018| Del Amor Para El Odio
018| Del Amor Para El Odio
— Y dígame, ¿ser guardia aquí es tan horrible como parece? Porque si es así, me ofrezco a organizar una huelga para mejorar sus condiciones laborales. ¿A quién le gustaría trabajar con tanto calor y un jefe asquerosamente arrogante?
El guardia que me acompañaba permaneció en silencio.
— ¿Cree que me va a quemar viva en una pira? Porque honestamente, no me sorprendería.
Mantuvo su rostro inexpresivo, pero vi cómo sus cejas se crispaban levemente.
— Tal vez me obligue a recitar odas a su ego. "Oh, gran Apolo, sol brillante del Olimpo, tus bíceps son más firmes que las neuronas de tu cerebro". ¿Se dará cuenta?
El guardia apretó los labios. Yo continué.
— O quizás me obligue a abanicarlo mientras se contempla en un espejo.
— ¿Podría callarse? —me espetó el guardia, visiblemente irritado.
— No, no puedo. Es mi mecanismo de defensa —seguí, mirando con aburrimiento a mi alrededor—. ¿Por qué todos aquí tienen la misma cara de andar oliendo a mier…?
— ¡Por todos los dioses! —exclamó finalmente el guardia, apretando el puente de su nariz con frustración—. ¿No puede callarse por cinco malditos segundos? Su voz es insoportable.
— Wow, qué carácter… —murmuré, echándole un rápido vistazo de arriba a abajo—. Seguro que está soltero.
El guardia tensó la mandíbula y con eso supe que estaba en lo cierto. Los poderes de papá no eran ningún chiste: me permitían intuir cuando alguien estaba en una relación debido al nivel de enamoramiento en su corazón, como si tuviera un termómetro invisible justo al lado de la persona. Y este hombre lo tenía bajo 0.
Cuando finalmente llegamos a lo que parecían ser los jardines del palacio, una brisa cálida me golpeó, impregnada de un dulce aroma a laureles y jazmín. Todo era impresionantemente bonito: como una versión extendida y ultra lujosa de los jardines del palacio de Versalles. Pero no fue el paisaje lo que capturó mi atención.
Fue él.
Tuve que parpadear varias veces para asegurarme de que mi mente no me estaba jugando una broma. No, no lo hacía. Allí estaba él, sin camiseta, con los músculos de su espalda flexionándose con cada movimiento mientras tensaba el arco y disparaba una flecha que atravesó limpiamente el aire y se clavó en el centro de un blanco con una precisión irritante.
Me quedé completamente estática.
Ay, por el amor de todos los dioses…
De repente, mi boca estaba seca y mi cerebro se dividió en dos bandos: el lógico, que me decía que no debía mirarlo, y el irracional, que estaba demasiado ocupado apreciando la vista.
Lo odiaba. Lo odiaba profundamente.
Mi mente, para mi desgracia, decidió traicionarme con imágenes que definitivamente no necesitaba en este momento. Tragué saliva, sintiendo un calor ridículo en mi rostro, e intenté desviar la mirada, pero mis ojos simplemente se negaban a obedecer.
Porque nadie tenía derecho a verse así de bien. Era un secuestrador, un egocéntrico y un completo imbécil… pero maldita sea, parecía esculpido por los mismos dioses. Lo cual, claro, era técnicamente cierto.
Apolo recogió otra flecha de su carcaj y, sin voltearse, me habló con voz casual:
— ¿Te has divertido en el calabozo, monstruito?
Me obligué a salir de mi trance y fruncí el ceño.
— ¿Te has divertido tú desnudándote aquí para llamar la atención? —farfullé con molestia.
Apolo se giró con lentitud, y la media sonrisa engreída en su rostro confirmó que me había escuchado perfectamente.
— ¿Impresionada, engendro?
— Oh, por supuesto —crucé los brazos, mirándolo con fingido desinterés—. No dejaba de pensar en lo impresionante que era tener más ego que músculos.
La sonrisa de Apolo desapareció ligeramente y caminó hacia mí con una calma que me puso los nervios de punta. Me miró directamente con sus ojos dorados. Era increíble lo intimidante que podía ser cuando realmente lo intentaba.
— Qué interesante… —saboreó las palabras—. Porque, si no me equivoco, parecías bastante entretenida mirándome.
— Por favor —bufé—. Simplemente me preguntaba cómo alguien con ese ego puede caber en un solo cuerpo.
— No lo sé, es un talento natural —respondió con una inclinación de cabeza—. Pero dejemos de hablar de mí. Estoy seguro de que te interesa más esto…
Chasqueó los dedos, y en un destello multicolor, una fina carta apareció flotando en el aire. El sello de cera en ella me resultó demasiado familiar. Sobre todo ese corazón siendo atravesado por una flecha. ¿A quién me recordaba?
