10. Intoxicación
La sensación de estar entre dormida y despierta no fue una buena combinación con las náuseas. Me levanté de un brinco y, en cuanto quedé sentada con los pies al borde de la cama, mi espalda se arqueó y vomité en el piso. Mis ojos lagrimearon del dolor y el asco. Sentí otra arcada y vomité más.
Quería gritar, llamar a Emma y pedirle ayuda, pero no podía hacer otra cosa que quedarme sentada y mirarme los pies salpicados con vómito. Intenté controlar el dolor. Me concentré en respirar por la boca para no olfatear. Me sequé el sudor de la frente. Estaba sudando frío por todo el cuerpo. Estaba realmente enferma. Seguro tenía fiebre.
Miré mi alrededor. Tenía que llamar la atención de Emma de alguna manera.
Alcancé el reloj despertador color rosa pastel de mi mesa de noche, y lo lancé con todas mis fuerzas. Cayó al suelo, haciendo un ruido que esperé que fuera lo suficientemente fuerte. El reloj era de metal, así que no le pasó nada más que algunos rasguños o abolladuras.
Escuché los pasos rápidos de Emma y Terry y luego mi puerta abrirse de golpe.
—Rory.
La voz de Emma era de terror frío. Inmediatamente corrió a mi lado y me sostuvo la cara. Sintió mi frente y mis mejillas con sus manos.
—Tiene fiebre, Terry —le dijo, y me miró de nuevo—. Vamos a limpiarte. Tranquila. ¿Puedes caminar?
Lloré, negando con la cabeza. Me sentía tan débil que estaba segura de que me desmayaría si me ponía sobre mis pies. Nunca me había sentido así, no sabía qué hacer. Jamás me enfermaba así. Los Jensen solían decir que era fuerte como un caballo cuando sus hijos se enfermaron de tuberculosis y yo no me contagié.
—Algo debió caerle mal de la cena —supuso Terry, acercándose y rodeando el vómito—. Trata de sostenerte —me dijo, rodeándome con sus brazos y cargándome con cuidado—. Vaya que estás haciendo músculo —bromeó con mi peso.
Medio sonreí. Cerré los ojos mientras Terry me llevaba al baño y me sentaba en la tapa del retrete.
—Dime qué sientes, Rory —me pidió Emma, buscando un contacto en la agenda de su celular.
—Náuseas —logré decir—, frío, dolor en el estómago y de cabeza —añadí, sintiendo repentinas punzadas en las sienes, que luego se extendieron por todo el cráneo.
—Tranquila, cariño. Sólo respira y dime si quieres vomitar. Si algo te cayó mal, es mejor que lo saques. Terry, llama al doctor Holden, este es el número —le pidió, tendiéndole su celular. Terry salió del baño con el teléfono en la oreja. Emma cerró la puerta—. Tienes que bañarte, hay que limpiarte y bajar la fiebre. ¿Puedo ayudarte, estarías cómoda?
Asentí sin dudar. Confiaba en Emma y me sentía demasiado débil hasta para quitarme la blusa. Con cuidado me fue desvistiendo y me ayudó a mantenerme de pie en la regadera.
—No puedo.
—Sí puedes. Sostente de mí —me animó.
Me sentí mal de todo lo que se salpicó de agua y jabón, pero a ella no parecía importarle. Me ayudó a envolverme en la toalla y me secó el pelo con otra. Como si fuera una ancianita, me guio a mi cuarto y me recostó en la cama. No me dejó arroparme y se quedó sentada a mi lado. Terry seguía hablando en el teléfono cuando me trajo una cubeta por si quería vomitar más.
Unos minutos después, me quedé dormida con las caricias de Emma en mi pelo. No volví a despertar hasta la mañana con su voz. Estaba hablando por teléfono. Aún con los ojos cerrados le puse atención. Le estaba diciendo al director Morita la razón de mi ausencia el día de hoy en la escuela.
No tuve la fuerza para estirar la mano a mi buró y pedirle a Michelle que tomara notas de las clases por mí. Peter y Ned nunca tomaban notas. Peter sólo hacía los ejercicios de clase y Ned subrayaba los libros.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó Emma, al darse cuenta de que estaba despertando. Me tocó la frente y las mejillas de nuevo— La fiebre no baja. El doctor cree que tienes una infección estomacal por algo que comiste. Debió ser el pollo. Ay, cielo, lo siento tanto.
—Está bien, no pasa nada —dije con voz rasposa.
—Terry fue a comprarte sueros anoche. Bebe.
Me tendió una botella de suero con sabor uva y un sorbete de metal. Sentí mis labios secos cuando apreté el sorbete con ellos. Bebí unos tragos y volví a recostar la cabeza en la almohada.
—Me siento mejor, de verdad —le dije—. No tienes que quedarte. Creo que todo lo malo salió anoche. Perdón por ensuciar.
