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2. Los Sanders

—Wow.

—Te dije que era un buen vecindario.

—Sí, pero no dijiste que era en Queens —le dije, sin dejar de admirar la calle llena de edificios con departamentos y algunos locales.

Como prometió, la calle donde viviría con mi nueva familia temporal era más segura que la de los Thomas, y mucho más bonita. El edificio al que caminé, casi pisándole los talones a la señorita Ming, tenía una puerta automática con timbre. La vi presionar dos segundos el botón junto al número 518, y una voz femenina respondió por el comunicador.

¿Hola?

—Señora Sanders, soy la señorita Ming —le respondió, acercándose al micrófono.

Escuché un grito ahogado y agudo, y luego un carraspeo.

Adelante, adelante.

Un zumbido anunció que la puerta estaba sin seguro, permitiéndonos abrirla y pasar. Llegamos a un elevador al final del largo corredor. Me miré en el gran espejo de la pared del elevador. La señorita Ming, a pesar de haber conducido veinticinco kilómetros en cuarenta minutos en el tráfico, se veía impecable y descansada. Yo sólo había pasado ocho horas en la secundaria y me veía exhausta. Por supuesto, aún no había comido y ser echada de otra familia de acogida no había ayudado a mi estado de ánimo.

Me acomodé la mochila a los hombros cuando las puertas del elevador se abrieron. En el quinto piso, la tercera puerta a la derecha, con el número 518 en una placa dorada, fue abierta antes de que Ming la tocara con los nudillos.

—¡Hola!

Parpadeé, sorprendida. La señorita Ming casi dio un paso atrás del susto. La mujer nos había tomado desprevenidas, y se dio cuenta de ello. Se auto-recompuso y se disculpó.

—Lo siento, perdón. Por favor, pasen —pidió, haciéndose a un lado.

La señora Sanders era una mujer en sus cuarenta y pocos, de cabello rubio oscuro y voluminoso. Su figura era delgada, pero no atlética. Vestía un vestido verde y un saco negro, y unas arracadas de oro. Me la imaginaba trabajando en alguna empresa de negocios.

—Gracias —dijo Ming.

Me mantuve cerca de la señorita Ming, lo único conocido y seguro. Jamás había visto a una familia de acogida recibir a un nuevo niño con tanto entusiasmo. Era extraño.

—Discúlpenla, está emocionada —explicó una voz masculina.

El señor Sanders era un hombre calvo, de piel oscura y bien fornido. Usaba ropa más casual que su esposa y su dentadura era la más derecha y blanca que había visto en mi vida.

El apartamento no desentonaba con la imagen de los Sanders. Todo estaba limpio y ordenado. Casi todos los muebles parecían sacados de esas revistas de diseño interior. Había luz natural por todos lados gracias al largo ventanal que daba vista a la calle.

—Está bien, pasa todo el tiempo —respondió Ming, asintiendo.

Le fruncí el ceño, mirándola extrañada. Mentira. Ellos debían ser una gran excepción. Pero como dije, Ming nunca perdía el temple. Era amable con todos, tanto que era difícil ver si alguien le desagradaba.

—Lorelay, ellos son tu nueva familia de acogida. Emma y Terry Sanders —dijo, enviándome una mirada de advertencia.

Ella sabía que, aunque me habló mucho de ellos en el camino, no le había prestado suficiente atención, no después de oír sus nombres. Eso era lo único que me interesaba. ¿Qué caso tenía llegar a conocerlos si en unos meses le llamarían a Ming para solicitar mi relocalización?

—Hola —saludé, acompañando con un movimiento de mano.

—Es un placer conocerte por fin, Lorelay —expresó sonriente la señora Sanders, al lado de su esposo, que la abrazaba por la cintura.

No supe qué responder, así que sólo asentí con la cabeza.

—¿Por qué no vas a acomodarte en tu cuarto mientras hablo con los Sanders? —me sugirió la señorita Ming.

—Está bien —acepté, y miré expectante a los Sanders.

La mujer reaccionó primero.

—¡Oh, claro! —exclamó, y me miró con una extraña emoción que relacioné con alegría—. Es la puerta de allá, la que tiene una mariposa —señaló a mi izquierda, a un pasillo con pinturas en las paredes—. Ponte cómoda.

Me alejé en silencio, sabiendo que la señorita Ming tardaría unos minutos hablando con los Sanders. Me sabía la rutina de memoria. Hablaban de mí y los cuidados que tener. Les decía desde mis alergias hasta mis tendencias y mi estado de ánimo actual, y la razón de éste. Podía imaginármela diciéndoles que venía de un vecindario duro y nada parecido Queens, de una escuela con más detectores de metal que libros.

Como dijo, había una puerta blanca con una mariposa rosada del tamaño de mi cara. Giré el picaporte, y casi me sentí en Disneylandia. La habitación era tal y como Olivia la hubiera diseñado de haber podido.

Los muebles eran de madera blanca con acabados románticos, y las sábanas eran floreadas. El tocador junto al armario tenía una cajita musical de una bailarina de ballet girando. Un par de cortinas de la ventana eran semitransparentes, y a los costados tenía otro par de cortinas color camello más oscuras.

La cama tenía cojines bordados y un conejo blanco de peluche con moño verde. Al principio, no me sorprendí ni me asusté. Toda mi vida había compartido cuarto con otras niñas, y casi siempre eran más pequeñas. Comencé a preguntarme cuántos años tendría mi compañera de habitación, hasta que caí en cuenta que sólo había una cama individual en el centro de la habitación.

—Toc, toc —dijo dulcemente la señora Sanders, a mis espaldas—. ¿Todo en orden?

Me giré hacia la entrada del cuarto, donde ella se asomaba con curiosidad. Entró, esperando que dijera algo.

—¿Dónde está la señorita Ming?

—Oh —dijo, no esperando esa pregunta—. Está en la sala con Terry, detallando algo de papeleo.

Asentí.

—¿Quieres que te ayude a desempacar?

—No, estoy bien.

Incómoda, ella asintió y apretó los labios, pero no se retiró.

—¿Con quién más comparto habitación?

Ella movió los ojos a cada lado, esperando que alguien saltara a decirle que yo bromeaba. Se dio cuenta de la seriedad de mi pregunta y negó con la cabeza rápidamente.

—Con nadie, linda. El cuarto es todo tuyo.

Arqueé las cejas en incredulidad.

—¿Sólo estoy yo?

—Sí.

—¿No hay ningún otro niño aquí? —inquirí, insegura.

Volvió a negar.

Abrí los ojos, impresionada.

—¿No te gusta el cuarto? Podemos cambiarlo —se apresuró a decir. La miré más sorprendida. ¿Me estaba ofreciendo remodelar todo un cuarto que ya habían pagado por diseñar? Tal vez tenía razón, esta pareja estaba muy bien acomodada económicamente—. Sé que es un poco... rosado, pero la señorita Ming no nos dijo mucho de ti.

—Está bien —calmé su ansiedad, acercándome a la cama y dejando caer mi mochila sobre el edredón—. No hace falta cambiarlo. Es... bonito —medio mentí—. Y sólo es temporal.

Era bonito... para una niña de ocho años. Sin embargo, jamás me sentiría cómoda pidiéndole cambiar algo que sería temporal, y que costaría más de cinco despensas básicas. Podría acostumbrarme mientras estuviera aquí, y el conejo blanco de moño verde me recordaba a Botones, el peluche de Olivia.

Aunque le dije que no necesitaba ayuda para desempacar, la señora Sanders se quedó ahí. Sentí un poco de pena por ella, al entender que esta era su primera vez siendo madre temporal.

—¿Dónde puedo guardar mi ropa? —le pregunté, aunque claramente sabía que el lugar correspondía en el armario de puertas blancas.

Ella sonrió y se apresuró a quitarme mis cinco blusas dobladas de la mano y llevarlas al closet. Había dos tubos con ganchos de madera y tres repisas sobre cuatro cajones y una zapatera. Acomodó las blusas por colores en la primera repisa, y mis dos vaqueros azules los colgó junto con la chaqueta que no llevaba puesta. La ropa interior la guardó en los cajones (calcetines, bragas y corpiños).

Volteó a verme cuando se dio cuenta de que ya no le estaba estirando el brazo con más cosas, y entendió que mi mochila estaba vacía. Me miró de arriba abajo. Sólo tenía un juego de tenis y los tenía puestos.

En un intento de no delatar la revelación de mi escasa cantidad de propiedades, me sonrió y tomó mi mochila antes de guardarla en el piso del closet.

—¿Tienes hambre?

Ahora que me daba cuenta de que mi cambio de familia temporal no estaba yendo mal, estaba recuperando el apetito. Asentí y la seguí a la cocina. Los utensilios y electrodomésticos parecían lo más nuevo de la línea blanca.

En el comedor, a unos metros de la cocina, vi a la señorita Ming recoger su portafolio y estrechar la mano con el señor Sanders.

—¿Te gusta la mostaza? —me preguntó, sacando montones de cosas del refrigerador.

—Eh..., claro.

—Bueno, Lorelay —dijo la señorita Ming, llegando a la cocina y encarándome, con el señor Sanders detrás de ella—. ¿Hay algo que quieras decir o que necesites antes de que me vaya?

Le eché un vistazo al moderno y acogedor apartamento, y a los dueños de éste. Tenía un cuarto propio, sin niños que cuidar o ayudar a vigilar, y los Sanders parecían buenas personas, en un distrito más bonito. Para ser la tarde de un jueves, el día estaba yendo mejor de lo que esperaba.

—Conduzca con cuidado, señorita Ming.

Ming sonrió, creo que, por primera vez, mostrando sus dientes. Asintió una vez y me rodeó para dirigirse a la puerta. El señor Sanders la acompañó y la despidió, dándole las gracias por su apoyo y ayuda. Cuando cerró la puerta, me senté en una de las sillas altas frente a la isla de la cocina.

—¿Qué preparas? —le preguntó el señor Sanders a su esposa, asomándose sobre su hombro— Uh, ¿me haces uno también?

—En un minuto. Primero Lorelay —aclaró, apartando la mano de su esposo del paquete de jamón—. Escuché tu estómago rugir mientras guardaba tus calcetines —me dijo, mirándome divertida.

Me sonrojé.

—No tuve tiempo de comer.

—Qué bueno, porque Emma hace los mejores sándwiches del mundo —me aseguró Terry, tan serio como si hablara de la economía mundial.

Salivé dentro de mi boca cuando la señora Sanders dejó un plato con un alto sándwich de pavo y un jugo de naranja frente a mí. No sólo tenía jamón, tenía lechuga, jitomate, aguacate, mayonesa, mostaza, queso manchego y salami.

Estuve por levantarlo del plato y darle un mordisco, hasta que vi mis manos. Miré a los Sanders y me levanté.

—¿Dónde está el baño?

Sin entender bien mi prisa, ambos señalaron el pasillo de mi cuarto. Caminé rápido y abrí la única otra puerta que había. El baño tenía una regadera, el retrete más limpio que había visto en mi vida y un lavamanos con diferentes opciones de jabón. Elegí el de olor a lavanda y me tallé bien las manos bajo el grifo. Las sequé con la toalla de algodón color menta, apagué la luz y cerré la puerta a mis espaldas antes de volver a la cocina, sentarme y por fin probar el emparedado.

No me di cuenta de que estaba comiendo en silencio. Me limpié una gota de mayonesa del pulgar con la boca cuando levanté la mirada, dándome cuenta de que había comido con la velocidad de una hiena desnutrida.

—Lo siento —murmuré.

El señor Sanders negó con la cabeza, sonriendo.

—Te dije, los mejores sándwiches.

Medio sonreí. Era verdad. El mejor que había probado hasta ahora.

—¿Quieres otro? —me ofreció su esposa, satisfecha.

—No, gracias —contesté, dándole un gran trago al vaso con jugo de naranja—. ¿Puedo levantarme?

Ninguno dejaba de mirarme confuso y sorprendido cada vez que hablaba o hacía algo además de estar callada y quedarme quieta.

—Por supuesto.

Recogí mi plato y vaso, en silencio, y los lavé con la esponja del fregadero. Los dejé secando en el escurridero de al lado y me fui al cuarto a tomar una siesta. Se sentía bien no tener tarea para mañana.

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