39
Las fiestas navideñas y el Año Nuevo enseguida llegan a su fin como si nunca hubieran existido, aunque eso no quiere decir que no me lo haya pasado bien. De hecho, han sido unas de las mejores vacaciones y las más felices que he presenciado, de tal modo que han transcurrido demasiado rápido para mi gusto y me encantaría retroceder en el tiempo solo para saborear de nuevo los dulces de Connor y toda la comida deliciosa que cocinó para mí.
Pero, dentro de lo que cabe, lo que vivo a continuación no está tan mal. El dos de enero nos ponemos en marcha con el resto de la gira europea de Generación Z y en pocos días visitamos las heladas ciudades de Viena y Zúrich, en las cuales nos quedamos cerca de cinco días. Seguidamente, viajamos a la transitada Londres, donde Connor realiza cuatro conferencias en seis días a causa de la gran cantidad de personas que quieren asistir a su presentación.
Finalmente, aterrizamos en ciudades con climas más cálidos como Milán, donde pruebo la auténtica pasta italiana y ceno pizza durante las dos noches en las que me hospedo allí, y pasamos tres días entre nuestras estancias y desplazamientos desde Barcelona a Lisboa con sus respectivas conferencias abarrotadas de profesionales y aficionados que admiran a Connor. De ese último detalle soy más consciente en los países del sur como Italia, España y Portugal, donde la gente es más apasionada y le grita cuando pone un pie en el escenario. Incluso, en alguna ocasión, esperan fuera del recinto hasta que salimos en coche y empiezan a correr detrás.
Por último, el dieciocho de enero llegamos a nuestro destino final antes de volver a casa: Atenas, la capital de Grecia. Connor tiene la conferencia al día siguiente, así que lo que hacemos nada más aterrizar es visitar la ciudad durante toda la tarde dirigiéndonos, en concreto, a los lugares más turísticos como el Partenón o la Acrópolis.
Al día siguiente, acompaño a Connor al centro donde hace su presentación y aguardo entre los espectadores hasta que termina. Nada más abandonar el escenario, acompaño a Gareth, que se encuentra a mi lado en todo momento, hacia los camerinos, donde hay una sala común en la que todo el equipo de Generación Z se reúne para despedirse con un fuerte aplauso por haber concluido la gira europea.
—Muchas gracias a todos y cada uno de vosotros —agradece cuando todo el mundo centra su atención en él para que diga sus últimas palabras antes de que todos puedan irse—. Ha sido increíble poder contar con un equipo tan maravilloso como este. Estoy seguro de que no hay ninguno mejor capacitado y me gustaría dirigirme especialmente a las mujeres que forman parte de él; sois personas imprescindibles y en un futuro me gustaría ampliar la plantilla para que más mujeres formen parte del mundo de las tecnologías. —La sala estalla en un fuerte aplauso ante sus declaraciones—. Y, hasta aquí hemos llegado, compañeros y compañeras, no os retendré más, ¡os deseo un feliz descanso y nos vemos en unas semanas!
Todos los presentes aplauden de nuevo y empiezan a despedirse los unos de los otros con abrazos, besos y estrechando manos con palabras de apoyo y, en algunos casos, recordando algunos momentos de la gira en las diferentes ciudades.
Yo me mantengo al margen, sentándome en una butaca y observando el ambiente nostálgico de los trabajadores. También dirijo mi mirada a Connor, que es el que recibe más abrazos y con el que más charlan animadamente sus compañeros. No obstante, debo mencionar que algún que otro miembro del equipo se acerca a mí para estrecharme la mano y despedirse de mí, puesto que llevo cerca de un mes entre ellos y, aunque desconozcan con detalles mi relación personal con Connor, he hablado con algunos de sus socios a lo largo de esta aventura.
La estancia se va vaciando poco a poco hasta que, al fin, solo quedamos Gareth, Connor y yo.
—Bueno, chaval —dice el primero en alusión al segundo dándole un golpecillo amistoso en el hombro—, yo creo que ha ido bien. Hemos hecho una muy buena promoción —asiente para sí mismo—. Este año se ve prometedor, hemos hecho un buen trabajo.
—Gracias —le agradece Connor.
Lo veo un poco cansado, pero, incluso así, se mantiene firme y en pie.
—¿Cuál es vuestro siguiente destino? —cuestiona su agente.
