22
Connor espera sentado en una de las butacas mientras voy a asearme en el baño. Todo tipo de pensamientos viajan a una velocidad incalculable cuando estoy sentada en la taza del váter, todos ellos impregnados de incredulidad, desconfianza, maldición, odio y arrepentimiento por haber aceptado la oferta del chico que está esperándome al otro lado de la pared.
Me levanto, me limpio, tiro de la cadena, me lavo las manos y me miro en el espejo.
—Dios mío, Irina, ¿en qué momento...? —dejo ir en un suspiro.
Me lavo la cara y me pongo las gafas.
Salgo del baño y, cuando ve que ya estoy lista, él se levanta y me tiende un pequeño vaso de cartón. Le dirijo un par de miradas de pocos amigos antes de aceptarlo.
—Se habrá enfriado un poco —se excusa—, pero sigue decente, creo.
Le doy un sorbo a la vez que me observa y, seguidamente, pongo los ojos en blanco.
—Anda, salgamos de aquí —comenta.
Camino detrás de él y, posteriormente, abandonamos el hotel tras descender en un incomodísimo silencio por el limitado espacio del ascensor. Nos adentramos en el gentío de, en esta ocasión, una ciudad de Nueva York bastante encapotada por las nubes que han conquistado completamente el cielo. No obstante, ni la oscuridad de esos chubascos logran fastidiar la alegría y el movimiento característico de la gran metrópoli.
No mediamos palabra durante un buen rato, sencillamente él camina y yo me limito a seguirle. Nada más. Me dejo llevar por las avenidas pisando sus talones para no perderme, hasta que diviso algo que llama mucho mi atención respecto al paisaje urbano en el que he estado internada: vegetación.
—Central Park —señalo.
Él, que se había adelantado un poco más, se vuelve hacia mí y me dirige una mirada interrogativa.
—¿En serio? —insisto.
—¿Qué tiene de malo? —pregunta situándose a mi lado.
Camina a mi ritmo y me mira.
Respiro hondo un par de veces. Realmente no sé cuál es el problema que tiene ir a Central Park, por lo que deduzco que hoy será uno de esos días en los que me quejo por todo sin razón alguna.
—Nada —concluyo—. Nada.
—No —replica—, si no te apetece ir podemos dirigirnos a cualquier otro lugar; la ciudad es grande y el día es largo.
—No —niego yo—, vayamos a Central Park, en serio, está bien... Solo que...
—¿Solo que...?
Frunce el entrecejo.
—Da igual —pongo los ojos en blanco—, no quiero hablar.
Dicho esto, acelero el paso para no tener que estar a su lado y así obligarlo a reaccionar. Camino precipitadamente hacia el recinto del gran parque natural hasta que me adentro en él.
Una vez allí, dentro de Central Park, vuelvo a adoptar un paso más calmado y me aseguro de que Connor me sigue. Efectivamente, se encuentra a pocos metros detrás de mí, recortando cada vez más la distancia que se abre entre nosotros.
Aunque ahora mismo lo que menos me preocupa es él: mis ojos se detienen en cada detalle que encuentro, especialmente en las personas. En Nueva York, concretamente en Central Park, puedes encontrarte todo tipo de individuos. Gente de diferente procedencia y culturas distintas que se junta en un mismo espacio, causando una diversidad única.
Incluso en un día tan festivo como hoy, siendo Navidad, el parque está tan activo como siempre. Es más, parece que hay más actividad de lo habitual cerca de los estanques, en el césped, en los pequeños senderos que dibujan las rutas del parque... En definitiva, la gente y su presencia compensan el día nubloso.
Andamos tranquilamente, volviendo a nuestro silencio habitual, con el único ruido de fondo de los demás presentes y algún que otro claxon lejano. No transcurre nada fuera de lo usual, únicamente dejamos que nuestros pies nos conduzcan por las sendas mientras por mi mente vuelan todo tipo de reflexiones relativas a qué podría estar haciendo en vez de hallarme aquí.
