Capítulo X: Asuntos pendientes
A la mañana siguiente, Dakota se estaba arreglando para poder salir a la mansión del conde. Ya se había bañado y terminaba de colocarse el traje elegante que la reina había mandado hacer para él.
Joseph por otro lado estaba con Artemis en el piso inferior con una armilla gris y un overol con las correas sueltas, él le estaba haciendo mimos a Artemis para luego ver que Dakota bajaba por las escaleras.
—¿De nuevo el traje elegante? ¿A dónde vas? —preguntó Joseph.
—A la mansión del conde Andrés. No sé a qué hora venga.
—¿Algún trabajo de herrería?
—Sí, hoy hablaré con el conde sobre eso, tambié con el duque Marcos. Ambos me tienen un trabajo.
—Vaya. Te felicito, hijo. No cualquier herrero trabaja para la corona real o algún noble. Estás llegando lejos.
—Gracias, padre —camina hacia la puerta y la abre—. Hay comida, agua, el taller está disponible si quieres hacer algo, sabes dónde está el pueblo por si quieres visitar algún viejo amigo. Nos vemos más tarde, si no llego en la noche no me esperes despierto, duerme.
Joseph se levanta y va a la puerta con una sonrisa en su rostro.
—Ya pareces mi padre con tantas instrucciones, ¿se te olvida que fuí yo quien te crío? Puedo cuidarme a mi mismo, estaré bien.
—Lo sé, pero igual debo decírtelo —camina hacia el patio buscando a Orión.
Estaban dos caballos comiendo paja seca. Uno era Orión y el otro era un caballo de un pelaje negro más oscuro que la mismísima noche. Dakota se monta sobre Orión y tira de sus correas.
—Nos vemos más tarde, padre.
—Nos vemos, hijo. Cuídate mucho, aléjate de las zonas baldías y peligrosas.
—Descuida, jamás me acerco a esos lugares. Adiós —tiró de las cuerdas de Orión y comenzó a cabalgar.
Joseph veía con una leve sonrisa como su hijo se alejaba del lugar, se da la vuelta para entrar a la cabaña, pero su expresión paso de alegre a enojada, la ira llenó por completo su mirar.
Al entrar, se cambió la ropa, se puso pantalones negros, botas de cuero oscuras, una camiseta gris opaca algo desgastada, un cinturón y la capa negra con la capucha arriba. Salió al patio, se acercó a su caballo y de la montura sacó una daga de hierro revestida con plata, este tenía una gema roja parecida a un rubí en la empuñadura, le dió un par de vueltas, la envaino, la colgó de su cinturón y se montó en su caballo.
—Vámonos, Odín... Hay trabajo que hacer —tira de las cuerdas del caballo y comienza a galopar hacia el bosque.
Mientras tanto, Dakota cabalgaba en hacia el centro del pueblo, la zona más rica del mismo, ahí se encontraba la mansión del conde Andrés. Varios lo veían pasar y no le quitaban la vista de encima.
Algunas doncellas de bonito rostro y bien vestidas lo veían pasar, incluso una chica de cabello azabache y ojos azules le guiño el ojo, esto causó que Dakota se sonrojara y desviara la mirada, escuchó unas risas y también las frases: “¿No es el herrero del bosque? Esta guapo” “Que tierno, se sonrojó” “Es tímido de día, pero seguramente una fiera en las noches” seguidas de risas “inocentes”
Esto solo causó que se sonrojara más y se encogiera de hombros dando a entender que quería desaparecer del lugar.
—¿No que las loquillas estaban en Florencia? —decia en voz baja.
—Y lo están —Dakota giro su rostro a la izquierda para ver quién le habló—. Pero también salen de vacaciones —dijo Nathaniel cabalgando al lado de Dakota.
Nathaniel estaba vestido con un traje de la guardia real, un casco que cubre parte de su rostro y con su espada envainada colgando de su cinturón.
—¿Que sucede, Dakota? Estás rojo ¿acaso te elogiaron las doncellas?
