28
El incesante ruido del motor del avión se me instala en la cabeza como si ya formara parte de mi entorno normal. Me hallo sentada en un asiento del jet privado de Connor, viajando a un lugar que todavía desconozco.
—No tardaremos mucho —me asegura cuando ya llevamos cuatro horas de vuelo—. En unos instantes empezará el aterrizaje.
Asiento mientras él se acomoda nuevamente frente a mí, dado que hace unos minutos se encontraba hablando con el piloto.
—¿Echarás de menos el instituto? —pregunta sin venir al caso.
Me encojo de hombros.
—No lo sé —admito, negando con la cabeza—. Hasta que no pase al siguiente nivel no lo sabré, supongo. ¿Por qué? ¿Tú lo echas de menos?
Antes de contestar, deja ir una inaudible carcajada.
—No —expresa ahora seriamente.
—¿Por qué? —pregunto con curiosidad.
Su rectitud en la respuesta me ha dejado intrigada.
—Todo a su debido tiempo...
No puede terminar de hablar porque notamos cómo el transporte aéreo empieza a descender y el ruido de los motores aumenta de manera tan notable que siento que mis tímpanos podrían explotar en cualquier momento. Me inclino levemente hacia la ventana para ver borrones pasajeros de farolas a miles de kilómetros y aprecio cómo nos aproximamos cada vez más hacia la luz.
En cuestión de un abrir y cerrar de ojos, ya estamos en la pista de aterrizaje. Sigo sin saber dónde diablos estoy, aunque lo primero que percibo es calidez en el ambiente, incluso humedad y brisa marina.
Y no voy tan mal encaminada, ya que, después de que un coche nos recoja directamente desde el avión, este recorre diversas carreteras y, tras pocos minutos, nos deja en un puerto bastante transitado. No me ha dado tiempo a fijarme en los carteles, pero supongo que en breve Connor me dirá algo. De momento solo se limita a mirarme con una expresión divertida.
Acto seguido, me tiende una mano. La cojo y lo sigo desde el coche hacia un muelle.
—¿Vas a decirme de una maldita vez dónde estamos o adónde vamos? —pregunto.
De fondo, se escucha el murmullo de la multitud alejada de la parte principal del puerto que hemos dejado atrás y el zumbido de alguna que otra embarcación. También suenan nuestros pasos sobre la madera del muelle.
—No —suelta con una sonrisa.
Justo cuando estoy a punto de replicar, él frena en seco frente a un pequeño yate y se vuelve para mirarme.
—Ten media hora más de paciencia, por favor —pide.
—¿Cómo? ¿Aún no hemos llegado a nuestro destino? —cuestiono con confusión.
Él niega con la cabeza.
Detrás de nosotros aparece la conductora personal que ha conducido el coche desde el aeropuerto con las escasas pertenencias de Connor recogidas en una maleta. Yo, por desgracia, no he podido coger nada, puesto que me he subido al avión nada más salir del acto de graduación, pero, aunque hubiera tenido la oportunidad, hubiera sido inútil porque Connor no me hubiera dicho el destino de todos modos.
—Disculpen —se excusa la mujer con una sonrisa cortés—, he tardado un rato en encontrar un sitio en el que estacionar.
Lisbeth es una mujer de rasgos morenos y ojos oscuros, tiene las caderas anchas y el pelo recogido en una trenza formal. A priori, rondará los cuarenta años y tiene pinta de ser cariñosa y leal. O al menos es esa la sensación que me transmite.
—No te preocupes, Lisbeth —le dice Connor—. ¿Has traído las llaves y todo lo necesario?
—Sí —afirma Lisbeth—, aquí tiene. —Le tiende un llavero—. El resto está en la maleta.
Connor asiente y le sonríe a la vez que coge tanto el llavero como la maleta.
—Muchas gracias.
—¿Quieren que les ayude con algo más? —ofrece señalando el yate.
—No hace falta —aclara Connor—. Mil gracias por todo, Lis. Para cualquier cosa que necesite, no dudaré en llamarte.
La mujer asiente y se despide sin decir nada más.
Mientras Lisbeth se aleja por el muelle, Connor sube al yate sin vacilaciones y me tiende ambas manos para ayudarme. Seguidamente, su mano me guía por la oscuridad del interior.
—No te muevas, en un segundo vuelvo —indica.
Siento cómo su tacto desaparece en mis manos y obedezco sus indicaciones. No me da ni tiempo a pensar, pues las luces se encienden y puedo ver el mobiliario blanco que me rodea. Me encuentro en una pequeña estancia a modo de salón con varias ventanas y un gran ventanal cerrado que da acceso a las vistas de la proa.
No obstante, Connor me guía hacia unas escaleras que dan acceso al timón.
—¿Sabes manejar esto? —pregunto, impresionada, frente a todos los comandos.
Él asiente y, sin más, arranca el motor.
Salimos del puerto sin dificultades y nos adentramos en el mar. Todavía en la cabina, junto a Connor, echo la vista atrás y me percato de que las luces del puerto se hacen cada vez más pequeñas.
—¿En qué piensas? —pregunta posando brevemente sus ojos verdes en mí.
Antes de hablar, niego con la cabeza.
—En que no sé nada de ti realmente.
—Lo sé.
—¿Por qué hemos dejado que esto pasara de esta manera?
Él chasquea la lengua.
—Si no hubiéramos tenido esas discusiones, esos desacuerdos, ese viaje de tres días en tren a Nueva York...
Ahora asiento.
—Qué imbéciles hemos sido, ¿verdad?
Connor sonríe con la vista puesta en el mar al mismo tiempo que se peina el flequillo rubio con una mano.
—Estoy totalmente de acuerdo, Hickson.
No digo nada más porque empiezo a ver, a medida que nos acercamos, una silueta definida sobre la noche. No tardo mucho en llegar a la conclusión de que es una isla.
Y, de nuevo, he acertado. En pocos minutos, Connor amarra la embarcación junto a un muelle de madera dentro de una bahía. Me ayuda a bajar del yate tras coger el equipaje y juntos nos encaminamos hacia una casa con grandes ventanales, al estilo de Connor.
Aunque no es hasta que piso la arena de la playa cuando me doy cuenta de las grandes dimensiones del hogar, dado que percibo que tiene dos plantas y una terraza. Tampoco es tan descomunal como su mansión en Malibú, pero no pasa desapercibida.
Él me dirige una mirada, como para analizar mi expresión. Lo miro atónita y le sonrío.
—Bienvenida a mi pequeño paraíso —anuncia cuando ya estamos frente a la puerta de cristal—. Todavía no le he puesto un nombre —se excusa con nerviosismo a la vez que abre la puerta—, por lo que espero que me ayudes a encontrar uno.
—Claro, ya buscaremos...
Enmudezco porque quedo silenciada en cuanto Connor enciende las luces tenues del interior y logro ver todos los adornos y los detalles del pasillo principal. Al fondo, veo una escalera de madera colocada perpendicularmente a un muro lleno de enredaderas que avivan el ambiente.
Justamente es allí donde Connor me dirige con una mano y me conduce por algunos corredores hasta una puerta blanca. Entra con bastante naturalidad y la luz se enciende a su paso de manera automática. Yo me limito a quedarme en el marco de la puerta.
—Adelante, pasa —me invita.
Doy un par de pasos y ese acto me da la ventaja de ampliar mi campo visual: percibo dos butacas y una mesa negras, un sofá, un gran espejo de cuerpo entero y dos puertas; todo ello tras una cristalera enorme que da a un balcón y vistas al mar. Del mismo modo, dando un par de pasos más, veo una cama enorme con muchas almohadas en una esquina, sobre un par de escalones, elevada sobre el resto de la estancia. Él se sienta en un rincón de esta y se queda mirándome.
Sé que quiere decirme algo, pero, como siempre, tengo que darle un pequeño impulso para sacarle las palabras de la boca.
—¿Qué sucede? —cuestiono.
Me aproximo con pasos lentos hacia la cama.
Antes de hablar, chasquea la lengua y suspira.
—No sé cómo decir esto... —empieza. Retira su mirada hacia el suelo momentáneamente y la vuelve a alzar hacia mí—. Pero voy a intentarlo, ¿vale?
—Vale.
—Antes de que pase cualquier cosa —arranca con franqueza—, quiero hacerte saber que yo soy inexperto en esto.
Me doy cuenta de que señala la habitación y, con especial énfasis, la cama.
—¿Qué quieres decir?
Sé exactamente qué quiere decir, pero quiero cerciorarme de que lo he entendido bien.
—Que... —Me percato de que su respiración es bastante irregular pese a la distancia—. Que quiero evitar situaciones incómodas y que me encantaría dormir contigo esta noche, pero no me siento preparado todavía.
