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2


Desayuno en la cocina, mirando la pared que tengo en frente como si fuera lo más interesante del mundo. Mastico mis cereales de manera mecánica y mis pensamientos vagan por mi cabeza como las partículas de polvo bailando en el aire, visibles gracias a la intensa luz que se filtra por la ventana.

Ayer por la tarde todo pasó tan rápido que no he tenido tiempo a asimilarlo, pero según él, Cupido, esta tarde vendrá a recogerme para llevarme a Los Ángeles, aunque no estoy muy segura de ello dado que me encuentro en una situación muy surrealista.

Malgasto mi lunes de verano acabando la serie de ayer. Más tarde, hago un descanso para comer y me ducho porque el sudor causado por el asfixiante calor me agobia. Seguidamente, me dedico a tocar la guitarra entretenidamente en la habitación, junto a la ventana, durante un par de horas.

De repente, mis dedos dejan de coordinarse porque veo la figura rechoncha de Cupido saliendo de un coche negro. Bajo las escaleras a toda velocidad y le abro la puerta justo antes de que él pueda tocar el timbre.

—Buenas tardes, Irina —saluda.

Me dedica una sonrisa.

—Adelante, pasa —le invito. Añado—: Si me das un par de minutos para acabar de arreglarme, te lo agradecería muchísimo.

Cierro la puerta principal detrás de mí y empiezo a subir las escaleras. Él me sigue pisándome los talones, me detengo y le lanzo una mirada interrogativa.

—¿Qué? —replica con inocencia—. Aparte del amor, tengo otros hobbies y la moda y el estilismo son algunos de ellos.

Niego con la cabeza y continúo subiendo los escalones.

—Cuando algún día me veas fuera de horario laboral te darás cuenta de ello —prosigue él—. Estos trajes supuestamente formales son muy sosos, ¡ugh!

Cuando llegamos a mi habitación calla de repente y se dedica a examinarla: empieza desde la pared llena de fotos y termina posando sus ojos en mi cama y en la puerta del vestidor.

—No está mal —puntúa—, los colores morados y blancos combinan muy bien.

Frunzo el entrecejo y suelto secamente:

—Gracias.

Él toma asiento en la ventana, justo donde estaba yo hace unos minutos, y me adentro en el vestidor; me pongo una camiseta amarilla de tirantes y unos pantalones cortos tejanos.

Salgo para mirarme en el espejo y él hace un gesto de desaprobación.

—Si quieres ir con ese look tan veraniego no puedes llevar el pelo suelto, cielo.

Se acerca a mí y me recoge el pelo liso en una cola.

—Muchísimo mejor —agrega.

Suspiro, me pongo los zapatos y salimos de casa. Nos metemos en su coche, enciende el aire acondicionado en su máxima potencia y hace lo mismo con la música.

En el trayecto de una hora desde Riverside a Los Ángeles, Cupido pasa todo el rato cantando todas y cada una de las canciones con mucho entusiasmo y a todo pulmón, como si le fuera la vida en ello, especialmente en las que hablan de amor. Yo simplemente me limito a mirar por la ventanilla desde el asiento de copiloto.

El viaje no se me hace excesivamente largo, así que en cuestión de lo que parecen minutos ya estamos en Los Ángeles, una ciudad tan calurosa como el resto del estado de California.

Cupido conduce por las grandes avenidas, entre los grandes rascacielos, y se acerca a uno de los altos edificios. Detiene el coche frente una gran entrada y una mujer me abre la puerta del vehículo desde fuera.

—Bienvenida, Irina —me saluda.

Me tiende una mano y yo se la estrecho.

—¡Daniela! —exclama Cupido cuando sale del coche—. Me alegro de verte por aquí, espero que hayas descansado mucho en tus vacaciones.

—Por supuesto —responde—, estoy de vuelta con las pilas recargadas.

—Genial, ¿podrías estacionar el coche en el aparcamiento? —le pide al mismo tiempo que le tiende las llaves. Ella las coge y asiente—. Perfecto, nos vemos más tarde, cielo.

Cupido empieza a caminar en dirección a la entrada del rascacielos y me apresuro a seguirlo.

El interior del vestíbulo es muy lujoso y hay varios trabajadores a los que mi acompañante saluda con mucha alegría. Me doy cuenta de que se sabe todos los nombres de sus empleados.

Me guía por un ascensor y pulsa el botón número catorce. Una vez ya nos encontramos en esa planta, se dirige a la puerta que está señalizada con un número dos, que resulta ser su despacho.

Se trata de una estancia enorme y rectangular con un escritorio, dos asientos delante de este último, un sofá, tres butacas y una mesa pequeña. También hay varios muebles tales como armarios o archivadores.

—Trabajo, dulce trabajo... —expresa a la vez que se sienta en la silla que hay tras el escritorio.

Con un gesto indica que tome asiento frente a él.

—¿Todo esto es Cupido S. A.? —cuestiono.

—Esto y mucho más.

Asiento al mismo tiempo que me fijo en el detalle de que, tras Cupido, hay un ventanal gigante desde el cual se pueden ver los otros rascacielos de Los Ángeles.

—Tu correspondido también puso esa misma cara cuando estuvo aquí.

Suelta un par de carcajadas.

—¿Estuvo aquí?

—Sí —afirma—, hace un par de días.

—¿Cómo es él? —pregunto con curiosidad.

—¿Cómo sabes que es él y no ella? —responde interrogativamente.