—Bueno —ahora Connor dirige su mirada hacia mí y cruza la sala hasta llegar a mi lado y posar sus manos en mis hombros—, esta señorita y yo volaremos esta noche a otra isla griega.
No solo Gareth es el que alza las cejas por el asombro, sino que yo también desconocía esa información hasta ahora. Pensaba que nos quedaríamos en Atenas, pero se ve que Connor ya lo tenía todo planeado para la tercera cita que llevaremos a cabo mañana tal y como acordamos.
—¿Y tú?
—Yo vuelvo a Los Ángeles —expresa Gareth, encogiéndose de hombros—. Tengo una hija de la que cuidar y una familia a la que echo mucho de menos. De hecho —agrega mirando ligeramente la pantalla de su móvil—, mi vuelo sale en cuatro horas y tendría que ir al hotel para prepararme con tiempo.
—Bueno —indica Connor tras un suspiro—, en ese caso, no queremos retenerte aquí más tiempo del necesario. —Da un par de pasos hasta llegar a su agente y amigo y le da un abrazo—. Cuídate, nos vemos a la vuelta.
—Igualmente —le desea con una sonrisa bajo la barba oscura y densa—. Irina —se acerca a mí y abraza—, pásatelo bien y disfruta. —Baja el tono de voz exageradamente para hacer que Connor no le escuche—. Ya le he recomendado que te dé la razón si discutís, así que tienes las de ganar.
Suelto una carcajada silenciosa y digo:
—Gracias.
Acto seguido, Gareth se retira y Connor y yo nos quedamos a solas. Él se queda mirando la sala completamente vacía durante unos instantes.
—Me encanta mi trabajo —suelta.
Creo que lo dice más para sí mismo que para mí, por lo que me levanto de la butaca y, en silencio, le pongo una mano en su brazo para darle mi apoyo.
—Bien —se vuelve a mí—, tenemos un vuelo que tomar. Mañana por la noche es nuestra tercera cita.
Asiento en el silencio sepulcral de la estancia y tomo su mano.
—Vamos.
Llegamos a la isla de Santorini en menos de una hora de vuelo. Lo cierto es que está relativamente cerca de Atenas, concretamente a cuarenta y cinco minutos en avión. Sin embargo, tras el agotador día que hemos tenido y añadiendo el hecho de que aterrizamos cerca de las doce de la noche, simplemente podemos observar la silueta de las montañas repletas de casas blancas organizadas en un caos precioso con vistas al mar y llenas de luces de las farolas brillando como si se tratara del mismísimo cielo.
Además, para acceder a nuestro alojamiento, una casita blanca de dos plantas, tenemos que subir muchos escalones debido a que se encuentra en la parte superior del perfil montañoso, así que, nada más ducharme y posar la cabeza en la almohada, me quedo frita de manera instantánea.
No es hasta horas más tarde, por la mañana, cuando me despierto y tengo la oportunidad de apreciar la belleza que nos rodea. Connor ya se ha despertado y está en la cocina haciendo el desayuno. No entiendo de dónde saca la energía, sinceramente.
Desde la ventana abierta de la cocina entra una luz solar cegadora que ilumina toda la casa independientemente de la habitación en la que estemos. También observo el mar, que se pierde en el infinito con algunas embarcaciones navegando separadas las unas de las otras y siluetas de sierras a lo lejos.
—Buenos días —saluda Connor.
—Buenos días —contesto.
—¿Preparada para la tercera cita?
—Nunca me preparo para estas cosas —confieso encogiéndome de hombros.
—Esta será totalmente distinta —me asegura alzando las cejas—, pero, antes, nos espera un largo día explorando Santorini.
Y, efectivamente, así es.
Nos vestimos como es debido y descubrimos los lugares más preciosos mientras bajamos y subimos tramos de escaleras interminables. Hay patios decorados y floridos, habitantes locales dialogando y un ambiente veraniego flotando en el aire pese a estar a finales de enero.
Sin embargo, también encontramos otros turistas, especialmente europeos, y damos con un restaurante local en el que nos paramos a comer y reponer fuerzas. Posteriormente, cuando terminamos, bajamos hasta unos acantilados que dan al mar y nos sentamos para observar el paisaje a lo largo de varios minutos. Finalmente, retrocedemos por el camino que hemos recorrido hasta nuestra casita. Ahora bien, tardamos un poco más en esta ocasión porque se trata de una subida, así que llegamos al alojamiento cuando el sol ya está cayendo.
—Ha llegado la hora —me advierte Connor nada más cruzar la puerta—, voy a preparar todo para la cena.
Eso traducido a mi vocabulario significa lo siguiente: «Lárgate de aquí durante un par de horas porque tengo que hacer la cena y vestirme para sorprenderte». El problema es que Connor siempre ha tenido ese tacto al hablar.
—Genial —digo asintiendo—, voy a prepararme yo también.
—Eh —me detiene antes de permitirme el paso hacia las escaleras—, no tardes mucho, que la puesta de sol no es eterna.
Sonrío a la vez que me dirijo a mi habitación, ubicada en el piso superior.
Lo primero que hago es sentarme a los pies de mi cama y descansar durante un par de minutos a causa del cansancio de subir tantas escaleras a lo largo del día. Seguidamente, recuerdo sus últimas palabras y me apresuro a darme una ducha rápida con agua caliente para quitarme esa sensación de suciedad generada por el sudor.
Con el baño sacando vapor hacia todas las direcciones, llego a mi habitación y me pongo un vestido blanco que nunca había tenido la ocasión de lucir. Lo compré durante mi breve estancia en Barcelona esperando a poder ponérmelo en alguna cena o algo similar, pero al final siempre me decantaba por ir cómoda a los sitios y decidí dejarlo en el fondo de la maleta para mi regreso a Los Ángeles.
Aunque, al parecer, hoy se rompe esa maldición y por fin puedo ponérmelo en la ocasión perfecta. Además, el color encaja perfectamente con el paisaje de las casas blancas presentes a nuestro alrededor.
También, para acabar de arreglarme, me pongo unos pendientes colgantes y brillantes que nunca he usado y unas sandalias conjuntadas con el vestido con un poco de tacón. Me maquillo levemente pintándome los labios con un color suave, me dejo el pelo suelto después de secármelo y, suspirando frente al espejo, me pongo mis gafas y apruebo mi aspecto.
Acto seguido, abandono mi habitación, bajo las escaleras intentando no caerme y, a través del ventanal de la pequeña sala de estar, veo a Connor preparando una mesa en el patio, donde hay las mejores vistas de toda la casa. Cuando escucha el ligero sonido de la puerta que da acceso al patio abriéndose, inmediatamente se vuelve, deja de hacer lo que estaba haciendo y me mira como si fuera la primera vez.
—Estás increíblemente guapo —empiezo yo cuando lo veo vestido en una camisa negra que perfila perfectamente su cuerpo.
—Entonces tú eres una diosa griega —comenta con una sonrisa.
Se acerca a mí, me tiende la mano y me conduce hasta la mesa, donde hay un par de platos con una especie de ensalada de verduras frescas, patatas fritas y aceitunas. No sé por qué, pero sospecho que se trata de comida típica griega con un aspecto delicioso que él mismo se ha dedicado a elaborar.
Justamente en este momento el sol está en contacto en el horizonte, que lo absorbe sin escrúpulos a medida que pasa el tiempo, así que, cuando tomo asiento en una de las sillas, reparo en que las luces de muchas farolas cercanas están encendiéndose y, a su vez, Connor prende una cerilla para consumir unas velas que se encuentran a un lado de la mesa.
—Bueno —comienza al mismo tiempo que desenrosca una botella de champán con éxito y la sirve en nuestras respectivas copas—, hemos llegado a tiempo.
Señala el paisaje, aunque su vista está posada en mí, que me mantengo en silencio viendo el mar. No obstante, de repente, me viene un pensamiento a la cabeza.
—¿Tú crees que el Connor que acudió a la primera cita conmigo se creería que nuestra tercera cita sería en una isla griega al atardecer?
Él suelta una carcajada en el aire.
—No —admite—, ni siquiera Cupido se lo hubiera imaginado entonces. —Yo también me río ante eso—. Ese Connor de veintiún años era estúpido.
—Lo mismo digo de mi versión de diecisiete años —coincido.
—Pero el pasado no se puede cambiar, así que vamos a disfrutar de la cena —propone.
Cojo el tenedor y dejo que mi paladar viaje por el sabor auténtico de todos esos gustos equilibradamente combinados.
Hasta que, en mitad de la cena, cuando solo quedan rayos en el cielo como atisbos del sol, Connor se aclara la garganta porque creo que quiere introducir algo.
—¿Qué sucede? —le animo.
—Mmm... —vacila un poco antes de decidirse por completo—. Ayer, mientras volábamos hacia aquí, se me ocurrió algo que creo que quizá te guste a tu regreso a casa.
