3-Los hermanos Maciel
Radiante luz del primer sol del día se encargó de paisajear al panorama con peculiares tonos amarillentos que, junto a las sombras nacientes de las secciones construidas, hacían del amplio patio de la escuela un sitio agradable de estar, sobre todo en un rincón específico, donde un alto árbol respaldaba a un asiento circular de cemento. A pesar de sus grafitis borroneados y su pintura resquebrajada, aquel extremo lindante junto a unas rejas que mostraban una plaza, era solitario y ventoso, ya que la mayoría de los estudiantes preferían jugar y corretear por lo amplio del descubierto donde una cancha con arcos servía de deporte y entretenimiento.
Compañeros imperativos y ruidosos había por doquier. Estaría bien admitir que era lo normal después de estar horas sentados en la misma posición en sus bancos de aula, sin embargo, había una excepción mucho más interesante habitando aquel rincón pacífico y aislado, que parecía su morada habitual de los recreos. Ámbar Maciel, la tímida niña, prefería guardar su energía en una vieja rayuela mal pintada detrás del árbol. No jugaba precisamente, sino que la observaba y se imaginaba que al saltar sobre ella, cada casillero se prendería con una luz fluorescente distinta, mientras escribía alguna frase en una libreta o leía algún libro. Bastante extraño y digno de observarse a fines del siglo veinte. Una irregularidad perfecta.
Hacía varios días de la semana que Luna intentaba relacionarse con sus compañeros de clase buscado remediar una necesidad de normalidad, ella no era especialmente callada, pero había algo indescriptible que no la hacía sentirse cómoda, quizás eran algunas actitudes bravuconas que ya podían destacarse desde temprana edad, o ciertamente la simpleza de una infancia natural, aunque tal vez, su sensación se debiera al germinar de un entusiasmo por convertirse en una verdadera amiga de la peculiar Ámbar, pero lo cierto es que esos días en clase no habían tenido posibilidad de compartir nuevamente conversación.
Pasar desapercibida ante los demás parecía ser su cometido periódico, siempre aislada, siempre callada, ignorando al mundo en la medida justa, sin embargo, para Luna aquello era digno de interés, encerraba un misterio al mismo grado que sus confusiones habituales, y en los recreos, cuando la veía irse a ese extremo del patio, no sabía con qué argumento acercarse, pero estaba segura de que esas pocas palabras que las habían relacionado el primer día, y que la caracterizaban de alguien retraída, le resultaban a Luna más atractivas que cualquier reacción extrovertida, competición o juego violento. Haber coincidido ambas en el mismo grado no debía ser casualidad.
La mañana estaba inspiradora con ese clima otoñal. Ya era viernes y la pequeña no iba a perder otra oportunidad. Con el correr de los días ya estaba extrañando su suave voz resquebrajante del aire, así que tomó una pequeña piedra y se acercó con la intención de proponerle jugar a la rayuela. Resultaba una buena excusa, pero en el momento en que estaba llegando, dos compañeros, niña y niño, llegaron corriendo. Estaban jugando a 'la mancha' de modo brusco. Él no paraba de perseguirla.
—¡Cortala, Federico! —se quejó la chica con cierto divertimento de aquello.
—Obligame, a ver, July, July... —contestó él con el mismo tono cargoso.
El hecho es que en ese juego de persecución, rodearon a Ámbar sin ser conscientes, o sin importarles, lo mucho que la molestaban, y entonces, la chica se agarró de sus hombros mientras que el chico, de sus rodillas, cuando en ese "te atrapo, no te atrapo" la usaron de muro con todas las consecuencias de unas violentas sacudidas.
—¡Ey! ¿No ven lo que hacen? ¡Déjenla tranquila! —gritó Luna repudiando su acto.
—Ja, ja... ¿Sos amiga de esta boba? —dijo el niño con un tono despreciable.
—Estamos jugando, no es para tanto... qué aburridas y tontas... —dijo la niña.
—¡Vayan a jugar a otro lado! ¡Tonta será tu abuela! —hicieron enojar a Luna.
—Ay... mirala, se hace la defensora... —la cargoseó el niño.
—¡Ja, ja, dale, decidí vos, Ámbi... ¿con quién querés jugar?! —habló Julieta convencida en el fruto de su cruel meta—: ¿con nosotros que somos los mejores... o con ella que no es nadie? —preguntó mirando a Luna con desdén.