—Me llamaron “guapo”, “tierno” y una de ellas insinuó que era una fiera por las noches.
—Pff, principiantes, las doncellas de Florencia son mucho más directas —afirmó Nathaniel
—¿En serio?
—Sí, pero si me lo preguntas, creo que la que insinuó que eras una fiera es tu pareja ideal —bromeó Nathaniel con una sonrisa pícara.
—No gracias. No porque no sea linda, ¡es linda! Pero no es mi tipo.
—Claro, ¿cómo se me pudo olvidar? Eres de paladar fino.
—¿Cómo que paladar fino? —preguntó Dakota confundido.
—Pregúntale a ella —Nathaniel señaló al otro lado de Dakota con su mirada.
Dakota se dió la vuelta y se impactó al ver quien cabalgaba a su derecha.
—Se podría decir que no te gustan las plebeyas o que apuntas más alto —decía Dalilah.
Ella traía puesto un vestido rosa viejo cuya falda estaba dividida para facilitar el montar el caballo, debajo de la falda se podía ver que traía un pantalón ceñido plateado y unas botas de tacón blancas, el escote del vestido era de corazón sin tirantes y traía una capa con capucha de un tono rosa más oscuro que el del vestido. Su caballo tenía el pelaje tan blanco como la nieve.
—¿Dalilah? ¿Que haces por aquí? —preguntó Dakota.
—Convencí a mi padre de dejarme salir del palacio para recorrer el pueblo.
—Y yo me ofrecí para guiarla por aquí —dijo Nathaniel.
—Te vimos cabalgando y también escuchamos lo que dijeron las doncellas, así que Nathaniel dijo que deberíamos de acercarnos antes de que te devoraran —Dalilah soltó una risa.
—Ajá —Dakota mira rápidamente a Nathaniel y luego vuelve a ver a Dalilah—. ¿Y qué otra cosa te dijo este idiota?
—¡Oye! Por lo menos dame las gracias por... —Nathaniel vio a un ladrón— ¡Hey! ¡Devuelve eso! Ya regreso, tortolitos —tiró de las cuerdas de su caballo y empezó a galopar rápidamente tras el ladrón.
—¿Acaba de llamarnos “tortolitos”? —preguntó Dalilah.
—No le hagas caso, es un imbécil. Gran amigo, pero imbécil en algunas ocasiones —voltea para verla a los ojos—. Entonces... ¿Decidiste salir del palacio a pasear?
—Sí... Tal vez logré recordar algo si paso por algunas calles.
—¿Y te ha funcionado?
—No, de hecho creo que me perdí.
—Sabes... Me gustaría ayudarte y pasear contigo, pero sabes que el conde Andrés y el duque Marcos me pidieron que fuera a la mansión del conde para hablar acerca de unos trabajos.
—Lo sé, por eso también pedí salir, para poder verte y no sé... Pasear por ahí hasta las... ¿tres quizás?
—Eso suena cita.
—¿Cita? Claro que no, las citas son de dos, no de tres.
—¿A qué te refieres con tres? —preguntó Dakota.
—Mi padre me dejó salir sin él con la condición de que fuera acompañada de algún guardia y Nathaniel se ofreció.
—Ah... —exclamó Dakota con algo de decepción y desviando la mirada.
—Pero está bien, Nathaniel me da más libertad a diferencia de otros guardias.
—Es una ventaja.
Ambos siguieron hablando mientras que Nathaniel detenía al ladrón y lo entregaba a otros guardias del pueblo. Luego volteo a ver a Dakota y a Dalilah quienes parecían estar a gusto con la compañía del otro mientras cabalgaban.
—Luego me lo agradeces, herrero —se montó en su caballo—. ¿Por qué Sasha y yo no podemos ser así? —tiró de las cuerdas y comenzó a cabalgar.
Se acercó a sus amigos, mas no demasiado dándoles algo de espacio para que ambos puedan conversar libremente, pero sin dejar de hacer su trabajo, el cual era cuidar a Dalilah.
