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Capítulo 12

Empezaba a sentir frío. Durante todo aquel espacio de tiempo en el que la oscuridad había acudido a su encuentro, Ana se había sentido reconfortada. Los brazos de la inconsciencia la habían abrazado con calidez, y durante largo rato había gozado de la tan añorada paz. Hacía tanto tiempo que no la sentía que, ahora que al fin la había recuperado, no quería dejarla escapar. Ana quería permanecer en aquel estado el máximo de tiempo posible, aferrada a aquella agradable sensación de bienestar. Ni Elspeth, ni su padre, ni Rosseau. En aquel entonces, nadie tenía cabida en su mente. Larkin estaba sola, disfrutando de su propia presencia, y con ello tenía más que suficiente. Después de todo, ser egoísta de vez en cuando no era tan malo como decían...

Lamentablemente, el tiempo jugaba en su contra. Aquellos minutos de paz habían sido agradables, pero tenían que acabar. Así pues, poco a poco, Ana fue regresando a su cuerpo y a su mente, recuperando así los recuerdos, y, junto con ellos, la conciencia.

Abrió los ojos. Desconocía cuanto tiempo llevaba tirada en el suelo, pero por la rigidez de los músculos imaginaba que había sido bastante. Demasiado. Se incorporó con lentitud, sintiendo despertar en la parte trasera del cráneo un intenso dolor, y miró a su alrededor. Muy a su pesar, seguía en el pasillo de la vivienda de Cerberus. El mismo pasillo en el que, antes de chocar y caer en la inconsciencia, se había visto cara a cara con Elspeth.

Elspeth.

Se levantó de golpe, sintiendo el corazón acelerársele en el pecho. Ana recogió del suelo su foco, el cual con la caída se había roto, y se pegó a la pared. Procedente de la sala abierta donde lo había dejado junto a Rosseau no se oía nada, pero podía percibir la presencia de alguien.

Empezó a avanzar hacia la puerta. Ana recorrió la distancia que la separaba de ella con precaución, temerosa, y, alcanzado el marco, se agachó. A continuación, apretando con fuerza la montura del foco con ambas manos, se asomó.

—¿Pero qué demonios...?

Ana se levantó, perpleja, y entró en la sala. La débil luz que había gracias al globo luminoso que Armin había dejado en el centro de la sala no permitía ver con detalle, pero sí lo suficiente como para comprender de inmediato que, sin lugar a dudas, aquel no era el lugar que anteriormente había visto. Las columnas y el altar habían dejado paso a armarios, libros y mesitas de lectura que, tal y como debería haber sido desde un inicio, evidenciaban que aquella sala era una biblioteca.

—Pero...

Armin salió de entre las estanterías de libros con expresión seria, incluso parecía algo molesto. Tenía las manos manchadas de polvo y suciedad, pues había estado moviendo parte del mobiliario, pero también de sangre. El hombre se acercó hasta ella, severo, con la mirada gélida llena de rabia contenida, y se detuvo a unos metros. Tras él, las hileras de estanterías se multiplicaban hasta perderse en la oscuridad.

—Pensaba que aún dormías.

—No. Acabo de despertar... Esto... —Ana volvió la mirada a su alrededor. Ya no quedaba ni rastro de la neblina.

De hecho, ya no quedaba rastro alguno de nada de lo que había visto. En la sala no estaba Elspeth, ni tampoco Rosseau ni los hombres que habían surgido de las sombras. La vegetación había desaparecido junto con las columnas, el suelo de piedra y la niebla. Ya no quedaba absolutamente nada de lo que había habido allí anteriormente... a excepción de ella.

Ana retrocedió un par de pasos, confusa. El dolor de cabeza le impedía pensar con la claridad deseada, pero incluso así sabía que algo fallaba. La aparición de Elspeth había sido real; estaba segura de ello. Se le habían quedado grabadas en el cerebro tanto su voz como la de Rosseau. Sus miradas, sus expresiones, sus reacciones. Absolutamente todo. Sin embargo...

—¿Estás bien? —preguntó Armin de repente, rompiendo así el hilo de sus pensamientos. Por el modo en que la miraba, era evidente que el hombre estaba asustado—. Tienes sangre en el cuello.

Rápidamente se llevó la mano a la nuca para comprobar que Dewinter tenía razón. Justo en la parte trasera del cráneo, unos centímetros por encima de la nuca, la joven tenía una brecha provocada por la violencia de la caída. Ana apoyó los dedos sobre la herida y comprobó la cantidad de sangre ya seca que tenía pegada al pelo.

