa ampliamente, dejando a la vista los dientes y encías ahora putrefactas del Rey—. Tus conceptos humanos no se aplican a nosotros, Elspeth. ¿Acaso no sabes que no se puede matar a algo que no está vivo? Como mucho interrumpirás la unión de cuerpo y alma temporalmente... pero poco más. ¿Quieres que hagamos la prueba?
El rostro del Rey se deformó en una cruel mueca de burla frente a la cual Elspeth no pudo más que apartar la mirada. Fijó los ojos momentáneamente en el arma, la cual estaba ya cargada y preparada, y asintió para sí mismo. Quizás, después de todo, no fuera mala idea ver qué pasaría si disparaba...
Apretó los dedos alrededor del arma. Si lo que aquel ser creía era que no tenía el valor suficiente para apretar el gatillo, se equivocaba. Aquel era su castillo, su planeta y su trono: nadie iba a acobardarle... y se lo iba a demostrar.
Lamentablemente, cuando alzó la vista el Pasajero ya no estaba. En su lugar, de pie junto a la puerta de entrada con una voluminosa caja llena de libros y documentos en su interior, se encontraba el maestro Donovan, uno de los pocos a los que la fuerza de voluntad había permitido seguir siendo los dueños y señores de sus propios cuerpos.
Elspeth bajó el arma de inmediato al ver al maestro. La enfundó en la cartuchera que guardaba en la cadera y apartó la mirada. No era necesario mirarle a la cara para percibir la rabia y la decepción que destilaba su mirada.
—¿Qué quiere, Donovan?
—Quiero muchas cosas, Alteza, pero temo que usted no puede proporcionarme ninguna de ellas. Al menos ya no... Aunque quizás pueda responder a una de las preguntas que me atormentan desde hace noches.
—Si puedo hacerlo, lo haré. —Elspeth se acercó al trono del Rey y apoyó la mano donde anteriormente la había puesto el Pasajero. Tal y como sospechaba, había restos de escarcha—. ¿Cuál es su pregunta? Si es sobre Ana puede estar tranquilo, pronto volverá sana y salva a casa.
—A decir verdad, eso no me tranquiliza demasiado, Alteza —respondió el maestro con sinceridad—. Visto lo visto, preferiría que no lo hiciera. No obstante, no era esa mi duda. Lo que realmente me pregunto es cuando decidió entregarle el control del planeta a Rosseau y al resto de los suyos. —El anciano negó suavemente con la cabeza—. Sighrith no se merece esto... y su padre muchísimo menos. Y cuando hablo de su padre no me refiero a ese monstruo que ahora se pasea por el castillo con su cara y su cuerpo a modo de disfraz.
Elspeth se dejó caer en el trono pesadamente, cansado. Aquella era la primera vez que lo escuchaba por boca de otro, pero no eran conceptos nuevos para él. Ni muchísimo menos. Por desgracia, aquellas reflexiones y dudas no eran algo que pudiese compartir con nadie, y mucho menos con aquel anciano metomentodo.
—Todo va bien, maestro. No se preocupe. Domino la situación.
—¿De veras? —Donovan sacudió suavemente la cabeza—. Entonces sí que tenemos un problema grave... Si me disculpa, el Capitán me ha pedido que le llevase toda esta documentación. Imagino que querrá hacer una hoguera con ella, o algo peor.
Elspeth aguardó a que se girase y encaminase de nuevo hacia la salida para volver a sacar el arma. La tomó con ambas manos, fijó como objetivo su espalda y la alzó. Incluso quitó el seguro y deslizó el dedo por el gatillo, pero no llegó a presionarlo. Simplemente fantaseó con la idea, con callar aquella maldita boca para siempre.
A veces parecía la mejor opción.
Silenciarlos a todos y dejar que las cosas fluyeran por sí solas... Acabar con él, con Ana, con todos, y dejar el futuro del planeta en manos del Capitán y sus secuaces. Entonces todo sería mucho más fácil.
Demasiado fácil para su gusto.
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