33
Los días de verano transcurren a un paso torturantemente lento. Solo han pasado dos semanas desde la graduación y parece que haya sido hace meses a causa de todos los hechos que he vivido. Pero, no, todavía estamos a mediados de julio y, pese a todos los esfuerzos de Connor para entretenerme con tal de que el verano se me haga más ameno, se me hace totalmente eterno.
—Simplemente odio el verano —me quejo cuando me llama al medio día.
Estoy encerrada en mi habitación, con el aire acondicionado a toda máquina, vestida con mis pantalones cortos y una camiseta de tirantes. El mismo Connor me ha recomendado una serie de Netflix, por lo que llevo entretenida todo el día y solo me levanto para coger bebidas frías de la cocina.
Nuevamente, mis padres están trabajando fuera, aunque, en esta ocasión, se encuentran en Alaska donde, afortunadamente, no hace tanto calor como en Riverside, un auténtico horno.
—Cuando empieces el curso en la universidad te acordarás de estos momentos —me advierte desde el otro lado de la línea—. Ya lo verás.
La verdad es que está en lo cierto, dado que mi nuevo comienzo en la Universidad de California empezará después de este periodo vacacional y soy consciente de que será un año bastante duro y emocionante.
—Sí, pero al menos no sudaré al salir a la calle como si hubiera hecho ejercicio durante ocho horas —replico abanicándome la cara con una mano.
—Bueno, Irina, paciencia —dice con voz suave—. Mañana no trabajo durante todo el día, así que, si quieres, puedes venir a mi casa a desayunar y a pasar el día en la piscina. Pasaré a buscarte a las nueve. ¿Qué te parece?
—Claro —acepto—, me encantaría.
—Ah —añade—, a todo esto —me lo imagino pasándose los dedos por los mechones rubios y brillantes de su flequillo—, te he llamado porque quería invitarte a una fiesta de empresa que celebro anualmente.
—Suena bien —puntualizo—. ¿Cuándo es?
«Como si tuvieras algo que hacer...», digo para mis adentros.
—Mañana te explico todos los detalles —indica apresuradamente—. Solicitan mi presencia, Hickson —se excusa—. Recuerda, mañana a las nueve. No desayunes.
—Genial —suelto dando un sorbo a mi granizado de limón—, hasta mañana, Davis. Que tengas un buen día —me despido.
—Adiós, correspondida de Cupido —se despide él antes de que se corte la línea, a lo que yo sonrío.
—¡Buenos días! —saludo en el marco de mi puerta a las nueve en punto de la mañana siguiente—. Entra, adelante, estoy a punto de terminar de arreglarme.
Connor sube los escalones hasta el recibidor, se aproxima a mí y me planta un beso rápido en los labios a modo de saludo. Seguidamente, lo guío a mi habitación por las escaleras y se sienta en un borde de mi cama mientras yo termino de peinarme frente al espejo de cuerpo entero.
Aunque esté de espaldas a él, a través del espejo, en su reflejo, veo cómo sus ojos reparan en cada detalle de la estancia, observando con detenimiento cada rincón. No es la primera vez que viene a mi casa, pero supongo que no acaba de acostumbrarse a espacios tan pequeños y cotidianos.
—¿Te has terminado la serie que te recomendé? —pregunta.
Me recojo el pelo y le sonrío por el espejo.
—Casi —respondo—, me faltan dos capítulos.
—Te has viciado, ¿verdad? —cuestiona alzando una ceja.
Suelto una carcajada.
—Sí —admito—, las series de ficción son mis favoritas.
—¿Quieres que acabemos los capítulos restantes mientras desayunamos?
—Por mí sí —digo encogiéndome de hombros—, pero tú ya la has visto.
—No me importa volver a verla —señala.
—Perfecto —valoro acabando de peinarme—, vámonos, ya estoy.
Me pongo unas chanclas, cojo mi bolso y salimos de casa. Nos metemos en su coche y sintoniza una cadena de radio de música pop, de la cual conozco todas sus canciones y canto a todo pulmón sin ningún tipo de vergüenza. Connor se limita a sonreír y a negar con la cabeza cuando me emociono en las partes más animadas de las canciones. Sin embargo, también canta alguna que otra canción por lo bajo cuando exclamo: «¡Venga, Connor, canta conmigo!»
Llegamos a su mansión, ubicada en Malibú, en cuestión de una hora. La chef Ella me saluda nada más cruzar el amplio recibidor y me da la bienvenida de nuevo.
—¿Cómo has estado? —pregunta con una gran sonrisa—. Connor me ha comentado que te has graduado hace poco. ¿Estás lista para la universidad?
—Bueno —profiero chasqueando la lengua—, necesito un par de semanas más para prepararme psicológicamente, pero, sí, supongo que estaré lista.
—Me alegro mucho —expresa con sinceridad cogiéndome las manos—. Ya verás que irá bien. Además —añade alzando las cejas—, tienes a este muchacho a tu lado —señala a Connor.
Sonrío y me sonrojo un poco.
—Bueno —concluye Ella—, el desayuno está servido en el salón. ¡Disfrutad del día!
La chef sale del recibidor y accede a otra estancia. Connor me conduce hacia el salón por el lado opuesto. En este abundan colores blancos y negros y está liderado por el gran ventanal con vistas al mar.
El desayuno de hoy consiste en tortitas con chocolate y batidos de frutas con hielo. Nos sentamos a comer mientras Connor pone el episodio de la serie que tenemos que acabar en la pantalla enorme que se halla frente a nosotros y, cuando terminamos el último capítulo, acabo con lágrimas resbalando por mis ojos.
—¿Cómo pueden matar a los protagonistas? —pregunto, indignada, entre sollozos, intentando controlar mi voz.
Él se encoge de hombros, bordea la mesa y me abraza. También me retira algunas lágrimas de los ojos y me mira fijamente.
—Vayamos a la piscina —sugiere.
—Sí, mejor —acepto aclarándome la garganta. Suspiro—. Quiero olvidarme de este catastrófico final.
Abandonamos la estancia y bajamos a la piscina que hay en la planta baja, detrás de una línea de palmeras que delimitan el acceso a la playa. Con el típico clima soleado y caluroso veraniego, me quito el pantalón corto y la camiseta para lucir mi bikini azul marino y, sin pensármelo dos veces, me meto en la piscina de un salto. Desde allí, espero a Connor, que también se sumerge y nada hacia mí.
—Tienes que contarme lo de la fiesta —requiero mientras pongo mis manos entorno a su cuello.
—Es verdad —declara como si acabara de acordarse—. Es mañana.
Hace una pausa para ver mi reacción, que sencillamente consiste en un leve aturdimiento y un asentimiento.
—¿Mañana?
—Sí, ya está todo listo —afirma con una sonrisa—. Acudirán todos los empleados de Generación Z y será en Los Ángeles. Celebramos esta cena cada año y será divertido, ya verás.
—Claro —asiento desplazando mis dedos hasta su cabello empapado—, ¿cómo tengo que vestirme?
—Como tú quieras —se encoge de hombros—, pero es de carácter formal.
—Genial —digo haciendo un repaso mental de la ropa que tengo en mi armario—. Supongo que tú irás antes para recibir a los invitados y no quiero molestarte con todo lo que conlleva organizar algo así. ¿Me pasarás la ubicación?
—Sí. —Me dedica una de esas increíbles sonrisas—. Creo que el sitio te gustará.
—Supongo que no me dirás en qué consiste, ¿verdad? —cuestiono.
—Por supuesto que no.
—Esperaré hasta mañana.
Él acerca su rostro al mío y me besa a modo de disculpa con una curvatura en sus labios.
Al día siguiente, al anochecer, cuando ya estoy lista con mi vestido de color dorado, mis pendientes colgantes y mis zapatos de tacón, meto mi móvil y lo esencial en mi pequeño bolso y accedo a mi coche. Sigo la ubicación que me ha enviado Connor hace un par de horas y, con perplejidad, veo cómo el destino es el Puerto de Los Ángeles.
Decido arrancar el motor sin hacerme muchas preguntas porque, al fin y al cabo, sé que Connor me sorprenderá. Cumplo el trayecto de una hora que separa Riverside de Los Ángeles y me adentro en el puerto después de estacionar mi vehículo cerca del perímetro. El resto de la trayectoria hasta el destino específico lo recorro a pie en el transitado recinto, donde, pese a ser casi las nueve de la noche, hay muchísimo ambiente turístico y local, con gente recorriendo el paseo marítimo caminando o en bicicleta, y las terrazas de los restaurantes y las heladerías al completo.
Finalmente, llego a la zona donde hay embarcaciones y, siguiendo las indicaciones de mi móvil, doy con el lugar que marca mi destino en el mapa: un ferry bastante grande decorado con motivos blancos y negros, al estilo de la empresa Generación Z y todo lo que simboliza. Accedo a través de una rampa tapizada que me da acceso a una estancia enorme, llena de lámparas de cristal, sillas, mesas con comida, farolillos con luces tenues y, sobre todo, muchísimos presentes distribuidos por todo el espacio. Los motivos decorativos también consisten en los mismos colores que caracterizan a Connor y no parece en absoluto que nos encontremos en el interior de una embarcación, sino que más bien me recuerda a un salón de un palacio repleto de gente rica. La única diferencia, en este caso, es que la mayoría de la multitud es gente joven, como Connor.