Empezó a marearse.

—Madre mía —murmuró con perplejidad—. Mi cabeza...

—Si has logrado despertarte es que no es para tanto —respondió Armin con tranquilidad. Cogió una de las sillas de las mesas de lectura y la arrastró hasta el centro de la sala, junto al globo lumínico—. Siéntate, le voy a echar un ojo.

—¡A buenas horas! —replicó ella, alzando el tono de voz víctima del nerviosismo—. ¡¡Podría haber muerto desangrada!! ¿¡A qué demonios esperabas!?

—Eh, basta de gritos. —Fue su respuesta, clara y concisa—. Si hubiese creído que ibas a despertarte te habría mirado la herida.

Ana se dejó caer en la silla con pesadez, sintiendo el mareo ir y venir intermitentemente. Aún se sentía confusa ante todo lo ocurrido, sobre todo por la aparición de Elspeth, pero poco a poco iba tranquilizándose. Ahora que Armin estaba con ella y era evidente que no había rastro alguno de su hermano ni del Capitán, volvía a sentirse segura. No tanto como durante los minutos de inconsciencia, desde luego, pero sí lo suficiente como para poder mantener a raya sus emociones.

—¿Creías que había muerto?

—No exactamente. Aún tenías pulso por lo que muerta no estabas —respondió Armin. Apartó con delicadeza los mechones de pelo que rodeaban la herida y se agachó a mirarla. Inmediatamente después se acercó a su bolsa y extrajo de su interior un pequeño botiquín de viaje—. Pero ese tipo de golpes no suelen traer nada bueno. Si se te hubiese partido el cráneo no podría haber hecho nada por ti: estamos demasiado lejos de todo. Además, sé lo que sé de primeros auxilios. Es por ello que preferí no moverte, por si acaso.

—Ya veo. —Ana frunció el ceño. Aunque no le convencía demasiado la explicación, le dolía demasiado la cabeza como para discutirla—. ¿Cómo lo ves?

Sin decir nada, Armin abrió el botiquín y extrajo cuatro objetos. El primero era una gasa esterilizada gracias a la cual, tras empaparla con el contenido del segundo, pudo limpiar y desinfectar la herida. El tercer objeto era una pequeña caja blanca en cuyo interior había una pequeña cuchilla y grapas. Dewinter pidió a Ana que se sujetara el cabello y, con cuidado, sin avisarla, le cortó los mechones que rodeaban la zona afectada. Una vez limpia, selló la herida, un corte de casi cinco centímetros, con las grapas. El efecto cauterizador de estas lograría mantener la carne unida hasta que pudiesen aplicarle puntos de verdad. Teniendo en cuenta las circunstancias, aquella era una buena solución temporal. Una vez llegasen a casa alguno de sus hermanos tendría que coserle la herida, desde luego, pero al menos, hasta entonces, podría aguantar. Finalmente, nuevamente sin avisarla, utilizó el cuarto objeto para calmar el dolor: una aguja y un frasco de calmante que, inyectado directo al torrente sanguíneo a través del cuello, no tardaría más que unos minutos en hacer efecto.

—¡¡Eh!! —exclamó Ana al sentir la aguja hundirse en la piel—. ¡Pero qué...!

—¡Cállate!

Ana se obligó a sí misma a mantener la boca cerrada hasta que, unos segundos después, Armin dio por finalizada la operación. Guardó el instrumental empleado en el botiquín, cerró la cremallera y, sin mediar palabra, lo guardó en la bolsa. A continuación, no sin antes echar un último vistazo a la herida, la invitó a levantarse.

—Tienes suerte de tener la cabeza como una piedra, Daniela. En eso te pareces a mi hermano Orwayn. Bueno, en eso y en el mal carácter, la verdad.

—Qué gracioso.

—En absoluto. —Armin se volvió hacia la sala y señaló al fondo—. He encontrado a Cerberus tirado sobre una mesa de juegos. Calculo que lleva como mínimo un par de semanas muerto por lo que no te recomiendo que te acerques demasiado. No es algo agradable de ver. Por el corte que tiene en el cuello yo diría que lo han asesinado, aunque el ángulo es un tanto extraño. Sea como sea, he encontrado el receptor de todas las imágenes que captan las cámaras de seguridad por lo que, con un poco de suerte, podremos ver qué le pasó. Al menos si es que el asesinato fue antes de la destrucción del generador, desde luego.

—¿Qué has encontrado qué?

