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6. Agallas

"Sin agallas no hay victoria". La frase estaba pintada en letras mayúsculas y gigantes en la pared blanca del fondo. El gimnasio era más grande de lo que me imaginé. Había boxeadores practicando en diferentes áreas (dos en el ring, otros en el saco, algunos saltando la cuerda y otros haciendo ejercicios de fuerza). Tan pronto como me puse a observar cada detalle del lugar, olvidé por qué había querido venir en primer lugar.

—Tú... explora —dijo Emma, mirando nerviosamente el entorno—. Ahora vuelvo. Buscaré a Terry.

Asentí, sin darle mucha atención. Le di un último sorbo a mi frappé y lo tiré en el bote basura más cercano antes de adentrarme más en el lugar.

Había un ring en el fondo, cerca de la pared con la frase, y otro más grande en el centro del lugar. A los costados había sacos de diferentes tamaños, y tres de las paredes estaban cubiertas de enormes espejos.

En el lado izquierdo, distinguí una puerta con la señal de baño. Debían tener vestidores ahí también.

—¿Te perdiste?

Me di media vuelta y me encontré con un chico delgado y alto, de nariz grande y ojos oscuros. Su cabello negro azabache era un poco largo. Su piel tenía una capa de sudor, pero no se veía exhausto. Me recordó a Adam Driver, el actor.

—Oye.

Salí a la superficie y lo miré. Seguía esperando mi respuesta.

—No.

Arqueó una ceja.

—El salón de belleza está una cuadra más adelante.

Fruncí el ceño. ¿Estaba hablando en serio? ¿El machismo seguía existiendo en cosas tan simples como un deporte?

—No recuerdo haberte preguntado —contesté.

No iba a discutir con él. ¿Por qué perder mi tiempo con alguien sin cerebro? Pero él no quiso terminar lo que apenas podría llamarse conversación. Se interpuso en mi camino cuando me di la vuelta para buscar a Emma.

—¿A dónde vas?

—Al salón de belleza. Muévete.

Él sonrió.

—Muéveme.

Apreté los dientes, cada vez más cansada. Intenté rodearlo, irme por el lado contrario, pero no me dejó. Se movía rápido. Lo peor es que, mientras yo me frustraba más, él se divertía.

—Vamos. Muéveme, preciosa.

—No me llames preciosa —le advertí.

Su comisura izquierda se elevó.

—Preciosa.

Bum. En el instante en que él echó la cabeza hacia un lado y todo el gimnasio se sumió en un tenso e incómodo silencio, supe que lo había hecho otra vez. Lo había arruinado. Este era mi tiempo récord. Me pregunté cuánto tardaría la señorita Ming en volver por mí.

—¡Qué demo...!

—¡Rory!

Sacudí la mano con dolor. Yo no era muy fuerte, pero sabía dar un golpe. La única razón por la que logré darle en la boca, fue porque tenía la ventaja de que él no se lo esperaba. Vi mis nudillos enrojecer e hincharse. Probablemente me había lastimado más yo, pero valió la pena.

El chico se presionaba el labio superior con la mano, y cuando bajó la mirada, sus ojos estaban llenos de furia. Casi temblaba. Sí, definitivamente valió la pena la hinchazón de mi mano.

—¿Qué ocurre aquí? —demandó saber Terry, llegando a trote con Emma siguiéndolo.

—¡Esta marimacha me golpeó! —me señaló.

¿Marimacha?

—¡Rory!

El tono de Emma ahora no era de susto, sino de reproche. La miré indignada.

—¡Él me provocó!

—¡Claro que no! —gritó él.

—Silencio los dos —exigió Terry—. No me importa quién lo empezó. Jaxon, conoces bien la primera regla de mi gimnasio. No tolero peleas fuera del cuadrilátero.

—Ella me golpeó —insistió enfurecido.

Terry me miró sin cambiar de expresión.

—¿Quieres explicarme por qué lo golpeaste?

—Me estaba molestando.

—Jaxon, ve a limpiarte —ordenó Terry.

Sin decir palabra, Jaxon se dio la vuelta y se dirigió a los baños.

—Rory...

—Será mejor que hablemos esto en casa, Emma —la interrumpió Terry.

Ella asintió.

—Bien.

El silencio fue tan incómodo que traté de distraerme contando los árboles que pasábamos en el camino a casa en el auto. Pero debí estimar más ese silencio, porque fue mejor que la espera a comenzar la reprimenda que los Sanders seguramente me darían. Así que traté de evitarlo y me dirigí a mi habitación.

—¿A dónde vas? Tenemos que hablar, señorita —me dijo Terry, haciéndome detener mi paso— ¿Vas a decirnos qué rayos pasó allá?

—Ya se los dije —contesté sin emoción, volteándome para mirarlos—. Me estaba molestando.

