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3. Tira y afloja

Había puesto la alarma del teléfono a un volumen exagerado. Podía imaginar con claridad el rostro de ira de cualquiera de mis vecinos, maldiciéndome. Estábamos en vacaciones, ¿por qué alguien querría joder al resto? No quería joder a nadie. Solo, despertarme después de una noche casi en vela. Suspiré al pensarlo. Seguía con el cansancio en el cuerpo y por supuesto. Me daría por saco durante el resto del día. ¡Qué ilusión! Dentro de mi cabeza, mi vocecilla interior entonaba la canción de Mecano: hoy no me puedo levantar. ¡Qué graciosa!

Rodé, trepé, y acabé saliendo de la cama como pude, gruñendo, tosca, como una cría pequeña. Y no me moría de vergüenza. Por lo menos, lo hacía en mi intimidad. Así, nadie podría criticarme. Aunque si tuviera que hacerlo en público, tampoco me importaba. Al menos delante de Bego, ya que teníamos los mismos despertares. Éramos tal para cuál.

Me entró la pereza al recordar el viaje. El que tendría que espabilar si no deseaba llegar tarde o de lo contrario, Bego me la tendría bien jurada.

Hice una última inspección a mis cosas y corrí, rauda, de un lado a otro con la idea de un desayuno rápido y de arreglar mi aspecto aunque fuese un poco antes de salir a la calle. No quería llamar la atención, ni espantar a nadie. Al entrar en el baño me encontré con mi lamentable aspecto cara a cara. ¡Vaya por Dios! Parezco sacada de una película de terror. Tenía que disimular el puñetero desastre.

Y bueno... con tantas prisas y ahogamientos y toses, quejidos por tropiezos y maldiciones, alcancé la puerta de salida arrastrando mis cosas hacia el descansillo. Estaba siendo puntual. Eso era bueno.

Bajé las escaleras con cuidado de que mi maleta no se abriera. El resto, pendía de mi hombro. Y al salir al exterior me encontré con el coche de Bego, ya esperándome enfrente. ¡Esta mujer era un condenado reloj puntual y perfecto! Suerte que no me dormí o hubiéramos tenida una buena aquí, abajo. Yo era de las que procrastinaba un poco y ella, de las que llegaban por lo menos con media hora de antelación mientras fueran puntuales.

—¡Buenos días! —saludó, saliendo del coche para ayudar a colocar lo mío en los asientos traseros—. Llegaste a tiempo —ironizó.

—Ya te lo dije...

—¿Has dormido?

—¡Como una marmota! Tú que crees.

Escudriñó mi rostro y luego frunció los labios, dudando.

—¡Mientes!

—Piensa lo que quieras —busqué concluir, subiendo en la parte del copiloto.

Ella dio la vuelta al coche y se metió por la del conductor.

—Enséñame el bolso —dictó, señalándolo.

—¿Para qué? —Nos quedamos unos segundos mirándonos muy fijo. Acabé frunciendo el ceño cuando caía en la cuenta de a qué se estaba refiriendo—. Descuida. La dejé en casa.

—Quiero verlo.

—No. El interior de mi bolso es privado.

Negó, todavía incrédula. Se santiguó.

—Que Dios nos pille confesados si acabamos en el fondo del mar.

Negué, sorprendida. ¡Cómo le gustaba el drama!

—No seas exagerada —la censure.

Elevó los hombros, pasando de mí. Era lo que esperaba que hiciera. Acababa por dejarme por imposible. Conocía mi famosa testarudez. Y yo lo agradecía enormemente. Sinceramente lo agradecía.


La fila de vehículos era inmensa en el embarcadero. Tardamos una eternidad en acceder adentro. Y el viaje no es que fuera del todo placentero. Podría poner más de una queja y jurar y perjurar no repetir con aquella compañía. Pero tenía que callar y seguir a bordo porque ya no había retorno de billetes, ni de nada más.