Armin se encogió de hombros, quitándole importancia. Para él, al parecer, el descubrimiento de un cadáver no era sorprendente. Para Ana, sin embargo, la idea de encontrar a Cerberus asesinado era tan descabellada que, nuevamente, se quedó sin palabras, demasiado impactada como para poder asimilar la información.

Necesitó unos segundos para poder pensar con claridad.

—¿Puedo verlo?

—Tú sabrás. —Armin se cruzó de brazos—. Échale un vistazo si quieres, pero no creo que te vaya a servir de nada. Si lo que querías era hablar con él, llegas muy tarde.

Ana asintió con lentitud, pensativa. Lo cierto era que, en realidad, el objetivo de su visita a Cerberus nunca había sido hablar con él. La joven daba por sentado de que lo haría, desde luego; al fin y al cabo, estaba yendo a su casa por lo que era de suponer que charlarían y, seguramente, acabaría explicándole lo que había ocurrido con su padre. De hecho, probablemente habría aprovechado la visita para preguntarle sobre el estado de salud del Rey antes de morir. Su padre nunca le había querido contar demasiado al respecto, pero era evidente que, tal y como había mencionado Elspeth, en los últimos tiempos no había estado demasiado bien. Le hubiese gustado saber un poco al respecto. Obviamente, a aquellas alturas, ya no tenía demasiada importancia, pero incluso así le habría gustado. Era una lástima que hubiese muerto... aunque, en realidad, el motivo de su visita allí había sido otro totalmente distinto.

Se preguntó si, después de todo, aún habría alguna opción.

—No me hubiese importado hablar con él. Hacía mucho tiempo que no lo veía, pero sí que tenía algunas preguntas que hacerle.

—No venías a hablar con él precisamente, por lo que veo. Dime una cosa: ¿se te han adelantado?

Ana parpadeó con incredulidad.

—¡No! —exclamó con vehemencia, impresionada por la gravedad de la simple pregunta—. ¿¡Cómo puedes decir eso!? ¿Tengo acaso pinta de asesina?

—Los mejores asesinos son los que no tienen pinta de ello —respondió él con brevedad—. Pero vaya, en el fondo no me importa. Haz lo que tengas que hacer: voy a buscar un lugar adecuado donde pasar la noche. Tú deberías hacer lo mismo. Mañana por la mañana saldremos a primera hora, ¿de acuerdo?

Asintió con lentitud, pensativa, pero no se movió. Ana volvió la vista hacia el fondo de la sala, donde teóricamente debía de hallarse el cuerpo de Cerberus, y suspiró. Aquel rompecabezas empezaba a tener demasiadas piezas como para no intentar unirlas.

Apretó los puños con fuerza. Aunque supiese que no lograría encontrar fácilmente respuesta a lo ocurrido, Ana sabía que la muerte del doctor y la repentina aparición de su hermano y el Capitán en el lugar del crimen no podía ser una simple casualidad.

—Oye, Armin.

—¿Qué pasa?

—¿Qué ha pasado antes? Antes de que cayese al suelo, me refiero. He chocado contigo, ¿verdad? Me ha parecido escuchar disparos, y...

El hombre frunció el ceño.

—Aún no he logrado encontrar el dispositivo que lo ha causado, pero creo que ha sido un holograma —respondió—. Lo más probable es que los asesinos lo hayan dejado para asustar a posibles curiosos. No sé exactamente qué ha pasado, pues estaba abajo, pero imagino que al entrar en la sala lo has activado.

—¿Entonces lo has visto tú también?

—He visto algo. Estaba abajo cuando empecé a escuchar voces así que decidí subir lo antes posible. Creía que habías encontrado a Cerberus. Cuando subí tú saliste de repente de la sala y chocaste conmigo. Pero no estabas sola. Tras de ti iban varios hombres, o al menos eso creo, no los pude ver con demasiada claridad, así que disparé.

—¿Y qué pasó entonces?

Se encogió de hombros. Lo cierto era que había sucedido todo tan deprisa que incluso a Armin le costaba entender lo que acababa de pasar. No obstante, se había hecho una idea bastante clara sobre lo acontecido.

—Desaparecieron: se esfumaron. Llevo un rato buscando el dispositivo de recreación, pero aún no lo he encontrado. Imagino que lo escondieron bien, o puede que incluso se haya autodestruido. Esa es la mejor forma de ocultar las pruebas.

—¿Eran entonces solo hologramas? ¿No era real?

Ana negó suavemente con la cabeza, dubitativa. Si bien la teoría de Armin podría llegar a tener lógica en otras situaciones, en aquella en concreto no. Después de todo, ¿acaso Elspeth no la había reconocido? Aquella reacción no podía ser producto de una simple filmación.

