
12. Mi guía
Dormí del tirón. Anoche, cuando llegué al hostal, Bego todavía o había llegado. Intuía que su noche sería mucho más larga que la mía. Su cama todavía hecha y vacía, al despertar, confirmaba mi corazonada.
Me estiré como un gato, y bostecé. Sonreí, relajada. Recuerdos de la noche anterior comenzaron a proyectarse en mi cabeza. Fue una despedida un poco incómoda, en la que casi hubo beso, pero no sucedió, ya que los dos pensábamos que era demasiado pronto para ocurrir —yo lo pensaba, seguro que él también por cómo mantuvo su justa distancia—, todavía con nuestro corazón hecho añicos después de las relaciones anteriores que tuvimos; de las que salimos mal parados. Nuestras heridas abiertas todavía tenían que sanar.
Busqué mi teléfono. Había reposado durante toda la noche sobre la mesilla. Lo tomé en mi mano, decidida en ir en busca de nuestros últimos mensajes de buenas noches. Yo había pasado a estar reacia a que me mandase cualquier misiva o prueba de interés por mí, a no parecerme tan mal si seguíamos considerándolo amistad. Aunque tengo que reconocer que comenzaba a atraerme y eso me repateaba el trasero con disgusto.
La voz de mi conciencia volvió a hablar: «creo recordar que hiciste una promesa y, querida mía, no la estás cumpliendo».
—¡Hago lo que me sale del forro! —le grité a la todavía oscuridad del cuarto. Me reí de semejante estupidez. Estaba lidiando conmigo sola. Peleando contra mi indecisión. No quería que llegásemos a más, y le estaba abriendo la puerta y colocando el felpudo de bienvenida para que pasase adelante. «¡No, amiga mía! No creo que estés haciéndolo tan bien», volvió a hacer eco en mi cabeza.
La alerta de un mensaje entrante me devolvió de golpe a la realidad. Curvé los labios al descubrir de quién se trataba.
•«¿Estás despierta?»
¡Y bien despierta que estaba! Sobre todo, porque él mismo me acababa de despejar.
•«Sí»
•«Arréglate. Paso a por ti y desayunamos juntos. Hice planes sorpresa para hoy. Y no quiero que lleguemos tarde»
¿Tarde? ¿A dónde? Había madrugado. El calor de la noche apenas me había dejado pegar ojo, a pesar de la brisa marítima que venía aromatizada con sal, aún no estando en primera línea de playa.
Cuando nos encontramos abajo me quedé atónita.
—Buenos días.
—¿Y eso? —Señalé hacia la moto a la que iba subido—. ¿De dónde la sacaste?
—La alquilé. Hoy iremos de excursión. Te encantará. No dejaré que te aburras ni un solo día aquí —aseguró, como si estuviera obligado a dejarme con buen sabor de boca de este archipiélago. Naturalmente sonreí, emocionada, olvidando por completo lo mosqueada que seguía con él por no desvelarme quién era. Por supuesto, acabaría haciéndole confesar. Eso, seguro.
Me pasó el otro casco que cargaba en sus manos.
—Pero primero tendré que alimentarte bien si no quiero que te desmayes en mitad de la excursión.
—¿Me alimentarás? ¡No soy un bebé! —protesté, en broma.
—No te empapuzaré. Comer, lo harás por ti sola. Yo solo te llevaré al lugar donde puedas conseguir tu ración —añadió, siguiéndome la broma.
Me coloqué el casco. Me había puesto debajo el biquini, debajo de un vestido de algodón en azul marino con flores pequeñas. Y me había llevado una bolsa ligera con todo lo necesario. Suponía que todas aquellas excursiones acabarían en algún momento dentro del agua. Aunque él no me lo hubiera adelantado.
Me llevó a desayunar en aquel sitio donde me encantó el sándwich que me zampé, a la plancha. Empezaba a conocer mis gustos y preferencias. Como si apuntase en una libretilla cuanto me gustaba. Como si fuera un trabajo importante para él.