Era bonito ver el azul del agua que reflejaba el despejado cielo, añadiendo la calidez extrema del sol que comenzaba a hacer mella en quien estuviera a la intemperie. La brisa marina aliviaba un poco ese quemazón. Cerré los ojos, alzando el rostro para que me diera esa brisilla agradable que chocaba con el barco a medida que tomaba velocidad.

—Nos falta aquí el guapísimo Jack Dawson.

—El de Titanic...

—Ajá —murmuró, asintiendo.

—No me gusta Leonardo Di Caprio. Antes tengo una lista inmensa de todos aquellos que preferiría que ahora me tomasen por detrás, y me animasen a que gritara: ¡libertad!, mientras me seducen —señaló, divertida.

—Podríamos hacer una fila de todos ellos, e ir probando.

—Estaría bien.

—Esos son los mejores. Los ficticios. Los que no dejan huella, ni dolor, pues no son reales, ¿no?

Sí. Esos eran los mejores. De los reales y el dolor, yo ya conocía demasiado. Obvie esa parte. La parte del que prefería no nombrar.

—Sí. Esos son los mejores —respondió, melancólica y triste en porciones similares.

Se dio cuenta de su error al hacer esta mención. Buscó cambiar de tema.

—¡Es bonito esto! Mereció la pena venir hasta aquí. —Elevo los hombros, no muy convencida. Todavía desganada—. ¡Vale! Ponte ahí y te haré unas cuantas fotos. Las subiremos en las redes sociales para hacer los dientes largos a más de uno, y de una, ¿sí?

¡Qué remedio! No me apetecían fotos con el aspecto desastroso que llevaba puesto esta mañana. Sin embargo, preferí no discutir, ya que sabía que, de no hacerlo, podría arrepentirme más tarde.


Desembarcamos tras otra media hora y pico saliendo del enorme cacharro, de entre todo aquel barullo. Solo quedaba ver si el hostal donde nos hospedaríamos estaba en buenas condiciones. En las mismas que se veía en internet. Más que un hotel, era un hostal. Y no se encontraba lejos del puerto donde acabábamos de desembarcar.

Tuvimos que preguntar a Google hacia donde debíamos ir. Éramos forasteras allí y no conocíamos nada. El hostal quedaba como a quince minutos de allí, en coche, por una avenida que constaba de doble carril de ida y regreso. En el cielo se visualizaban algunas nubes arrastradas por el viento, sueltas y borrosas, testigos de nuestra andadura. Aquella en la que esperábamos no perdernos. Yo no perdía detalle de nada. Como si quisiera memorizar todo aquello para algún próximo regreso. Las paradas del bus de color azul cobalto, junto a las marquesinas de la publicidad en el mismo color, rompía de vez en cuando el resto de tonos de la avenida. Hileras de farolas, y algunos semáforos que nos ralentizaban nuestra marcha, formaban parte del nuevo escenario.

Encontramos la fachada blanca que habíamos visto en Google. La referencia de nuestro pedido. Una fachada con ristras de balconcillos en el que ya podía imaginarme tomando un café y algo más, con el frescor de la mañana, porque no es que hubieran vistas estupendas, siendo una callejuela. Pero eso era mejor que algo. ¿Lo curioso?; que en la misma calle hubiera un par de hostales más. La competencia abundaba. Podríamos probar alguno de los otros en los siguientes años. Quizá el siguiente no repetiríamos destino. ¿O tal vez sí? Todavía era muy pronto para saberlo. Aún no habíamos visto el interior de este, salvo en las fotos.

Entramos en recepción. Un señor muy amable nos atendió y nos cedió la llave. Nos acompañó hasta la habitación y en la puerta, nos recordó que en caso de necesitar algo, solo tendríamos de bajar a recepción y comentarlo. Bien. Al menos existía ese puntillo de hospitalidad.

La habitación no estaba mal: pulcra, aunque pequeña, con dos camas con juego de cama claro, y un baño pequeño aseado y pulcro. Me asomé al balcón. Lo que pensaba: vistas a los edificios de enfrente. Por eso era más barato. Porque no tendríamos las vistas directas a la playa. Daba igual. No podíamos permitirnos toda clase de lujos viniendo de la clase trabajadora.

—No está mal —murmuré.