—No, no era real.

—Ya... En fin, voy a echar un vistazo.

La biblioteca era un espacio bastante grande y completo en el que nada parecía faltar. El doctor había hecho una gran inversión en el mobiliario: todas las piezas eran exquisitamente hermosas y de gran calidad, de maderas extra-planetarias y con los mismos acabados florales de las celdas. Las paredes estaban llenas de cuadros que mostraban inquietantes imágenes del espacio, todas ellas con algún que otro planeta de fondo, y los suelos cubiertos de gruesas y elegantes alfombras de pelo blanco que, probablemente, pertenecían a los osos blancos que desde hacía ya unos años se encontraban en peligro de extinción. La colección de volúmenes tampoco se quedaba atrás. Si bien era cierto que muchos de los libros allí almacenados eran de fácil adquisición, el doctor poseía algunos ejemplares exclusivos reservados para los más altos cargos de la propia Tempestad. También poseía una importante colección de libros históricos en los que se narraba la expansión de la humanidad a lo largo de toda la galaxia, pero esta estaba ya en tan mal estado que había decidido guardarla en varias urnas de vacío. Por lo demás, los tomos tocaban distintas disciplinas que iban desde la medicina hasta la música, pasando por la arquitectura, la poesía e, incluso, la gastronomía.

Al parecer, tal y como tantas veces le había asegurado su padre, los campos de estudio del doctor no se limitaban a su querida y venerada medicina.

A pesar de la curiosidad que algunos de aquellos libros despertaban en ella, Ana apenas se detuvo a consultarlos. La joven atravesó la sala a grandes zancadas, sintiendo el hedor de la muerte cada vez más cercano a cada paso que daba, hasta alcanzar la arcada que daba a la sala de juegos. Allí, tirado sobre una de las mesas de cartas, tal y como Armin había advertido, se encontraba el cadáver del doctor.

Plenamente consciente del olor e incapaz de acercarse un paso más, Ana observó el cuerpo desde la distancia. Cerberus estaba empezando ya a deshincharse, aunque aún había partes del cuerpo que estaban visiblemente inflamadas. La oscuridad impedía que pudiese ver si yacía en compañía, aunque imaginaba que los insectos capaces de soportar aquellas terroríficas temperaturas habrían empezado ya su banquete privado. Sea cual fuese la respuesta, Ana prefería no conocerla. La imagen del cadáver sumido en la casi penumbra del lugar ya era suficientemente impactante como para profundizar en los detalles.

Comprobó que Armin tenía razón respecto al corte del cuello. Aunque aquella herida la que probablemente había acabado con la vida del doctor, esta no se correspondía al "típico" corte horizontal que se solía emplear para cercenar la garganta a alguien. En su caso, el corte era vertical e iba desde el corazón hasta el mentón; una dirección sorprendente que, lejos de causarle una muerte rápida, había logrado que fuese la pérdida de sangre lo que diese al traste con su vida.

Ana permaneció unos segundos más observando el cadáver, preguntándose si Elspeth habría sido el culpable de aquella carnicería. Las sombras la ocultaban, pero era de suponer que había sangre seca por todas partes.

Sangre. El mero hecho de pensar en el fluido rojizo cayendo por el cuello del doctor y empapando el suelo que pisaba provocó que la mujer saliese prácticamente huyendo de la sala de juegos. Ana recorrió la biblioteca de nuevo, sintiendo la comida en el estómago subir y bajar, y no se detuvo hasta, alcanzada una de las esquinas, vomitar. A continuación, aun padeciendo las náuseas que durante horas la acompañarían, bajó al piso inferior y salió al exterior a través del agujero de la cocina. Fuera el sol ya había caído, y con él la temperatura. Sighrith, como cada noche, volvía a convertirse en un infierno de hielo al que pocos lograban sobrevivir sin cobijo. Por suerte, Ana tenía donde pasar aquella noche.

Permaneció un par de minutos fuera sintiendo el gélido aire entrar y salir de sus pulmones, serenándola con cada bocanada, y regresó al interior de la vivienda. En uno de los salones, con su terminal ya instalada en la mesa y con la vista fija en la pantalla, Armin golpeaba sin cesar el teclado con la punta de los dedos, visiblemente concentrado.

Ana se detuvo bajo el umbral de la puerta. Resultaba sorprendente que, incluso en la distancia y muy débilmente, aún pudiese captar el hedor del cuerpo putrefacto de Cerberus.

