Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

37


En el vestíbulo del hotel encuentro un rostro lejanamente familiar que se acerca a mí a paso ligero. No hay mucha gente en ese gran espacio, pero los pocos presentes que se hallan en esa estancia se encuentran distribuidos en butacas y sofás, dialogando con tranquilidad.

—Buenas tardes, Irina —saluda el hombre después de despedirse del chófer y darle las gracias por acompañarme—. Hace ya un tiempo que nos conocimos, ¿te acuerdas de mí?

Es delgado, pálido y aprecio que sus ojos son azules. No obstante, si realmente me he cruzado con él anteriormente, me resulta difícil reconocerlo porque su pelo oscuro es bastante largo y una barba espesa le cubre el rostro como si se tratara de un vikingo.

Frente a mi mueca de confusión, él sonríe y dice:

—Veo que no. Será por la barba —se acaricia el bello facial en cuanto lo menciona—, cuando nos conocimos no la tenía. Soy Gareth, el agente de Connor.

—¡Ah! —exclamo cuando lo revela—. Connor me habló de ti en un par de ocasiones. Has sido su amigo desde su infancia. —Le estrecho la mano—. Y, sí —añado—, cuando nos conocimos en las escaleras de aquel ferry ambos éramos más jóvenes.

—Sí —coincide—, han cambiado muchas cosas. —Hace una pausa para suspirar—. Pero, bueno, la vida da muchas vueltas y habéis vuelto a encontraros.

Alzo una ceja y le dirijo una mirada interrogativa.

—Lo sé todo —declara con despreocupación—. Connor me lo contó todo la noche de aquella reunión de empresa: desde Cupido, pasando por las citas, hasta aquel fin de semana en su isla. Me costó mucho creerlo —admite encogiéndose de hombros—, pero supongo que tenía cierto sentido.

—Sí.

—Bien —concluye con una sonrisa—, hace veinte minutos Connor me ha llamado y me ha pedido que te lleve a su habitación. Allí encontrarás algo de comer hasta que llegue. —Consulta la pantalla de su móvil—. Seguro que estará a punto de terminar. Vamos.

Vuelvo a hacer un gesto afirmativo con la cabeza y lo sigo, pisándole los talones, por los corredores poco transitados. Finalmente, llegamos al ala más alejada del hotel, donde hay pasillos más amplios y las puertas están más separadas unas de otras.

Gareth se detiene frente a una puerta, saca una tarjeta electrónica y la pasa por un lector que hay en el pomo. La cerradura se desbloquea, abre la puerta y me cede el paso para que entre. Seguidamente, se queda en el marco de la puerta y se despide de mí con una sonrisa, asegurándome que Connor llegará en breve.

Le agradezco su compañía y, cuando cierra la puerta y me quedo sola, me dedico a examinar la estancia dando pasos lentos. En primer lugar, salgo del pequeño recibidor y me adentro en una sala amueblada sofisticada y elegantemente, donde destacan un sofá y una butaca rojos frente a un ventanal desde el cual puedo observar las montañas nevadas de Bergen, las siluetas de las casitas bajo las farolas y las luces del conjunto de la ciudad reflejadas en el agua del puerto.

Después de quedarme mirando esas vistas adictivas durante cinco minutos, enciendo una lámpara que emite luz tenue y aviva la sala y me percato de que hay una habitación contigua. Asomo la cabeza levemente y descubro que es un dormitorio protagonizado por una cama con cortinas. Acto seguido, regreso a la estancia central y me quito todas las capas de ropa innecesarias, dado que la calefacción hace que me invada una sensación de sofoco bastante intensa.

También me acerco a una encimera, donde encuentro preparados de comida, un microondas y una cafetera. Inserto una cápsula en la última y espero a que todo el café se introduzca en una taza de porcelana con la vista puesta en el exterior. Un par de minutos más tarde, apago la cafetera, cojo la taza y tomo asiento en el sofá.

Entonces es cuando empiezo a pensar sin parar. Pienso en todo lo que he querido decirle durante estos últimos cinco años, en todo lo que quiero saber de él, en todo lo que me he perdido, en todo lo que he ganado, en todo lo que he aprendido, en todos los días en los que sentía que mi mundo se derrumbaba y quería volver a casa, en todas las veces que tuve la tentación de llamarle... Pero ¿seré capaz de contarle todo? ¿O me callaré y me guardaré lo malo como he hecho siempre? ¿Habrá cambiado algo? ¿O conectaremos como si nunca hubiera pasado nada?