Sin emitir palabras, Ámbar elevó su mano señalando a Luna. Los otros al ver que no consiguieron su propósito de dividirlas, aplacaron sin demostrar rendición.
—Ay.., ya nos olvidábamos que te comieron la lengua los ratones... —rio él.
—Bueno, son unas aburridas, vámonos... a ver si es contagioso —agregó July echando una mirada directa a Luna.
—¡Sí, sí, eso, mejor váyanse a tirar su mala onda a otro lado! —les refutó sabiendo que no había sido la mejor respuesta, sin embargo, le provocó a Ámbar un leve levantamiento de su comisura. Enseguida, volviendo la mirada hacia su niña favorita, le preguntó—: ¿Estás bien?
Ella le respondió con asentimiento de cabeza. Luna percibió cómo los párpados ocupaban la mayor parte de sus ojos a causa de la atención vuelva a colocarse sobre un libro que tenía bien sostenido entre sus dedos.
—¿Qué leés? —curioseó yéndose a sentar cerca.
Ámbar levantó los ojos, colocó su pulgar como señalador en la página abierta y cerró el libro para lentamente tendérselo y permitirle descubrir el título.
—La historia inter... minable... —leyó Luna en voz alta—. Ya vas casi por la mitad... ¿Y qué cuenta? —Intentó ser amistosa, pero la niña sólo revoleó los ojos en una expresión opacada y no emitió palabra. Luna sintió que perdió oportunidad—. Bueno... ya veo que te estoy molestando, te dejo tranquila...
—Atreyu está a punto de enfrentarse a Mork, el ser que ayuda a la Nada... —arrimó la niña como si fuera música para sus oídos deteniendo toda intención de su marcha.
—Ah... esa historia... Hay una película, ¿no?
—Sí... pero el libro es mejor...
—¿Es la que se mete en el libro? —ni siquiera supo de dónde conocía ese film.
—Sí, esa...
—¿Y ya llegaste a esa parte...? ¿Ya se metió al libro?
—No, todavía están en la búsqueda de la cura, porque la gente se está olvidando de soñar, están perdiendo sus esperanzas..., por eso Fantasía está enferma...
Luna se quedó estupidizada escuchándola hablar, tenía algo en su tono que la tranquilizaba. Entonces entendió que se soltaría más frente a las cosas que le gustaban, hasta el momento, lo ficcional; parecía ser alguien inteligente.
—Ah... Te gusta la fantasía me parece...
—Sí, ¿a vos no?
—También... pero, hace días que estoy pensando que la realidad es bastante fantasiosa...
—No te entiendo. ¿Qué querés decir?
—Nada... sólo que, hay cosas que te dan sorpresa... como... estos compañeros... Qué molestos, y en una mañana tan bonita y de sol como esta mañana... —dijo riendo, trastabillando sus pensamientos.
—Sí...
—Claro, claro, es lo de siempre, vos no parecés así... sos algo diferente...
—Perdón...
—No, no, lo digo bien... No me acuerdo de haber visto a nenes leyendo un libro gordo hasta casi la mitad y sin dibujos esta semana... —pensó y aclaró— digo, desde que tengo memoria...
—¿Vos no lees?
—Sí, bueno —expresó y se le figuró en la mente una biblioteca más grande que el propio patio haciéndole dar un suspiro de impresión, entonces simuló el gesto de alejar un mosquito—. Me gustan los... los juegos y los acertijos, de eso leo un montón...
—En este libro hay un montón de acertijos.
—¿Enserio? Eso sí me gustaría que me lo cuentes... Claro que... otro día...
Ámbar dejó caer sus ojos nuevamente sobre el libro pareciendo terminar la breve conversación. Luna estaba a punto de redireccionarse hacia las aulas.
—¿Te gustan las películas? —la detuvo provocándole un gran despliegue de sus labios.
—Por supuesto. Sí, eso sí... —volvió sobre ella.
—Podemos mirar una, algún día... —propuso Ámbar y a Luna le brillaron los pómulos.
—Sí, alquilemos... —Qué palabra rara le había salido de su dicción.