—Eh, Armin —llamó, logrando así captar su atención durante al menos un instante—. Tengo una pregunta.

—Ya somos dos —respondió él. Dewinter apartó la vista de la pantalla un instante para mirarla, pero rápidamente volvió a la terminal. Sea lo que fuese que estaba haciendo era mucho más interesante o importante que Ana y sus preguntas.

—Hablo en serio.

—Yo también. Vamos, dispara.

Ana volvió la vista atrás por un instante. No le gustaba la oscuridad que aguardaba tras ella en el pasillo. No le gustaba en absoluto. Es más, la asustaba. Así pues, decidió entrar. Y aunque la luz que emitía la pantalla de Armin no era suficientemente potente como para considerar que la sala estuviese iluminada, se sintió muy reconfortada.

—¿Qué pasa? ¿Te da miedo la oscuridad? Se dice que es la mejor aliada de los fugitivos.

—No me da miedo, simplemente no me gusta este lugar. Es tétrico: hay un cadáver ahí arriba. ¿Acaso tú te sientes cómodo?

—Bueno, podría ser mejor, no te quepa duda, pero vaya, no está nada mal. La temperatura es soportable, hay techo y el suelo no está húmedo: para mí es más que suficiente para pasar la noche.

—¿Y qué pasa con el cuerpo?

Armin volvió a apartar la mirada de la pantalla, incómodo ante la pregunta. Obviamente no le gustaba estar en el mismo lugar en el que había sido cometido un asesinato, y mucho menos cuando aún estaba el cadáver presente, pero teniendo en cuenta las circunstancias, tampoco era para tanto. Después de todo, ¿acaso no estaba en el otro extremo de la vivienda? Además, él apenas conocía a Cerberus. ¿Por qué debería preocuparle tanto?

Se encogió de hombros.

—Olvídate de él: no se va a mover de donde está.

—Eso es evidente, pero...

—¿Por qué le das tantas vueltas a todo? ¿Acaso quieres hacer algo con él? No me digas que quieres enterrarlo, porque te aseguro que no pienso ayudarte con ello. Y quemarlo no es una opción, te lo aseguro. Al menos no hasta que nos vayamos.

Ana frunció el ceño. Cogió una de las sillas que había junto a la mesa, justo delante de Dewinter, y tomó asiento. De aquel modo, aunque lo intentara, sería más complicado que pudiese ignorarla.

Armin lanzó un suspiro. No tenía ni tiempo ni ganas para aquel tipo de estupideces.

—No voy a cambiar de opinión.

—No lo pretendo tampoco... Es solo que sigo teniendo una pregunta.

—¿Y bien?

—Si el generador ya se ha calcinado, ¿hay alguna posibilidad de que funcione el sistema de transmisiones? Sé que parece absurdo, pero...

—Es absurdo, sí. ¿Cómo demonios pretendes que funcione? —Armin volvió a suspirar, molesto—. Si lo que quieres es contactar con alguien espérate a volver a la granja: allí podrás utilizar el nuestro. Es un método seguro: bloqueé la señal hace años por lo que no van a poder rastrearte.

Ana negó ligeramente con la cabeza, disconforme.

—La cuestión es que eso no me sirve: necesito utilizar el de aquí.

—¿Por qué? —Armin alzó rápidamente la mano, arrepentido—. No, no me respondas: no quiero saberlo. Entiendo que lo que quieres es que el receptor reciba la conexión desde este transmisor, ¿verdad?

—Así es.

—Bueno, si no está dañada puedo extraer la célula identificativa de la unidad y ponérsela a otro dispositivo. Aquí no, obviamente, pero sí en la granja. Puedo instalarla en cualquier unidad.

—¿Y funcionará?

—Puede que tenga que desencriptar los códigos de seguridad que, por lógica, Cerberus ha debido pedir que instalen. Eso a veces lleva algo de tiempo, pero vaya, sí, sí que funcionará. —Volvió a fijar la vista en la pantalla—. ¿Algo más?

—Imagino que no.

—Entonces busca un lugar donde pasar la noche y descansa: el efecto del calmante que te he inyectado no va a durar eternamente así que aprovecha el tiempo para recuperar el máximo de fuerzas posible.

Ana se puso en pie y dio un paseo por la sala. Además de la mesa donde se había instalado Armin, junto a la chimenea ahora apagada había un par de sillones perfectos en los que poder pasar la noche. Obviamente no eran tan cómodos como las camas del piso superior, pero dadas las circunstancias prefería no alejarse demasiado de Dewinter. Después de todo, si Elspeth había aparecido una vez: ¿quién le decía que no podía volver a hacerlo?

