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1. ¡Menuda locura!


                                                                                      ~~~~~~

—¿En serio?

Bego revolvió la ropa que yo misma había empezado a colocar en mi maleta. Todavía me quedaban más cosas por colocar allí, adentro. Pero si no sacaba las manazas de ella, estallaría una buena gresca entre las dos.

—¿En serio, qué? —rebatí, airada.

Ella frunció el ceño peligrosamente. ¡De perlas! Ahora sacaría de la pockeball a Godzilla. Se venía una buena.

—¡Mira lo que has puesto ahí, adentro, para llevarte! —Negó, enfurruñada—. ¿A dónde te crees que vamos? ¿A un funeral? ¿O a caso a un lugar súper sagrado? —Lo de "súper" lo arrastró como si hablase en lenguaje pijo—. ¡Vas a ir tapada hasta las orejas en pleno verano, tía! —continuó protestando.

—¡No es verdad!

—¡Sí que lo es! Que no te vas a un convento, bonita.

Puse los ojos en blanco, indignada. ¿Por qué tenía que ser así de borde conmigo? Suficiente tenía con mi desgracia personal. Y también debería de contar con mi opinión, y mis gustos. Sin embargo, ella tenía otros planes para mí. Prefería no saber, por ahora, cuales eran. Me apartó con brusquedad para dirigirse hacia mi armario y cajones.

—¡No toques nada! —la avisé, gritando a pleno pulmón.

—¡Pasa página, caray! El mercado del género masculino te espera allá, afuera, y no debes de huir. De lo que se trata es de pasarlo bien. De vivir la maldita vida como se debe. O sea, divertirse. No quiero que espantes a nadie. Quiero que seduzcas.

—¡De eso nada, monada!

Interrumpió súbitamente su euforia para echarme la monserga. Me cogió fuerte de los hombros y que no me escapara, obligándome a escucharla.

—Se acabó ir de víctima —empezó a decir—. Te mereces algo mejor que ese capullo infiel y despendolado. Tendrías que hacer borrón y cuenta nueva. Poner fin a la mierda de vida que te regaló —charló, entornando la mirada, furiosa. Me soltó de golpe y prosiguió con lo que estaba haciendo—. Te llevarás este... Este, y este.

Fue tirando de las perchas de las prendas que le parecieron bien que me llevara. ¡Genial! Todas las que tapaban lo justo de mi figura, y algún que otro trapito para llevar sobre la ropa de baño, de un talle similar; metros de tela similares, bajo mi mueca disconforme. Me acerqué para descolgar dos perchas más. En ellas tenía colgados dos pares de pantalones vaqueros: unos piratas y los otros dos, clásicos aunque ceñidos.

—También me llevaré esto. Sabes que vivo de la comodidad.

—¡Eso tapa demasiado!

—Además de unas cuantas camisetas que elegiré yo, señora estilista del tócame las narices.

—¡Hago lo que es mejor para ti!

—Claro que sí, Bego. Claro que sí... —sostengo, con tono irónico.

No me apetecía tener ninguna clase de relación más. Quería que esta se enfriara del todo y pudiera regresar a la paz. PAZ. Eso era justamente lo que quería conseguir. Además de la maldita libertad que ansiaba. Libertad de la real.

Me ayudó a hacer los cambios. Me ayudó con el resto. Y terminamos de hacer el equipaje mucho antes de lo que yo lo hubiera podido hacer. Al terminar, puso las manos en mi cintura, colocándome hacia ella para que la escuchara con atención.

—Estef...

—Qué quieres ahora. Miedo me das.

—Repite conmigo: vamos a pasarlo bien. ¡Vengaaa! Repite: vamos a pasarlo bien.

—Mi tranquilidad se irá a la mierda. La voy a cagar.

Me dio un pequeño empujón en el que casi caigo sobre la cama, de espaldas.

—¡Pesimista!

—Lo siento. Pero es la puta realidad —apostillé.

Negó, poniendo los ojos en blanco. No sé cómo es que pueda tener tanta paciencia conmigo. Incluso yo, con ella. Ahí estaba el qué de la cuestión. Sinceramente, reconozcía que, desde el bajón causado por la ruptura con Juanma, estaba negativa, e insoportable. No podía remediarlo.