—No te preocupes por eso. Y sí tengo que quedarme. No puedes verte, pero en serio no creo que estés mejor. Te ves pálida y tu fiebre no baja.
—No soy una niña, estoy bien —le aseguré—. Sé que tienes esa junta importante. No quiero que tu compañero te quite el cliente, has estado quejándote de ese mal rabo desde que trata de hacerte quedar mal.
Emma sonrió divertida.
—¿Mal rabo? Sí, supongo que sí es un mal rabo.
—Vete. Estoy bien.
—Me iré, pero no a trabajar, sino por tus medicinas —me dijo severa—. El doctor Holden ya me mandó tu receta y tengo que aprovechar que estás despierta para que las tomes.
—¿Dónde está Terry?
—Tirando las sobras de la cena de ayer.
La cena de ayer. Estaba segura de que el pollo de Emma no sabía mal ni estaba cocinado erróneamente. Nadie más se sentía como yo. No podía haber sido el pollo, y tampoco tenía alergias alimenticias.
La vi salir del cuarto y poco después volvió con un plato lleno de manzana picada. Me obligó a comer algunas rodajas y tomar más suero con las pastillas. Después usó el termómetro para tomarme la temperatura y lo dejó en mi mesa de noche antes de dejarme descansar.
Soñé cosas extrañas. Unas criaturas como reptiles, de otro mundo. Pude ver la versión de un bebé, creciendo y desarrollándose hasta medir dos metros. Tenía razonamiento, incluso inteligencia avanzada. Convivía pacíficamente con otros iguales a él..., hasta que algo cambió.
Estaba siendo transformando, dando un paso atrás en su evolución. Ahora era salvaje, destructivo, y cibernéticamente mejorado, fusionado con armaduras. Ya no era uno en una comunidad, era un subordinado, un soldado más en un ejército.
Me levanté de golpe otra vez y vomité sobre la cubeta junto a mi cama. Emma debió escucharme desde afuera y corrió a ayudarme. Me limpió, me recostó de nuevo y me ayudó a tomar más suero. Volví a quedarme dormida mientras ella se llevaba la cubeta.
El sueño, la pesadilla, fue diferente esta vez. La roca alienígena levitaba en el centro de mi habitación, llamándome, y cuando la toqué ocurrió de nuevo la explosión. Fui sumergida en un túnel, un hoyo negro sin fin. Las estrellas titilaban, y luego esas mismas estrellas se volvieron fugaces, borrones en líneas rectas saliendo disparadas a la velocidad de la luz. Ya no parecía el espacio, sino una pantalla con circuitos.
El reloj despertador de mi buró sonaba fuerte y sin parar. Estiré la mano para apagarlo, pero nada lo detenía. Al poner la mano entre el martillo y las campanas, siguió vibrando.
—¡Cállate! —le grité desesperada.
Y se detuvo. Suspiré aliviada, ignorando la extraña coincidencia. Al no poder reconciliar el sueño, decidí levantarme. Mi intento tuvo éxito. Caminé con normalidad hasta el baño y me miré al espejo. Me veía terrible. Mis labios resecos, mis ojos contorneados por ojeras, mi cabello alborotado y mi piel pálida. Necesitaba lavarme los dientes.
Tomé el cepillo y le puse pasta. Me cepillé hasta sólo sentir el sabor de la pasta y nada más. Cuando estiré la mano para abrir la llave, el agua comenzó a salir sola.
Me quedé mirando el agua caer, asustada. Algo estaba funcionando mal. Me enjuagué y lavé el cepillo. Al querer cerrar la llave, esta ya había cortado el agua primero.
Algo está mal, pensé.
Me desvestí y metí la mano a la regadera. Apenas rocé la manija del agua caliente, al agua salió disparada a una temperatura que me hizo saltar. Estaba hirviendo. Rápidamente tomé la manija del agua fría y la giré. El agua cambió poco después.
Me duché hasta sentirme mejor. Mis fuerzas regresaban. Incluso mi estómago gruñó con hambre. Me vestí con una pijama y calcetines antes de ir a la cocina. El departamento estaba solo. Seguramente terminaron yendo a trabajar, o eso creí, hasta que vi la nota en el refrigerador: "Rory, fui a comprar más sueros de uva, ya que vomitaste el de naranja. Vuelvo rápido. Regresa a la cama".
Tomé una rebanada de pan y, cuando estuve por ponerla en el tostador, bostecé. Entonces, el tostador se activó solo, como si hubiera presionado el botón. Miré la rebanada de pan en mi mano. Detuve la máquina, puse el pan y presioné el botón de encendido.
En cuanto me di la vuelta y tomé un plátano del frutero, olfateé el aire. Olía a quemado. Jadeé cuando vi el humo saliendo del tostador y la luz roja brillando intensamente. Intenté apagarlo, pero el botón no servía. Lo desconecté..., pero siguió funcionando.
