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Hoy es el día de nuestro regreso a Riverside. Tenemos el vuelo hacia el mediodía, así que a las nueve aproximadamente ya nos encaminamos hacia el aeropuerto. Sin embargo, antes de dirigirnos allí, por redes sociales veo algo que me llama mucho la atención: una publicación en la que se explica que hoy la empresa Generación Z dará una conferencia en Toronto.

—No puede ser... —murmullo mirando el móvil.

Casey, frente a mí en el comedor del hotel durante el desayuno, pregunta:

—¿Qué?

—Nada, nada —me excuso—, estaba consultando un artículo y... —exprimo mi cerebro para buscar algo decente que decir— creía que había leído que hay huelgas en el aeropuerto de Toronto de compañías estadounidenses. Pero son francesas, nada que nos afecte.

—Ah, vale, menos mal.

Asiento y le correspondo con una sonrisa forzada.

Más tarde, ya en el aeropuerto, después de hacer la facturación de maletas, cuando nos dirigimos a nuestra puerta de embarque, pasamos junto al acceso de llegadas y ocurre lo que más me temía.

Una serie de hombres y mujeres trajeados arrastrando sus maletas pasan junto a nosotros y, al final de esa cantidad de gente, identifico unos mechones rubios. Se me cae el alma a los pies.

Vestido con una camisa gris, Connor avanza hacia nosotros. Cuando me reconoce, cuando sus ojos advierten mi presencia y la de Casey, parece que todo vaya a cámara lenta. Posa su mirada en mí mientras pasa a mi lado, aunque su rostro no muestra ninguna expresión. Los escasos centímetros que nos separan se reducen más cuando mi codo y el suyo se rozan sin querer, pero ambos continuamos caminando hacia lados opuestos.

Lo pierdo de vista y no me giro para verlo, simplemente paso. Lo que sí compruebo es si Casey se ha dado cuenta de algo, pero su cara de despreocupación me hace saber que no. No ha percibido a Connor.

Pero lo que no deja de vagar por mi cabeza es que ha sido la primera vez que lo he visto en meses y ni se ha dignado a saludarme. No es que nuestro último encuentro fuera lo mejor del mundo, porque nos gritamos el uno al otro todo lo que nos odiábamos, pero hay que tener un mínimo de educación. Además, se supone que ya somos adultos. O al menos él lo es.

Dejo ir un suspiro horas después, cuando el avión ya está rumbo a Los Ángeles.

«No merece la pena pensar en él», me convenzo.

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