No sé cuánto tiempo transcurre hasta que llegamos a otro de los límites de Central Park, en el que volvemos a adentrarnos en la urbe que eclipsa todo el paisaje verde en el que hemos estado metidos hace escasos minutos.
Entonces Connor se detiene frente a una calzada y para a un taxi.
—¿Cuál es el plan? —cuestiono.
Ambos estamos acomodados tensamente en la parte trasera del vehículo.
—A la Quinta Avenida, por favor —le indica a la conductora con una sonrisa.
Se vuelve hacia mí.
—Vamos a mi hotel. ¿Tienes hambre?
Asiento y suspiro.
Minutos después, nos encontramos en el restaurante de un rascacielos comiendo uno frente al otro. Yo me limito a saborear la comida del bufet libre sin comentar nada, aunque realmente me gustaría agradecerle a Connor el hecho de haberme dado la oportunidad de alimentarme gratis. Pero, obviamente, no lo hago porque hay algo en mí que se niega, que sigue obsesionado y encabezonado con todo lo que ha ocurrido estos últimos días.
Acto seguido, cuando terminamos nuestros respectivos platos, Connor me conduce por los pasillos del hotel, unas plantas por encima del restaurante, y se detiene frente a una puerta.
—Tu habitación —indica.
Me entrega una tarjeta electrónica que sirve para abrirla.
—Yo estaré en la contigua —prosigue señalando con el brazo hacia la derecha—. Si necesitas cualquier cosa, allí estaré.
—Vale —suelto secamente.
Abro la puerta y me sorprendo al toparme con una habitación de grandes dimensiones equipada con un televisor enorme, varias butacas cómodas y una cama de matrimonio junto a un ventanal desde el cual puedo admirar toda la ciudad de Nueva York. En fin, nada que ver con el lugar donde me he alojado la pasada noche.
Dado que no dispongo de mi teléfono móvil, tengo que conformarme con pasar toda la tarde tumbada en la cama viendo cómo el día se apaga y las luces de los edificios se encienden, creando así una visión totalmente adictiva que contemplo durante horas.
A lo largo de ese periodo de tiempo, aprovecho para darme un baño cálido en la extensa bañera del gigante aseo incorporado que también goza del lujo de las vistas a la ciudad. Cuando termino, varios minutos después, me pongo el albornoz de la propiedad del hotel y me doy cuenta de un detalle bastante importante: no dispongo de más prendas de ropa que las que llevaba puestas.
Suspiro, me rindo y vuelvo a ponérmelas. ¿Qué otro remedio me queda?
—Al menos estás limpia —me digo a mí misma en voz alta con tal de consolarme.
Justo cuando termino de secarme el pelo, de repente, escucho unos golpecillos en la puerta. Me levanto, la abro y hallo a Connor plantado delante de mí, con las manos en los bolsillos.
Se queda mirándome durante demasiado tiempo de una manera extraña que no logro descifrar.
—¿Qué quieres? —escupo.
Él sale de su ensimismamiento.
—Ah, nada... —se excusa pasándose las manos por el cabello rubio—. Solo que nunca te había visto sin gafas. Y te favorece mucho.
Me sonríe tímidamente.
Yo frunzo el ceño, hago como que no lo he escuchado y digo:
—¿Algo más?
Él suspira hondo antes de agregar:
—Sí, me gustaría llevarte a un sitio. —Hace una pausa y se aclara la garganta—. ¿Te gustaría venir conmigo?
En mi mente evalúo todas las opciones que tengo rápidamente: quedarme en mi cuarto y no hacer nada, decirle que no y escaparme del hotel arriesgándome a perderme y no poder volar a Los Ángeles mañana, decirle que sí...
—De acuerdo —concluyo—, pero dame un minuto.
Connor chasquea la lengua y me espera pacientemente fuera.