—¿Tú te vas a quedar aquí?

—Sí.

Se dejó caer sobre el sillón. Necesitaría alguna manta o algo con lo que cubrirse para pasar la noche, pero por lo demás el lugar era perfecto.

—¿Puedo quedarme yo también?

Volvió la vista atrás. Armin seguía tan concentrado en sus quehaceres que por un instante se sintió incluso culpable por molestarle.

—No te molestaré más, te lo prometo.

—Haz lo que quieras, pero hazlo en silencio.

Aquella noche Ana soñó con Cerberus y su padre. Recordó las veces en las que había sido el doctor el que les había visitado en el castillo; sus sonrisas y sus secretos a media voz. Sus miradas de preocupación y sus palabras de consuelo... Parecía que hubiesen pasado siglos desde entonces.

Se despertó pocos minutos antes del amanecer, alterada, con el corazón acelerado. Los sueños habían acabado convirtiéndose en pesadillas en las que el cadáver de Cerberus bajaba las escaleras y venía en su búsqueda a por venganza. En el sueño, ella intentaba detenerlo utilizando la pistola de Armin. La cogía y apretaba decenas de veces el gatillo, aterrorizada. Sin embargo, únicamente se escuchaban tres detonaciones. Dos disparos se perdían, pero el tercero le acertaba de pleno en la cabeza... y caía. Pero tal y como caía, el sueño volvía a repetirse y Ana volvía al salón, y volvía a escuchar los pasos...

Dewinter estaba despierto cuando Ana se levantó. El hombre había dejado la terminal, pero no su arma. Como de costumbre, empleaba un pequeño paño para limpiar una de las lentes telescópicas.

—Podemos alargarlo media hora más si lo necesitas.

—No la quiero. Vámonos: necesito salir de aquí cuanto antes.

—Como veas. —Armin depositó la mirilla dentro de la caja que tenía sobre la mesa, junto al resto, y se puso en pie. Sacó algo del bolsillo y se lo lanzó—. Ya que estás tan animada, ¿qué tal si te encargas de preparar el terreno? Vamos a quemar el edificio hasta los cimientos.

—¿Por?

—El doctor es conocido y esto está lleno de huellas. ¿Cuánto crees que tardarán en venir a buscarle e iniciar una investigación por su asesinato? —Sacudió la cabeza—. No vamos a arriesgarnos.

Ana asintió con la cabeza a modo de respuesta. En el fondo, le parecía bien. Borrar lo allí ocurrido sería lo mejor para todos, incluido el doctor.

—¿Ves eso que te he dado? Aunque parezcan canicas son cargas explosivas. Yo tengo el detonador así que tranquila, hasta que no lo decida no van a estallar. Repártelas por el piso de arriba: yo me encargo de aquí abajo. Por si te lo preguntas, no hace falta que entres en la sala de juego. Con que tires un par en la biblioteca hay más que suficiente.

Fijó la mirada en las pequeñas esferas blancas que contenía la caja. Resultaba curioso que, mientras que a Armin le parecían canicas, a ella le recordaban a perlas. Cosas del extracto social de cada uno, pensó.

—¿Y no explotarán al chocar contra el suelo?

—No, tranquila. Las diseñé para que únicamente explosionasen cuando recibiesen la orden a través del detonador. Funciona a través de ondas de frecuencia. No es muy moderno, pero funciona. —Se encogió de hombros—. En fin, en cuanto acabes sal del edificio y espérame junto al biplaza, ¿de acuerdo?

Ana obedeció. Aunque no le gustaba demasiado la idea de volver a subir las escaleras, la inminente llegada de los primeros rayos de luz la animó. Guardó en el bolsillo de la chaqueta la caja con las esferas explosivas, se recogió el cabello enmarañado tras una noche de nerviosismo y pesadillas en una coleta y, armada únicamente con su determinación, se dirigió a las escaleras. Tal y como era de esperar, todo estaba en completo y absoluto silencio.

No volvió a entrar en las celdas ni tampoco a mirarlas. Siempre desde el umbral de la puerta, Ana fue repartiendo los dispositivos con el nerviosismo grabado en el semblante. La luz la animaba a mantenerse serena, tranquila, pero el recuerdo de lo ocurrido la noche anterior la atormentaba. Sus pensamientos le aguijoneaban la mente, y por mucho que escuchaba el sonido de los pasos de Dewinter en el piso inferior, no encontraba consuelo.

Poco a poco, el miedo empezó a hacer mella en ella.

