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Desde que hemos entrado en esa fase de aceptación de una realidad que habíamos querido evitar a lo largo de muchos años, mi vida da un giro radical en todos los aspectos excepto en el hecho de viajar. De eso no me salva ni Connor porque precisamente él es el causante de ello: está de gira por Europa para presentar las novedades de Generación Z, tal y como hizo en Bergen.

No obstante, antes de despedirnos de la ciudad noruega, pasamos un día con su hermana Chloe, su sobrino Jasper y su cuñado Sven. Nos hacen una visita guiada por Bergen con mucha profundidad, puesto que incluso nos señalan datos históricos. De hecho, percibo que a Chloe le apasiona realmente cada detalle que cuenta como si hubiera nacido allí y estuviera orgullosa de su propia cultura. Además, también pasamos la tarde en su bonita y acogedora casa y acabé de conectar muy bien con ella.

Después de ese bonito encuentro, adquirimos una nueva rutina que da inicio en la capital sueca de Estocolmo, donde, tras asistir a dos conferencias planificadas de Connor, este último decide que, para el parón de vacaciones de Navidad, lo mejor es quedarnos en el país escandinavo antes de continuar con el resto de la gira europea en los países del sur.

Repentinamente, nada más salir de la segunda conferencia y su rueda de prensa correspondiente, nos metemos en un coche y, ahorrándome los esfuerzos de preguntarle adónde vamos porque querrá mantener el factor sorpresa, un conductor recorre las nevadas carreteras de Estocolmo hacia sus afueras, donde pasamos cerca de una hora en carreteras de montaña. Finalmente, cuando casi me quedo dormida a causa de la monotonía del sonido del motor, apoyada en el hombro de Connor, percibo que el vehículo aminora la marcha.

Levanto la cabeza de su hombro y mis ganas de dormir se desvanecen cuando reparo en una casa de ladrillo de dos plantas con aspecto medieval cubierta de nieve tras la ventanilla del coche. Vuelvo mi rostro a Connor y le sonrío.

Él se limita a corresponderme con otra sonrisa y abrir la puerta del coche. Ambos aceleramos el paso para entrar al edificio debido a los copos de nieve suaves que caen sobre nosotros, para resguardarnos del frío.

El chófer también camina aceleradamente hasta la puerta y deja nuestro escaso equipaje, que consiste en una maleta de cada uno.

Tack —le agradece Connor en sueco.

El hombre inclina la cabeza a modo de despedida y retrocede nuevamente hacia el coche.

Nos quedamos solos en la inmensidad blanca de ese edificio ubicado en medio de abetos cubiertos de nieve y Connor me tiende su mano libre para guiarme al interior de la casa.

Entramos, dejamos las maletas en un recibidor de grandes dimensiones y accedemos a un salón enorme con ventanas que dan a unas vistas increíbles: un lago congelado y más árboles a su alrededor custodiándolo. El mobiliario en su mayoría es de color marrón, contrastando así con la nitidez de la nieve.

Connor se acerca a un sofá y empieza a dejar todas sus prendas de abrigo sobre él. Acto seguido, enciende el fuego de la chimenea que protagoniza la estancia y se dirige a una ventana para observar el exterior.

—Mañana es Navidad —comenta—, pero, hasta entonces, cuando descubras que mis habilidades culinarias de carácter festivo son mediocres, podemos aprovechar el tiempo.

Me río por lo bajo y me acerco a él para abrazarlo por la espalda con los ojos también puestos en el lago.

—Confío en tus habilidades culinarias —le aseguro con una expresión divertida— porque sé que, al contrario que yo, no quemarás la casa. ¿En qué quieres «aprovechar el tiempo»?

Él agacha su rostro hacia el mío y se deshace de mi abrazo para tomarme de mi mano. Abre un ventanal y me saca al fío exterior, haciendo que dejemos un rastro profundo con nuestras huellas, guiándome al lado derecho del edificio.

—¿No tienes frío? —pregunto.

Yo aún sigo con todas mis capas de ropa encima, sin embargo, él solo viste con su característica camisa blanca, sus pantalones negros y unas botas ideales para la nieve.

—No —me garantiza con una sonrisa torcida.

Enseguida llegamos al límite del edificio y descubro nuestro destino: un jacuzzi gigante cubierto por una lona. Connor se deshace de ese último elemento y pulsa un par de botones para que el agua que se halla en su interior empiece a generar burbujas y un vapor denso.

Él se aproxima a mí y, tímidamente, me quita el gorro que llevo en la cabeza y empieza a deslizar la cremallera de mi anorak hacia abajo. Aparto sus manos de mí y le digo:

—Tranquilo, ya lo hago yo.

Me desprendo del anorak por completo y de los dos jerséis que llevo debajo a la vez que él se quita las botas, la camisa y los pantalones. Inmediatamente, se mete en la calidez del jacuzzi cuando deja sobre la nieve sus calcetines oscuros y se queda únicamente en ropa interior.

Desde mi posición, mientras estoy quitándome los tejanos ajustados, veo su tatuaje de Wabi-Sabi en la nuca, sus brazos apoyándose en el borde y algunos copos de nieve deshaciéndose en su cabello rubio, puesto que me espera dándome la espalda. Cuando termino, accedo al jacuzzi también con mi ropa interior y percibo cómo su mirada recorre mi cuerpo nerviosamente mientras lo hago.

Me sumerjo en el agua ardiente para salvaguardarme del clima glacial y me siento a su lado con las manos rodeando mi propio torso a causa del cambio de temperatura.

—¿Has estado alguna vez aquí? —pregunto para rebajar la tensión que hay entre nosotros—. ¿En Suecia?

Él frunce los labios.

—Alguna que otra vez —afirma—. He pasado más tiempo en Noruega para visitar a mi hermana y mi sobrino, aunque de vez en cuando sí que he venido aquí por trabajo. Eso sí —aclara—, nunca en invierno.

Asiento sin saber qué decir. Me siento pequeña aquí dentro, en un espacio tan reducido.

—¿Irina? —me llama.

—¿Sí?

Creo que ha percibido que no estoy en mi mejor momento y que me siento un poco incómoda.

Él se desliza hacia mí lentamente recortando la distancia que separaba nuestros cuerpos y me estremezco con el leve tacto de su rodilla contra mi muslo, por no mencionar que sus dedos recorren mi cara de arriba hacia abajo y provoca que mi respiración se haga muy pesada.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —afirmo—, solo me estás poniendo un poco nerviosa.

Él se ríe por lo bajo.

—¿Por qué?

Lo miro a los ojos con el mensaje de «¿En serio no lo sabes?».

—Estamos los dos en ropa interior metidos un jacuzzi en medio de la nada en Suecia —formulo—. ¿Cómo quieres que esté?

Vuelve a reírse.

—No te preocupes —dice con voz suave—, no tengo esas intenciones.

Acerca más su rostro al mío y ahora su mano recorre mi abdomen lentamente contradiciendo sus palabras.

—Aún —añade.

Mi pulso se dispara y mi respiración es casi inexistente, aunque sus dedos vuelven a ascender hasta mi rostro y sus labios me plantan un beso inocentemente fugaz.

—Podría acostumbrarme a esto —comento ahora con mucha más calma y seguridad.

Me ha dejado las cosas claras: de momento nada de lo que alarmarme, nada de lo que preocuparme o pensar más de la cuenta. Y estoy completamente de acuerdo porque quiero tomarme esta relación con calma y, si por su parte no quiere por cualquier motivo, hay que aceptarlo.

—Y yo —coincide.

Fija su vista en el lago momentáneamente y se peina el cabello rubio y húmedo hacia atrás.

—Por cierto —agrega mirándome con una expresión divertida—, aún nos queda un cabo suelto con todo el tema de Cupido.

—¿Cuál?

—La tercera cita —contesta—. Tuvimos la primera en Los Ángeles, en aquella cafetería, y la segunda en Malibú, en mi casa, ¿lo recuerdas?

—Cómo olvidarlo... —declaro sonriendo.

—Pues, no sé si te acuerdas bien, pero Cupido nos propuso llevar a cabo tres citas —expone, asintiendo, como si estuviera rememorando ese momento exacto en su cabeza— y la tercera nunca la realizamos oficialmente.

—¿Qué insinúas, Davis? —pregunto entrecerrando los ojos.

—Sabes perfectamente qué quiero decir —replica—, pero, bueno, siempre podemos hacerlo de la manera formal.

Empiezo a negar con la cabeza y soltar carcajadas que resuenan en todo el paisaje nevado y vuelven con el eco de la extensión del espacio abierto.

Connor se aclara la garganta exageradamente.

—Irina Hickson —comienza posando su mirada en mí—, ¿me concederías el placer de cenar conmigo en una isla griega el próximo veinte de enero?

—¿Iremos a Grecia?

—Sí, es la última conferencia que daré en Europa para la campaña de presentación de los nuevos productos.

—Genial —puntualizo—, en ese caso, Connor Davis, me encantará cenar contigo.

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