—¿Alquilar? Tengo un mueble repleto... —murmuró suavemente y compartieron la sonrisa mientras el timbre las invocaba a regresar a clase.
Las aledañas calles que diseñaban un tranquilo camino, unían la casa de Luna a un pequeño centro comercial. Bajo la opacidad del atardecer de ese sábado había acompañado a su madre a realizar las compras y fue otra oportunidad para que los colores, las formas, incluso los sonidos le resultaran ajenos, pero en cuanto los veía, en una sintonización inmediata con algo desconocido, se le decodificaban.
Como animalito perdido entre cajones de verduras, montañas de frutas, escaparates con miles de productos y marcas, se sintió mareada como dar vueltas en calesita, sin embargo, era tanta la concurrencia consumista que no le dio tiempo a Génesis de notar el enredo en la expresión facial de su hija. De repente, el trauma de su percepción se vio hospitalizado cuando se toparon inesperadamente con una señora mofletuda de cabello semi corto oscuro muy fina y con rasgos europeos, escoltada por dos infantes, que ante la visión de Luna no pudieron pasar desapercibidos, ya que enseguida, de imprevisto reconoció a su compañera de bajo perfil en uno de los dos pequeños.
—¡Ma, es ella, es mi amiga del colegio! —le indicó a su madre con gran alegría, y entonces gritó sin titubear—. ¡¡Ámbarrrr!!
Pero lo más asombroso fue que a su amiga la encontró hablando abiertamente con las dos personas que la acompañaban, y Luna, atónita, se acercó más para cerciorarse de lo visto. Sin embargo, su amiguita, al escuchar el grito que pronunciaba su nombre, olvidó el diálogo que conllevaba y de inmediato bajó la mirada quedándose muda.
—¡Ámbar, estás hablando mucho! No entiendo, ¿qué pasó? —expuso Luna llegando.
Mientras quería comprenderla, las dos adultas se presentaron amablemente, pero fue en el momento de la contemplación confusa, cuando lo vio por primera vez. Resulta que el niño que venía con ellas, que era el hermano de Ámbar, la miró directo a los ojos llegando a lo profundo de su corazón. Fueron impactantes sus pardos ojos saltones como de lémur que la atravesaron con una simple mirada inesperada.
Era notablemente flaco de cara y contextura, también bastante alto para su edad, tenía el cabello corto, negro y con un ondulado que no llegaba a enrularse. Ojeroso como él solo, le puso la piel de gallina por cómo se le notaban las venas más que a su hermana. Lo que duró la presentación los miró a ambos. Él no sostuvo tanto las pupilas sobre ella, simuló no interesarse. Génesis concordó con la abuela Emilse que Luna visitaría a Ámbar el domingo después del mediodía.
La jornada dicha había iniciado con mucho frío, los vidrios se empañaban de un grosor que permitían hacer grandes dibujos con el índice. En un cuarto de alto techo, dos niveles funcionaban de habitación para los hermanos. Abajo la sección de él, exhibía desparramados aparatos electrónicos, herramientas, consolas, y allí, entre casetes y videojuegos, junto a una gran ventana, se hallaba el alto mueble de estantes, cuyas maderas arqueadas, estaban saturadas de libros y películas. Por lo alto, tras una escalera, el lugar para ella, con muchos peluches, cuadros, juguetes, un lindo escritorio, pero sobre todo, libros de grandes letras con ilustraciones. Ámbar y su hermano Dylan tenían un gran ambiente.
Ella sentía algo, nervios y ansias a la vez, quería verla fuera del contexto educativo, poder conocerla más profundamente, se hacía eterno esperar, pero asimismo no quería que nada de eso pasara, le daba mucha vergüenza la idea de desagradar, de no poder controlar su timidez y formarse un escudo que la encerrara en sí misma.
Introvertida por desconocida genética, sentada sobre el borde de la cama y con la espalda inclinada hacia adelante, ataba los cordones de sus zapatillas. Estaba a punto de recibir a la única persona del mundo exterior con la que había conectado, y nada menos que en su casa, con sus pertenencias, con los suyos; sentía inseguridad.
