7. Primer día
—Pero... creí que la secundaria Midtown era una escuela para genios.
Emma y Terry intercambiaron miradas. Iban sentados al frente, vestidos para ir a trabajar después de dejarme en mi primer día en la nueva escuela (y, con suerte, la última). Terry iba al volante, por lo que rompió el contacto visual primero.
—Lo es —dijo Emma en voz baja, antes de adoptar un tono alegre—. Mejor dime: ¿te gustó tu teléfono?
Durante la cena de anoche, justo en el postre, comprendí por qué habían mentido acerca de la tubería rota en el gimnasio. Mientras Emma me distraía llevándome al salón de belleza, Terry había ido al centro comercial para comprarme un celular. Al principio lo rechacé, porque era demasiado. Nunca había recibido un regalo tan grande e importante, no tenía idea de cómo aceptarlo, menos sin verme aprovechada. Pero después de que me convencieran, diciendo que necesitarían comunicarse conmigo cuando saliera de casa, me obligué a abrir la caja y encontrar un teléfono del año y una funda de silicón lila.
—La señorita Ming se los dijo, eso no viene en mi expediente —entendí, indignada—. Y sí, me gustó mucho, gracias.
—Ya dijiste gracias cien veces —dijo Terry sonriente— Agregaste nuestros contactos, ¿verdad? De su oficina, su personal, el gimnasio y mi celular.
—Sí, sí lo hice. No me cambien el tema —demandé.
Emma suspiró y Terry se detuvo en el semáforo con foco rojo.
—Sí, la señorita Ming nos lo dijo —admitió—. Nos sugirió que te metiéramos en una escuela donde pudieras aprovechar tu potencial. Las familias anteriores tenían más hijos bajo sus cuidados y no podían pagarte una mejor escuela; pero, cariño, nosotros podemos. No vamos a dejar que pierdas esa oportunidad si podemos dártela.
Sentí que me hundía en el asiento. Jugueteé con el cordón de la mochila que Emma me había comprado junto con otros útiles escolares después del almuerzo de ayer.
—Me gustaban mis otras escuelas.
No era cierto, pero me sentía extraña yendo a una escuela diferente a las que estaba acostumbrada.
—Lo que daría por tener memoria fotográfica —imaginó Terry, avanzando con el foco verde—. ¿Por qué no te gusta decir que fuiste de los mejores cinco puntajes en las evaluaciones estatales?
Ignoré la pregunta.
—¿No puedo ir a una escuela normal? Midtown estará llena de sabelotodos, egocéntricos y presumidos.
—No deberías juzgar antes de conocer —me dijo Emma.
Suspiré, incapaz de argumentar en contra de eso.
—Wow.
—Bonita, ¿no? —me dijo Emma contenta.
Al dar la vuelta en la siguiente esquina y seguir derecho la calle Forest Hills, distinguí una enorme institución con infraestructura pretenciosa y bien equipada. Tenían una cancha de futbol americano y grandes áreas verdes, con una pista de atletismo y estacionamiento. Varios autobuses estaban parados cerca de la entrada.
La Escuela de Ciencia y Tecnología Midtown era enorme. Docenas de alumnos pasaban charlando, en solitario o estudiando hacia las escaleras que llevaban a la entrada principal, donde arriba de las puertas estaba el nombre de la institución y el año de creación, 1922.
Por fuera no era tan colorida como por dentro. Las paredes estaban pintadas con creaciones científicas importantes y personajes conocidos en el mundo de la ciencia, como Howard Stark y Albert Einstein.
Emma estaba muy emocionada de que viniera a esta escuela. Mi educación parecía ser de gran importancia para ella. Decidí no actuar negativa ni verme desagradecida. Aunque Midtown era pública y no privada, seguramente requería de inversiones más elevadas. Es decir, mientras en otras escuelas un estudiante paga, digamos, veinte dólares en materiales y gastos extra, en esta pagan cuarenta.
La pequeña junta de bienvenida que tuvimos con el director Morita, (quien adiviné que era el descendiente del soldado Jim Morita, uno de los miembros de los Comandos Aulladores, a juzgar por el apellido y la fotografía de Jim Morita sobre su archivero), fue poco placentera, aunque no tan mala.
—Tienes excelentes calificaciones, Lorelay —dijo el director—, pero también tienes algunas cosas en rojo que me preocupan. Debes saber que esta institución no permite peleas de ningún tipo.
Formé una mueca. Había estado metida en algunas peleas de baja gravedad en mis escuelas anteriores. Mi ropa vieja y poco femenina me hacía el objeto de burla en los primeros días, hasta que descubrían que era huérfana. Entonces las burlas aumentaban de gravedad, al igual que las peleas.
—Pero he sido informado de su capacidad para retener información con mucha facilidad —continuó, con tono más amable—, así que la he inscrito en el Decatlón Académico.
—No participo en clubes.
—Ahora sí —dijo con una sonrisa cerrada—. Eso la mantendrá distraída y ocupada.
Eso evitará que tenga tiempo de meterme en problemas, querrá decir. Las palabras se quedaron pegadas en la punta de mi lengua cuando Emma me miró con advertencia.
—Sí, director —respondí.
La asistente del director Morita me entregó mi horario de clases con el número de cada salón impreso en papel, y el número y la combinación de mi casillero asignado.
—Emma, vas a dejarme llena de labial —me quejé, apretujada entre sus brazos.
Finalmente me soltó con ojos de cachorro. Yo sentí tantas emociones como ella. Emma nunca había dejado a una hija o hijo en la escuela, a mí nunca me habían acompañado más allá del auto. Ella se había bajado conmigo hasta la oficina del director.
—¿Segura que puedes encontrar sola tu casillero?
—He hecho esto decenas de veces —le recordé divertida—, puedo hacerlo.
—Bien —asintió, recomponiéndose—. Terry te recogerá a las dos cuarenta y cinco —me recordó.
—Por cierto, ¿te mencionó lo del boxeo? —pregunté sonriente.
Se puso seria y bajó los hombros con una exhalación.
—Lo hablaremos los tres en la cena. ¿Está bien?
—De acuerdo.
—Ten un buen primer día.
Debido a la junta con el director Morita, llegaría tarde a la primera clase, pero tenía el permiso firmado explicando mi tardanza y nueva integración a la clase.
Caminé con pies pesados, poco emocionada por tocar la puerta del salón 12B, donde impartían la clase de Física. Toqué la puerta con mi mano no lastimada (mis nudillos de la mano derecha estaban amoratados) tan bajo que esperé que la profesora no escuchara. No tuve suerte.
—¿Sí? —preguntó, mirándome con sus ojos grandes. La profesora era una mujer de piel oscura y cabello corto.
Le entregué el papel firmado por el director Morita. Ella lo leyó en silencio sin expresión. Cuando terminó, levantó la mirada y abrió más la puerta para dejarme pasar.
—Adelante, señorita Hudson.
Metí las manos en los bolsillos de mi sudadera para que nadie notara que temblaban.
—Clase, esta es su nueva compañera, Lorelay Hudson. Háganla sentir bienvenida —anunció la profesora, y me miró—. Yo soy la profesora Mónica Warren, yo doy la clase Física. Por favor, toma el asiento vacío de la tercera fila, junto a la señorita Moon.
Evité mirar a nadie a los ojos mientras caminé por el pasillo entre las mesas. Dejé mi mochila en el suelo, junto al asiento vacío que daba al pasillo, al lado de la chica delgada de rasgos asiáticos y apellido Moon.
La profesora se volvió al pizarrón y continuó con la explicación de un problema sobre el cálculo de la velocidad de un cuerpo en caída libre.
—Soy Cindy —susurró la chica, estirando su mano.
—Lorelay, pero me llaman Rory —le dije, respondiendo el saludo.
Ella abrió los ojos como platos cuando notó el color en mis nudillos. Rápidamente aparté la mano y me estiré para tomar mi mochila y sacar una libreta y una pluma. Era un desastre tomando notas, pero seguro sería un requisito para la clase. La maestra se veía dura y no quería hacerla enojar.
Cindy Moon no volvió a dirigirme la palabra y la noté alejarse unos centímetros con su banco. Así de rápido se creó el primer rumor de la chica nueva. Me dio tristeza lo poco que me sorprendió.
—Señorita Hudson.
Levanté la mirada espantada. Todos, absolutamente todos en la clase, voltearon sus caras para verme.
—¿Sí, profesora?
—¿Ya viste este tema en tu escuela anterior?
Le eché un rápido e innecesario vistazo a la pizarra detrás de ella.
—Sí.
—Bien, entonces, ¿podrías recordarle al señor Ionello lo que cada valor en esta ecuación representa?
Miré al chico moreno de alborotados cabellos rizados y mirada perdida. Se veía avergonzado y me sentí mal. Esta profesora sí que era ruda.
—La y es la posición final del cuerpo. La v es la velocidad final del cuerpo. La a es la aceleración del cuerpo durante el movimiento. La t es el intervalo de tiempo durante el cual se produce el movimiento. La h es la altura desde la que se deja caer el cuerpo y la g es el valor de la aceleración de la gravedad.
La profesora levantó su comisura izquierda por un cortísimo instante. Mentalmente suspiré de alivio al ver que no dije nada erróneo ni tampoco tartamudeé de nervios.
—Ahora que la señorita Hudson respondió tu pregunta, Jason, pasa a resolver el ejercicio.
Jason Ionello pasó a resolver la ecuación con desgano.
A las once del día siguió la clase de Química. El profesor Cobbwell era más relajado que la profesora e intentaba hacer reír a la clase con chistes sobre la materia. Él me sentó junto a una chica de cabello castaño, rizado y esponjado. Sus ojeras delataban sus horas de insomnio, y su expresión seria y posición encorvada me indicó que no le interesaba hacer plática. O eso creí, hasta que se inclinó hacia mí con los ojos cubiertos por las gafas de bioseguridad.
—¿Es verdad lo que dicen?
Miré a los lados, confundida, esperando que me dijera que bromeaba o que explicara mejor su pregunta.
—Que participas en peleas callejeras.
—¡No! —exclamé demasiado alto, indignada.
—Señorita Hudson, en silencio, por favor.
—Lo siento, profesor —respondí apenada, ignorando las miradas de los demás.
—Genial —asintió, creyendo mi palabra—. Soy Michelle Jones, por cierto.
—Lorelay, pero me dicen Rory.
—Bien, Rory, ¿qué te pasó en la mano? —apuntó mis nudillos.
—Practico boxeo —mentí. Fue la respuesta más lógica y sensata que se me pudo ocurrir. Hubiera sido ridículo y poco creíble decir que me caí. Además, tal vez, dependiendo de la cena de hoy, mi mentira podría terminar siendo cierta.
—Más genial. Respeto tu feminismo —comentó, haciendo una mueca de aprobación con la boca.
—¿Gracias? —dije divertida.
A las doce y media fue el almuerzo, la hora del día que más temí. Me negué a comer en el baño como Cady Heron y tomé la primera mesa vacía que vi. Algunos espacios después de mí, se sentó un grupo de chicos que jugaban ajedrez.
La vibración de mi celular en el bolsillo trasero derecho de mis vaqueros me sobresaltó. Revisé la pantalla. Un mensaje de Emma.
Me terminé las galletas de avena, el jugo de naranja y la manzana que me puso Emma de merienda antes de ir a la siguiente clase.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro