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Creo que lo que voy a hacer es una locura, pero supongo que es la última opción que me queda llegados a este punto, por lo que, nada más cruzar el marco de la puerta de mi casa, subo a mi habitación y empiezo a hacer la maleta.

Meto todo lo que tengo a mi alcance con la máxima rapidez y orden posibles, intentando no dejarme nada esencial como ropa interior, medicamentos básicos o productos de higiene. Acto seguido, cojo mi ordenador portátil y busco el vuelo más próximo a Europa o Asia. No obstante, el primero que sale es uno con destino a Sídney, una ciudad de Australia, y, sin pensármelo dos veces, compro uno de los últimos billetes, imprimo la documentación necesaria y compruebo que mi pasaporte esté en regla.

Con todo preparado, me apresuro a volver a mi coche. Desde el exterior, durante un minuto, me dedico a observar mi casa con tristeza. No sé cuándo volveré a verla. No sé qué excusa les pondré a mis padres. No sé qué será de mí cuando llegue a Sídney.

—No sé nada —me digo a mí misma en voz alta a la vez que ruge el motor.



Llego al aeropuerto de Los Ángeles con bastante tiempo de antelación. Son las dos de la madrugada y el vuelo sale a las seis en punto. Sin embargo, para no pensar tanto y no echarme atrás, me dirijo a la facturación de maletas de mi aerolínea, paso el control de seguridad y me entretengo buscando mi puerta de embarque durante varios minutos.

Me dedico a absorber ese ambiente de aeropuerto, con centenares de personas en movimiento provenientes de distintos países y aguardando nuevos destinos; con diferentes idiomas flotando en el aire; con el característico olor a químico en la obligada visita al baño antes de embarcar. También me compro una tableta de chocolate en una esas tiendas excesivamente caras y me dedico a devorarla mientras espero a que se abran las puertas, con decenas de presentes más a mi alrededor, la mayoría de ellos muertos de sueño. Pero yo estoy más despierta que nunca.

Finalmente, cuando llega la hora, accedo al gran transporte aéreo. Me toca el asiento de la ventanilla, junto a un adolescente pálido de unos quince años y su madre. Las azafatas y el equipo técnico hacen la típica explicación de las normas de seguridad, el piloto anuncia el despegue, siento la velocidad que va adquiriendo poco a poco en todo mi cuerpo y, ya en el aire, veo las luces de la ciudad de Los Ángeles haciéndose cada vez más pequeñas, como si formaran un mapa.

Una lágrima rebelde se desliza por mi mejilla y me la limpio disimuladamente con la manga de mi camiseta antes de que me ponga más emotiva y empiece a llorar a lágrima viva. Lo más importante ahora mismo es mentalizarme de que voy a pasar más de quince horas en un avión y que realmente en esta ocasión voy a empezar una nueva vida desde cero. Todo lo que siempre había querido.



Mis días en Australia transcurren más rápido de lo que esperaba. Me hospedo en un hostal cercano al centro de Sídney y decido poner mi vida en un orden relativo, empezando por comprarme un móvil, aunque solo lo uso para hacer llamadas, guiarme y escuchar música. Me impongo la norma de no crearme perfiles en las redes sociales para vivir mejor la vida real y evitar que las probabilidades de que Connor me localice aumenten.

También llamo a mis padres y les cuento que he llegado a la conclusión de que no quiero estudiar una carrera cualquiera que ni siquiera me interesaba en la Universidad de California, por lo que me voy a dedicar a viajar durante unos cuantos años.

—¿Qué dices, Irina? —exige la voz de mi madre con preocupación—. ¿Qué haces en Sídney? ¡Ahora mismo vamos a buscarte!

—Mamá —intento tranquilizarla—, estoy bien. Estaré bien. Siempre lo he estado.

—Ya, pero esto... —oigo su suspiro al otro lado de la línea—. Creíamos que eras responsable.

—¡Soy responsable! —exclamo indignada.

Me doy cuenta de que he gritado demasiado cuando percibo un par de miradas de desdén por parte de algunos transeúntes que han escuchado mi queja a causa de mi ventana abierta.

—Simplemente —prosigo— soy joven y quiero aprender por mi cuenta. La universidad siempre estará allí. Esto no.

—Esa es precisamente la definición de alguien irresponsable —argumenta mi madre con enfado—. Irina, no sé qué te ha sucedido en nuestra ausencia, pero te prometo que cuando vuelvas haremos las cosas de otra manera. No lo sé —me la imagino negando la cabeza hacia los lados rápidamente—, tu padre y yo intentaremos turnarnos o algo así, pero no volveremos a dejarte tanto tiempo sola...

—Ya es tarde para eso, mamá —la interrumpo—. No voy a volver a casa.

—¿Que no vas a...? —empieza.

—No —niego con rotundidad—. Y ves haciéndote a la idea porque será durante mucho tiempo.

—Irina, ahora mismo cojo un avión y te prometo que te traigo a casa quieras o no —saca su voz autoritaria.