—Podría estar mejor —me contradijo Bego, tras un suspiro.

—Nuestro presupuesto era escaso.

—E Ibiza es cara.

—Eso es.

Bego se encogió de hombros.

—Vale. Dejemos las cosas en su sitio y salgamos a dar una vuelta. Desayunaremos algo.


Tuvimos nuestras dudas. No queríamos hacer las cosas a voleo y consultamos de nuevo las opiniones de las cafeterías que teníamos cerca. Acabamos eligiendo una que estaba situada cerca del centro histórico. Luego podríamos echar un vistazo por allí, e ir a la vez, al puerto. Nos habíamos puesto los zapatos más cómodos sabiendo que tendríamos que andar bastante.

El desayuno estaba delicioso. La tostada de jamón serrano me sentó fenomenal. Venía acompañada de un zumo de naranja fresquito. Bego fue más de café con leche para acompañar a la suya.

—Estaba hambrienta —reconocí, llevándome la mano al estómago.

—¿Qué quieres que hagamos luego?

—Damos unas vueltas por aquí, nos echamos unas cuantas fotos y nos largamos a la playa —propongo—. Quiero inmortalizar cada uno de los sitios por los que pasamos.

Sacó el móvil. Me miró, emocionada, invitándome a posar.

—Luego me echas una a mí.

—Vale —acepto.

—Estate quieta. Ni respires...

—¿Quieres que la palme? ¡Por Dios, Bego!

Estalló en risas.

—Era un decir, mujer.

—Ayns —espeté, negando, todo en broma. Porque quería mostrarme animada. Porque haber salido de mi zona segura no había estado tan mal.

Cambiamos el rol. Le tocaba hacerle las fotos a Bego. No parábamos de reír. A veces, con los carrillos medio llenos, enseñando lo que estábamos comiendo. Vale. Antes le habíamos sacado la foto a todo lo que nos habían servido, aún sin tocar. No podíamos evitar hacer foto a cualquier cosa que hiciéramos, mientras no fuera ilegal.

—Y ahora una las dos juntas.

—¿Se lo decimos al camarero?

—Me parece bien.

Alcé el brazo y vino con prisas.

—¿Sí?

—¿Podrías hacernos una foto, por favor?

Nos miró un poco mal porque habíamos interrumpido su trabajo para semejante tontería. Terminó aceptando, aunque un pelín de mala gana.

—Sí. Claro.

Echó un par y me regresó el teléfono con prisas.

—Gracias —soltamos al unísono.

Él, simplemente nos miró, y asintió, medio ignorándonos.

Eché un vistazo a lo que había hecho. Las dos habían salido borrosas. ¡No costaba tanto encuadrar, joder! Me hubiera gustado gritarle que hubiera puesto mayor interés. Pero me pisé la lengua, ya que el encargado del local los estaba llevando con mano dura. Aquello se llenaba, y las comandas parecían atrasarse más de lo normal. Suerte que no fue nuestro caso.

—¿Y ahora qué? ¿A quién le pido que nos saque una?

—Trae.

Bego me quitó el teléfono. Posamos, y nos sacamos una de cerca.

—Veamos, no se ve la perspectiva bien. Pero eso es mejor que nada —argumentó mi amiga, dejando salir el suspiro, defraudada.

Me cercioré de que cerca de nuestra mesa había dos chicos desayunando que no nos quitaban el ojo de encima. Lo cierto era que a pesar del barullo del interior del local, estábamos hablando a un volumen tan alto que se escuchaba con claridad lo que estábamos diciendo. Pobre camarero, supongo que se habría ofendido de mi comentario por lo bajini «vaya mierda de enfoque».

—¿Queréis una foto? Podríamos hacérosla cualquiera de nosotros dos —se ofrecieron.

—¿Podrías? —soltó con un gritito Bego.

—Saúl, ¿la haces tú, o yo?

—Tú encuadras mejor —dijo el otro, un bombón de ojos azules que hizo que me quedara embobada. No es que su amigo fuera feo. Pero aquellos ojos... Era imposible no mirarlo.

El más moreno se levantó de la silla y extendió la mano.

—Bien. Poneros juntas —dicta, sonriendo de lado.

Me dio una punzada el pecho. El roce de sus dedos con los míos en el intercambio del teléfono había sido extraño. Había provocado en mí un escalofrío. Eso me alertó. «No quiero volver a enamorarme». Recordé la orden que dicté a mi corazón después de lo de Juanma. No quería sentir nada más por nadie. Y que un simple roce me provocara aquello no me había gustado nada.

—Vale... Mirad aquí. Quietecillas que disparo —fue rezando a medida que realizaba la ceremonia de sacar la foto. Al escuchar el clic, solté el aire que había contenido para no moverme. Creo que Bego hizo lo mismo porque exhalamos a la vez—. Saco otra por si acaso —advirtió, volviendo a ponernos tensas. Otro clic; otra exhalación, y por fin libres.

Me devolvió el teléfono.

—Por cierto, soy Víctor, y él es Saúl.

—Estef y Bego —dijo mi amiga, señalándonos alternativamente, antes de que pudiera despegar mis labios.

—Encantados —agregó el más moreno, hablando por los dos—. Bueno, os dejamos que terminéis vuestro desayuno, tranquilas.

—Podríamos desayunar juntos. Podríamos pedir al camarero que juntase las mesas.

Miré a mi amiga, fulminándola con la mirada. Negué levemente. ¡Mala idea, joder! Como si no recordase mi promesa. Y ella sí que la conocía.

—Solo será amistad —murmuró, acercándose con disimulo, con un volumen de voz tan bajo que solo la escuchase yo.

—Nunca es amistad cuando se trata del sexo contrario.

—¡Deja de ser tan seca y esquiva, jolines! En algún momento tendrás que romper la maldita foto que sé que te trajiste en el bolso.

Clavo la mirada en ella con rabia.

—Bego...

—Estef...

Los dos chicos seguían de pie a la espera de la decisión definitiva. Y yo estaba tan cabreada que me apetecía dar un grito gutural y dejar a mi amiga allí, sola, por pasarse de la raya.

—¿Qué queréis hacer?

—Obvio: que desayunéis con nosotras.

Podría mostrarme como una histérica, decirle de todo a Bego delante de ellos y comportarme tan mal que acabáramos con nuestra amistad el primer día de nuestra llegada a la preciosa isla. Lo pensé mejor. En cualquier momento podría poner las barreras que quisiera mientras dejara claro a quien fuera que no quería llegar a nada más. Y si ellos conocían la isla, podrían ser mejores guías que el mismo Google.

—Estef...

—¿Qué?

—¿Quieres que se queden?

Me encogí de hombros, no demasiado convencida.

—Si quieren...

Bego me dio un codazo.

—¡Sé más efusiva, tía! Los vas a espantar —me regañó en voz baja—. Y están muy buenos.

—¡Te van a oír!

—¡Qué más dará! Dentro de una semana habremos desaparecido para ellos. Mientras, lo pasaremos bien.

—No. No vayas por ese camino, Bego.

—Tú quieres olvidar a Juanma. Y yo quiero tener novio. ¡Aquí está la oportunidad! —continuó murmurando sin pensar que ellos estaban escuchando todo alto y claro.

—No iré más allá que una amistad.

—¡Haz lo que quieras! Pero pasémoslo bien, ¿sí? Y hazme un favor...

—¿Cuál?

—Vive la vida. Sé feliz. Lo mereces.

Víctor y Saúl seguían esperando nuestra respuesta. Yo continuaba indecisa. Y, sinceramente, todo aquello me olía a problemas futuros. Pero la frase de Bego caló muy hondo en mí: vive la vida. Sé feliz. Lo mereces. Recordé que "quien no apuesta, no gana". No quería apostar por nadie. Pero tampoco podía ir rechazando a todo el mundo con el mismo miedo cargado a cuestas. «Solo amistad», me repitió mi vocecilla interior. Sí. Solo amistad —le confirmé, aceptando la proposición de los buenos deseos para mí, por parte de Bego.

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