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40

Llevo meses con ese anillo en mi mano como si ya formara parte de mí. Vivo en Riverside durante un par de meses desde mi vuelta, donde les anuncio a mis padres la gran noticia. Mi cuarto se me hace pequeño después de cinco años viajando sin límites por el mundo, por lo que, al cabo de unas semanas más, me mudo a Los Ángeles a vivir en un piso que comparto con Connor cuando le da pereza conducir el trayecto de una hora que hay hasta su casa de Malibú, especialmente en los días entre semana, dado que nos encontramos tan solo a cinco minutos del trabajo.

Y, hablando de trabajo, nos ponemos manos a la obra con el proyecto de la fundación en primavera y, cuando se acerca el verano, ya está todo listo para empezar a localizar las comunidades de jóvenes más vulnerables y ofrecerles oportunidades para mejorar sus vidas.

Por otro lado, también andamos preparando la boda. Los primeros meses han sido más de adaptación, presentaciones del tipo «Mira, esta es Irina, mi prometida» en su trabajo y su familia. Pero cuando llega el verano veo a Connor más estresado. Él es el que lo organiza todo para que esté a punto a finales de septiembre, puesto que celebraremos el acto en su mansión; yo solo me limito a lidiar con mi trabajo y a darle mi breve lista de invitados.

Hasta que llega esa tarde de finales de septiembre y estoy encerrada en una habitación de su mansión de Malibú vestida con una bata, mirando una percha con un vestido enfundado de negro con una nota en la que se lee:


Sé que será de tu agrado, confío en que te gustará. ¿Desde cuándo mi gusto no ha triunfado?

Nos vemos en el altar,

Cupido


Nada más conocer nuestro compromiso, Cupido insistió en que él se encargaría del vestido de novia porque era lo mínimo que podía hacer. Y, como no puede ser de otra manera, ese hombre vive al límite y me hace llegar el vestido la misma mañana de mi boda. Como si no tuviera suficiente con los nervios de la ceremonia.

Desenfundo la prenda de ropa y encuentro un vestido blanco y sencillo, sin muchos adornos, simplemente con la parte superior forjada con seda y algunas perlas distribuidas elegantemente en la zona que corresponde al hombro. Es exactamente lo que tenía en mente.

Con una sonrisa, me dispongo a ponérmelo y, justamente en ese momento, entra mi madre y empieza a llorar como si no hubiera un mañana. Respiro hondo, intento no perder los nervios y le pido pacientemente:

—Mamá, por favor, ¿puedes ayudarme con esto?

Señalo una cinta que tiene que rodearme la cintura.

—Ay, sí —dice secándose los ojos con los dedos—, ahora mismo.

Me ata la cinta con forma de lazo en mi espalda descubierta y me acerco al espejo para mirarme. Me veo rara porque no llevo gafas, pero, cuando me acostumbro, admito para mis adentros que Cupido ha acertado de lleno en el vestido y escucho a mi madre sorbiéndose la nariz en el intento de no sollozar de nuevo.

—Estás preciosa, Irina.

—Mamá...

La abrazo durante un buen rato hasta que escuchamos unos nudillos en la puerta y ambas nos volvemos. No obstante, se trata de Leslie y Jane, mis antiguas amigas del instituto. La primera siempre ha sido muy creativa, pues se dedica profesionalmente a la estética personal desde hace ya unos años, así que cuando nos pusimos en contacto hace unos meses, con mi vuelta a Los Ángeles, me propuso peinarme y maquillarme en mi boda.

En cambio, Leslie ha triunfado como abogada y es una de las más solicitadas y exitosas del estado, pero supongo que ha acompañado a Jane para ayudarla en todo lo posible.

Las abrazo, me comentan lo bonita que estoy y Jane se pone en marcha con mi pelo, haciéndome un recogido sencillo con un par de trenzas ornamentales y un moño para insertarme la peineta y el velo. Hablamos entretenidamente sobre nuestra etapa en el instituto y lo mucho que han cambiado nuestras vidas mientras me maquilla con sus delicadas manos. Finalmente, cuando termina, mientras me pongo los zapatos de tacón conjuntados con el vestido, empezamos a escuchar el lejano murmullo de la multitud.