Ese conjunto de pensamientos viaja a una velocidad cada vez más acelerada, aunque, inesperadamente, se detienen de golpe a causa del sonido de la apertura de la puerta y unos pasos hasta donde me hallo.

Connor me sonríe en cuanto me localiza y empieza a quitarse la ropa que le abriga, quedándose en su típica camisa blanca y sus pantalones oscuros.

—¿Cómo ha ido la rueda de prensa? —pregunto a la vez que me alzo.

—Bien —señala a la vez que se desplaza al dormitorio.

Yo lo sigo y me quedo apoyada en el marco de la puerta sosteniendo la taza de café cálido entre mis manos. Él enciende la luz, me dirige una mirada de reojo y abre un armario, en el cual cuelga su abrigo y dobla el resto de prendas de las que se ha desprendido nada más entrar.

—Tenía las expectativas muy bajas —prosigue—, pero lo cierto es que los noruegos formulan muy buenas preguntas.

Cierra el armario, se dirige hacia mí con sus ojos sobre los míos y apaga la luz del dormitorio, haciendo así que la única iluminación provenga de la lámpara del salón y las luces de la ciudad de Begen.

Nos miramos durante más tiempo del que consideraría necesario bajo el marco de aquella puerta, hasta que decido desviar la mirada para volverme y aclararme la garganta. Asimismo, él reacciona y se pone en movimiento hacia la encimera.

—¿Quieres que te prepare algo? —pregunta nerviosamente—. ¿O prefieres que pidamos que nos traigan comida más elaborada de la cocina?

—No —rechazo—, estoy bien. No tengo hambre.

—Qué suerte —dice con una tímida sonrisa—, yo apenas he comido hoy por falta de tiempo. Así que, si me disculpas —extrae algo de un cajón—, voy a comerme estas patatas fritas.

—Que aproveche —expreso sonriendo.

Abre la bolsa y escucho el sonido crujiente cuando da un mordisco a una patata. Seguidamente, se acomoda en la butaca que hay al lado del sofá con la bolsa en su regazo y dice:

—Bueno, supongo que tenemos que ponernos al día, ¿no? —Percibe un asentimiento por mi parte—. Genial, ¿por dónde empezamos?

Ahogo una leve carcajada. Me espera una noche muy larga.

—¿Qué tal si comenzamos por esa noche de verano en tu cena de empresa? —propongo.

Él asiente porque tiene la boca llena de comida.

—Gareth me ha comentado que le contaste todo esa noche —añado con mis mejores intenciones.

Ahora su rostro adquiere una expresión seria.

—Sí —admite—, después de que destrozaras tu móvil delante de mi cara, no sabía qué hacer. Me quedé allí, plantado contra el muro, viéndote alejarte de mí. —Deja de comer y posa la bolsa de patatas sobre la mesa—. Cuando desapareciste de mi campo visual, reaccioné: entré al ferry, le dije a Gareth que siguiera con la fiesta, que ya le daría explicaciones, y conduje durante una hora hacia tu casa.

Veo cómo tiene la vista puesta en sus propias manos mientras relata los hechos y que su voz adopta un tono más grave.

—Llegué allí —continúa negando con la cabeza— y todas las luces estaban apagadas. —Ahora alza su mirada hacia mí—. Entonces caí en que habías ido a hablar con Cupido. ¿Dónde ibas a estar sino? Me dispuse a llamarlo, pero me había dejado el móvil en el maldito ferry, por lo que no me quedó otra opción que volver a Los Ángeles, entrar en las oficinas de Cupido S. A. y hablar con él en persona. Pero ya era tarde —se lamenta asintiendo lentamente con la cabeza— porque tú te habías ido y él no sabía adónde. Me contó que habíais estado hablando de lo sucedido y que le dijiste: «Entonces huiré de él».

»Esas palabras se me han clavado en la memoria desde aquel día y fueron las que me hicieron entender que te ibas de Riverside y de Los Ángeles. Pero ni Cupido ni yo teníamos una idea clara de adónde, por lo que la única alternativa segura que quedaba era que ibas a ver a tus padres. Por eso me hice con un ordenador portátil que Cupido me prestó y revisé todos los vuelos con destino a Alaska, ya que el día anterior me comentaste que se hallaban allí.

»El más próximo salía a las cinco y cuarenta y cinco minutos de la madrugada, así que me dirigí al aeropuerto y llegué allí hacia las dos y media. Aguardé cerca del control de seguridad de las salidas nacionales a la vez que intentaba acceder a las bases de datos de las aerolíneas con el propósito de encontrar tu nombre en algún vuelo. No me malinterpretes —me pide seriamente—, no hice todo eso para retenerte conmigo o justificarme, solo quería disculparme y no quería que te fueras por mi culpa y mis actos infantiles.

»Entre una cosa y otra, el ordenador tenía muchos problemas técnicos y me costó casi cuatro horas dar con los registros. Finalmente, cuando encontré tu nombre, faltaban diez minutos para las seis. Vi que te ibas a Sídney y corrí tanto como pude hacia la terminal de salidas internacionales. Pero, nuevamente, ya era tarde. El avión de Ausairlines despegaba a lo lejos y yo estaba quieto allí, tras el cristal del aeropuerto, viendo cómo te alejabas a miles de kilómetros por hora.

»Y luego me fui a mi casa. Llegué a las siete de la madrugada y estaba agotadísimo, pero no podía dormir. Llamé a Gareth y le pedí que viniera tan pronto como pudiera. Él, sin pensárselo dos veces, pese a haberlo dejado plantado la noche anterior al mando de tantos invitados y personas importantes y haberlo despertado tan pronto, acudió a mi casa y le conté todo. Él me convenció de que no llamara a mis pilotos en ese momento y les pidiera que me llevaran a Sídney inmediatamente. Gareth me hizo entrar en razón diciéndome que te diera el tiempo que necesitabas. Y te lo di.

No formula ni una palabra más y el silencio forma una barrera entre nosotros.

—¿Cuánto tiempo? —pregunto lentamente.

—Unos meses —declara inclinando la cabeza hacia los lados—. Te fuiste en verano y yo viajé a Sídney en otoño. Sin embargo, a pesar de todos los indicios que había de ti, no logré dar contigo.

—Durante el primer año estuve en Nueva Zelanda, Tailandia, Japón y Emiratos Árabes —enumero repasando que no me dejo ninguno—. Ah —profiero—, y en Marruecos también. ¿Cómo olvidarlo? La marca de la flecha de Cupido adquirió un aspecto de quemadura bastante inusual durante unos días de aquel mes de julio —expreso tocándome el lugar nombrado—. ¿Por casualidad estuviste en la ciudad de Tánger durante aquella temporada?

Él asiente.

—Lo sabía —comento—. Sabía que no era ninguna casualidad. Era una señal.

—Sí —coincide Connor—, a mí también me pasó lo mismo en mi marca.

—Ahora todo tiene sentido —digo asintiendo—. Cuando vi el cartel de tu conferencia el día que llegué a Bergen, también me invadió una sensación molesta en el pecho. Del mismo modo, esta tarde, cuando estabas en la conferencia, me he dado cuenta de que tú sentías molestias.

Vuelve a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.

—Cupido nos ha sacado de quicio desde el día en el que apareció en nuestras vidas —suelta con un tono nostálgico.

Suspiro a modo de respuesta.

—Por cierto —agrego—, ¿has mantenido el contacto con él durante estos cinco años? Es muy extraño en él que no me encontrara y me arrastrara hasta ti de nuevo. Desde lo del tren a Nueva York, me esperaba cualquier cosa de él...

—Bueno —se encoge de hombros—, no he hablado con él con tanta frecuencia como solíamos, solo me preguntaba de vez en cuando por ti y cómo me sentía yo personalmente. Eso sí, un día, hace un par de años, me lo encontré inesperadamente en Ibiza con su mujer y su hijo. El niño ha crecido mucho —indica con una sonrisa—. Cuando ambos lo vimos por primera vez en una de las reuniones de urgencia con Cupido, era un bebé de meses, ¿te acuerdas? —Asiento como respuesta a la vez que rememoro aquel momento—. Y, respecto a lo segundo que has dicho, supongo que no quería malgastar sus esfuerzos en forzarnos porque la flecha estaba arreglada y sabía que volveríamos a encontrarnos, por lo que la magia ya hacía el trabajo por él.