Nada más entrar, escucho la charla leve del gentío y la música de fondo que proviene de altavoces repartidos por todo el espacio. Precisamente por eso, por el murmullo de la multitud, reparo en el hecho de que todos tienen alguien con quien hablar o simplemente saludar, por lo que intento encontrar algún rostro conocido antes de que alguien se dé cuenta de que no pinto nada aquí.
Y, obviamente, con «rostro conocido» me refiero a Connor, sin embargo, antes de dar con él, una mano me toca el codo y me vuelvo pensando que se trata de él. No obstante, me encuentro a Selena, su expareja, plantada delante de mí con sus ojos marrones bajo algunas capas de maquillaje, su pelo rubio liso y suelto y su cuerpo perfecto cubierto por un vestido azul celeste muy elegante.
—¡Irina! —exclama con una gran sonrisa—. Te he reconocido de lejos y he pensado que estabas un poco perdida. ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Selena —saludo con sorpresa—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —responde con su entusiasmo de siempre—. ¿Qué tal los estudios?
—Bien, bien —contesto apresuradamente—. Ya me he graduado y pronto empezaré la universidad. —Desvío la mirada por encima de su hombro por si aparece Connor—. ¿Y tú? —Vuelvo a centrar mi atención en ella—. ¿Cómo va el trabajo?
—La verdad es que muy bien —afirma satisfecha—. ¡Connor me ha ascendido!
—Oh —expreso fingiendo asombro—, eso es fantástico.
Connor me lo comentó hace unas semanas.
—Oye —me excuso sin poder aguantar más charlas superficiales—, ¿por casualidad lo has visto? A Connor —aclaro.
—Sí —su rostro adquiere una nota de confusión—, hace unos minutos estaba arriba.
—Perfecto. —Asiento un par de veces—. Muchas gracias, voy a ir a agradecerle que me haya invitado.
—¿Quieres que te acompañe? —propone.
—No, tranquila —rechazo su ofrecimiento educadamente, con una sonrisa—, disfruta de la noche. Hasta luego.
Me dedica otra sonrisa a modo de despedida y me alejo de ella para encaminarme a un extremo de la sala, donde hallo unas escaleras para subir a la planta superior. No obstante, cuando ya llevo un tramo de escaleras con varias dificultades para no caerme con los zapatos de tacón, casi tropiezo con otra persona. Dicha persona estaba bajando las escaleras apresuradamente y, gracias a sus reflejos, cuando colisiona con mi cuerpo, posa sus manos en mis hombros.
—¡Ay! —profiero por el impacto—. Disculpa...
De repente, alzo la vista y reconozco sus ojos verdes. Connor me sonríe y retrocede un par de pasos para recorrer su mirada por todo mi cuerpo.
—Estás preciosa.
En el escaso silencio y la intimidad de esas escaleras, a salvo de las miradas de la multitud, siento cómo el color me sube al rostro.
—Tú también —apunto con una ceja alzada.
Y realmente soy sincera, porque ese traje blanco y su cabello rubio perfectamente peinado me dejan casi sin habla. Levanto una mano para colocarle un mechón rebelde de su flequillo en el lugar donde debería estar.
—Te he estado buscando —agrego—. ¿Cómo está yendo?
—Bastante bien —indica asintiendo—, pero no puedo quedarme mucho más tiempo contigo porque tengo muchísima gente a la que atender —se lamenta—. Aunque, si quieres, ve arriba —señala con un brazo hacia la dirección por la que ha venido—; hay más ambiente y quizá conozcas caras nuevas.
Asiento y sonrío.
—Vale, te esperaré hasta que tengas un hueco libre.
—De acuerdo —acepta.
Acto seguido, se acerca a mí rápidamente y hace ademán de coger mi rostro para besarme, pero, repentinamente, escuchamos pasos por las escaleras y retrocede tan rápido como ha avanzado y se apoya en una barandilla de forma casual e incómoda.
Un chico joven, pálido, delgado y con los ojos azules aparece en la esquina. Viste con una camisa negra que le queda un poco grande y le dirige a Connor una sonrisa amigable nada más reconocerlo.
—Jefe —comenta con una expresión divertida—, quería informarte de que Jessy Greenhall, la corresponsal de gestión en Europa, llegará en breve, por lo que estaría bien ir a recibirla, ¿no crees?