Ese sonido desacertado que taladró sus tímpanos la hizo enrojecerse, pero sólo le quedaba una salida, entregarse a la situación e intentar que ganara el entusiasmo. Tras el timbre, la puerta la abrió Carolina Ricci, la madre de la pequeña Ámbar, una mujer muy presentable. Tenía unos rulos satinados que le cubrían todo el cuello; en esta ocasión y casi siempre traía delineados sus ojos negros, y un dulce perfume a orquídeas.
—Hola, ¿cómo les va? ¡Bienvenidas! —Era muy agradable o al menos intentaba serlo.
—Hola, debes ser la mamá de Ámbar, yo soy Génesis. —La madre de Luna, aunque también amable, conservaba su firmeza.
—Sí, soy Carolina, qué bueno que vinieron, pero pasen, por favor, que hace mucho frío... ¡Ámbar! —gritó hacia adentro mientras se corría de la entrada para darles paso.
—Bueno, te lo agradezco, me quedo un ratito para acompañar a Luna, y después te la dejo que tengo mucho que hacer.
—Claro, Génesis, no hay problema, sentate cinco minutos. —Le señaló unos lindos sillones—. Voy a traerte algo de tomar.
—No, no, Carolina, así estoy bien. Qué bonita tu casa. —Todo estaba muy acomodado y prolijo.
— ¡Ámbar! —llamó una vez más—. No sé dónde anda esta chica, discúlpenla, es algo vergonzosa —dijo estremeciéndose.
Génesis hizo una sonrisita, Luna miraba todas las puertas, estiraba su cuello para tener una mejor visión, buscaba impaciente a su amiga.
—Ella también es así a veces, sobre todo porque somos nuevos en el barrio, hace unos meses que llegamos... —explicó y, mientras se quedó unos minutos conversando con Carolina, la pequeña estaba en medio de ambas tan expectante que no pudo evitar sentirse decepcionada de que su amiga aún no hubiese aparecido.
El segundero dio cinco vueltas y su madre se despidió.
—Vení, Luna, vamos a ver dónde se metió Ámbar —le propuso Carolina como proceder enternecido, con una gran sonrisa amigable.
—¿Y si no quiere verme? —contestó Luna. Para ella era un asunto terrible.
—No, vení, seguro que le da vergüenza saludarte, pero después se le pasa.
—Bueno, puede ser... —dijo esperanzándose.
Luna pudo notar que era una casa humilde, se percató de que no rebosaba de amplitud, pero su comodidad pulcra y afable la clasificaba de acogedora. Se trataba en realidad de un legado muy inestimable que les aseguró a sus descendientes un hogar, en el cual vivían los abuelos maternos de su amiga, Emilse Parrieta y Salvador Ricci, su madre Carolina Ricci, su padre Marcos Maciel y su hermano Dylan. Se sentía venir de la cocina el aroma a algo dulce horneándose, Emilse era la responsable.
Desde otro cuarto se oía una radio antigua con el informativo; Salvador, en su mecedora con una biblia sobre sus ancianas manos, podía verse por un hueco de la puerta, y desde una más alejada, la habitación de dos pisos.
—¡Ahí estás! ¡Ámbar, hija, te estaba llamando, ya llegó Luna! —anunció encontrándola sentada sobre el último escalón de madera, encorvada con rodillas en alto. Las miró sin decir nada, naturalmente, y Carolina añadió—: Diviértanse chicas, en un rato servimos la merienda —pero antes de darles espacio, con guiño de ojo, le susurró a Luna—: acercate con confianza, a ver si la movés un poco...
—Hola, Ámbar, ya vine... ¿Cómo estás? —subió dos escaloncitos provocando que pronunciara su escondite corporal—. No te asustes, soy buena, no te voy a hacer nada, ¿bajás? Dale, dame tu mano —se la tendió envalentonada.
La pequeña consideró la invitación como una propicia oportunidad de escape de su zona de confort sin sentir culpa. Le respondió dándole la palma. Cuando se tomaron, la empujó para sí y la hizo bajar. Casi se chocan las frentes.
—¿Y dónde está el mueble con películas que me dijiste, es ese? —señaló el grande que estaba junto a la ventana.
Ámbar asintió y recién entonces por fin se animó a hablar.
—Sí, vení, te muestro...