—Gracias a mí vas a cambiar el chip —alardeó con insistencia.

—Me estás arrastrando a punta de pistola hacia mi suicidio.

—¿Pistola? —Miró a su alrededor en busca de algo—. ¡Si estoy desarmada, mentirosa! —Con la mueca de enfado que puse, le entró la lástima. Me abrazó fuerte, casi asfixiándome—. Te quiero mucho, Estef. No te dejaré caer. ¿Me oyes? Y este será uno de los pasos más gigantescos para no dejarte caer.

Asentí, con la barbilla apoyada en su hombro. En el fondo, Bego es un ángel. Sin ella, no podría salir de este enorme cenagal. Lo reconozco.

—Un segundo...

Me aparté de ella en busca de algo. Regresé con un pequeñísimo fajo de billetes. Aunque algo era algo.

—¿Y eso?

Me puse a discursear como un maldito político.

—Demos las gracias a la fundación capullo monumental por facilitarme un pequeño fondo para mi diversión.

Bego soltó una fuerte carcajada.

—¡Eso estuvo bueno, tía! ¿Lo vendiste todo?

—Todo. Hasta el último regalo que me hizo. Incluso los peluches. Y porque no pude vender también su alma y sacar más dinero.

Bego volvió a reír. Me mostró la palma de su mano. Se la choqué con fuerza.

—¡Eres la caña, tía! ¡Eres la mejor negociadora que existe sobre la tierra!

—Eso no voy a discutírtelo. Graciassssss.

—Y mañana por la mañana confirmaremos todas las reservas. Pagaremos el total, y si no recuerdo mal, me dijeron que saldríamos el miércoles por la mañana con el ferry, hacia Ibiza.

—¿El miércoles? Un segundo... ¿Este miércoles? —Señalé con el dedo hacia el suelo, espantada, como si tuviera justamente ese día pegado a mis pies, sobrecogida, amedrentada... Asfixiada. ¿Para qué tantas prisas? ¡Oh, claro! Solo tengo quince días de los que, unos pocos los invertiré en el inesperado viaje, y otros sabe Dios en qué.

—Sí. Pagaremos un poco más en los billetes del ferry. Pienso llevarme el coche.

—¡Nos saldrá por una pasta gansa!

—Quiero recorrer la isla con mi coche. No me hagas conducir otro —gruñó, empecinada.

De nuevo afloraba esa tozudez que se volvía superior a mis fuerzas.

—De acuerdo. Como quieras —concluí, dejándome llevar. Por poco que todo aquello me apeteciera. Por muy cabreada que continuara estando por una sorpresa que me sacaría de mi nidito de depresión del que no quería salir.

Miércoles. ¡Y estábamos a lunes! Bego había planeado todo con precipitación, adrede. Para no darme tiempo a que me arrepintiese. ¡Condenada traidora!


La tarde la pasamos en la playa. Estar con Bego era tener mi cabeza tan ocupada que no me dejaba pensar en otra cosa.

—¿Dónde has reservado nuestro alojamiento? —pregunté, preocupada. Apenas sabía nada del dichoso viaje. Lo llevaba todo casi en secreto.

—En un principio quería reservar en la zona de San Antonio. Es una zona animada y con un ambiente festivo brutal. Luego recordé que habían demasiadas borracheras, peleas, follones... Y escogí un hostal a pocos metros de la zona vieja. Lo vi mejor. Mucho más tranquilo. No podría compararlo con un hotel de lujo, pero nos vale. Tendremos baño privado y terraza.

—¡Genial!

—Y con todo esto, la suma total y general nos sube a...

Cuando me mostró su teléfono casi me dio un soponcio.

—¿Tanto?

—¿Quieres que lo anule?

—¡Claro que no!

Mi interior seguía diciendo que sí. Que me bajase de aquel barco a la deriva, a punto de ser engullido por una catarata con una caída hacia vacío asegurada. ¡Una condenada locura!

—Mañana zanjaremos todo. Dejé solo una pequeña señal como reserva y toca cerrar tratos. Pagar todo. Y el miércoles seremos... ¡Libres! —gritó, llamando la atención de los de su alrededor. Y es que cuando Begoña se comportaba como una payasa, no era, para nada, discretita que se dijera.