—Oh —profiero tragando la comida que me había metido en la boca—, ¿de qué se trata?
Él suspira antes de contestar:
—Lo más seguro es que te parezca una estupidez, puesto que supongo que querrás empezar la universidad o dedicarte a algo que te guste, pero recordé que me comentaste que estuviste trabajando en temas sociales durante unos cuantos años en algunos países de América y Europa y me gustaría proponerte un proyecto que siempre había querido llevar a cabo. —Las últimas palabras las pronuncia más rápido de lo habitual en él a la vez que hace el característico ademán de recorrer su cabello con sus manos nerviosamente—. Me gustaría constituir la Fundación Generación Z para ayudar precisamente a los jóvenes de esa generación que tengan recursos limitados en todo el mundo. Y creo que no hay nadie mejor capacitado que tú, una mujer inteligente, sensible y con experiencia, para dirigir este nuevo programa financiado por mi empresa.
Me quedo boquiabierta ante esa idea. ¿Yo? O sea, no es que me desagrade, pero podría contratar a cualquier persona con estudios superiores para llevar algo tan grande y ha decidido contar conmigo.
—¿Qué te parece? —pregunta.
No sabe interpretar mi reacción y percibo que su inseguridad va en aumento a cada segundo que transcurre.
Frunzo el entrecejo y ahogo una carcajada.
—¡Me parece una iniciativa estupenda! —expreso con sinceridad—. Solo que no comprendo cómo puedo ser yo la que esté al mando de algo tan importante. Seguro que hay millones de personas que lo harían mejor que yo.
Él niega con la cabeza y suelta el tenedor para posarlo sobre la mesa. Se alza de su asiento, bordea la mesa y hace que yo también me levante del mío tras tenderme sus manos e impulsarme para ponerme en pie.
Inmediatamente después, recorre mis brazos con sus manos hasta llegar a mi rostro.
—Confío en ti, Irina —murmura lentamente—. Lo he hecho desde el primer momento. He confiado en ti desde aquella primera cita sin ni siquiera conocerte como lo hago ahora. Así que —me acaricia el rostro y me sonríe—, si me preguntas, te elijo a ti entre ese millón de personas porque has sido capaz de huir por amor. Y serás capaz de sembrarlo con este proyecto. Estoy totalmente convencido.
Suspiro hondo y no soy capaz de hablar.
—¿Qué me dices? —prosigue—. ¿Sí o no?
Vuelvo a suspirar y, con la poca capacidad que tengo para hablar, pronuncio:
—Sí.
Él me dedica una gran sonrisa.
—Genial —puntualiza dándome un beso rápido en los labios. También suelta una carcajada nerviosa antes de añadir—: Ya acabaremos de concretar todos los detalles cuando volvamos. Pero, antes —ahora aprecio un atisbo de temblor en su voz y sus manos en mi rostro se mueven agitadamente—, me gustaría hacerte una pregunta que también se responde con un «sí» o con un «no».
—¿Qué pregunta? —cuestiono con una carcajada inocente.
Después de lo de la Fundación Generación Z, me espero cualquier cosa.
Él retira sus manos de mí y advierto que empieza a agacharse a mis pies, donde extrae algo de su bolsillo y me lo muestra con expectación en su rostro: es un anillo.
«No puede ser», pienso. Estoy al borde del desmayo o de morirme por un ataque al corazón, porque el pulso que adquiero no es normal.
—Irina Hickson —comienza con tanta calma como puede—, sé que hemos pasado juntos por las peores y las mejores experiencias de nuestras vidas y me encantaría que, si tú quieres, claro, sigamos haciéndolo para el resto de nuestros días, tal y como Cupido ideó desde un principio. Por eso, Irina —hace una pausa antes de lanzarse—, ¿quieres casarte conmigo?
Me llevo las manos a la boca y me invaden unas repentinas ganas de llorar a lágrima viva.
—¡Sí!
Connor también se lleva las manos a su cara y, bajo la oscuridad, puedo ver sus ojos llenos de vida, iluminados. Se levanta tan rápido como puede y nos fundimos en el abrazo más intenso de mi vida. Después, él me aparta con delicadeza y busca mi mano derecha para deslizar suavemente el anillo sencillo por mi dedo anular con la máxima concentración que he presenciado en él.
—Cuando se lo contemos a Cupido... —comento sin poder dejar de sonreír.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro