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Nube blanca


Abro los ojos. Claridad. ¿Dónde estoy?

Ah, sí: mi habitación.

Miro a todos lados y me cuesta acostumbrar la vista a la claridad: por un momento solo veo luz. Giro la cabeza hacia la derecha y ahí estoy, mirándome a través del espejo como cada día. La luz me quita todo resto de color que el verano me dio en su día y me vuelve el rostro pálido. Echo de menos el verano. Giro todo mi cuerpo hacia la derecha sin dejar de mirarme. El pelo me cae por delante de la cara y casi me tapa los ojos. Es la primera vez que llevo el pelo tan largo y lo noto, cuando estoy de pie y cuando estoy tumbada; cuando me ducho y cuando bailo; es incómodo. Cuando por fin decido levantarme, me doy una ducha y me quedo mirando mi cuerpo desnudo en el espejo del baño. Creo que he adelgazado de nuevo y otra vez me veo las clavículas demasiado marcadas. Antes de ver la mueca de desprecio que me pongo, me doy la vuelta y me visto con lo más cómodo y calentito que veo: pantalones negros y una sudadera naranja de mi hermano. No sé por qué, pero hoy necesito sentirme pequeña y arropada antes que bonita y arreglada. Salgo de mi cuarto y mi hermano sigue durmiendo, me pongo a preparar el desayuno y la música de Ludovico Einaudi suena tan mágica como siempre. Cada nota parece que quisiera conseguir que me estremezca, y en un momento dado me pongo a tararearla casi sin darme cuenta.

De pronto suena el timbre y voy a abrir. En momentos así agradezco que mi pelo sea tan fino que no necesite peinarlo. Giro la llave que mi madre ha echado al marcharse y abro la puerta: sus ojos azules, como siempre, inconfundibles.

–¿Puedo pasar? –Me sonríe.

–Claro –le devuelvo la sonrisa. Hoy no me apetece ver a nadie, pero TK a veces es como si no perteneciera a ese "nadie".

Le ofrezco desayuno pero no accede, así que se me queda mirando en lo que termino de preparar el mío y el de mi hermano.

–¿Es de Tai?

Lo miro sin saber a qué se refiere.

–¿La sudadera? –Caigo– Sí, es de mi hermano.

–Te queda bien ese estilo. No estoy acostumbrado a verte así.

–Hoy me apetecía estar cómoda –creo que me sonrojo un poco. ¿Por qué con tanta facilidad? Posiblemente TK se haya dado cuenta, y para que no se fije demasiado sigo con el desayuno y cuando termino me siento a su lado.

Noto su mirada fija en mí y en mi manera de comer: me siento lenta y algo amuermada, y es evidente que también se ha dado cuenta de ello.

–¿Seguro que no tienes hambre? –Vuelvo a preguntarle. Admito que me siento algo incómoda cuando me mira así, sin decir nada.

–Seguro, ya desayuné en mi casa. Gracias –hace una pausa–. ¿Estás bien?

–Sí –suelto desganada–. ¿Por qué?

TK frunce un segundo los labios.

–La ropa que llevas, la música de Ludovico, la lentitud con la que comes, como si no tuvieses hambre...

–Estoy hambrienta –le corrijo.

–Ya –se ríe–, pero no lo parece.

Sonrío.

–No sé –respondo–, estoy en esos días en los que no quiero ver a nadie y no quiero que nadie me vea. No sé si te pasa.

–Sí... y lo siento –se da cuenta.

–No, no te preocupes, no me importa que tú estés aquí. De verdad –insisto porque duda–. Creo que eres la única persona que no me importa que venga a verme hoy. Además, así no tengo que enfrentarme a mi hermano.

–Kari, no quiero ser pesado, pero ¿de verdad estás bien?

–Sí –suspiro–, es solo eso, que estoy algo apática.

Pero la realidad es algo distinta de lo que le dije a esos ojos azules que me miraban preocupados. Lo cierto es que sí que hay algo que me preocupa desde hace algunos días: Cuando empezaron las vacaciones de invierno, Davis se me declaró.

Nunca ha sido un secreto para nadie que yo le gustase a Davis; el problema vino cuando se me quedó mirando con esos ojos brillantes y esa cara completamente roja y yo no pude reaccionar de otra manera más que negando con la cabeza y dando un paso hacia detrás. En ese momento juro que pude ver cómo el rojo de sus mejillas se intensificaba, cómo el brillo de sus ojos disminuía y cómo su expresión cambiaba de nervioso y emocionado a decepcionado y algo más que no supe identificar.

Y en ese momento se me partió el alma en dos, Davis salió corriendo y yo continué ahí parada, como si no fuera capaz de hacer nada más que mirar cómo uno de mis mejores amigos se alejaba de mí más dolido de lo que lo había visto jamás. Y entonces no supe qué hacer ni cómo fingir normalidad. No hemos hablado desde aquel día y no sé cómo puede estar. Sé que es fuerte, pero nunca había visto en él esa mirada.

No sé cómo solucionarlo.

TK me mira preocupado cuando vuelvo al presente. Nadie sabe lo que ocurrió aquel día.

–Si necesitas hablar –lo nota–, estoy aquí. Lo sabes.

–Lo sé –respondo mirándole a los ojos–. Claro que lo sé.

El timbre vuelve a sonar, y esta vez me extraño porque TK suele ser el único que me visita a estas horas de la mañana. Le frunzo el ceño, extrañada, y me levanto para abrir.

Davis.

Me quedo paralizada.

El chico que heredó el Valor está parado enfrente de mí con la mirada clavada en el suelo y los puños cerrados. No me cuesta verle la cara; es más alto que yo desde hace años. No sé qué decir, noto que la sangre no me circula con normalidad y me mareo. Antes de que Davis se vuelva borroso del todo, consigo apoyar una mano en el marco de la puerta y doblar las rodillas débiles para deslizarme hasta el suelo. Cierro los ojos antes de tocar el piso y noto que unos brazos me sostienen con fuerza para que no me haga daño. Alguien pronuncia mi nombre y consigo abrir los ojos: ya no lo veo todo tan borroso, y la mirada color café de Davis es lo primero con lo que me encuentro.

–¿Estás bien?

Asiento con la cabeza. Detesto ser tan frágil.

–¡Kari! –Noto que TK se pone justo detrás de mí y Davis lo mira, juraría que decepcionado– ¿Qué te ha pasado?

–Me he mareado –respondo sin saber cómo.

–¿Pero por qué? –Se agacha a mi lado.

Davis me echa una última mirada preocupada y se levanta despacio.

–Lo siento, no debería haber venido.

–No –consigo articular, pero no consigo que sus pasos se detengan–. Davis, por favor.

No sé si es porque mi susurro es demasiado bajo para que me oiga o porque no quiere oírme, pero el chico que hasta hace unas semanas me saludaba eufórico ahora se aleja de mí sin atender a mi llamada. Y no puedo sentir entonces más que frío, a pesar de que TK me rodea con sus largos brazos y de que la calefacción de mi hogar todavía me calienta.

¿Cómo había permitido que pasara esto?

Noto un pitido que me atormenta los oídos, pero lucho con todas mis fuerzas por que desaparezca. No puedo ser siempre tan débil.

–Vamos, vamos dentro –articula TK–. Aquí hace frío.

Antes de que pueda responder escucho la voz de mi hermano detrás de nosotros.

–¿Kari? ¿Qué pasa? –Se agacha a mi lado y ayuda a TK a levantarme.

–Me he mareado un poco, pero ya está –cuando logro estirar las piernas noto cómo todo da vueltas de nuevo–. Ya se me ha pasado –miento.

Noto cómo mi hermano le pide explicaciones a TK con la mirada y cómo este se encoge de hombros: llevaba años sin marearme así. Mi hermano me quiere obligar a sentarme en una de las sillas del comedor, pero lucho por quedarme donde estoy.

–Kari, vamos, siéntate. Te vas a caer.

Me doy la vuelta con los puños cerrados y pensando todo lo rápido que mi cerebro me permite en ese momento. Miro la hora en mi móvil y aprovecho para comprobar algún posible mensaje de Davis, pero no tengo nada y solo son las nueve y media de la mañana. Mi hermano insiste una vez más en que me siente mientras que TK espera para volver a sostenerme en caso de ser necesario. Noto el frío de la calle en mi nuca y miro las llaves que cuelgan del portallaves que está en la pared. Davis ha venido hasta mi casa para hablar de lo ocurrido a pesar de que fue él el que tuvo el valor de declararse mientras que yo no hago más que quedarme callada sin saber cómo reaccionar o lo que hacer. No puedo evitar sentirme mal por él, porque no se merece que lo desprecien de esta forma y yo... no hago más que alejarle cada vez más.

–Kari, por favor –mi hermano insiste; se está desesperando y yo de pronto me doy cuenta de que estoy apretando demasiado los puños.

–Voy a salir un momento –les informo mientras me giro a por mis llaves.

–¿Perdón? Kari, no...

Pero salgo de casa antes de que pueda seguir hablando y los escucho a ambos gritarme cosas a la espalda. El aire está realmente frío y enseguida me despierto del todo y mi nariz se aclimata al ambiente, pero mientras bajo las escaleras de mi edificio Tai me agarra del codo derecho y me obliga a detenerme y a mirarle.

–¿A dónde vas? –Está enfadado y preocupado, y verlo en ese estado y con el pijama de cochecitos crea una situación bastante cómica– ¿En qué momento te he dado pie a pensar que te dejaría marcharte después de casi desmayarte?

Veo a TK sobre nosotros, al pie de las escaleras, mirando la escena con preocupación y curiosidad.

–No me he des...

–Me da igual que no hayas llegado a hacerlo –esta vez me interrumpe él–. ¿Te has vuelto loca? ¿Quieres desfallecer en mitad de la calle?

–Estoy bien –aparto el codo de su mano con cierta brusquedad–. No necesito que tú me protejas. Ni tú ni nadie.

–Sé que no necesitas que te proteja, pero una cosa es que yo te proteja y otra muy distinta es que te deje irte de casa cuando estás débil. Si no sale de ti protegerte tendrá que salir de alguien.

–Te he dicho que estoy bien.

–No me sirve –hace una mueca de desagrado.

–Bueno, pues te tiene que servir –objeto, y me doy la vuelta para continuar bajando las escaleras.

–Kari –me llama con dureza.

–¿Qué? –Me detengo, pero no me doy la vuelta: no podría mirarle a los ojos tras hablarle de esa forma.

–¿Va en serio? ¿Me estás vacilando?

–No te estoy vacilando –respondo, esta vez de manera mucho más suave–. Necesito salir y estoy bien –dejo un silencio que no sé cómo interpretarán–. Te lo prometo. No te preocupes tanto, solo necesito dar una vuelta y pensar.

Tai tarda en responder y por un momento no sé si girarme para ver cómo está o si continuar bajando.

–Está bien –le tiembla la voz–. Ya eres mayorcita, supongo, así que tú verás.

Me doy la vuelta para mirarlo, pero ya está subiendo las escaleras.

–¿Tai?

Se gira y me sonríe.

–Ten cuidado y llámame si pasa cualquier cosa.

Me quedo mirándolo hasta que desaparece de mi vista y TK, que me mira desde arriba con esa preocupación que conozco tan bien, acapara toda mi atención.

–Supongo que no quieres hablar conmigo de ello –suelta–, pero seguiré disponible si cambias de opinión. No tienes que guardártelo todo para ti, no es sano –se humedece los labios–. Te lo dice el hermano del mayor tsundere de la historia.

Ninguno de los dos se ríe de la broma, pero aun así la agradezco.

–Necesito hablar con Davis. Llevamos varios días sin hablar y tenemos que aclarar algunas cosas que pasaron el último día de clase. Supongo que habrá venido para eso.

–¿Y cambió de opinión al verme aquí? –Reflexiona y noto que traga saliva– ¿Quieres contarme lo que pasó o prefieres dejar la conversación aquí?

Le doy vueltas rápidamente intentando decidirme, pero mi mente solo puede pensar en encontrar a Davis lo antes posible antes de que me arrepienta.

–Es una tontería, de verdad. Ya te lo contaré más adelante, cuando las cosas se hayan calmado un poco.

TK asiente con la cabeza sin dejar de mirarme.

–Claro.

Dos segundos es lo que tardo en decidirme a darme la vuelta y seguir bajando las escaleras, dejando a mi amigo atrás con una preocupación más que evidente y algo más en la mirada que no conseguí identificar.

Una vez en la calle miro a todos lados en busca de mi otro amigo, pero está claro que ya se habrá alejado de mi edificio. Miro su última conexión, pero no se conecta desde ayer y me planteo si será buena idea escribirle o llamarle, así que me muerdo el labio inferior y miro a todos lados como si fuera a encontrar una respuesta en la calle. El frío atraviesa la sudadera de mi hermano y me eriza la piel, por lo que decido caminar, ir hasta la casa de Davis y probar a ver si lo encuentro allí.

Una vez frente a la puerta, tardo varios minutos en decidirme a llamar, pero al final lo hago y una chica tres años mayor que yo me mira con extrañeza.

–¿Yagami?

–Eh, hola –sonrío, incómoda y muy posiblemente algo sonrojada–, ¿está Davis?

–¡Vaya! –Sonríe también– ¿No me digas que mi hermano por fin ha hecho algo bien y ha conseguido engañarte para que pienses que te gusta?

Abro la boca para responder, pero admito que su pregunta me ha descolocado y, una vez más, no sé de qué manera reaccionar.

–No... –consigo articular en voz baja, pero no logro terminar la frase.

–Jo –se encoge de hombros–. Bueno, supongo que algún día conseguirá que alguien le haga caso. Mi hermano no está, creo que iba a salir con Ken o algo así. Sorprendentemente, porque a esta hora solo suele dormir.

Davis había engañado a su hermana sobre con quién iba a estar, así que era evidente que también le habría mentido sobre el dónde y que, lo que me pudiera decir, no me iba a servir para encontrarlo.

–Entiendo –digo al fin–, gracias. Disculpa las molestias.

–¡Nada! Y ¿no deberías abrigarte más? Te vas a helar.

Le sonrío de nuevo.

–Estoy bien, gracias.

Una vez me alejo del edificio de Davis vuelvo a mirar su última conexión, pero no se ha conectado en lo que llevamos de día. Hago un chasquido con la lengua y miro a mi alrededor. Estoy preocupada porque no sé dónde puede haber ido o si estará bien, y lo último que querría sería que Davis sufriera más de lo necesario por mi culpa. Me guardo el móvil en el bolsillo del pantalón y me llevo las manos al pecho para calentármelas y porque tengo algo dentro que me angustia y no consigo calmar. Ni siquiera sé por dónde buscar y... Vale. Está bien. Necesito calmarme.

Vuelvo a mirar a la gente que camina a mi alrededor ajena a mí y comienzo a caminar yo también. No tengo ni idea de a dónde voy, pero algo tengo que hacer: no me puedo quedar parada.

Recorro toda nuestra zona hasta llegar al edificio de TK, Yolei y Cody, pero no veo a Davis en todo el camino. En mi cabeza, aunque lo descartara desde el principio, sigue dando vueltas la idea de que haya ido a ver a Ken y me decido a escribirle a este último.

"Hola, Ken. Una cosa... Davis está contigo?"

No tarda ni diez segundos en leer el mensaje.

"Davis? No, por qué?"

"Todo bien?"

Resoplo frustrada y preocupada. Imaginaba que no estaría con él, pero en el fondo me hubiera gustado que hubiera ido a pedirle algo de consuelo a un amigo.

"Sí, sí, todo bien 😊 no te preocupes, quería saber si estaba contigo o si todavía estaría durmiendo, no quería despertarle jajaja"

"Jajajaja a Davis no le despierta nada"

"Pues es verdad! Jajaja"

Ignoro los mensajes siguientes de Ken y continúo caminando, esta vez en dirección contraria. Paso por el instituto que dejamos atrás hace unos meses y me detengo a observar el patio por si se le hubiera ocurrido entrar, pero nada. Me desvío del camino para ir a la universidad y atajo por el campo de fútbol donde suele entrenar. Hay unos chicos jugando un partido amistoso, pero ninguno de ellos es Davis así que continúo caminando, no sin antes comprobar que no estuviera metido en las gradas. Cuando llego al campus, entro en la biblioteca, que es el único servicio abierto de la universidad en esta época y el lugar menos probable donde podría encontrar a Davis. Me recorro los pasillos de la biblioteca y no lo veo por ninguna parte. Salgo de la universidad. De pronto me han invadido unas ganas enormes de llorar; me siento impotente, estúpida por no saber actuar y, sobre todo, frágil. Como siempre.

Alzo la vista y levanto la cabeza mientras suspiro para intentar calmarme. No quiero llorar en mitad de la calle y no quiero preocupar a nadie con esto, así que necesito frenar mis lágrimas y ser fuerte para seguir buscando a Davis. Sobre mi cabeza veo el cielo completamente despejado, de un color azul intenso que pocas veces he visto en invierno y que me transmite una paz repentina que me encuentra desprevenida. Pero de pronto una pequeña nube blanca aparece ante mis ojos y llama mi atención. La veo tan tranquila, sobrevolando el cielo con tanta calma al ser mecida por el viento que, poco a poco, voy notando cómo mis ganas de llorar se van evaporando, quizás subiendo hacia la nube para convertirse después en lluvia. O quizás eso es lo que debería ocurrir con mis lágrimas si las hubiera dejado salir.

La nube blanca me serena. No sabía que un simple cúmulo de vapor en el cielo pudiera transmitirme tanta paz y, sin embargo, es lo único que ha conseguido calmarme en varios días: con ese blanco puro y esa quietud al dejarse llevar no puedo sentir más que tranquilidad. Por fin, noto que mis músculos se relajan y que mi cabeza deja de dar mil vueltas sobre sí misma.

–Lo siento.

Bajo la cabeza y la mirada de manera automática y miro a mi derecha. El chico con el pelo pincho al que había estado buscando durante más de dos horas se encuentra de pronto a poco más de dos metros de mí, con la vista clavada en el suelo y una expresión triste que se difuminaba con la vergüenza. No soy capaz de moverme ni de articular palabra. Mis ojos están clavados en su expresión, mi boca se ha petrificado a medio camino entre cerrarse y abrirse, y mi corazón da un vuelco que noto como si fuera literal. Mis brazos descansan a ambos lados de mi cuerpo y los quiero atraer de nuevo a mi pecho, pero estoy paralizada. De nuevo.

–Siento todo esto –continúa sin mirarme–. Sé que es difícil para ti porque soy tu amigo y entiendo que nunca me hayas visto de otra forma, pero... tenía que intentarlo –se encoge de hombros con timidez–. También sé que ya lo sabías y que era algo demasiado evidente para todo el mundo, pero no sé... pensé durante un tiempo que, si te lo decía directamente, las cosas serían distintas. Como si al decírtelo te dieras cuenta de pronto de que en realidad te gusto –ríe de manera amarga–. Qué tontería –me mira por fin, pero sus ojos siguen luchando por evitarme–. Yo... no pasa nada. Quiero decir, lo entiendo. Me he comportado como un niño estos días en lugar de asimilarlo y aceptarlo de una vez. Tengo dieciocho años y todavía no lo asimilo, ¿lo puedes creer? –Vuelve a reír de la misma forma– No tengo remedio –hace una pausa. Lo miro de arriba abajo pensando en qué puedo responder, pero las palabras parece que no quieren saber nada de mí últimamente–. Siento haber creado un ambiente tan incómodo entre nosotros estos días, de verdad. Lo último que quiero es perderte como amiga –me mira a los ojos por fin.

Esta vez soy yo quien baja la mirada. Trago saliva y consigo girar el cuerpo hacia él pensando aún en qué decirle, pero por algún extraño motivo no puedo pensar con claridad. Noto que mi respiración se acelera de nuevo y me acuerdo de la nube, por lo que alzo la mirada en su busca, pero no la encuentro. ¿Me estaré volviendo loca?

–Bueno –susurra Davis–, eso era todo lo que te quería decir esta mañana. Espero verte estos días y que pases una feliz Navidad –duda, pero da un paso hacia atrás y comienza a girarse para marcharse–. Dale saludos a Tai.

Lo miro caminar y no veo más que duda y decepción en él. Otra vez. Esa tristeza otra vez.

–Davis... –Consigo susurrar, pero no me oye– ¡Davis! –Grito y capto su atención– Yo... no, no, no te tienes que disculpar. Quien se tiene que disculpar soy yo –noto que me va a rebatir, pero le interrumpo–. Yo... debí haberte dado una respuesta clara desde el principio. Debí haber hablado contigo para aclarar las cosas y que esto no fuera a más. Siento muchísimo haberte hecho tanto daño.

Los ojos de Davis se abren más de lo normal y su expresión cambia de triste y decepcionado a triste y sorprendido.

–Kari...

–Lo siento –intento pararlo, pero es demasiado tarde y las lágrimas ya han empezado a salir–. No quería hacerte daño, yo solo quería... ser sincera, pero no me salían las palabras –sollozo–. Es como si no pudiera decirte todo lo que tenía que decirte, y sé que eso a ti no ha hecho más que dolerte y hacerte daño, sé que lo has pasado muy mal por mi culpa, por no ser todo lo valiente que debería haber sido –me detengo para inspirar aire frío–. Eso es algo que admiro de ti, que siempre he admirado –sonrío todavía llorando–. Eres tan sincero y tan valiente. Todo lo que dices es honesto. Eres capaz de expresarte de cualquier manera y de ser tan... transparente –hago una pausa y nos miramos a los ojos por fin–. Gracias por decírmelo.

Davis se queda callado mirándome, probablemente procesándolo todo, y yo no puedo evitar suspirar de vez en cuando para llenar mis pulmones de aire.

–No creía posible que alguien como tú pudiera admirarme –suelta de pronto–. Quiero decir, eres tan... perfecta –se sonroja y se pone nervioso–. Es decir, perfecta, bueno, todo el mundo tiene defectos, ¿no? Pero tú no... o sea, sí, pero no sé. Es como si fueras perfecta... ¡pero sé que no lo eres! –Mueve mucho los brazos e intenta corregir cada una de las palabras que van saliendo de su boca– Que no quiero decir que seas imperfecta, ¿sabes? Al fin y al cabo todos somos perfectos con nuestros defectos y nuestras imperfecciones... lo que no quiere decir que tú tengas muchos. Ni pocos. Vamos, que no tienes defectos. Para mí –bufa, exasperado–. Tienes defectos, pero pocos, y para mí no sé si se pueden considerar defectos porque me gustan. Por eso me gustas tú. Pero claro que eres perfecta porque... arg –resopla–. Soy un desastre. Perdón –aún está sonrojado y no se atreve a mirarme, pero si lo hiciera probablemente me vería sorprendida.

De repente no puedo evitarlo y me sale una pequeña risa que intento apaciguar. Davis me mira sin levantar la cabeza y la carcajada poco a poco se va apoderando de mí hasta hacerme reír en voz alta. Cuando consigo calmarme un poco, me limpio la lágrima que se ha escapado de mi ojo izquierdo por la risa y miro al chico que está avergonzado delante de mí.

–¿Ves a lo que me refiero? –Logro articular– Eres transparente y eso es... es puro –una vez más, recuerdo la nube–. Eres liviano. Es como si los problemas contigo pesaran menos. Como las nubes.

–¿Las nubes? –Se extraña y vuelvo a reír.

–Sí, eres como una nube blanca –aún sonrío–. Eres puro como el blanco de la nube y liviano como la propia nube. Como si las cosas contigo no pesaran.

Davis duda.

–Pero estos días he hecho que las cosas pesen –objeta.

–Bueno –encojo los hombros–, las nubes de vez en cuando se cargan y necesitan vaciarse. Y en parte la culpa ha sido mía.

Suspira y mira al cielo.

–¿Quieres que nos sentemos? –Le propongo.

Davis acepta y nos dirigimos al interior del campus para buscar un sitio en el césped al que le dé el sol para que nos podamos sentar a hablar. Cuando lo encontramos, lo suficientemente alejado de la salida como para encontrarnos con demasiada gente, nos sentamos a charlar de cosas con menor importancia, como hacíamos a veces antes de que ocurriera todo esto.

Es extraño, pero parece que esta situación tan sumamente incómoda para ambos nos ha unido más que antes, como si con ello hubiéramos roto una barrera que nos impedía estar del todo cómodos con el otro. Quizás el hecho de gustarle a Davis había hecho que ambos estuviésemos incómodos durante años sin darnos cuenta, o tal vez el hecho de que se declarase de manera oficial nos diera el último empujón para unirnos del todo. No lo sé, pero me siento feliz de tener con él esa conexión que antes parecía no tener del todo.

Sin darnos cuenta, el día transcurre a una velocidad pasmosa y a mí la mañana se me pasa volando. Antes de que sea consciente, la hora de la comida se pasa y el sol se empieza a esconder, privándome del poco calor que me mantenía relativamente cómoda.

–¿Qué hora es ya? –Pregunta sorprendido y miro mi móvil.

–Las cuatro y cuarto –me sorprendo también.

–Mi madre me va a matar –se levanta.

–Y a mí la mía –le imito–. Deberíamos irnos a casa o nos perderemos también la cena.

–Sí –sonríe mientras me mira a los ojos. Veo en ellos una madurez que nunca había visto, pero que en el fondo sé que ha estado ahí más de lo que pienso. Quizás el problema no está en que esa madurez no exista, sino más bien en que no me haya fijado lo suficiente en lo que dicen sus ojos–. Espero que tengas una muy feliz Navidad, Kari.

¿Ya se iba?

–Yo también te deseo una feliz Navidad –respondo dubitativa. En realidad no quiero irme a casa.

Así que en lugar de irme, me quedo ahí, devolviéndole la mirada. Creo que, de normal, en estos casos soy yo la que se marcha y él el que se me queda mirando. Pero esta vez quiero que sea diferente. Las luces de Navidad de los edificios de los alrededores comienzan a encenderse y yo subo la mirada de nuevo: hay una nube blanca en el cielo, que está ya casi por completo negro.

–¿Quieres que te acompañe a casa? –Me pregunta.

–Vivimos cerca, ¿no? –No le miro, pero no responde y doy por hecho que se acaba de dar cuenta.

–¿Qué hacía TK en tu casa? –Suelta.

Bajo la mirada. Me mira a los ojos y puedo ver que su color café está algo enturbiado: tiene miedo de lo que pueda responder.

–Solo vino a verme.

–No es que me moleste que vaya a tu casa –explica–, es solo que siempre he sentido algunos... celos, quizás, de él. Supongo que a ti te gusta... ¿no?

–En realidad sí –confieso sin saber por qué y me mira sorprendido. Su rostro está iluminado por las luces anaranjadas de la Navidad y me transmite, así, cierta calidez que me enternece el pecho–. He llegado a sentir cosas por él que no he sentido con nadie –hago una pausa–, pero contigo me pasa igual.

Noto su sonrojo aun a pesar de las luces anaranjadas y abre los ojos como platos.

–¿Qué?

Desvío durante unos segundos la mirada hacia el cielo.

–Quiero a TK como no quiero a nadie –respondo–, pero a ti también te... quiero como no quiero a nadie.

–Ah, claro, como amigos.

Sonrío, pero por dentro estoy hecha un lío.

–Sí, o no –se queda callado y me mira atentamente–. En realidad, desde ese día no te he dado una respuesta clara a nada de lo que me has dicho y... está claro que la mereces.

–No hace falta, Kari, lo he entendido perfectamente.

–No –continúo sonriendo, pero noto que mi cuerpo se tensa de nuevo–, es más complicado de lo que piensas –hago una pausa–. TK se me declaró el mismo día que tú.

–¿Cómo?

–Aunque a él sí le di una respuesta clara.

–¿Estás... saliendo con él?

Me quedo mirándole sin saber cómo decirlo, y veo tanto miedo en sus ojos que termino negando con la cabeza. Parece que respira aliviado.

–Le dije que no al día siguiente. Pero contigo me costó mucho más hablar del tema, a pesar de que eres mucho más liviano y transparente que él. ¿Sabes por qué?

Esta vez niega él con la cabeza y me acerco un par de pasos para quedar justo frente a él.

–Daisuke Motomiya –pronuncio con la barbilla en alto para mirarle a la cara–, ¿te gustaría pasar esta Navidad conmigo?

El chico, rojo como un tomate, abre la boca para decir algo, pero no le sale nada. Una suave brisa helada me acaricia la nuca y me eriza la piel.

–¿Quieres pasar esta noche conmigo? ¿Tú y yo solos, como amigos?

Sonrío y, suspirando, me armo de todo el valor que no he tenido estos días y me acerco un poco más, sosteniendo su cara entre mis manos para que me mire directamente a los ojos.

–Me encantan las nubes blancas, ¿sabes? –Frunce el ceño– Y no hay nada que me duela más ahora mismo que ser la causa de que se vuelvan grises.

–Kari, no entiendo qué...

Pero me pongo de puntillas para interrumpirle con un beso. Probablemente fuera esta la única forma con la que pudiera comprender que él era como mi nube blanca particular. 






Sombra&Luz

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