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Prólogo




28 de Septiembre de 1832.


Una joven no mayor de 12 años, se encontraba cosiendo un par de hojas que encontró desbalagadas por ahí, en su escritorio. Su institutriz minutos antes acababa de marcharse. Ella siempre le impartía sus clases particulares.

La joven, pasaba el hilo y la aguja por las delicadas hojas de papel, en realidad era un  diario, se lo había regalado su padre, pero sin duda terminó descosiéndolo, cambiándole la portada ya que este era de un color rosa y ella odiaba ese color, su idea era cambiarle a una de color café, deseaba uno negro o azul marino, pero para su mala suerte no encontró esos colores.

Ella llevaba puesto un vestido azul, con decorados en blanco en la parte de su pecho, siempre le gustaba vestir así, ¿por qué?, bueno, es amante del color azul marino incluso del color azul rey, siempre le gustaba lucir vestidos frondosos. Su madre le decía una y otra vez que escogiera de varios colores, pero ella se negaba rotundamente en hacerlo. Esa era su gama de colores.

La joven casi terminaba de coser todas su hojas, le faltaba poco por terminar, solo era cuestión de introducir la aguja en el último hoyo que faltaba, cuando sintió que la punta de la aguja le pinchó su dedo índice. Ella, con dolor, sacó su dedo dejando estrepitosamente su trabajo encima de su escritorio. Miró su dedo, con el ceño fruncido, lucía con una gota de sangre, esta era de color carmesí muy obscuro a diferencia de otras, con su otra mano apretó un poco la herida, provocando que la gota se corriera por su dedo hasta llegar al final de su cutícula.

La niña, asombrada, giró su dedo, mirando su uña manchándose de sangre de poco a poco, incluso se podría decir que la observaba maravillada. La joven de cabellos negros como la noche, se llevó su dedo a su boca, degustándose del sabor a metal de este.

—Hija, cariño, baja por favor —al escuchar la voz de su padre, saltó fuera de su lugar, bajando las escaleras, alegre, con la llegada de su padre.

—Papi, llegaste —se abalanzó a sus brazos sintiendo el calor de su padre. Ella lo amaba como a nadie, él era comprensivo, siempre la consentía, pues la joven era su única hija.

—Gregory, entre más rápido mejor —su madre apareció detrás de él, lo tomó por los hombros apartándolo de su hija, como si fuera un monstruo para ella.

—Lorian, por favor, ella no lo hizo —Gregory, se volteó hacía con su esposa, tomándola de las manos –. Estas hablando de nuestra pequeña.

—Gregory, debes creerme —afirmó Lorian segura de sus palabras. La joven intercambiaba miradas entre sus padres, sin entender de lo que estaban hablando, solo esperaba que no se enterara su padre de su pequeña travesura.

—Hija, cariño, tu madre dice que te vio matar a tu perro, ¿eso es cierto? —preguntó su padre, esperanzado en decirle que no, pero sus esperanzas acabaron cuando la pequeña solo se quedó callada. Sintió que algo se quebraba dentro de él.

—Te lo dije, ella es una asesina —su madre escupió tales palabras con asco y repulsión. Miraba a su propia hija como si no la conociera.

—Te llevaremos a un hospital psiquiátrico, he hecho lo posible por que cambiaras tu actitud, pero solo tú te niegas a hacerlo —su padre se giró, dándole la espalda a su hija, al igual que su madre. En cambio, la joven solo le salían pequeñas lágrimas de los ojos, no podía creer que su propio padre actuara de esa forma, se suponía que él la adoraba tanto como decía, sin embargo, se equivocó.

La pelinegra, llorando, corrió hacia su habitación, ella se decía mil veces, una y otra vez que no era un monstruo, que no era una asesina, que solo actuaba diferente que a las demás personas.

Cuando llegó a su habitación, azotó su puerta con tanta fuerza que hasta las ventanas vibraron, su pecho dolía, sentía como si el fuego la quemara por dentro, sofocante. Miró hacia su cama, pero su mirada de tristeza se sustituyó por una de rencor, era tan fría que te daban escalofríos, sin ninguna pizca de sentimiento en sus fanales.

Caminó lentamente hacia su escritorio, cada paso que daba era firme, pero lento. Observó su libro. Tomó de nuevo asiento, agarró la aguja e hilo y terminó de coser su próximo diario. Ya acabado, buscó su pluma, la mojó en tinta y se dispuso a escribir el título. Este diario no sería como cualquier otro, escrito por una niña, al contrario sería tan obscuro como los sentimientos de su creadora.

"Mi pequeño diario" escribió en la portada, abrió el libro, escribiendo en la primer página las siguientes palabras "Te lo advierto. No lo leas, si quieres sobrevivir", sonrió ante sus primeras palabras. Su sonrisa no era para nada bonita, al contrario, era tan oscura y burlesca.

Se sentía orgullosa por su creación.

La joven era: Dalila...

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