Los invitados ya han llegado.

La puerta se abre y aparece mi padre trajeado y levemente nervioso. Todas las presentes damos un respingo a causa de su aparición repentina en contraste con el ambiente de tranquilidad en el que habíamos estado sumidas.

—Estás fabulosa, hija —expresa frunciendo los labios.

Se acerca a mi madre y la abraza a la vez que ambos me miran con orgullo.

—Bien —mi padre suspira—, señoritas, no es por entrometerme, pero ya casi es la hora y lo mejor es que vayáis a tomar asiento y disfrutar de la tarde.

—Sí —coincide Jane—, nos vemos fuera, Irina.

Leslie y Jane me abrazan y la primera me dice en el oído:

—Todo saldrá bien.

Mi madre también me estruja entre sus brazos, me echa un último vistazo y sale con ellas dejándome a solas con mi padre, hecha una bola de nervios.

Pasan unos cuantos minutos hasta que mi padre, después de haber consultado su reloj de muñeca, pregunta:

—¿Estás lista?

—No —niego mordiéndome el interior de mi mejilla al no poder morderme el labio para no arruinar el maquillaje—, pero, vamos allá, papá.

—Vamos allá.

Cuando abrimos la puerta de la habitación, el interior de la casa está sumido en un silencio sepulcral y ya no se percibe ninguna voz del exterior, solo escuchamos las lejanas olas del mar. Todo se mantiene en calma mientras salimos hacia fuera. Recorremos una ruta que nos conduce a un lateral de la mansión, donde hay una explanada repleta de vegetación con vistas a la playa.

Se me hace un nudo en la garganta cuando la brisa marina agita mi rostro y mi cabello ligeramente mientras salimos definitivamente del edificio a través de uno de los ventanales. Además, ya diviso las hileras de sillas de los invitados y el decorado florido del altar, por no añadir que empieza a sonar la mítica canción nupcial emitida por un conjunto de músicos, haciendo que toda la gente se ponga en pie. Con todos esos factores, hago el enorme esfuerzo de no tropezarme agarrando a mi padre con más firmeza.

Sin embargo, cuando accedo al pasillo central, ya puedo ver a Connor perfectamente esperándome en el altar y todo excepto mis pies se detiene y se concentra en sus ojos verdes puestos en mí. A medida que avanzo, a cada paso de aquel eterno pasillo, los diviso mejor y me percato de que ahora hay una capa cristalina cubriéndolos.

Entonces mi padre me ayuda a subir algunos escalones hasta llegar junto a él y no puedo evitar sonreírle tímidamente para transmitirle los ánimos a la vez que nuestras manos se unen y nuestros cuerpos se posicionan el uno frente al otro.

Con lágrimas resbalando por sus mejillas, él me sonríe de la manera más sincera que he visto en él y ambos suspiramos al unísono sin saber qué hacer o decir.

—Buenas tardes —empieza Cupido, que también se ha ofrecido como oficiante y ha hecho toda la formación necesaria para ello—, estamos aquí para unir en matrimonio a Irina Hickson y Connor Davis...

Desconecto totalmente de lo que se dedica a decir Cupido a lo largo de varios minutos, solo puedo mirar a los ojos llorosos de Connor y revivir cada segundo que hemos vivido juntos. No paro de pensar en que me he llevado más aprendizaje de Connor que de cualquier otra persona: he aprendido a ser paciente, a respetar el tiempo, a no huir, a combatir la toxicidad que se nos planteó en su momento, a apreciar los pequeños detalles, a vivir momentos en vez de perseguir objetos materiales... Incluso he aprendido que los tatuajes pueden tener un significado más profundo que unas simples letras; que, si se cumple su autenticidad, nunca se lamentan.

—¿...aceptas a Connor Davis como tu legítimo esposo?

—Sí, quiero —pronuncio casi sin aliento.

—Por el poder que me otorga el Estado de California —formula Cupido con una nota de emoción—, ¡yo os declaro marido y mujer! —Estallan los primeros aplausos y los presentes vuelven a alzarse—. Ya os podéis besar.

Antes de lanzarme a los brazos de Connor, veo como Cupido llora desconsoladamente y se seca las lágrimas con un pañuelo.

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