—Genial, puedes intentarlo —la reto—. Tardarás unas quince horas solamente —expongo con sarcasmo—, tiempo suficiente para largarme de aquí a cualquier otra localización del mundo que tú nunca descubrirás.

—¡Irina, no me amenaces...!

—¡Mamá, tengo dieciocho años! —grito. Más miradas curiosas detrás de la ventana—. He sabido cuidar de mí misma todo este tiempo. Esto no es nada —intento convencerla—. Te llamaré cada día, te enviaré cartas, te haré llegar mi informe médico cada seis meses, si quieres, pero esta es mi nueva vida.

Solo percibo silencio por su parte a lo largo de un minuto.

—Todo esto tiene que ver con ese chico, ¿verdad? —pregunta tras un suspiro—. ¿Connor?

Ahora soy yo la que enmudece.

—No —miento—, es todo en general.

Mi madre vuelve a exhalar aire. Sabe que no es cierto.

—Bueno, hija —concluye—, no sé qué hacer contigo. Pero, por ahora, prométeme que me llamarás cada día y que nos veremos pronto. Ponnos al corriente de dónde te encuentras y, en cuanto podamos, iremos a verte.

—Ya veremos, mamá —me despido—. Cuídate. Mañana te llamo.

Cuelgo y suspiro de alivio. «Tampoco ha ido tan mal», pienso.



Los meses transcurren y, cuando termina el verano, ya he pasado varias semanas en otras ciudades australianas como Brisbane o Melbourne. También vivo cerca de un mes en Nueva Zelanda, donde consigo mi primer trabajo como recepcionista en un hotel. Seguidamente, durante un año me desplazo a Sudáfrica, Tailandia, Japón, Dubai y Marruecos.

En la penúltima localización, mis padres vinieron a visitarme durante tres días, no obstante, han pasado ya dos meses desde eso porque ahora me encuentro en la ciudad marroquí de Tánger, en el norte de África.

Por suerte, me han concedido una semana libre para descansar de mi trabajo de guía turística por mi dominio del inglés, de tal modo que una noche me doy el lujo de arreglarme y salir a cenar en un restaurante caro y turístico del paseo marítimo de la ciudad. Al ser julio, me percato que hay más turistas que en los meses anteriores.

—Perdone —dice una voz masculina a mi espalda mientras mi paladar disfruta de un exquisito cuscús—, ¿está esperando a alguien?

Aparece un hombre joven, de unos veinte años, moreno y bien vestido.

—No —expreso lentamente con confusión.

—No quiero incordiarla, pero no quedan más mesas disponibles —señala nuestro alrededor con las manos. En efecto, todas las mesas están ocupadas por familias o parejas—. Me preguntaba si podría sentarme con usted, si no le importa.

—Por supuesto —accedo.

Él toma asiento y un camarero le toma nota.

—Lo mismo que la señorita —pide con una sonrisa.

Percibo que su acento es extranjero.

—Por cierto —me excuso para dar conversación antes de que el camarero traiga su plato—, me llamo Irina. Y no tienes que tratarme de usted.

Suelto la cuchara con la que estaba comiendo, me limpio la mano con una servilleta y le tiendo la mano. Él la estrecha a la vez que dice:

—Iván.

—Bonito nombre —puntualizo—, aunque deduzco que no eres de aquí, ¿no?

—No —niega—, deduces bien. Soy español, pero vivo aquí desde hace un par de años por trabajo.

—Tánger es una ciudad preciosa —comento con una sonrisa—, pero seguro que echas de menos España.

—Sí —afirma—, aunque está muy cerca de aquí, por lo que cada vez que tengo vacaciones vuelvo a mi país.

Vuelve a aparecer el camarero y sirve el plato de cuscús a Iván.

—¿Y tú? —cuestiona después de catar el plato con una cucharada que se lleva a la boca—. Tú tampoco eres de aquí; tu inglés es perfecto.

—Bueno —empiezo—, soy de aquí y de allí.

—Pero en algún lugar habrás nacido —apunta esperando una respuesta más precisa.

Después de tragar un poco de cuscús, dejo ir:

—Soy de Estados Unidos, pero hace ya un tiempo que no vivo allí.

—O sea —concluye—, que tú también estás aquí por trabajo.

Inclino la cabeza hacia los lados.

—Algo así, aunque no es tan estable como el tuyo —aclaro—. No paso más de seis meses en un lugar.

Él asiente ante mi última intervención y pausamos la charla durante un rato porque nos dedicamos a comer.

—¡Uh! —exclama inesperada y levemente Iván rompiendo el silencio—. Esa quemadura tiene mala pinta.

Reparo en la dirección de su mirada, que se halla en mi escote, de donde asoma parte de una marca circular con el aspecto de una quemadura. No obstante, no, no es una quemadura. Se trata de la marca de la flecha de Cupido que, repentinamente, se ha oscurecido un poco más de lo habitual. Será porque hace un par de días tomé el sol y no me protegí con crema solar.