—A decir verdad, lo echo de menos —admito.

—Y yo —reconoce—. Además —añade volviendo a su expresión más seria—, he estado buscándote todo este tiempo y quiero que sepas que en muchas ocasiones pude localizarte, como en Tánger. Pero me repetía a mí mismo que no podía interferir en tu nueva vida, especialmente si yo era el culpable de ella, así que, por primera vez desde que soy consciente, he dejado que las cosas fluyeran por sí solas; sin planear nada. —Hace una breve pausa en la que ambos nos dirigimos la mirada más sincera que hemos percibido jamás del otro—. Y aquí estamos.

—Aquí estamos —reitero.

—¿Y tú? —pregunta peinándose el flequillo con una mano—. ¿Qué has aprendido en estos cinco años?

—Muchas cosas —expreso sin saber exactamente por dónde comenzar—, pero, en resumen, he tenido innumerables trabajos, experiencias buenas y malas y he logrado conocerme a mí misma.

—¿Y quién esta nueva Irina?

—Una persona que ahora entiende por qué huyó de su correspondido —digo sintiéndome un poco ridícula por hablar de mí misma en tercera persona.

—¿Y se puede saber el motivo por el que huyó de él?

Me sigue el juego dedicándome una de sus sonrisas.

—Conllevó un par de años comprenderlo —relato—, pero, un día, mientras trabajaba en la biblioteca de Bogotá para una organización sin ánimos de lucro, descubrí un concepto proveniente del hindi que me llamó mucho la atención: vihara.

Me levanto un poco la manga del brazo izquierdo mientras él repara en cada movimiento que hago con mucha atención.

—Ven —le pido—, acércate. Mira.

Connor se acomoda a mi lado en el asiento libre del sofá rojo y le tiendo mi brazo. Él lo coge entre sus manos y yo lo giro hacia la parte interior, donde se encuentra una inscripción con el concepto mencionado en la muñeca. Percibo sus ojos verdes, que se alzan hacia los míos momentáneamente, como si me pidieran permiso y, una vez se lo concedo con una ligera inclinación, él recorre lentamente con sus dedos cada una de las letras, hecho que provoca un cosquilleo que se propaga por todo mi cuerpo.

—¿Qué significa? —susurra.

—Es el descubrimiento del amor a través de la separación.

Vuelve a mirarme, pero en esta ocasión es como si fuera la primera vez que me hubiera visto en su vida y no sé cómo interpretar ese hecho.

—¿Entonces...? —empieza vacilando—. ¿Esto...?

—Sí —lo interrumpo sabiendo exactamente qué quiere preguntar—, en cuanto acabé de tatuarme esta palabra supe que, Connor Davis, estaba enamorada de ti.

Ahora es él el que parece no comprender mis palabras.

—Y cuando vi ese letrero en plaza de Bergen, sabiendo que estábamos en la misma ciudad, no me quedaban fuerzas para huir de ti —continúo relatando con sinceridad ante su reacción de aturdimiento—. No podía coger otro avión y evitarte durante la mitad de otra década de nuevo... —niego con la cabeza—. Estamos correspondidos, Connor, y no podemos seguir...

No puedo pronunciar ni una palabra más porque su rostro se ha acercado al mío y sus labios me han impedido el paso del aire, puesto que ejercen una presión monumental sobre los míos de una manera totalmente inesperada. Le devuelvo el beso con esa sensación de nostalgia y mil recuerdos en mi cabeza.

Ese beso sabe a batido de chocolate en una cafetería de los años setenta, a una visita en el muelle de Santa Mónica, a una puesta de sol en Malibú, a las vías de un tren de alta velocidad, a unas Navidades llenas de luces en lo alto de un rascacielos de Nueva York, a un primer beso de madrugada en la playa, a un fin de semana en el mar caribeño bajo el sol, a un último beso en una glorieta húmeda de madera desgastada, a una mirada verde de atracción en unas escaleras movedizas...

Entonces aparto mi rostro del suyo, aunque él mantiene sus manos en mi cara y deja ir:

—Te quiero, Irina. Y considero que no tenemos que pasar más tiempo separados. Cinco años han sido suficientes para darnos cuenta de que estamos correspondidos.

Suspiro hondo.

—Estamos correspondidos, Davis —concluyo.

—Estamos correspondidos, Hickson —repite.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro