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3. Comodidades

Sentí que despertaba en un malvavisco. El colchón y la ropa de cama era tan suaves que dormí profundo y sin soñar. Me levanté y salí al pasillo sin hacer ruido. Escuché las voces de los señores Sanders hablando casi a susurros, probablemente en la cocina. Inhalé con fuerza al percibir el aroma a pasta y salsa de tomate.

—¿Crees que le guste? No le va a gustar, ¿verdad? Debí haber hecho lasaña. ¡Te dije que no le gustaría! ¿Y si es vegetariana?

—Cariño, relájate —le pidió su esposo—. No es vegetariana, devoró ese sándwich se pavo y salami como si nunca hubiera probado uno. Y a todo el mundo le gusta la pasta a la boloñesa. Tal vez debas servirle más carne molida, presiento que le gusta la carne.

La señora Sanders suspiró.

—Es tan linda —dijo soñadoramente—. Sé que suena loco, pero se parece a mí, ¿verdad?

Yo no diría eso. No teníamos más de dos o tres rasgos en común, además del tono de cabello y piel. Tal vez los pómulos o la forma de los labios.

—Sí, es como una versión cien años más joven de ti.

Escuché un manotazo y al señor Sanders quejarse y reírse. Tuve que cubrirme la boca para no delatar mi modo espía.

—Y es tan educada. En serio, se lavó las manos sin que se lo pidiera. ¿Qué adolescente hace eso? ¡Y pidió permiso para levantarse! —exclamó en un susurro.

Movió unos platos y cubiertos, el tintineo me hizo pensar que serían platos de cerámica, y apagó la lumbre de la estufa.

—Y lavó su plato —añadió el señor Sanders—. Te dije que tenía un buen presentimiento sobre ella. Es una buena niña.

—Sí, tenías razón —suspiró—. Creí que nos odiaría a primera vista. Los del club de padres adoptivos dijeron que acoger adolescentes era lo peor.

—No saben de lo que hablan —concordó el señor Sanders, como si hablaran de unos bufones de la calle advirtiendo el fin del mundo—. Iré a despertarla, la cena ya está lista.

—No, yo voy.

—Emma, tú la ayudaste a desempacar. Me toca.

—Bien —accedió a regañadientes.

Oh Dios, pensé, escuchando sus pisadas acercarse. Corrí de vuelta al cuarto y me aventé a la cama. Formé una mueca de dolor al aterrizar. El colchón era suave, pero me había lanzado con mucha fuerza. Cerré los ojos y me quedé inmóvil. Dos segundos después, la luz traspasó mis párpados, obligándome a levantarlos.

El señor Sanders tenía la mano en el interruptor y se asomaba por la puerta semi-abierta con los ojos tapados.

—¿Puedo pasar?

Sonreí divertida. Ningún adulto había pedido permiso para pasar al cuarto donde dormía, y por regla debíamos mantener la puerta abierta. Me gustó esta clase de privacidad.

—Sí.

Se destapó los ojos y entró más al cuarto.

—La cena está lista. Espero que te guste la comida italiana.

La mesa estaba arreglada con manteles, cubiertos pulcros y platos blancos. En el centro había una canasta con pan caliente, una jarra de agua fría con rodajas de limón amarillo, un tazón con pasta y otro con ensalada. Me senté, admirando lo bonito que todo se veía. Parecía de película.

—¿Te gustó?

—La pasta está rica, señora Sanders.

—Llámame Emma —pidió, con un ademán de mano, restándole importancia a las formalidades—. Emma y Terry.

—Así que, Lorelay... —inició la conversación Terry, terminando de servirse pasta.

—Rory —le corregí, tomando un pan de la canasta para sumergirlo en la salsa de la pasta.

—Perdón. Rory —recapituló, asintiendo—. Vaya, creo que no nos hemos presentado bien, precisamente —dijo para sí mismo, y se miró con Emma—. Discúlpanos. Rory, ¿qué tal si nos hablas de ti?