Libres... O nos meteremos en problemas. Seguía en mi línea negativa, pero sería casi imposible no seguir la línea cuando todavía no empezaba a ver la luz al final del túnel. ¿Podría verla después del viaje? Crucé los dedos, casi instantáneamente, tras la deprimente reflexión.

—¡Y ahora regresemos al agua a celebrarlo! Chapotearemos como crías. ¡Venga! —Tiró de mí con fuerza—. ¡Mueve el culo! Pareces un paquidermo rosa.

—¡Y tú una morsa después de todas las comidas navideñas!

Nos reímos de nuestras estupideces. Nos volvíamos infantiles cuando la felicidad nos embarga hasta el punto más alto de su estadística. Una estadística que esperaba fuese buena.


Estaba cansada. Seguramente me prepararía una cena rápida y pillaría la cama. Seguía dándole vueltas a la locura en la que me había embarcado Begoña. ¿Cómo pude dejarme convencer? Mi madre llamó. Precisamente tampoco es que tuviera demasiadas ganas de hablar con ella esta noche. Tenía demasiadas cosas en qué pensar, y se mostraba excesivamente pendiente desde mi rotura. Conocía de buena tinta eso de que las madres son incapaces de soltarnos de la mano en los peores momentos. Sin embargo, juré y perjuré que lo que estaba necesitando era un espacio privado para respirar. Me sentía como metida en un pequeño cubículo sin apenas oxígeno limpio dentro de su atmósfera. Hablé finalmente con ella. Le conté lo del viaje. Más pronto o más tarde acabaría enterándose. Y sería mejor que se enterase por mí.

Se alegró por mí. Se alegró de que Bego me sacara al mundo exterior. Me preguntó si tenía suficiente dinero. Dije que sí. Pero insistió en abonar parte del viaje.

—¡Mamá!

—Eres mi única hija. Si no te echo un cable a ti, ¿a quién quieres que se lo eche?

En eso tenía razón. No tenía hermanos, o hermanas. Había veces que agradecía eso. Otras, que me sentía muy sola. Lo que contaba era que mi madre me había ayudado siempre en todo lo que había podido. Mi padre también. No tenía queja ninguna de mis progenitores, al contrario, les tenía que frenar los pies porque quería emanciparme, incluso en la mayoría de mis gastos. Para eso trabajaba. Y por ello vivía en mi precioso pisito de alquiler desde hacía unos cuantos años.

—El viaje entra dentro de la definición de «capricho». No quiero que pagues mis caprichos, mamá.

—Es tu vía de escape. Y quiero participar. Deja que lo haga —discurseó, como la madraza que era.

Resoplé sobre el auricular.

—Como quieras, mamá.

—Me alegro de que aceptes, hija.

En algunas cosas se parecía mucho a mi mejor amiga. Begoña y yo éramos amigas desde preescolar. Nuestra amistad se había vuelto tan añeja como el vino. A cada año era mejor. Cierto era que habían pequeñas diferencias, pero, ¿y en qué relación no las hay? Siempre que las cosas se arreglaran y regresaran a su función, la cosa podría funcionar.

—Tengo que dejarte, mami. Voy a cenar. Estoy cansada —informé.

—Buenas noches, cariño. No olvides llamarme cuando salgas del puerto, y cuando llegues allá.

—Todavía será pasado mañana. Mañana aún te llamaré desde aquí.

—Vale cariño. Pero disfruta. Es lo que te pido, hija. Siempre con cabeza, pero disfruta. Te toca por fin sonreír.

Casi se me cayó la lagrimilla. Mi madre había estado en los peores momentos de mi existencia. En los mejores también, aunque en esos cuesta mucho menos estar. Los primeros días en los que no quería siquiera comer porque quería desaparecer de esta mierda de vida. Ella, junto a Begoña, y mi padre, me habían levantado, y salvado de haber caído al fondo de la oscuridad. ¡Y no! No volveré a llorar por el capullo de Juanma. Eso tenía que tenerlo más claro que el agua.

Me sequé las lágrimas, elevando el mentón como quien sale del agua en busca de oxígeno puro y devolver el compás a su respiración pulmonar. Quería devolver la normalidad a mi respiración, a mi serenidad, al latir de mi dañado corazón.


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