—Porque has dicho correspondido —señalo. Hago un gesto de superioridad—. Me fijo en los pequeños detalles.

—Él también los aprecia, los admira y se los guarda, pero no los enseña...

—¿Cómo se llama? —insisto.

—No te lo puedo decir, cuando lo conozcas se lo podrás preguntar.

—¿Por qué no tengo derecho a saberlo?

—Porque nada tendrá gracia si te lo digo —expone de manera evidente.

—¿Cómo es? ¿Qué edad tiene? ¿A qué se dedica? —disparo—. Necesito saber algo, simplemente para asegurarme de que no me va a pasar nada.

—Amor —dice con voz suave—, no te he correspondido con un señor de cincuenta años, si es eso lo que te preocupa. Me falta un escalón para alcanzar la perfección, pero tengo gusto —suelta con seguridad. Además, matiza—: Mucho gusto.

—Entonces, ¿por qué me has traído hasta aquí? —Niego con la cabeza—. ¿Para no decirme nada?

—Claro que no. Estamos aquí porque sé que en tu cabecita hay muchas cuestiones sin resolver.

—Acabo de planteártelas —objeto—: exijo saber quién es la persona con la que tendré que asistir a tres citas.

—No, preciosa —niega él—, me refiero a dudas que no tengan que ver con él. Sé que hay cosas que has estado preguntándote desde ayer por la tarde. Piensa.

Cupido se levanta, pasa a mi lado y abre un mueble que se ubica a mis espaldas. Yo sigo mirando delante de mí y me quedo pensativa durante unos minutos, como esta mañana mientras desayunaba.

El sonido de algo impactando cerca de mis manos, encima de la mesa, me saca de mi ensimismamiento. Se trata de una taza de café que Cupido ha preparado.

—Si Cupido S. A. se encarga de enamorar a la gente, ¿por qué hay divorcios? ¿Por qué la gente corta? —suelto.

A la vez que mezcla su bebida, Cupido exclama:

—¡Ahí está! A eso me refería.

Alza los brazos un par de veces.

—La razón por la que algunas relaciones llegan a su fin es por culpa de nuestro principal competidor: Cupido S. L., una empresa dirigida por mi hermanito. —Se encoge de hombros—. ¿Ves el rascacielos que hay justo en frente? —Hago un gesto afirmativo—. Bien, pues esas son sus oficinas.

Me tomo diez segundos para analizar la información.

—¿Por qué tu hermano querría hacer algo así? —cuestiono con confusión—. Es tu hermano.

—Porque yo siempre he sido el elegido para llevar la empresa familiar, no él —expresa con orgullo—. Yo le concedí la importante tarea de subdirector, pero hay gente que sencillamente no se conforma con un segundo puesto. ¿Qué le vamos a hacer...?

—¿Y a qué se dedica exactamente la empresa de tu hermano?

—A destruir familias, crear malestar y meter a terceros para crear triángulos amorosos —enumera de forma natural.

—¿Con qué propósito?

—Ganar dinero gracias a las herencias, las custodias y, lo más importante, para vengarse de mí y hacerme la vida imposible. —Cupido respira hondo—. Pero su empresa no es nada comparada con la nuestra. Nosotros disponemos de años de experiencia, los mejores fabricantes de flechas y los empleos más divertidos del mercado: los correspondedores, que son personas que se dedican a informarse de la vida de la gente y analizarla a fondo para corresponderla con otra persona.

—¿Tú también haces eso?

Cupido me dedica una sonrisa tímida, como si quisiera decir: «Me has pillado».

—¡Sí! —profiere con exaltación—. Lo hacía más a menudo cuando era joven y mi padre estaba al mando, pero ahora que han aumentado mis responsabilidades lo hago de vez en cuando. Por ejemplo, yo te correspondí a ti.

—Y mira cómo ha salido... —señalo.

—¡Eh, no menosprecies mi trabajo! —exclama con desaprobación—. Estoy seguro de que cuando lo conozcas el miércoles me suplicarás que arreglemos el problema de la flecha lo antes posible.

—¿Tan atractivo es físicamente?

Intento volver a la carga.

—No estábamos hablando de eso —me frena.

Maldigo por dentro. Casi le sonsaco información.

—Estábamos diciendo que la empresa de mi hermano no es capaz de romper todas las parejas que creamos anualmente —continúa con voz relajada—. De hecho, los expertos de Cupido S. A. han hecho estadísticas. Estas muestran claramente que Cupido S. L. solo consigue echar a perder el 60% de las parejas que formamos.

—Eso es mucho —opino.

—Los jóvenes hacen que la media suba en cuanto a rupturas —explica mientras da un sorbo a su café—. Mi hermano acude a ellos porque son un blanco fácil: manipulables, llenos de emociones irregulares y sin experiencia.

Me quedo embobada mirando por encima del hombro de Cupido, donde se encuentra el edificio de Cupido S. L., e imagino a su hermano como alguien malvado, vil y sin sentimientos.

—Sé en qué piensas, cariño —interrumpe la voz de Cupido nuevamente—: en cómo debe de ser mi hermano.

Le miro con los ojos muy abiertos, haciéndole entender que ha dado en el clavo.

—Pero tienes que quitarte la imagen del mundo teñido de dos únicos colores: blanco y negro; bueno y malo. —Se levanta de su silla y mira hacia la misma dirección que yo—. El mundo es rosa.

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