—Pues la violencia no debió ser tu respuesta —dijo Emma seriamente, encarándome con expresión severa, pero extrañamente calmada.

—Sí leyeron mi expediente, ¿verdad? —le recordé con una ceja arqueada. Ella parpadeó— La violencia siempre es mi respuesta. Debieron hacerse a la idea cuando me eligieron.

Emma entrecerró los ojos, y finalmente asintió, descruzando sus brazos.

—¿Así que de eso se trata? —preguntó, sorprendida— Intentas hacer que queramos deshacernos de ti.

Su rápido diagnóstico me molestó. No debería haberlo adivinado. Debió sentir arrepentimiento por recibirme en su hogar, no esto.

—Sabemos que te arrestaron hace unos meses por intentar robar una tienda, provocando que los Thomas pidieran una relocalización para ti. Hiciste que te echaran, y quieres hacer lo mismo con nosotros. ¿Por qué?

—¡Eso no es cierto! —exclamé.

—Rory, cálmate —pidió Terry.

—¡Yo no pedí que me echaran de todas esas familias! Yo no hice nada a propósito. Nunca lo he hecho —aclaré con voz dura—. Y no estaba robando nada.

Emma frunció el ceño, confundida.

—¿Y por qué te arrestaron? —preguntó Terry.

Aparté los labios, indispuesta a hablar más.

—Ayúdanos a entender, Rory —pidió Emma—. Si no lo hablamos, no podemos resolverlo.

Inhalé y exhalé silenciosamente. Los miré. Se veían realmente desesperados por escucharme.

—Una amiga quería robarse unas cervezas —comencé—. Empezamos a discutir cuando me negué a ayudarle. El dueño se dio cuenta. Vio a mi amiga con las cervezas y huyó. El dueño pensó que yo haría lo mismo y corrió para agarrarme. Me asusté, no sabía qué hacer, así que hui también. Cuando un policía nos alcanzó, salí igual de culpable que ella —terminé de relatar.

—¿Por qué no dijiste la verdad?

—¡Sí lo hice! —contesté frustrada— ¿Pero creen que alguien me creyó? ¡No! ¿Por qué le creerían a una huérfana que ha sido rechazada por tantas familias?

—Rory —suspiró Emma, frotándose la frente con dos dedos—. Lo siento. No teníamos idea.

—La señorita Ming nunca nos dijo eso.

—Porque no se lo dije —respondí—. Sabía que no cambiaría nada, y no quería averiguar si me creería o no.

Me sentí expuesta. Nunca hablaba de verdad, nunca decía cómo me sentía o lo que pensaba en realidad, pero con los Sanders resultaba casi demasiado y extrañamente fácil. Tal vez porque eran la primera familia con la que verdaderamente me sentía cómoda y segura, incluso un poco apreciada.

—Miren, no entiendo por qué se esfuerzan en agradarme, pero tienen que parar —hablé desesperada, mis ojos ardiendo por las lágrimas contenidas—. Eso es lo que tratan de hacer, ¿no? ¡¿Qué es lo que quieren?!

—¡Sólo queremos que estés contenta! ¿Por qué no nos crees?

—¿Por qué? —exigí, mi voz sonando enojada— Soy una niña temporal, ¡eso soy! Van a echarme en unos meses, ¿por qué hacerse las molestias?

—¿Crees que vamos a echarte? —Terry parecía indignado.

—Hemos estado en lista de espera para adoptar ¡por dos años! —respondió Emma, desesperada— ¿Sabes cuántas entrevistas, examinaciones y visitas hemos tenido para llegar aquí, a esto? ¿Y sabes cuántas fotografías de niños en adopción nos mostraron para persuadirnos de elegir a alguien más que no fueras tú? Nos mostraron niños hermosos, más pequeños, con expedientes más cortos, pero nada de eso nos importó, porque te queríamos a ti —me señaló, sus ojos llenándose de lágrimas.

¿Me habían elegido... hace dos años?

—¿En serio crees que vamos a echarte, así como así?

Sólo pude parpadear boquiabierta, sin creerme lo que estaba escuchando.

—Pues, lo siento mucho. Causa todos los problemas que quieras, empújanos, aléjanos las veces que se te antojen, pero estás atorada con nosotros —advirtió Terry—. Vamos a estar en todos tus recitales de música y estaremos molestándote con tus calificaciones.

—Sí —concordó Emma—. Y cuando te gradúes de la secundaria, estaremos en la primera fila avergonzándote. Volveremos a estar en primera fila cuando te gradúes de la universidad.

—O incluso si no lo haces —comentó Terry.

Para ese momento, contener las lágrimas fue imposible, pero procuré limpiar cada una que caía con la mano.