— Iris ha traído un mensaje del Olimpo —anunció, con toda naturalidad.
— ¿De quién?
Apolo sonrió con burla.
— ¿Quién crees?
Mi corazón latió con fuerza.
Papá.
— ¿Eros? —pregunté, tratando de no parecer demasiado desesperada, aunque probablemente fallé—. ¿Ha enviado una carta por mí?
Apolo bufó, haciendo girar la carta entre sus dedos.
— No. La ha escrito para confesar su amor a mí. ¿Por quién más sino, diosecilla?
Ignoré su comentario y di un paso adelante, estirando la mano. — Dámela.
Apolo arqueó una ceja, sin moverse ni un centímetro.
— Qué adorable. ¿De verdad crees que voy a entregártela?
— Así es. Ahora, la carta.
Sonrió maliciosamente y la sostuvo en alto, lejos de mi alcance.
—¿Y si no quiero?
Lo fulminé con la mirada.
— Apolo…
— Engendro… —repitió con el mismo tono burlón.
— Apolo, dámela.
— No.
— Dámela.
— No.
— ¡Que me la des!
— Así no se piden las cosas, monstruito.
Apreté los dientes.
— Juro por los dioses que si no me das esa carta, voy a…
— ¿A qué? ¿Pegarme? —interrumpió, fingiendo horror mientras se llevaba una mano al pecho—. ¡Oh, no! ¡Una diosecilla de diecisiete años quiere golpea… ¡AUCH! ¡AY!
Lanzó un grito indignado cuando le lancé una patada a la espinilla, sobándose bruscamente la zona golpeada.
— Y puedo seguir intentándolo más arriba —señalé sus partes con los ojos.
Apolo gruñó y, a regañadientes, bajó el brazo.
— Está bien, está bien. No quiero que después digan que no soy generoso. —Desdobló el pergamino con aire teatral y suspiró irritado—. Veamos qué tiene que decir papá.
Con aclaramiento de garganta empezó a leer:
— Querido y adorado dios Apolo, rey del sol y glorioso señor de…
— Léela bien —lo interrumpí, recibiendo una mala mirada de su parte. Suspiró.
« Grandísimo imbécil que no aprende ni volviendo a nacer…
Me llevé una mano a la boca para contener una risa, mientras Apolo entrecerraba los ojos y arrugaba el pergamino un poco.
«He sido informado de que has decidido secuestrar a mi hija, lo cual, siendo honesto, es algo que esperaba de cualquiera (es hermosa) pero no de ti. Aunque, pensándolo bien, siempre has sido más bíceps que cerebro, así que supongo que no debería sorprenderme que quieras enfadarme otra vez»
Mis ojos brillaron con pura diversión. Apolo inspiró hondo, claramente conteniéndose:
«Tienes hasta mañana para soltarla o te juro por todo lo sagrado que no habrá suficiente Olimpo para todos los laureles tras los que te haré correr cuando empiece a perseguirte»
Con mucho odio, el Dios del Amor.
P.D: La próxima vez que quieras vengarte de mí, intenta no secuestrar a alguien con el mismo carácter de mis padres combinado. Te deseo suerte. No mucha, pero un poco.
Silencio.
Al principio ninguno de los dos dijo nada, dejando que tan solo se escuchara el suave canto de las aves que volaban cerca de nosotros desprendiendo la suave melodía a nuestro alrededor.
Hasta que estallé.
Las carcajadas salieron de mí sin control mientras Apolo se quedaba en silencio, apretando el pergamino con tanta fuerza que pensé que lo iba a incendiar solo con los ojos.
— Dioses, tu cara es increíble —jadeé, limpiándome las lágrimas entre risas—. Al final sí que resultó ser una carta para ti…
Se quedó mirando el pergamino con el ceño fruncido, sus nudillos estaban blancos de cómo lo sostenía. Luego lo arrugó en su puño y lo lanzó a un lado.
— Es oficial. Tu padre es un idiota.
— Es compasivo —apunté, llamando su atención hacia mí—. Te está dando la oportunidad de liberarme hasta mañana sin hacer ningún drama. En otros tiempos te había declarado la guerra. Así que deberías hacerle caso.
Apolo resopló, visiblemente irritado.
— Dijiste que soñar es gratis, mestiza. Pues bien, disfruta de este pequeño momento de esperanza, porque si el bastardo de tu padre se acerca a tan solo un kilómetro de mí dejaré huérfana a su única hija semidiosa.
Pero yo seguía sonriendo sin importarme sus palabras.