Finalizado el reparto en la zona de las celdas, Ana se adentró en el corredor, camino a la biblioteca. Allí la oscuridad era algo más densa, pues no había apenas ventanales, pero sí la suficiente luz como para ver donde pisaba. Larkin recorrió los metros que la separaban de la puerta de la biblioteca con rapidez y, a punto de alcanzarla, escuchó el sonido metálico de algo al chocar contra su bota. La joven se detuvo, sorprendida, y se agachó. A tan solo un par de metros, tirado en el suelo, había un casquillo de bala. Ana lo recogió y alzó la vista. Al final del pasillo había dos orificios en la pared.

Se acercó unos pasos hasta quedar a apenas un metro y empezó a comprobar los alrededores. No tardó más que unos instantes en comprender que algo fallaba.

—Oh, mierda...

Sintiendo una extraña sensación de opresión en el pecho, se obligó a sí misma a recordar lo ocurrido la noche anterior. Su memoria había grabado con claridad el sonido de los tres disparos. Uno, dos y tres. Ana únicamente necesitaba cerrar los ojos para rememorarlos...

Sin embargo, en la pared únicamente había dos agujeros.

—Empezaba a creer que no ibas a venir nunca.

Casi diez minutos después de que Ana dejase la vivienda y alcanzase el biplaza, Armin la siguió. La mujer no lo había visto al salir, pero había percibido su presencia dentro del edificio. Dónde, era un misterio. Guiada por la curiosidad de su descubrimiento Ana había intentado encontrarle, pero no había logrado dar con él en toda la planta baja. Era como si, de alguna forma, hubiese desaparecido; como si se le hubiese tragado la tierra. No obstante, allí estaba, y por la expresión neutra de su semblante, no parecía haber estado haciendo nada fuera de lo común.

—Cuanta impaciencia.

Armin depositó la bolsa de viaje dentro del compartimento y volvió la vista atrás durante unos segundos para contemplar el edificio. Resultaba extraño pensar que en apenas unos minutos empezaría a arder. Claro que, después de todo lo ocurrido, aquello era lo de menos.

—A mi padre no le va a hacer demasiada gracia esto, pero no queda otra. ¿Has pasado por todas las salas?

—Sí. He ido hasta la biblioteca, pero no he entrado. Eso sí, he tirado la esfera con todas mis fuerzas.

—Bien hecho. Nos alejaremos unos cuantos metros antes de activar el detonador. Aún no las he probado por lo que habrá que vigilar la potencia. Según mis cálculos no deberíamos tener problemas si nos alejamos al menos cien metros, pero mejor no confiarnos. —Hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y le entregó un pequeño dispositivo circular en cuyo centro, cubierto por una cápsula azul, había un pulsador—. Presiónalo cuando te avise, ¿de acuerdo? Lo haremos en movimiento, por si acaso.

Ana asintió. Deslizó la yema del dedo índice sobre la cápsula, pensativa, y aguardó unos instantes a que Armin acabase de cargar todos sus utensilios y pertenencias para sacar del bolsillo del pantalón el casquillo. Lo cogió entre el dedo índice y pulgar y, plantándoselo delante de la cara, se lo mostró.

—He encontrado esto tirado en el suelo. Es tuyo, ¿verdad? De los disparos de anoche.

Los ojos del hombre se enturbiaron al ver el objeto. Lo contempló durante unos segundos, en silencio, con la sorpresa grabada en el semblante, hasta finalmente asentir. Seguidamente, sin darle opción a réplica, se lo arrebató de las manos de un tirón y se lo guardó en el bolsillo, donde guardaba el resto.

Se acomodó en el asiento de piloto.

—Venga, nos vamos.

—No he encontrado el resto. ¿Los has cogido tú? Quizás no sea demasiada buena idea dejarlos ahí tirados.

Hubo un importante aumento de tensión al hacerse el silencio. Aún frente al biplaza, con la mirada fija en la espalda de Armin, Ana aguardaba una respuesta. Pero no una respuesta a la pregunta que acababa de formular, sino a lo que, sin lugar a dudas, ambos sabían. Él, en cambio, no parecía querer tratar el tema.

—Armin...

La insistencia de la mujer provocó que Dewinter volviese la vista hacia atrás. En su rostro ya no quedaba simpatía alguna. Lo cierto es que hasta entonces tampoco la había habido, al menos no siempre, pero en aquel entonces tal era la severidad de su expresión que, por un instante, Ana se preguntó si no habría sido demasiado osada.

—Lo digo porque quizás...