—Pero sí te graduarás de la universidad, porque es muy importante y sé que eres muy inteligente —añadió Emma—. No quiero presionarte, pero abre muchas más oportunidades. Pero, de cualquier manera, estaremos ahí para ti.

—Sólo somos tu familia temporal ahora porque tiene que transcurrir un tiempo antes de poder adoptarte oficialmente —explicó Terry—. Después de eso, no podrás deshacernos de ti.

—Sí. Vamos a ser tus molestos y vergonzosos padres hasta que tengas ochenta.

—Tal vez no sigamos vivos en ese tiempo, cielo —le recordó Terry en voz baja.

—¿Y cómo lo sabes? —le dijo Emma— Planeo vivir hasta los ciento diez.

—¿Sabes lo poco probable que es que...? Whoa.

Los sentí tensarse, paralizados, cuando interrumpí su conversación lanzándome a abrazarlos. Lo había hecho sin pensar, sin considerar las consecuencias o sus reacciones. Simplemente, sentí inmensas ganas de abrazarlos y lo hice, y sentí algo de nunca había experimentado antes: seguridad.

Poco a poco, probablemente todavía sorprendidos y con miedo a hacer lo incorrecto y apartarme, me devolvieron el abrazo.

Al separarnos, Emma se limpió las lágrimas pintadas de negro por el rímel.

—De acuerdo, tengo que ir a retocarme —dijo, pero cada vez lagrimeaba más, y se fue a su cuarto.

—¿Está bien?

—Sí, sólo... Es muy sensible, pero no le gusta admitirlo.

Asentí, simpatizando.

—Rory.

Lo miré.

—¿Sí?

Se veía curioso.

—¿Por qué lo golpeaste en el labio?

Al principio no reaccioné, porque la pregunta me tomó por sorpresa.

—Creo que ese asunto ya quedó aclarado, tranquila. No voy a regañarte más, sólo quiero saber: ¿por qué el labio?

—Era alto —expliqué, encogiéndome de hombros—. No soy tan fuerte, su nariz me habría lastimado más los nudillos. Y fueron sus palabras lo que me hicieron enojar. Pareció el lugar perfecto.

—Déjame ver tu mano.

Se la mostré, y me di cuenta junto con él que mis nudillos estaban rojos e hinchados. La tocó y examinó, buscando algún indicio de dolor insoportable en mi rostro.

—No te la rompiste, pero deberías ponerle hielo —sugirió—. ¿Dónde aprendiste a golpear?

—Los Davidson sólo tenían canales deportivos en la televisión. La hora en que me dejaban verla era de seis a siete, cuando pasaban el boxeo.

—Ya veo... Así que por eso te interesó que tuviera un gimnasio.

—¿Me enseñarías? —pregunté, esperanzada.

Lo consideró unos segundos, mientras yo sonreía con todos mis dientes en un intento de persuasión.

—Tengo que hablarlo con Emma primero —advirtió—. Si ella dice que sí, veremos.

—Genial —celebré—. ¿Puedo ir a ver televisión?

—Claro. Comenzaré a preparar el almuerzo.

Corrí a la sala de estar y me lancé al sillón, sentándome con las piernas cruzadas. Tomé el control y encendí la televisión, sentando en mis piernas a Tambor, que había dejado en el sofá.

Una bomba en una camioneta de noticias arrasó el edificio de la ONU. Más de 70 personas resultaron heridas —anunció el hombre del noticiero, mientras pasaban imágenes del acontecimiento. Le subí el volumen—. Hubo al menos doce muertos, incluido el rey T'Chaka de Wakanda. Los oficiales hicieron público un video del sospechoso, a quien identificaron como James Buchanan Barnes, el Soldado del Invierno. El infame agente de HYDRA vinculado a muchos actos terroristas y asesinatos políticos.

—Qué horrible —dijo Emma, acercándose con Terry a la sala. Ambos miraban las noticias tan espantados como yo.

—Dudo que lo atrapen —opinó Terry—. El Capitán lo protegerá.

—Eran mejores amigos, ¿no? —preguntó Emma, insegura.

—Desde la infancia, hasta que supuestamente murió en una misión, cayendo de un tren en movimiento. HYDRA lo encontró y aprisionó. Sobrevivió a la caída porque habían experimentado en él antes. Perdió el brazo, así que le hicieron uno de metal —expliqué. Ellos me miraron con las cejas arqueadas—. El año pasado hice un ensayo en la escuela sobre él.

—¿Y el veredicto?

—Víctima —respondí sin dudar—. Era amigo del Capitán, no estaba con HYDRA. Debieron hacerle cosas horribles para controlarlo.

—¿Y por qué atacaría a la ONU ahora? —se preguntó Emma— Creí que ya habían terminado con HYDRA después de lo de Washington.

—La verdad, no tengo idea.

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