El muchacho suelta todo esto antes de percatarse de mi presencia, ya que, cuando lo hace, enmudece y mira a Connor interrogativamente.
—Irina —empieza el último tras dejar ir un suspiro—, este es Gareth, mi agente y mi amigo de la infancia. —«Con que este es el tal Gareth del que me habló durante la primera noche de aquel paradisíaco fin de semana», pienso—. Y, Gareth, esta es Irina —me presenta. Sonrío al aludido—. Ella es —cuento cinco segundos entre la última palabra y la próxima— una antigua alumna en prácticas. Vino de un instituto de Riverside hace unos meses.
¿«Una antigua alumna en prácticas»? ¿Cómo se supone que debe sentarme eso?
Gareth me tiende la mano, se la estrecho y ahora sonrío de manera muy forzada. De hecho, es tan antinatural que, obviamente, Connor se da cuenta y actúa con la mayor rapidez para salir de esta situación terriblemente incómoda.
—Bueno —se dirige a mí sin ni siquiera mirarme a los ojos—, disfruta del resto de la noche, Irina. Gareth —se dirige a su compañero—, vamos a saludar a Greenhall.
No me atrevo a responder nada porque sé que, si lo hago, mi voz será más cortante que un cuchillo, así que decido simplemente inclinar la cabeza y clavar mis ojos en él penetrantemente antes de volverme y subir el resto de las escaleras.
Llego al piso superior con la cabeza a mil pensamientos por segundo. ¿No sabe Gareth, su amigo, nada sobre nosotros? ¿Por qué oculta mi identidad a su entorno cercano de manera tan excesiva? Entiendo que él mismo me dijo: «Si me preguntas, no somos nada». Pero creo que, después de estos meses, nuestro viaje al Caribe, nuestro acercamiento, nuestra reunión con Cupido, el tiempo que hemos pasado juntos viendo películas y comiendo helados en mi casa y en la suya, las llamadas de madrugada... Considero que, después de todo eso, al menos me merezco el término «amiga» como mínimo.
Pero no. No me considera nada, simplemente «una antigua alumna en prácticas de un instituto de Riverside».
Abatida, con todas esas ideas en mi mente, entro en otro gran salón con más gente que el de abajo y cojo una bebida de una mesa. Seguidamente, decido tomar asiento en una esquina apartada de la estancia en la que hay una butaca blanca y cómoda.
Intento tranquilizarme y confiar en Connor porque, si me paro a pensar un poco, él ha sido el que me ha invitado a la fiesta. Él querrá que yo esté aquí, por lo que, más tarde, cuando pueda hablar conmigo, le preguntaré por qué ha actuado de esa manera y solucionaremos las cosas. Así de fácil.
Cojo la copa entre mis manos y, a lo largo de casi una hora, me dedico a beber y observar a los presentes que me rodean sin que nadie se acerque a mí ni lo más mínimo. Escucho, en contra de mi voluntad, charlas sobre temas empresariales o técnicos de los que no entiendo absolutamente nada y que, como consecuencia, me aburren hasta tal punto de que me acechan las ganas de tirar mi copa al suelo para que pase algo medianamente emocionante.
Pero contengo mis impulsos, dado que, desde la otra punta de la estancia, veo entrar a Connor junto a Gareth y un par de mujeres. No se percata de mi presencia hasta que se adentra más en el salón y posa sus ojos en mí brevemente.
Posteriormente, él desvía el contacto visual, se vuelve a sus invitados y charla animadamente con ellos como si nada estuviera pasando. Yo, mientras tanto, aún sentada sola en ese rincón, intento poner mis pensamientos en orden y no perder la cabeza cada vez que sonríe a alguien o le pone una mano en el hombro de manera amistosa y abierta, a la vez que hace grandes esfuerzos por no mirar hacia mi dirección y evitarme. Percibo eso último especialmente cuando suspiro profundamente o pongo los ojos en blanco, removiendo la copa entre mis dedos para intentar llamar un poco su atención.
Lo consigo en un par de ocasiones, cuando él mira de reojo hacia mí por encima del hombro de la persona con la que esté hablando. Y sabe que lo estoy esperando. Sabe que habíamos quedado en que, en cuanto dispusiera de unos minutos, se acercaría a hablar conmigo.
Sin embargo, no lo hace y, a juzgar por su conducta, creo que tampoco tiene intenciones de hacerlo después de esperar durante casi una hora y media. Por lo tanto, cuando estimo que llevo casi dos horas, decido que ya no aguanto más.
Me levanto de la butaca, cojo el vestido con tal de evitar pisarlo o tropezar con alguien, y cruzo la sala con el propósito de llegar a las escaleras. De hecho, hay un tramo por el que tengo que pasar a su lado y decido seguir sus reglas: no voy a mirarlo.
«No voy a mirarlo», me repito una y otra vez.
Y paso la zona de fuego con éxito, sin levantar la cabeza, hasta las escaleras a paso acelerado. Llego al piso inferior y me abro paso entre los invitados para hallar la puerta y descender por la rampa que da acceso al muelle.
La brisa fría del exterior me abruma durante un instante, pero me acostumbro enseguida y sigo caminando, preguntándome a cada paso cómo es posible que Connor me haya hecho algo así. ¿Cómo ha podido evitarme durante casi dos horas? ¿No hubiera sido mejor no haberme invitado para ahorrarnos toda esta maldita situación?
—¡Irina! —escucho que alguien grita a mis espaldas—. ¡Irina, espera!
No me detengo porque es su voz. Sin embargo, escucho el eco de sus zancadas aproximándose velozmente. Al cabo de pocos segundos, siento su mano en mi brazo y me vuelvo.
Le dirijo una mirada cargada de dolor e incredulidad.
—Creo que has malinterpretado —empieza casi sin aliento— todo.
No puedo contener una carcajada amarga y mi impulso de cruzarme de brazos.
—¿Me estás diciendo que estoy malinterpretando el hecho de que me has estado evitando? —cuestiono con voz ahogada.
—No —niega frunciendo el ceño—, no te he evitado. Estaba ocupado.
No me lo puedo creer.
Chasqueo la lengua y abro los brazos en el aire, indignada.
—Ya, claro —indico sarcásticamente—. Por eso soy «una antigua alumna en prácticas» para tu amigo Gareth. El único amigo que tuviste —recalco notablemente para que le invada el recuerdo de sus brazos entorno a mi cuerpo bajo una palmera en una playa caribeña.
Él se queda paralizado y yo continúo caminando hacia un muro que deja atrás la visión del ferry y el muelle, por lo que se trata de un limitado tramo abandonado e iluminado por las luces tenues de las farolas.
—Irina, yo no... —dice cuando me alcanza—. Yo no te haría...
Harta de escucharlo hablar de esa manera tan poco natural en él, lo cojo por los hombros y lo estrello contra el muro con todas mis fuerzas. Él no opone resistencia en ningún momento.
—Deja de negar lo que es evidente —pido en un susurro.
Acerco mi rostro al suyo hasta que puedo fulminarlo bien con la mirada a pesar de la oscuridad. Connor no formula ni una palabra, solo me mira a los ojos con culpa.
—Te avergüenzas de mí, ¿verdad? —pregunto sin querer saber la respuesta.
Él sigue sin hablar. Se limita a negar con la cabeza y a mirarme como si hubiera dicho una atrocidad bajo la presión de mis manos sobre sus hombros, acorralándolo contra el muro.
—Tienes miedo de que los demás me conozcan como la absurda chica de dieciocho años que soy —afirmo abiertamente sin esperar a que conteste. Se trata de una verdad—. Porque —se me corta la voz— soy patética, dramática y aburrida.
—Irina —pronuncia firmemente, aún inmóvil contra mis manos—, no permitas que tus inseguridades te hagan esto.
—Ni se te ocurra —le advierto con un dedo acusador a la vez niego con la cabeza, sintiendo las lágrimas en mis mejillas— girar todo esto hacia mí y mis inseguridades. ¡Es tu culpa!
Inmediatamente, lo suelto, saco mi móvil del bolso y lo estampo contra el suelo. Ambos bajamos la mirada hacia los trozos de cristal de la pantalla salen disparados por todas las direcciones. A continuación, poso mis ojos en los suyos por última vez y arranco a caminar tan rápido como puedo hacia la zona más transitada del puerto.
No miro hacia atrás para asegurarme de que no me ha seguido hasta que llego a las terrazas y, efectivamente, no se ha atrevido a hacerlo. Ando un poco más hasta llegar a mi coche y, cuando ya estoy en el interior del vehículo, me seco las lágrimas con un pañuelo y me tomo cinco minutos para calmarme.
Me cercioro de que lo he conseguido cuando, en voz alta, digo para mí misma:
—Has destrozado el móvil con tal de que no pueda localizarte y ahora solo te queda una última oportunidad, una última esperanza, para terminar con todo esto, Irina. Vamos allá.
Arranco el motor con seguridad.
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