Paladeé incluso el zumo de naranja que me supo a gloria. Estaba hambrienta. No dar pie a dormir las horas correctas después de una noche movida, e inolvidable, a la vez —e iban a ser muchas más mientras él siguiera con su ruta de no dejar que me aburriera en aquella isla—, daba un hambre atroz. Suerte que, cuanto comiera, terminaría por desaparecer con tanto ejercicio físico diurno y parte del nocturno. Empezábamos a ser aves de la noche entre música y fiestas. Y lo que suponía que quedaba.
—Tienes que decirme quién eres.
Arqueó una ceja, divertido.
—El anonimato es mucho más interesante. Cuando esto se pierda, perderá todo su encanto, como la carroza de cenicienta que se volvió una calabaza.
Me sonó muy raro en boca de un hombre que hablara de cuentos infantiles que solo interesaba a las chicas. Lo había mencionado como sugerencia a su comparación. Pero igualmente me sonó así de raro.
—¿No te volverás una calabaza pasada la media noche? —bromeé, casi muerta de risa.
—Calabaza puede que no. Pero dejaré de ser encantador y divertido una vez encuentres mi punto débil.
—Tu... punto débil.
—Mi verdadera identidad.
Fruncí los labios siguiéndole la broma. Porque pensaba que estaba bromeando aún.
—¿Por qué? ¿Qué escondes en tu lado oscuro? ¡Tienes que decírmelo! ¿No serás un asesino en serie tal y como pensé?
—¡Ay, por Dios, no! —Repasó con sus dedos el pelo, nervioso, tras limpiarse bien con la servilleta. Parecía ser que ocultaba algo en ese lado oscuro. Algo que sí me inquietaba si tenía que ser franca. Pero que prefería no saber todavía porque de verdad me lo estaba pasando bien, aun cuando apenas lo conocía de nada.
—¿Entonces?
—Señaló hacia mi desayuno.
—Date prisa. Tenemos mucho que hacer hoy. No quiero perder un solo minuto.
Asentí. La intriga me estaba matando.
Volví a dudar de si agarrarme a él al montar en la moto. Antes me había agarrado de los lados, con él riñéndome por si me caía. No le había hecho el menor de los casos.
—En serio, Estef, no quiero perder el paquete por el camino —añadió, escuchando su risilla mordaz desde debajo de su casco. ¡Qué graciosillo! Con bastantes dudas, pase mis manos por su cintura. Rozar su abdomen logró que un escalofrío barriera mi espalda. Por primera vez en aquellos días sentía ese estremecimiento, aun cuando era Víctor a quien estaba agarrándome a la desesperada por no caer—. ¿Lo ves? No es tan difícil.
Me puse roja como un tomate. Una oleada de calor subió por mi cara, sofocándome. Suerte que la tenía escondida y él no se percató. Aunque creo que sí lo intuyó porque noté los golpecillos en la parte de su estómago adivinando que todavía se estaba riendo de mi vergüenza.
—Arranca y calla. No me gusta nada montar en moto como paquete.
—¿Por qué?
—Inseguridad... ¡No sé! Prefiero conducir yo.
—¿Quieres conducir tú?
—¡No! Por Dios. No sé llevar acompañante. No quiero jorobar la moto y que luego nos cueste un pastón. Y, por cierto, cada cosa que planees saca mi parte del total. No dejaré que pagues mis caprichos —le hice saber, evitando deberle nada.
—A esto te invito yo.
—No. Invitaciones ninguna. Cada cual que pague su parte. Es lo justo —expliqué, con determinación.
—De acueeerdo. —Arrancó el motor del cacharro. Me agarré más fuerte. Lo sentí sonreír de nuevo—. Agárrate bien. Disfrutemos del día.
—Ok.