Mientras tanto, en uno de los pueblos más sencillos, pero corruptos del reino se encontraba el padre de Dakota, las personas se apartaban con miedo de él, algunos hombres de mala pinta lo veían fríamente, pero con respeto.
Se bajó de su caballo, entró en un pequeño local de costura y la mujer que atendía apenas lo vio cambió su expresión, la sonrisa que tenía desapareció por completo.
Joseph se acercó a ella y la vio con molestia.
—Creo que sabes a qué vengo —dijo Joseph.
La mujer de vestido azul y cabello negro se dió la vuelta y caminó hasta una mesa de madera, se agachó para buscar algo y sacó de debajo de la mesa dos sacos pequeños repletos de oro.
—Aquí tiene —decía la mujer.
Joseph lo toma, abre los sacos y certifica que sea oro, los cierra y se da la vuelta.
—Eso era todo lo que me quedaba —afirmó la mujer—. No creo cumplir con la cuota el próximo mes.
—Tienes treinta días para trabajar en ello —Joseph salió de la tienda y se montó en su caballo.
Siguió cabalgando, iba de callejón en callejón cobrandole a la gente. Todos le entregaban el dinero que tenían, oro, plata e incluso pertenencias.
Luego, entró en un callejón y vio a unos hombres jugando y apostando, así que llamó su atención silbando, los hombres elevaron la mirada y un hombre delgado, ojos claros y cabello rubio salió corriendo al ver a Joseph, este comenzó a galopar rápidamente tras de él provocando que los que estaban con el hombre rubio se apartaran del camino para no ser atropellados.
El rubio saltaba cajas y tiraba varias cosas que se encontraban en el callejón para evitar que Joseph lo alcanzará, sin embargo el callejón no tenía salida alguna, al llegar al final solo había un gran muro, intentó escalar, pero ya era tarde. Joseph lo había alcanzado, se bajó de su caballo y agarró la pierna del hombre rubio tirando lo al suelo, sacó la daga de su cinturón, se agachó rápidamente y colocó la daga en el cuello del rubio.
—¡No, no, no! ¡Por favor! ¡Te pagaré! ¡Lo juro! —decía el rubio con miedo
—No necesito juramentos, necesito el oro que debes.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Lo que que pasa es que no tengo el dinero aún.
—No lo tienes porque te la pasas apostando y perdiendolo todo.
—¡Yo no apuesto! Solo organizo las apuestas y me llevo una parte… es la única manera en que consigo dinero para mí y mis hijos ¡por favor! ¡Déjame!
—Sé que tienes hijos, por eso aún no te mato, pero debes saber que el que está por encima de mí no tiene piedad con nadie, ni porque tengas la mujer o hijos enfermos. Hiciste un trato con él y no te puedes arrepentir. La única manera en que te deje en paz es pagando y si no lo haces... —Joseph clavó la punta de la daga en el cuello del rubio.
—¡NO! ¡NO! ¡Por favor! ¡Piedad! ¡Te pagaré! ¡Te pagaré! —imploraba el rubio.
—Quiero el dinero para el viernes a primera hora, tienes cuatro días, ¿de acuerdo? —el rubio afirmó con la cabeza—. Bien... Vete —Joseph retiró la daga y se levantó.
El rubio salió corriendo con todas sus fuerzas, Joseph dirigió la mirada hacia la daga y vio la sangre del rubio, tomó un trapo viejo del suelo, limpió la daga y la guardó en su funda.
Caminó hasta su caballo, se montó en él y lo acarició un poco.
—Ya hicimos suficiente por ahora, Odín —dijo Joseph—. Vamos a la cabaña, tenemos que descansar un poco.
Joseph tiró de las cuerdas de Odín y comenzó a galopar para regresar a la cabaña de su hijo, su mirada era fría y sin resentimiento alguno por quitarles el dinero que le había arrebatado a varios plebeyos y amenazar al rubio.
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