Mi corazón da un vuelco.
No puedo evitar quedarme plantada en el suelo, helada, sin avanzar ni retroceder. No es que me moleste; de hecho, opino que está bien que nos lo tomemos con calma, sobre todo tras lo de Casey, aunque sea radicalmente distinto. No es que los quiera comparar, pero considero que es lo adecuado ahora.
—Me parece genial —valoro con sinceridad— y me alegra que me lo hayas dicho a pesar de que comprendo que te cueste sacar estos temas. En serio —posa su vista verde en mí—, lo aprecio mucho y te entiendo. Yo tampoco he pasado por ciertas experiencias todavía y odio ir a ciegas. —Me encojo de hombros—. Pero es lo que hay.
Asiente, se aproxima a mí y posa sus manos sobre las mías, aún en su cara. Seguidamente, coge una de mis manos y salimos de la habitación. Sin mediar palabra, recorremos el pasillo y nos paramos frente a una puerta cercana a la habitación de Connor.
Él la abre y me conduce hacia el interior de una habitación un poco más pequeña que da a la misma fachada con vistas al mar.
—Es la habitación de mi hermana —explica—. No suele venir muy a menudo, pero el vestidor —señala con una mano hacia una puerta— está lleno de su ropa. Creo que podrías aprovechar algo de lo suyo dado que no has traído nada.
—¿Desde cuando tienes una hermana? —pregunto sorprendida.
Deja ir una sonrisa fugaz.
—Desde siempre. —Se encoje de hombros—. No he tenido la oportunidad de presentártela porque vive en Noruega permanentemente, pero supongo que en un futuro os llevaréis muy bien.
—¿Cómo lo sabes con tanta certeza?
Alza las cejas.
—Simplemente lo sé.
—¿Pero...? —lo animo.
Sé que siempre hay un motivo detrás.
—Pero ese es precisamente el objetivo de este viaje —expresa a la vez que se sienta en una silla cercana a la puerta.
—¿Conocer a tu hermana?
—No —niega rotundamente—. Quiero conocer absolutamente todo sobre ti, Irina. Y quiero que tú sepas cada detalle de mí.
Parpadeo rápidamente como señal de desconcierto.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Ahora mismo? —reitero.
—Sí.
En su rostro se instala una expresión divertida.
—Pero aquí no —añade—, vamos.
Bajamos las escaleras y cruzamos un gran salón protagonizado por un gran ventanal por el cual salimos. Accedemos a la arena de la playa y, imitando lo que hace el propietario, me quito los zapatos y los dejo en unas escaleras del porche exterior de la casa.
Connor me coge la mano y, con paso calmado, juntos nos desplazamos por la orilla con el cosquilleo característico en los pies a causa de la arena pasando entre nuestros dedos. No nos detenemos hasta que Connor se para junto a una palmera altísima que delimita la playa y hace de frontera con la vegetación presente en toda la isla.
Él se tumba en la arena sin pensárselo mucho y cierra los ojos durante un instante. Me instalo cerca de su cuerpo y lo miro expectante a que diga algo.
—Empieza tú —propone con voz suave.
Dirige su vista directamente a mis ojos y me sonríe.
Suspiro y miro al cielo. Veo cómo las ramas de la palmera se agitan con la leve brisa, que a su vez hacen que mi cabello se revuelva ocasionalmente.
—Bueno —comienzo sin saber muy bien cómo—, ¿qué quieres saber?
—Todo —suelta sin más.
Inclina su cuerpo hacia mí y me mira como si fuera lo más importante del mundo.
—Eso es muy genérico —replico mientras me retiro un mechón de pelo de la cara.
—Podrías empezar por tu infancia —sugiere. Se encoge de hombros y añade—: A lo mejor eso ayuda.
Me quedo pensativa brevemente antes de iniciar mi relato.
—Mmm... Mi infancia fue totalmente normal —aclaro con naturalidad—: me dieron lo que necesitaba, estudié en colegios públicos y me relacioné con los niños y niñas de mi entorno.
Hago una breve pausa para admirar su reacción. Su rostro se mantiene concentrado en mí.
—El problema llegó cuando tenía unos quince años —prosigo. Siento que la respiración se me hace un poco pesada y que evito el contacto visual con él—. Mis padres empezaron a viajar por trabajo; al principio era ocasional, pero al cabo de unos meses me di cuenta de que estaba pasando mucho tiempo sola, puesto que ellos comenzaron a viajar con más frecuencia en periodos prolongados.
»Y entonces se inició mi caos: me obsesioné con los estudios y me encerré en ellos, no salía de casa a menos que fuera necesario y tenía dos amigas que iban dejándome de lado. Comí sola a la hora del recreo durante varios meses y...
Me percato de que las últimas oraciones que he formulado las he dicho a una velocidad muy precipitada. Dejo de hablar porque se me rompe la voz y trato de reprimir una lágrima rebelde que amenaza con cruzar mi mejilla.
—Lo siento —me disculpo aún sin mirarlo a los ojos. También dejo ir una risa nerviosa para ahogar el llanto que quiere surgir de mi garganta—. Sé que estarás pensando que este drama de chica patética de instituto es una estupidez —me vuelvo poco a poco para observarlo y percibo un par de negaciones con su cabeza y el fruncimiento del ceño—, pero cada vez que lo digo en alto duele más.
—Ven aquí.
Se alza para incorporarse y abre sus brazos. Eso es más que suficiente para entender que comparte mi ridículo dolor, aunque él no lo manifieste.
Suspiro antes de continuar, acurrucada en su pecho, diciendo:
—Decidí que, por mi propio bien, tenía que ir a terapia. Mis padres no fueron conscientes de nada de esto hasta hace poco y han insistido en renunciar a sus trabajos por mí, pero ya les he dejado claro que estoy perfectamente. —Asiento para mí misma varias veces—. Me fui recuperando poco a poco y retomé el contacto con mis dos amigas, Jane y Leslie, para intentar volver a lo que éramos antes.
»Sin embargo, lo cierto es que nunca lo hemos sido. Comenzamos a salir más a menudo y hablábamos de nuestras cosas, pero siempre he sentido que era muy superficial. Ellas me confiaban todo, me contaban todo, pero yo nunca les he concedido más de lo necesario porque no acababa de sentirme cómoda. Nunca me he integrado con alguien tanto como para contarle cada uno de mis pensamientos, porque tengo miedo de que piense que me falta un tornillo, que estoy rota.
Noto que sus brazos me estrechan hacia él con un poco más de fuerza. Seguidamente, sus dedos recorren mi flequillo y colocan los mechones despeinados detrás de mi oreja.
—A raíz de nuestra reconciliación, también me percaté de que la gente en general volvía a hablarme o a relacionarse conmigo. Y entonces es cuando Casey apareció. No he sido la persona más popular del instituto, pero se dio cuenta de mi presencia y me pidió una cita poco después de que tú y yo fuéramos convocados forzosa e incómodamente por Cupido en ese establecimiento setentero.
»Esa primera cita con Casey fue en el muelle de Santa Mónica, lugar donde tú apareciste para decirme que Cupido quería vernos al día siguiente, evento que, como ambos sabemos, tuvo como consecuencia nuestra primera discusión. Y el resto de la historia ya lo conoces.
Levanto la vista y compruebo que él también me mira.
Entre sus brazos, aprecio muy bien cómo se estremece y se pone nervioso. Incluso podría decir que soy capaz de ver el cúmulo de pensamientos desorganizados rondando por su cabeza.
—No sé qué decir, Irina —admite finalmente—, ya que considero que nada de lo que pueda formular podrá suprimir todo lo que ha pasado y todo lo que te han hecho, especialmente Casey.
—Puedes decir lo que quieras —le aseguro a la vez que niego con la cabeza—, porque agradezco que todo eso me haya pasado, en serio. Así entiendo cómo se siente y cómo no hay que tratar a los demás.
Dejo ir una gran bocanada de aire.
—Gracias por escucharme —expreso.
Tengo la vista puesta en el mar, igual que él.
—Gracias por ayudarme a entenderte —responde.
—¿Crees que explicarnos mutuamente los dramas nos ayudará en algo? —pregunto, frunciendo el entrecejo.
Connor deja ir una carcajada por lo bajo.
—Eso espero —afirma—. Es mejor dejar las cosas claras desde un principio que ir descubriéndolas poco a poco con la distorsión de la realidad y de la vida, ¿no crees?
Me encojo de hombros todavía con sus brazos rodeándome.
—No lo sé. —Alzo la vista y él me corresponde con sus ojos verdes—. Pero ahora es tu turno.
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