Había mandado un mensaje a Bego durante el desayuno. Parecía ser que ellos también habían hecho sus propios planes. Que, lo que restaba de vacaciones, iríamos cada pareja por un lado. Lo de «cada pareja», dentro de mi mente sonó escalofriante. ¿Iba a terminar, en serio, enrollándome con el tal Víctor, aún sabiendo que ocultaba algo lúgubre, o sabe el infierno qué? No quería pensar en ello, ahora.
La excursión fue excitante. Visitamos los hermosos pueblos de Santa Eulalia, San José, San Antonio y San juan. Hice muchísimas fotos. Las personales volvieron a almacenarse en mi cámara de fotos y teléfono móvil. Parte de las paisajísticas se almacenaron en los teléfonos de ambos. Víctor me las pasaría luego por correo electrónico o whatsap. ¡Iba a atesorar un álbum del viaje sorpresa —por culpa de Bego—, a aquel precioso lugar.
—Tengo programado ya qué haremos durante el resto de días. Vas a quedarte con un buen sabor de boca de este lugar, quiero adelantarte.
—Recomendaré viajar con un guía turístico, puesto que no te pierdes nada de lo más interesante.
—¿Nada de lo más interesante? —formuló, divertido.
—¡No te andes por las ramas! Hablo de las excursiones. De nada más.
—Oh. Tomaré nota de eso.
Me llevó hasta Aigües Blanques; un lugar tan paradisíaco, como bello. No tenía suficiente memoria fotográfica en mi cabeza para procesar y guardar tanta hermosura en un lugar al que era la primera vez que viajaba. Nos dimos un chapuzón para refrescarnos. El sol apretaba con fuerza. Y todavía nos queda por recorrer.
Y me llevó al mercado de las Dalias. El mercado Hippy me pareció encantador. No podía dejar de escudriñar todas aquellas paradas ambulantes llenas de colores en sus pañuelos, vestidos, bisutería, etc, a la venta. Tenía que llevarme algo de allí como recuerdo. Y tenía que sacar fotos de ello, también.
—Hazme una con todo esto de fondo.
—A sus órdenes, jefa —canturreó, realizando un gesto de saludo militar.
Me hizo gracia su respuesta. Me sentía como la protagonista de un film que estaba describiendo mi nueva vida. Una en la que empezaba a emborronarse un pasado que ansiaba dejar aparcado. Hizo unas cuantas para luego escoger la que mejor quedara. Fui eliminando del almacenamiento de mi teléfono y cámara aquellas que habían salido defectuosas con el fin de apurar mis tarjetas y memoria, con las mejores.
Hicimos un barrido por toda aquella zona: playas, calas, lugares de interés... Estaba encantada, aunque molida. Comimos en un chiringuito al pie de playa. El ambiente era increíble, las vistas idílicas, y la compañía, muy grata, ¿para qué mentir? Empezaba a acostumbrarme a él.
—Hagamos snorkel cuando se nos asiente la comida.
—¿Snorkel? ¿Qué es eso?
—Buceo con tubo. Te gustará, si le pillas el tranquillo. ¿O quieres pasar directamente al buceo?
—¿Con botella de oxígeno y todas esas parafernalias? Prefiero el snorkel —escogí, sin pensar demasiado—. El equipo de snorkel pesa menos.
—Aunque te quedarás a menos profundidad.
—Da lo mismo. Me gusta quedarme a una profundidad segura. Osease; cerca de la superficie.
Lo hice reír.
—¡No sabía que eras así de miedica!
—Pues ya lo sabes. ¿Punta Galera o Sa Caleta?
—No sé. Como prefieras.
—En Punta Galera hay mucha posidonia y el fondo es transparente. Aunque nos costará andar un poco y descender por rocas desigualadas y erosionadas, para llegar abajo.
—Bueno. Tampoco será para tanto.
—Punta Galera es una antigua cantera. De ahí la desigualdad y degradación de sus rocas. Está formada por losas enormes y planas donde los bañistas colocan sus toallas. En esa zona se encuentra, a la vez, la playa nudista. ¿Quieres que hagamos nudismo? ¿Te interesa?
