Capítulo XXIX: Mi Lord
El manto oscuro y estrellado del cielo nocturno arropó con fríos vientos el reino de Artelis, un reino cuya cultura artística lo hace resaltar de entre las naciones del continente occidental.
Un hermoso reino digno de admiración, pero para Joseph, el destino más temido, pues fue aquí donde todo comenzó a decaer.
Abatido, molido e incluso asustado, Joseph, montado sobre Odín, se acercaba al territorio de dicho reino. Con cada paso su nerviosismo aumentaba, pero sabía que tenía que hacerlo, debía llegar ante él.
Se acercó a una colina que se encontraba a las afueras de los pueblos del reino y bajó con cautela el zigzagueante sendero hasta llegar a un camino más recto, pero repleto de árboles, se dirigió al final de este y se encontró con un pequeño pueblo iluminado por faroles.
Joseph se adentró en el pueblo, habían personas de mala pinta caminando por las calles, paradas en la intersecciones y apostando en las esquinas. Mientras más se acercaba al centro del pueblo, más era observado por los habitantes, sus miradas infundían temor en Joseph, pero este no demostraba ningún tipo de sentimiento, mantenía su mirada al frente para no provocar algún inconveniente al cruzar miradas con algun gentilicio del lugar.
Siguió cabalgando hasta que llegó a una especie de mansión pequeña y de aspecto gótico, frente a las rejas estaban dos sujetos corpulentos y con aspecto de mala muerte.
—Abrid las rejas, tengo un cargamento para el Lord —dijo Joseph.
Los sujetos lo examinan de arriba a abajo con los ojos y se acercan a él. El mas alto se quedó observándolo fijamente mientras que el otro ve lo que hay bajo el manto de la carreta.
—Oro —determinaba el más bajo—. Déjalo entrar.
El que se había quedado mirándole se dió la vuelta y se dirigió a la reja para abrirla y permitirle la entrada a Joseph. Cabalgó unos cuantos metros hasta unos escalones que llevaban a las puertas principales de la mansión, se bajó del caballo y dejó que otros dos sujetos que custodiaban las puertas se encargaran del oro.
—El Lord quería decirte algo, ve a la sala principal —dijo uno de los hombres que custodiaban la puerta.
Joseph asintió y abrió las puertas, se adentró en la oscuridad de la mansión, en las columnas habían unos cuantos faroles, pero estos no iluminaban por completo el lugar.
Recorrió unos cuantos pasillos hasta llegar a unas enormes puertas de madera, las abrió y observó a un hombre sentado en un trono en medio de la oscuridad, pero unas cuantas velas y la leve luz de la luna colaboraban para mostrar el rostro del hombre.
Su vestimenta era bastante elegante y oscura, su piel era tostada, su cabello era negro, pero se notaban las canas, tenía algo de barba baja y sus ojos eran claros, se notaban en su rostro las marcas de la vejez. Pero lo primero que vio Joseph al acercarse a él fue la daga con mango de oro que tenía en un cinturón que atravesaba su traje de manera diagonal desde el hombro derecho hasta su cintura del lado izquierdo.
Él es la persona más temida y odiada de Artelis y muchos otros reinos. Para Joseph, es el Lord, su amo.
—Mi Lord, he llegado con el cargamento —dijo Joseph bajando la cara
El Lord lo examina de arriba a abajo, se levanta de su trono y comienza a caminar. El taconeo de sus botas resonaba en todo el lugar a medida que se aproximaba a Joseph.
—¿Por qué tardaste tanto? Se supone que debías llegar ayer —pronunció el Lord con una voz gruesa y áspera.
—Lo lamento, mi Lord. No sé por qué...
—Shh... —el Lord hizo que Joseph se callara—. No tienes que explicarme nada, entiendo que la edad puede afectar mucho tu caminar, pero creo que sabes perfectamente que odio que lleguen tarde.
Joseph asintió y mantuvo la cabeza baja.
—Disculpe, mi Lord. No volverá a pasar y... quería preguntarle algo —dijo Joseph.
—Adelante.
—He trabajado para usted desde hace ya seis años, he traído más cargamento que cualquier otro de sus trabajadores, me he quedado día tras día con su gente durante meses, años y han sido muy pocas las veces en que me he ido de aquí, he sido obediente y nunca le di problemas. Quería saber si me podría... dejar en libertad —preguntó Joseph.
—¿Dejarte en libertad? ¿Quieres libertad? Tu mismo lo has dicho, eres el más obediente y el que más oro me ha traído durante estos últimos años, has secuestrado, has hurtado, engañado, estafado, asesinado, todo cuanto te he pedido lo has hecho sin chistar, pero debo recordarte que soy tu dueño y solo yo te daré la libertad cuando quiera dártela, pero si asi lo deseas está bien, puedes irte como hombre libre, mas tu apellido no lo será y todo aquel que esté contigo o venga de tí será mi esclavo y de mi descendencia. Así será por el resto de la existencia de los míos y los tuyos... pero no hay que llegar a tales extremos, ¿verdad?
—Usted me hizo jurarle lealtad, usted me dijo que debía compensar todo lo que le hice perder, me hizo responsable de cosas que jamás hubiera hecho, me convertí en un ser despreciable con tal de que no tocara a mi familia. Pero debo recordarle, mi Lord, que usted me juró que cuando compensara todo y lo triplicara, me dejaría en libertad y no se acercaría a ninguno de los míos, pues es usted el único que sabe de ellos y dijo que los olvidaría siempre y cuando fuera obediente, y jamás me negué a alguna orden proveniente de usted, mi Lord.
El Lord pensó un momento y tomó la daga de su cinturón, se acercó aún más a Joseph y apoyó la daga en el costado izquierdo del cuello del señor Montero.
—Debes ser o muy valiente o muy estúpido como para exigirme la libertad. ¿Sabes cuántas personas he dejado ir en los últimos veinte años? Respuesta: ni uno solo, la única manera de dejarme es tomando el camino de la muerte, ¿Quieres tomar esa ruta? —deslizó la daga con lentitud hacia abajo, cortando superficialmente el costado del cuello de Joseph.
—No, mi Lord —Joseph se quedó inmóvil.
—¿Por qué no? ¿No querías irte? Mi señorío sobre tí no fue el más delicado, todo lo contrario, siempre hubo mano dura, golpes moretones, insultos, humillaciones, casi mueres en once ocasiones diferentes gracias a mis castigos y eres fugitivo de algunos reinos gracias a las atrocidades que ordené que cometieras. La sentencia a muerte sería lo mejor y más justo, además de que dejarías de sufrir, pero después de que ya no estés en este mundo y tu familia descubra todo, ¿qué pensarán cuando te recuerden y lo que le venga a la mente sea que la cabeza de su casa fue una persona cruel y vil? No puedo imaginarme la decepción en sus rostros, la ira que seguramente tendrán porque les mentiste, pero lo peor será cuando los demás descubran que eras esclavo, ¿tienes idea del trato que reciben los familiares de los esclavos? No es nada bonito. Eso es algo que no querrás ver, por eso el camino de la muerte no parece buena opción ya que ser hombre libre conllevaría a que tus seres amados pasen por lo mismo que tú o incluso peor, pero es lo que quieres, ¿no?
—Mi Lord, ya le dije que mi hijo y mi esposa fallecieron —dijo Joseph.
—Lo sé. Y Que bueno porque la humillación que sentirían sería abominable, pero sí tienes más hijos, digo, ahora que seguramente estás con mi antigua sirvienta he de suponer que sus hijos ahora son los tuyos.
—S–sí —tartamudeo Joseph.
—Ah, mejor aún. Son hijos de padres esclavos, son bastardos no reconocidos, viven seguramente bajo una piedra, cualquiera puede llegar y enseñorearse de ellos si así le place. Supongamos que ese alguien fuera yo, ellos son mucho más jóvenes y fuertes, sin duda alguna les haría caer todo el peso de puño sobre ellos y lo soportarían, los forzaría a doblegarse y harán peores cosas que las que has hecho para mí y les haría lo mismo que le hubiera hecho a tu hijo, sus mujeres serían mías y sus hijos mis cachorros o sirvientes de mis hijos. Supongo que eso quieres, te entrego la libertad a cambio de la de ellos.
—No
—Yo creo que sí, que triste que tu libertad se obtenga con tu muerte. Tu lo pediste. Déjame ayudarte con eso —propuso apoyando con más fuerza la daga en el cuello, de la herida comenzó a correr sangre con lentitud.
—Mi Lord —Joseph bajó la mirada.
—Mírame a los ojos —Ordenó el Lord y Joseph obedeció—. Me encanta ver cómo la luz en los ojos de las personas se extingue cuando fallecen.
El ambiente se llenó de tensión, la mirada del Lord era sombría, Joseph sudaba frío, temía por su vida, pero temía más lo que el Lord le haría a su familia después. Durante unos segundos intercambiaron miradas hasta que finalmente el Lord movió rápidamente la daga por el cuello de Joseph, cortándolo y este cayó al suelo.
El Lord miró a Joseph en el suelo con una sonrisa perversa, mientras que el señor Montero, apaniqueado, llevó su mano izquierda al cuello por instinto intentando parar la hemorragia, pero se dió cuenta de que solo era un corte superficial y, aunque la sangre parecía muy escandalosa, no iba a morir por eso.
El Lord comenzó a reír al ver la reacción de Joseph, sacó un pañuelo de su saco y limpió la punta de la daga para así volver a ponerla en el cinturón.
—¿De verdad creíste que mataría a mi mejor esclavo? Antes exprimiría todo tu potencial y cuando ya no me sirvieras más, te mataría —le lanzó el pañuelo untado de sangre, se dió la vuelta y caminó a su trono—. Pero el juramento sigue siendo un juramento y yo siempre cumplo mi palabra —se sienta—. Sí, Joseph, te daré la libertad. Sí, dejaré a tu familia en paz y haré como si no existieran, pero no te daré la libertad hoy... Uno o dos trabajos más y todo terminará, serás libre y tú familia jamás volverá a saber de mí.
Joseph se levanta, aún con la mano en el cuello.
—Entendido, mi Lord —dijo Joseph.
—Levanta el pañuelo, limpia esa mancha de sangre que dejaste en el suelo y lárgate de mi presencia —ordenó el Lord.
Joseph se agachó, tomó el pañuelo, limpió la sangre y se levantó.
—Puedes irte a Nordelia, Joseph. Esos trabajos que tengo en mente aún no se llevarán a cabo. Sin embargo, debes estar atento, pronto visitaré ese reino y necesito al mejor de mis guerrilleros preparado para lo que viene —comentó el Lord.
—Sí, mi Lord. Gracias —Joseph se da la vuelta y se retira del salón.
El Lord observa detenidamente a Joseph mientras se va del lugar, pinta una sonrisa en su rostro y le dirige unas palabras a su esclavo.
—Mándale saludos a Alejandra de mi parte —Joseph se detiene al escuchar a su amo—. Y también a sus hijos, si no es molestia.
Joseph frunce el ceño y aprieta los puños, pero se contiene.
—Sí, mi Lord —dijo, abrió las puertas y las cerró una vez estando afuera.
El Lord sonríe y emite el leve sonido de una risa contenida con notable malicia en su mirada.
—Falta poco... Pronto las tinieblas caerán y todos pagarán —su risa aumentó levemente al igual que su perversidad.
Joseph, mientras caminaba a través de los oscuros pasillos, mantenía la mirada baja y tenía odio en sus ojos, estaba harto de su amo, pero ¿qué podía hacer? No podía arremeter en su contra sin que sus seres queridos salgan heridos.
No permitiría que aquellos a los que ama corran con el mismo infortunio que él, no podía dejar que Alejandra cayera en las garras de su amo otra vez, no quería que sus hijos conozcan la humillación que vivió su madre o que fueran ellos lo llevadores de desgracias en nombre del Lord, pero lo que por nada del mundo toleraría era que tocara siquiera un cabello de Dakota. El Lord piensa que está muerto y es mejor así, pero el temor de que descubran la mentira siempre lo asechaba, por eso son muy pocas las veces que ve a su hijo.
Salió de la mansión y se encontró con un sujeto de tez oscura, sin cabello y con una enorme cicatriz en su ojo izquierdo, al lado de él estaba su caballo Odín y la carreta totalmente vacía, solo tenía las cuerdas enrolladas y el manto bien doblado en una esquina de la misma.
Bajó los escalones y se acercó a su corcel, pero al hacerlo notó una enorme marca de latigazo en el lomo del equino, de la marca brotaba algo de sangre. Joseph vio al hombre moreno y este lo miró con ira.
—Mientras menos me obedece tu caballo, más latigazos recibirá —fueron las palabras que dijo aquel hombre antes de irse.
Joseph lo miró con enojo mientras el hombre se alejaba y se montó sobre Odín.
—Vámonos, Odín. Te curaré cuando salgamos de aquí —tiró de sus riendas y Odín se movió.
Cabalgaron hasta salir de la mansión, anduvieron por las calles y abandonaron el pueblo mientras los rayos del sol comenzaban a iluminar el cielo.
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