—No hay mucho que decir —contesté, encogiéndome de hombros—. Todo sobre mí está en los papeles que les enseñó la señorita Ming.

Ambos intercambiaron miradas, incómodos e inseguros sobre cómo proseguir.

—De acuerdo..., podemos platicarte de nosotros. Podrías sentirte más cómoda si nos conoces mejor.

—Buena idea —concordó Emma, picando su ensalada.

Esperando mi aprobación, me miraron. No tenía muchas ganas de conocerlos, ya que, como siempre me he dicho, sólo es temporal. Pero por ahora se veían como buenas personas y no quería hacerlos sentir miserables. Así que asentí, masticando pasta con la boca cerrada.

—Tú comienza, cielo.

—Bueno, trabajo en una firma de abogados a dos calles de aquí. Soy la segunda abogada con más clientes, tengo mi propia oficina con vista y un asistente —relató, orgullosa—. Me gradué de Princeton con el más alto puntaje de mi generación. De hecho, ese fue el día en que conocí a Terry.

—Casi el peor día de mi vida —vocalizó dramáticamente.

Emma puso los ojos en blanco.

No pude evitar sentir curiosidad.

—¿Qué pasó?

—Iba saliendo de una pelea, que perdí, y cuando fui a cenar con unos amigos, una señorita llegó de la nada y derramó una margarita sobre mí.

Sonreí divertida al entender que se refería a Emma.

—Creí que eras el tipo que me había mandado esa margarita con esa grotesca nota —se defendió.

—¿Qué decía?

—Nada que quieras oír, créeme —fue lo único que dijo, dándole un trago a su vaso de agua.

—Empezamos a discutir en medio del restaurante —continuó Terry—. El gerente tuvo que sacarnos.

—Luego nos peleamos por un taxi para regresar cada uno a su casa —siguió Emma—. Cuando argumentamos nuestras direcciones, para ver quién vivía más lejos, nos dimos cuenta de que éramos vecinos.

—Así que compartimos el taxi —finalizó Terry—. Y al día siguiente la invité a una cita.

—¿Por qué? —inquirí— ¿No se sacaron de quicio?

—Sí —admitió Terry—, pero era preciosa, y me gustó su carácter.

Sonreí enternecida.

—Dijiste que perdiste una pelea. ¿Eres abogado también?

—No —negó con la cabeza, limpiándose con una servilleta—. No fui a la universidad. Era boxeador.

—¿Es broma? —exclamé, impresionada.

Él sonrió.

—No, no es broma. Y era bueno, hasta que me lastimé en un accidente de auto —explicó, mostrándome la parte interna de su muñeca. Había una gran cicatriz de casi diez centímetros—. Casi no tengo sensibilidad y no mido tan bien los movimientos. Pero tenía dinero ahorrado y decidí abrir un gimnasio con eso. Está a unas cuadras de aquí.

—Eso es asombroso —volví a exclamar.

Terry agrandó su sonrisa con gloria y miro a Emma.

—Cree que soy asombroso.

—Se refería a tu empleo —le contestó Emma con recelo, poniendo los ojos en blanco.

El resto de la cena siguieron hablándome sobre ellos. Yo escuché atentamente y pregunté más cosas. Había olvidado por completo que no valía la pena conocerlos. Eran interesantes y la cena resultó muy agradable.

Cuando me levanté y me dispuse a recoger la mesa, me mandaron a la cama, diciendo que ellos se encargarían esta noche. Agradecí el gesto y me fui ducharme y lavarme los dientes. El champú y el jabón eran dermatológicos y se sintieron bien con mi piel. Las toallas de algodón se sentían esponjosas y suaves, con un ligero aroma a suavizante de telas. Volví al cuarto y me puse una vieja playera y pantaloncillos para dormir. Retomar el sueño no fue difícil.

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