Me puse colorada. ¡Ni de coña me quedo desnuda delante de todo el mundo!
—¡No! Estás muy loco.
—Contra gustos...
—¡Que no! Que no.
Pasaremos por casa. Tengo un par de máscaras del Decathlon para realizar este deporte acuático. Suelo llevar las dos por si se nos rompiera alguna de las que Saúl y yo tenemos. O si tenemos que compartirla con alguien.
—Con alguna chica...
—Luego se desinfecta bien y punto —agregó, cuando puse cara de asco.
—Ah. Claro. Eso es primordial.
—Y necesario.
Asentí. Tomaban todas las precauciones por una higiene perfecta. Eso me tranquilizó, ya que iba a usar una de las dos que tenía.
—¿Entonces es un sí?
—Es un«vale»
—¡Aleluya! Ya era hora de que la Estef osada saliera.
—¡No estoy tan majara!
—Hacer lo que te divierte, siempre con precaución por la importante seguridad, no es locura. Yo he hecho incluso escalada al aire libre.
—¿En serio?
—Parapente, rafting, puenting...
Puse mi mano frente a él.
—¡Vale! Vale... vale; ya me hago a la idea. Aunque no esperes que practique nada de eso, contigo.
—¿Por qué?
—Mi locura no rebosa el borde del vaso, ni trata de romperlo, créeme; no estoy tan chalada.
Dejó salir una risotada.
—Me encanta cómo lo dices. Ni que yo estuviera tratando de acabar con tu vida tentándote a realizar mis deportes favoritos y arriesgados.
—Ya sabes: ¡olvídalo!
Víctor
Me costó un poco convencer a Estef en que se dejara llevar por la diversión. Cuando accedió no pude creerlo. Yo sabía que le pillaría el gusto y volvería a querer repetir. No conocía su parte vulnerable. Nunca me había detenido a observarla. A estudiar esa parte para entenderla. No podía dejar de observarla, de analizar cada mueca, cada pestañeo, cada mueca que me parecía tan graciosa como atrayente. Ella me gustaba. ¿Cuántas veces me lo había repetido ya? Y cuantas sabía que acabaría por perderla.
—¡Aleluya! Ya era hora de que la Estef osada saliera —la felicité.
—¡No estoy tan majara!
—Hacer lo que te divierte, siempre con precaución por la importante seguridad, no es locura. Yo he hecho incluso escalada al aire libre.
Su cara era un poema. Puede que pensara que estaba fardando para impresionarla. O puede que sí me creyera. Creyera que lo decía de verdad. Igualmente tanteó.
—¿En serio?
—Parapente, rafting, puenting...
Levantó la mano para que me callara. Se estaba agobiando en un momento.
—¡Vale! Vale... vale; ya me hago a la idea. Aunque no esperes que practique nada de eso, contigo.
—¿Por qué?
Conocía la respuesta. No era difícil adivinarla. Igualmente la tanteé.
—Mi locura no rebosa el borde del vaso, ni trata de romperlo, créeme; no estoy tan chalada.
No pude evitar reír con ganas. ¡Lo dijo con tanta gracia! Y a la vez con ese punto de aviso para que no la obligara a hacer nada de todo aquello, medio enojada.
—Me encanta cómo lo dices. Ni que yo estuviera tratando de acabar con tu vida tentándote a realizar mis deportes favoritos y arriesgados.
—Ya sabes: ¡olvídalo!
Puede que la estuviera asustando. No podía obligarla a nada. Y conque ya se hubiera conformado en aceptar el buceo con snorkel ya me daba por satisfecho. Sabía que, cuando bajara hasta aquel lugar mágico similar al terreno de marte solo que lleno de agua, y de peces de colores, algas y del resto de la fauna marina que pudiéramos encontrar, por ahora a escasos metros de profundidad de la superficie, perdería el miedo, y dejaría de arrepentirse de inmediato. El paisaje bien merecía la pena intentarlo.
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