—Cosa tonta, sólo apágate. Dios, voy a incendiar la casa y vas a hacer que me devuelvan con los Thomas, ¡apágate!
Bum. El pan salió volando y el tostador se apagó. Miré boquiabierta el pan en el suelo y luego al tostador. La casa estaba embrujada, así que hice lo que cualquier haría en mi situación: grité.
Las luces parpadearon, la televisión se encendió a todo volumen y el teléfono sonó. El microondas comenzó a recalentar. Escuché la lavadora y la secadora iniciando un ciclo de lavado y secado. La licuadora batió en la modalidad más alta y el reloj de pared movió sus manecillas tan rápido como el ventilador de techo.
—Diosito, protégeme. Te juro que no vuelvo a comer postre antes de la cena.
El horno se puso a 300 grados, cuando se suponía que sólo llegaba a los 220. Y fue entonces cuando ocurrió lo peor: vi mi reflejo en la puerta de vidrio del horno. Mis ojos eran morados... y brillaban como los de Wanda Maximoff.
Como una gallina decapitada, corrí a mi cuarto, me oculté bajo las sábanas y abracé a Tambor. Me tapé los oídos y cerré los ojos con fuerza. Unos minutos después, cuando mi corazón bajó la velocidad de sus latidos, todo el ruido se detuvo.
La roca me había contagiado un virus alienígena. Tenía que ser eso.
¿O estaba alucinando otra vez? Tal vez me sentí mal desde anoche y ya estaba alucinando por la fiebre. Mi temperatura debía haber subido mucho mi rápido.
Agarré el termómetro y lo puse bajo mi brazo. Esperé, y lo saqué y miré cuando oí un sonido agudo, ya que era digital. Pero debía estar mal. Si estaba alucinando, tenía que estar al menos a 38 grados, y estaba a 36. Para mi clase de alucinaciones, esperaba que estuviera a 40.
El termómetro volvió a hacer un sonido. Miré la pantallita. Los números cambiaban. Estaban subiendo, y se detuvieron en el 40.
Alucinación, me repetí. O fantasmas.
Desbloqueé mi celular y empecé a buscar información en internet, pero no encontré nada útil. Sintiéndome tonta, tecleé mis síntomas anormales: poderes. También fue inútil lo que encontré sobre eso (todo eran artículos de los Vengadores y el origen de sus habilidades y poderes), hasta que vi la imagen de la batalla de Nueva York.
Las criaturas de mi sueño que retrocedieron en su evolución, eran Chitauris. Empecé a investigar sobre ellos, pero todo eran teorías no confirmadas. Ni SHIELD ni Los Vengadores explicaron qué eran o de qué mundo venían, sólo que eran el ejército de Loki.
Escuché la puerta del departamento abrirse. Borré todas las páginas y el historial. Esperé acostada.
—¿Rory? —susurró, abriendo la puerta y asomándose en silencio. Me vio despierta y sonrió— Te ves mejor, cielo.
—Sí, lo estoy —afirmé.
Terry se asomó después, me vio y sonrió.
—Qué bueno es verte así, nos diste un susto.
Le devolví el abrazo cuando me apretó entre sus brazos. Me reí sobre su hombro. Podía imaginarme lo asustados que se sintieron. No me sentí ni me vi nada bien anoche.
—Me siento como si nada —mentí.
Físicamente estaba bien, esa parte era cierta, pero mentalmente me sentía como una lunática escapada del manicomio. Los dolores de cabeza iban y venían.
—Voy a darte más fruta, sigue descansando. No queremos que recaigas por no cuidarte —dijo Emma antes de salir y dirigirse a la cocina.
—Lamento haberlos preocupado.
Terry suspiró y se sentó frente a mí.
—No tienes que disculparte, Rory. Esto le pasa a cualquiera, y ya estás bien —me dijo calmadamente—. Es sólo que te veías pésimo, seriamente consideramos llevarte al hospital.
Qué bueno que no lo hicieron, pensé. Habría terminado en el área de psiquiatría.
—Gracias por cuidarme.
—Tampoco debes agradecer, eres nuestra niña, nuestra responsabilidad. Descansa.
—¿Mañana podré ir a la escuela?
Terry dudó, haciendo una mueca.
—Veremos cómo amaneces mañana. ¿Cómo va tu fiebre? —preguntó, mirando el termómetro.
Lo tomé rápidamente, antes de que lo viera con los cuarenta grados.
—Mejor, me revisé hace unos minutos.
Entrecerró los ojos con sospecha, pero no me cuestionó.
—¿Y el box?
Terry negó con la cabeza.
—No hasta ver que comas sólidos sin vomitar, que y tu color mejore —sentenció, señalando mi cara ligeramente pálida y con ojeras.
—Está bien.
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