—Lo he recogido —interrumpió Armin en tono cortante, con la mirada clavada en sus ojos—. Ahora súbete de una maldita vez y vámonos, ¿acaso no tenías prisa?

Más que una orden, las palabras de Dewinter sonaron como una amenaza. Era evidente que quería atajar el tema cuanto antes y salir de allí; olvidar lo que había ocurrido la noche anterior. No obstante, si realmente había sido solo una reproducción, ¿a qué venía tanto nerviosismo?

Más que nunca, Ana comprendió que no podía dejar el tema en el aire. Aquel hombre sabía más y no estaba dispuesta a aceptar un silencio por respuesta.

Cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Lo has recogido o los has recogido? —Negó suavemente con la cabeza—. Oye, sé que fueron tres. Lo recuerdo. Antes, cuando he subido, me he fijado en la pared y solo había dos agujeros, pero sé que hubo tres disparos. ¿Qué ha pasado con el tercero?

Armin dejó escapar un suspiro, incómodo.

—Te equivocas: solo hubo dos —respondió, tajante—. Imagino que el golpe te ha afectado a la cabeza.

—No me ha afectado, te lo aseguro.

—Hazme caso.

—Oh, vamos, sé lo que escuché: apretaste el maldito gatillo al lado de mi cabeza. ¿Cómo demonios no iban a escucharlo? —Ana sacudió la cabeza—. Venga, ambos sabemos...

—Déjalo ya.

—Pero...

—¡He dicho que lo dejes! —exclamó al fin, alzando el tono de voz—. Basta.

—No lo entiendo: ¿por qué me mientes?

Volvió a hacerse el silencio. En esta ocasión, Armin le mantuvo la mirada, aparentemente indiferente, a la espera de un arrepentimiento que Ana se negó a mostrar.

—Sé que no es verdad eso de la grabación —prosiguió bajando de nuevo el tono de voz—. Las reacciones que vi dentro de la biblioteca fueron totalmente reales, te lo aseguro... Y también sus dueños. Y sé que tú también lo sabes, de lo contrario no intentarías prenderle fuego al edificio: ¿me equivoco?

Armin alzó ambas cejas, pero no respondió. Simplemente esbozó una media sonrisa, aparentemente divertido ante la explicación de la mujer, y negó con la cabeza. A continuación, tratando de quitar importancia a lo que acababa de escuchar, volvió la vista al frente. Recogió las gafas de viaje de la guantera y se las colocó.

—Creo que es mejor que no hablemos de mentiras, ¿no te parece? Que no pregunte al respecto no significa que no me dé cuenta de las cosas, Daniela, o cómo demonios te llames. Ahora siéntate de una maldita vez y volvamos a la granja: ya he dicho todo lo que tenía que decir al respecto.

Aquella mañana no salió el sol. A pesar de que aguardaron con ansiedad la llegada de los primeros rayos de luz, la oscuridad perpetua se apoderó del castillo. La noche anterior, tras escuchar los disparos procedentes del templo, Justine se había asomado instintivamente a la ventana de la celda de Ana en busca de respuestas. El maestro le había repetido en varias ocasiones que no lo hiciera, que en el momento en el que sintiera el miedo apoderarse de ella acudiese a la sala de lectura y hablase con él; que debía intentar mantenerse lo más alejada posible de Elspeth y del templo. Lamentablemente, Justine no le había obedecido. La mujer, como la mayoría del resto del personal, había permanecido oculta tras las cortinas, a la espera, y llegado el momento, había fijado la vista en el templo.

Aquel maldito templo en el que, de un día para otro, una naturaleza salvaje y antinatural había nacido de su corazón, cubriendo todos sus muros hasta hacerlo desaparecer. El mismo templo del que no cesaban de surgir susurros y cánticos... Y del que salía aquel manto de sombras que, desde aquel día, impediría que volviesen a ver la luz del sol.

Justine desconocía el motivo de aquel castigo, pero sabía que, a aquellas alturas, ya nadie iba a librarles de él. La ceremonia que durante aquellos días Elspeth y el hombre que se hacía llamar el Capitán habían preparado había empezado y ya nada ni nadie podía detenerla. Quizás el Rey hubiese podido, pero hacía demasiado que nadie sabía nada de él. Los rumores decían que estaba demasiado enfermo como para salir de la Sala del Té; ella, en cambio, sospechaba que, en realidad, le habían hecho enfermar. Sea como fuese, ahora con el príncipe al mando, ya solo quedaba esperar a que acabasen los cánticos y ver las consecuencias.

Si es que lograban sobrevivir a ellas, claro.

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