Me apresuro a cubrirme el escote.

—Sí —comento incómodamente—, no tenía protección solar.

Vuelve a instalarse el silencio y mis pensamientos toman una ruta muy alejada de mis últimas palabras. ¿Desde cuándo lo que tiene que ver con Cupido se trata de un accidente por no llevar protección solar?

Acabo lo poco que queda en mi plato, me despido de Iván rápidamente, pago la cuenta y me dirijo al baño del restaurante.

Me acerco al espejo y destapo un poco la zona donde tengo la mancha de lo que hace unos días solo parecía una marca de nacimiento, hecho que comentó Cupido el día que lo conocí, cuando se presentó en mi casa y me explicó cómo funcionaba el mundo. Parece que hayan pasado seis siglos, pero solo hace un par de veranos de ese día.

Examino con detenimiento el color oscuro y seco de ese círculo y, signifique lo que signifique, sé que no es nada bueno. Así que salgo rápidamente del establecimiento, casi corriendo, llego a mi hostal y planeo mi siguiente destino tan rápido como puedo.



En cuestión de un par de días, ya me he instalado en Río de Janeiro, donde empiezo a interesarme más por los trabajos sociales con asociaciones. Aprendo muchísimas cosas en mi estancia de cinco meses en Brasil sobre temas a los que jamás creí que me dedicaría con tanta atención, especialmente si se trata de trabajar con niños y niñas.

Es tal mi compromiso y mi vocación que vivo todo tipo de experiencias en países como Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela, Bolivia, Chile, Uruguay, Argentina, Panamá, Nicaragua, Costa Rica, Honduras, República Dominicana, Cuba y México durante tres años, en los que me enamoro de la cultura latinoamericana.

En algunos países paso más meses que en otros, pero, en general, he adorado a todas y cada una de las personas con las que he interactuado y el hecho de dedicarme a algo que pueda ayudarlas me hace simplemente feliz por la forma en la que siempre muestran su agradecimiento. Me llevo muy buenos recuerdos y un tatuaje.

Finalmente, decido aterrizar en Europa y seguir con los trabajos sociales enfocados desde otra perspectiva. Empiezo adentrándome en países de la costa mediterránea como Croacia, Albania y Montenegro, en los que, en conjunto, vivo durante un año entero. Asimismo, más tarde, paso unos meses entre Hungría, Ucrania, Bielorrusia y Dinamarca.

En otoño, el ambiente nórdico de Dinamarca, mi último destino, hace que sienta una atracción alarmante hacia los países escandinavos que fulmina mi estancia de los meses de octubre y noviembre en territorio danés para coger un vuelo desde Copenhague hasta Bergen, una ciudad marítima del Mar del Norte ubicada en el suroeste de Noruega.

Aterrizo una tarde de mediados de diciembre en la pintoresca ciudad, que tiene un encanto añadido a causa de la capa de nieve que cubre todos los rincones. Después de instalarme en la habitación de un hostal muy bien equipado y agradable, salgo a descubrir la ciudad vestida con dos camisetas, un jersey, un anorak, un gorro y unas botas.

Pese a todas esas prendas de ropa y el hecho de caminar a paso ligero, no logro entrar en calor, por lo que, cuando la noche ya ha caído y me he hecho una idea de cómo es la ciudad, accedo a un pequeño establecimiento local en el que pido un vaso chocolate caliente para llevar.

Salgo del comercio sacando vaho por la boca con la idea de volver al hostal para descansar y recargar energía para levantarme pronto y explorar mejor la ciudad a la luz del día, con el permiso de las nubes, claro. Sin embargo, justo cuando estoy caminando por una plaza del centro, veo un cartel iluminado que me deja inmóvil, plantada con mis botas en la nieve, como si me hubiera quedado atascada.

El enorme rótulo contiene el siguiente mensaje: «Las nuevas aportaciones de Generación Z al mundo con Connor Davis. Viernes, 17 de diciembre a las seis de la tarde en el Centro de Convenciones Greighallen de Bergen.»

Todavía conmovida, siento una presión en el lugar donde tengo la marca de la flecha y me percato de que mañana es día 17. Mañana. ¡Mañana!

Conlleva diez minutos más dejar de releer el cartel, allí, en medio de la plaza, y seguir caminando hacia mi alojamiento. Entro a mi habitación individual, me ducho, me visto, me cubro con un enorme edredón y, cuando ya he apagado las luces y poso mi cabeza en la almohada, unas palabras que Cupido me dijo hace cinco años en su despacho de Los Ángeles resuenan en mi cabeza: «Connor y tú siempre vais a acabar encontrándoos. Puedes intentar distanciarte de él, pero, tarde o temprano, llegarás a él. O él a ti.»

Con esas malditas palabras yendo y viniendo a mi mente una y otra vez, concluyo que mañana, dependiendo de mi humor, decidiré si acudir o no a esa conferencia porque ya han pasado cinco años.

Cinco años desde que lo vi por última vez en ese maldito ferry.

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