Prólogo
Ellos tres allí, el uno frente al otro, eran los tres estados vivos de la miseria. ¿Y que era peor que la miseria? La pobreza del espíritu se podía subsanar con el tiempo, con la entrega entera al cuidado ajeno. ¿Pero la miseria? La miseria te obligaba a olvidar a qué sabía vivir, y te hacía aferrar al mero hecho de subsistir. Mentir los muertos se volvía cotidiano, olvidarse de respirar de vez en cuándo... también.
Podía ser casi insoportable el volverse consciente de la existencia. A veces, incluso, era preferible vivir en la ignorancia del ser. El entender que vivíamos, pero seguir desconociendo el el por qué. Porqué cuando lo comprendías, entendías que no había Norte. Ni futuro, ni objetivo. Y la ansiedad comienza a carcomer la carne como polillas la lana, hasta dejarte agujereado cada fragmento de tu alma. O en sus respectivos casos, lo que quedaba de ellas.
Pero ninguno era consciente de que este proceso había comenzado a ocurrir en el más profundo rincón de sus mentes, sino hasta después de que aquél encuentro trazara los designios que Dios había planeado para ellos.
Uno de ellos se dio cuenta de lo cerca que había estado de ella en su momento. Y lo lejos que estaba ahora. Era la saudade.
Ella aprendió que su mejor cualidad era soportar con dignidad, pero fue a él a quién buscó primero cuando sintió que jamás volvería a verlo. Era el gaman.
El tercero notó el brillo que había en los ojos de ella cuándo miró al otro. Y le dolió que no fuera él, a quién primero buscara su mirada. Era la desidia.
El kunai cruzó con su portador la distancia que había hacia ella, y alguien gritó su nombre. Otra garganta dejó salir un quejido de dolor.
El suelo de piedra se llenó de sangre.
Alguien había muerto esa noche.
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