Cada cual con sus temores, declarada con pánico escénico precoz, Luna ni aquella vez, ni nunca más durante los primeros años de su amistad, interrogó a su amiga acerca de su miedo a hablar, simplemente lo asumió quedándose impactada por su inusual forma de ser. Caótica templanza como la de un felino. Por cierto, su gatita negra era peluda y preciosa, apareció refregándose en los pies con más seguridad que la propia dueña.
La tarde fue muy positiva, estrenaron conversaciones integradoras de confianza, miraron una película y comieron galletitas. Arrimándose la noche, llegó Dylan que había estado en lo de un amigo. Había olvidado que aquella chica, la cual el día anterior había saludado a su hermana, estaría de visita. Él era mayor que Ámbar por dos años. La primera impresión fue que también era algo tímido cuando no conocía a alguien, sólo tenía que entrar en confianza para demostrar su verdadera forma de ser, que si bien era reservada, a la vez presentaba un humor serio y dulcemente egocéntrico.
—Dylan... —le habló su hermana—. Ella es... mi amiga Luna.
—Hola, ¿qué tal?... —saludó serio. A Luna le pareció lindo y confiable.
—Hola, mucho gusto —contestó ella riendo, sin poder ocultar el rosáceo de sus mofletes.
—¿Así que ustedes van al mismo grado? —preguntó sin mirar.
—Sí —confirmó Luna—. ¿Y vos a qué colegio vas?
—Al mismo, pero estoy en tercero —comentó.
Él era un alumno promedio, muy bueno en matemáticas y ciencias, aunque algo flojo en letras y sociales. Se quedó pensando si vería a Luna en los recreos. Ya casi siendo las nueve de la noche, el timbre sonó.
—Debe ser mi mamá, me tengo que ir, otro día vengo y vemos algo los tres, ¿quieren?
—Sí, buenísimo —dijo Ámbar.
—¿Y cuándo sería? —se interesó Dylan rascándose la nuca—. Podríamos jugar con mis consolas también.
—Sí, me encantaría, en estos días... Le pido permiso a mi mamá —respondió entusiasmada por el agrado mutuo—. Chau, amigos...
Así fue que los meses marcharon como hojas de otoño en primavera, y en sus trayectorias se podía apreciar la firmeza de su apego, ágilmente revelando las cosas en común que compartían. A partir de entonces, Luna casi todos los días iba a la casa de Ámbar, y con el tiempo también emprendía inevitablemente un trato allegado con su hermano Dylan.
Las consolas, los juegos de mesa, las películas, los dibujos, las máquinas recreativas de arcade, la música de los '80, '90 grabada de la FM en los celuloides que se giraban con lapiceras, los álbumes de figuritas, las golosinas, la series de anime, las correteadas por la vereda y las vueltas en bicicleta a la plaza, formaron parte de una infancia preciosa que la tuvo entretenida de los problemas familiares, aquellos que ocurrían a viva voz al cerrar la puerta de su cuarto, sin embargo, una noche de lluvia en la que Luna, como muchas otras veces, se había quedado a dormir en casa de sus amigos, aquel sueño turbio regresó. Ese había sido el miedo más grande de su niñez, la oscuridad acompasada por el llanto liberador.
La amistad que forjaba con los hermanos Maciel cual coraza cultivadora de sentimiento fraternal, la había hecho olvidadiza del asunto, pero resultó que al unir sus pestañas en una tormenta esa noche, inesperadamente volvió a tenerlo, se introdujo en los perfiles de la situación límite, sólo que esta vez, retornó en su cabeza de una manera manifiesta, ya no se trataba de un simple visión que la despertaba molesta y la dejaba pensando; no, esa madrugada, Luna vivió ese sueño, lo sintió en los huesos como si muriera hasta que despertó espantada por la experiencia, casi con gritos de auxilio explotando en su lengua, cosa que alarmó a todos.
Carolina calmó a los niños y Luna le pidió con toda su inocencia que llamara a su madre para que fuese a buscarla. No quería acrecentar los problemas con los monstruos de su mente, así que aseguró ser sólo un mal sueño y dolerle mucho la cabeza, pero Génesis empezó a darse cuenta de sus reiteradas jaquecas nocturnas y no podía dejar de relacionarlo con la mala vida que llevaban, padre desinteresado y recursos mínimos. Ese esotérico correr desesperado, inacabado, junto al auxilio de alguien impreciso, que de manera muy aniñada había narrado la primera vez, ahora además de ser una curiosidad, era un asunto serio.
A partir de entonces, los sueños fueron apareciendo esporádicamente, sobre todo en noches de tormentas fuertes, pues parecía activarse con los relámpagos. Los fue rehuyendo con los esfuerzos de su madre por convencerla de que nada oscuro la acecharía, lo atemperó con sus días felices junto a sus dos personitas preferidas, y a través de los años, sin presupuesto para un psicólogo, terminó por provocar que poco a poco fuera aprendiendo a no temerle y hasta interesarle.
El gran misterio que conllevaba se lo guardó para su propio ingenio, su mente infantil lo asimiló como si sólo se tratara de un acertijo. En todo ese lapso, lo guardó como un enigma de su mente que esperaba ser descubierto. Así transcurrió toda su estadía de educación primaria, entre gritos paternales, problemas económicos, pesadillas y amistad. Lo bueno fue que Luna nunca se llevó una materia escolar, le gustaban las tareas, eran niveles con desafíos después de todo, la mantenían ocupada. También habían tenido la suerte de que, sacando a Julieta y Federico, quienes dependiendo el clima hacían sus tramoyas con palabras hirientes o empujones, el grupo de compañeros era tolerable. Finalmente llegó séptimo grado.
Siendo una joven a punto de cumplir doce, Luna estaba mucho más madura de mentalidad y cuerpo. No había crecido particularmente de estatura, las proporciones se concentraron en sus partes delanteras desarrollándole un bonito escote. Su amiga, por el contrario, pegó el estirón, pero seguía siendo muy delgada como una tabla con forma de muñequita de porcelana; eso sí, siempre conservando su carácter de brisa abrazadora capaz de imaginar poesía hasta en los pliegues de un papel. Por su lado, Dylan, su proveedor de humedad en boca y entrepierna, era ya todo un muchachito también alto y de agradables facciones, aunque siempre muy flaco y ojeroso. Su cualidad acuosa la envolvía cada vez que se encontraban. Ya había salido de la primaria y había comenzado a cursar en una escuela técnica.
Un día Luna estaba en la escuela, en la sección descubierta, acababa de terminar un examen y la maestra la dejó salir. Se dirigió hacia aquel rincón poco poblado donde había un asiento de cemento en forma circular y un sauce en su eje. Al llegar, a través de las rejas que desembocaban al borde de una plaza, observó algo inexplicable, tuvo la primera revelación concreta en la vigilia. Acicalado con una indumentaria lóbrega y extraña casi inefable en detalles, un pequeño joven transitaba por el sendero público. Ella, sin saber por qué, se quedó empedrada y no conseguía evitar que su curiosidad la invadiera, pues no podía dejar de mirarlo. En una extraña involuntariedad de hipnosis le siguió el andar que tensaba al aire su cabello oscuro.
Ansiaba sobre todo adueñarse de la traza de su rostro, pero apenas podía, y no porque estuviese lejos, sino porque parecía nublársele la vista cuando su registro quería llegar a sus facciones, y si bien al final no logró descifrar su exterior, algo le informaba y le hacía entender que él también la estaba mirando. Posteriormente ese muchacho se alejó en una condición muy impactante, y mientras ella probaba con esfuerzo adueñarse de la imagen de su cara sin rendirse, él se adentró perdiéndose, dejando que su figura se fuera entrelazando con el resto del panorama hasta desaparecer. En el instante en que se invisibilizó, a Luna le quedó la sensación insoportablemente corrosiva de asemejarlo por primera vez, de forma única y contundente, de forma real e inquietante, con la leal entidad que se le figuraba distorsionada en su infame sueño inconcluso.
Pero después de todo. ¿Quién era él? ¿Existía realmente o acaso estaría desarrollando los primeros síntomas de un estado neurótico? ¿Sería que una zona dormida de su mente le había autogenerado un personaje ficticio para sentirse protegida de los dramas cotidianos, de la gigantesca sombra de sus sueños? No podía decírselo a nadie, no quería perturbar, ni alejar a las personas que le importaban. Pero estaba preparada para saber que muy probablemente volvería a verlo. Esto no era un juego y había que estar lista para descifrar el acertijo...
Muchas gracias por haber leído hasta acá.
Te invito a continuar con la siguiente parte---->
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