Me pongo las gafas -ignorando su innecesaria aportación-, me calzo, cojo la tarjeta electrónica y salgo. Una vez allí, Connor se incorpora, puesto que estaba apoyado en la pared del pasillo, y se pone en marcha.
Nos metemos en un ascensor desierto y, contra todos mis pronósticos, siento cómo asciende en vez de descender, que es lo que tenía en mente, ya que pensaba que nos dirigiríamos a otra ubicación de Nueva York. No obstante, cuando ya pasan algunos minutos, quizá dos o tres, evacuamos el elevador y caminamos lentamente por un lugar completamente distinto a cualquier planta inferior del hotel en el que nos encontramos, que estaría basada una estructura de pasillos llenos de puertas completamente idénticas.
En cambio, en este piso hay un deslunado que acaba en la punta de una pirámide cuadrangular de cristal construida a partir de pequeños triángulos hechos del mismo material. El suelo está cubierto con alfombras con los mismos motivos decorativos que el resto del edificio, aunque se les añade el valor de unos farolillos que aportan unos colores amarillentos y tenues, formando corredores que derivan hasta una barandilla central, también en forma de cuadrado, llena de enredaderas y flores.
Estas tonalidades amarillentas débiles que originan las luces de los farolillos se repiten a lo largo de toda la planta, pues también hay decorados con luces navideñas o adornos dorados.
El panorama me deja sin habla, pero lo que más me sorprende es que Connor me arrastre suavemente por el codo por uno de los corredores hasta que comprendo que vamos a acceder a una terraza. Pero no me percato de ello totalmente hasta que me golpea la cara una oleada de viento helado. Sin embargo, aguanto el frío.
Connor continúa tirando de mí levemente hasta un extremo de la terraza, en una de las esquinas, desde el cual podemos ver toda Nueva York: todas las luces impactantes brillando como si fueran estrellas en su propio cielo.
Suspiro y me sorbo la nariz.
—Madre mía... —suelto con admiración.
No sé qué más puedo añadir.
Connor se halla a mi lado con los rascacielos reflejados en sus ojos, aunque estos últimos se posan en mí cuando intervengo.
—Lo sé —coincide—, esta inmensidad...
Asiento lentamente.
Nos quedamos así, observando una de las ciudades más visitadas y deseadas del mundo durante unos instantes, hasta que empiezo a temblar notablemente a causa del frío de manera totalmente exagerada, pero no soy capaz de controlarlo.
Connor se da cuenta y empieza a quitarse la chaqueta.
—No, no lo hagas —señalo—, no tienes por qué...
—No —niega— cógela, en serio, llevo un jersey que abriga bastante.
Me muestra el jersey con la mano, me tiende la chaqueta y yo niego con la cabeza.
—Venga —insiste—, por favor, vas a enfermar.
Pongo los ojos en blanco y, abatida, la acepto.
—Somos un cliché.
—Todos los clichés tienen algo en común: los finales felices.
—¿Qué insinúas? —cuestiono.
—Que, acabemos juntos o no, seremos felices —declara pausadamente.
Suspiro profundamente y siento su mirada puesta en mí. Está volviéndolo a hacer: preguntar con sus ojos algo que se muere por formular en voz alta. Como siempre, tengo que darle un empujón para animarlo a hacerlo.
—¿Qué?
—¿Qué piensas tras el día de hoy? —suelta sin pensar mucho.
—Pues... —medito y explico con sinceridad lo que siento—: Esto es un caos, Connor.
—Lo sé, lo sé —murmura.
—Y mantengo que no quiero volver a verte —prosigo.
Me vuelvo a él y le miro a los ojos. Él clava los suyos en los míos y, durante el lapso de tiempo en el que se encuentran, me siento muy a gusto. No hay incomodidad ni odio; hay un placer culpable y oculto que acabo de descubrir, aunque también hay una presión que sería capaz de crear diamantes.
Y por eso retiro mi mirada hacia la ciudad.
—Al menos durante un tiempo me gustaría mantener las distancias contigo —continuo casi sin aliento— y con Cupido. Tengo diecisiete años, Connor, y tú veintiuno. Odio que me digan lo que tengo que hacer, especialmente con algo tan delicado y esperado como es encontrar a una persona especial. El amor.
Ahora él suspira y deja ir vaho por múltiples direcciones.
—Y si te preguntas si te perdono —sigo—, la respuesta es «quizá algún día». Agradezco lo de esta mañana y esto —señalo las vistas que tenemos delante abiertamente con mis manos—, pero mi perdón no se gana con gestos bonitos y vanos. Tienes que demostrar que vas a dejar atrás tu versión más destructiva. La versión más tóxica que guardan todos los chicos y hombres dentro. Y eso no se cambia de un día para el otro; se necesita tiempo, que es lo que llevo pidiendo desde que me di cuenta de que no funcionamos.
Vuelvo a mirarle a los ojos, pero en esta ocasión él continúa con la mirada puesta en la metrópoli, evitándome.
—Di algo —exijo en un susurro.
Se aclara la garganta y tarda unos instantes en responder.
—Si eso es lo que quieres, mañana volaremos a Los Ángeles y no volveremos a cruzarnos jamás. Te garantizo que haré todo lo posible para que así sea por mi parte hasta que desees lo contrario. Trabajaré para cambiar como me has pedido respecto a mis pensamientos enfermizos sobre los demás e intentaré meterme en un ambiente sano a partir de ahora. Pero el problema es...
—Cupido.
—Exacto —afirma con un asentimiento—, si quieres puedo hablar con él.
Suelto una carcajada amarga.
—Eres fácilmente manipulable para él, Connor —dejo ir directamente. Él pone cara de confusión—. Siento que te hayas enterado ahora, pero es así. Descuida —concluyo—, yo me ocupo. Hablaré con él seriamente.
—Genial.
Nos quedamos en silencio y solo persiste el ruido de fondo de la ciudad.
—Bueno —comienzo—, yo creo que me voy a dormir...
Bostezo.
—Sí, yo también.
Emprendemos la marcha en la oscuridad de la terraza hacia el interior del hotel, en la parte cubierta por el cristal, pero justo cuando estamos a punto de acceder a las instalaciones en sí Connor se detiene frente a la puerta en seco, sin abrirla.
Yo, al ir detrás de él, pisándole los talones, casi me tropiezo con su cuerpo, aunque él se gira a tiempo, me sostiene por los brazos e impide que pierda el equilibrio. Entonces comprendo por qué se ha detenido repentinamente bajo el marco de la puerta, incluso sin ser de manera intencionada: mis ojos siguen el recorrido de los suyos, que se detienen en la parte superior de la entrada, de la cual sobresale una planta.
—Muérdago —balbucea.
Desgraciada o afortunadamente, nuestros rostros se encuentran más cerca de lo que me gustaría. Estamos a escasos centímetros el uno del otro y me da la sensación de que cada milésima de segundo que transcurre nuestras distancias se recortan notablemente.
Mi cara empieza a inclinarse. La suya también. Siento su respiración. Compartimos el aire. Sus ojos se cierran.
Entonces la pequeña pizca de sentido común que queda en mí sale. No comprendo cómo, pero lo logra apartando su rostro con mi mano helada y diciendo:
—Lo siento, lo siento... Esto no...
Sin saber qué más añadir, abro la maldita puerta, arranco a correr y me meto en un ascensor. Cuando las puertas de este están cerrándose, lo veo andar hacia donde estoy, pero se da cuenta de que no me alcanzará y se detiene.
Lo último que veo son sus ojos verdes, atónitamente confusos y apagados en la pequeña obertura que hay entre las puertas antes de cerrarse por completo.
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