Porque, por primera vez desde que estaba aquí, tenía pruebas de que mi padre haría algo. No me dejaría tirada esperando a que yo me las arreglara sola como estaba segura de que haría cualquier otro olímpico con sus hijos. Yo le importaba a papá.
Él me observó con esa mirada dorada llena de superioridad, claramente complacido consigo mismo a pesar de la amenaza de su rival. Se cruzó de brazos, con una sonrisa perezosa en el rostro, como si todo esto fuera solo un juego.
— Bueno, pequeño monstruo. Parece que Eros quiere recuperarte. Qué tierno.
— Parece que alguien está temblando de miedo —repliqué con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué harás cuando mi padre te arranque todas esas plumas de pavo real que llamas rizos?
Apolo se encogió de hombros, claramente sin preocuparse.
— Bah, lo dudo mucho. A diferencia de él, yo no gasto mis días lanzando flechitas de amor como un niño con problemas de apego. Yo tengo un reino que administrar.
Rodé los ojos.
— Sí, claro. Gran reino. Un templo lleno de gente inclinándose ante el pene pequeño de tus estatuas. Dime, ¿cómo soportas el peso de ese ego sin caerte de cabeza?
— Por pura práctica —respondió sin inmutarse—. Y hablando de eso… —chasqueó los dedos y en un instante, dos sirvientes aparecieron a su lado haciéndome sobresaltar por la espontaneidad—. Es hora de que empieces a hacer algo útil.
— ¿Perdón?
Entonces lo vi. Uno de los sirvientes llevaba una bandeja con un cuenco de fruta, una copa y una jarra de néctar. El otro, un paño de lino blanco. Apolo se acomodó sobre una tumbona dorada (que tampoco sabía de dónde había salido) y me sonrió con descaro.
— Sirve el vino, pequeña sirvienta.
Lo miré como si acabara de pedirme que renunciara a la serie de Gossip Girl.
— Estás bromeando.
— Oh, no —su sonrisa se ensanchó—. Y hazlo con gracia. No queremos que tu padre piense que no he sido lo suficientemente cruel, ¿verdad?
La furia subió por mi pecho como lava ardiente. Bajé la mirada a mi túnica dorada, ese color maldito que odiaba con todo mi ser, y luego volví a mirarlo.
— De acuerdo, escúchame bien… —tomé una profunda bocanada de aire—. Puedes tener a tus dioses, tus templos, tus sirvientes y todas las tonterías que quieras, pero YO no voy a servirte como una esclava de la Antigua Grecia.
— Oh, pero lo harás.
— Oh, claro que no lo haré.
Nos sostuvimos la mirada por unos segundos. Luego, con una rapidez que no me esperaba, se levantó de la tumbona y se acercó hasta que quedó peligrosamente cerca de mí.
— Te recuerdo que estás en mi templo, engendro —murmuró, su tono perdiendo la diversión—. Y aquí, haces lo que yo digo.
Su proximidad me irritó aún más, pero en lugar de retroceder, me puse de puntillas y le sostuve la mirada con el ceño fruncido.
— Te recuerdo que soy la tía del niño que os salvó de una guerra olímpica.
Apolo sonrió.
— Eso no te va a salvar, pequeño monstruo.
Me jaló de la muñeca con firmeza, obligándome a tomar la jarra. — Llena la copa. Ahora.
Temblé de rabia. Mi mente gritaba mil insultos que me costó mucho no soltar, pero sabía que tenía que jugar bien mis cartas. Respiré hondo, obligándome a aparentar calma, y sostuve la jarra, arrebatándosela bruscamente al sirviente que me miraba con cierto temor.
Pero si creía que iba a dársela sin problemas, claramente no me conocía.
Con una dulce y fingida sonrisa, incliné la jarra y vertí el néctar… directamente sobre su cabeza.
La bebida goteó por su cabello y bajó en finas líneas púrpuras por su rostro y cuello. Por un instante, Apolo no se movió. No dijo nada. Solo parpadeó con incredulidad mientras el líquido se deslizaba hasta su pecho.
Yo, por mi parte, me mordí el labio con fuerza para no sonreír.
—Ups —hablé, con la voz más inocente que pude fingir—. Al parecer no heredé su buena puntería.
El aire a nuestro alrededor cambió. Sentí un escalofrío recorrer mi columna cuando Apolo entrecerró los ojos y su piel comenzó a brillar con un fulgor dorado. No era solo un reflejo del sol, él estaba brillando de verdad.
Y entonces supuse que eso solo podía significar algo: estaba enfadado.
— Oye, pareces una lámpara —retrocedí un paso, señalándolo—. ¿Sabes a quién me recuerdas? Había un vampiro que se enamoró de una humana y…
— Jackson —llamó, con un rostro ensombrecido.
— ¿Sí?
— Corre.
No hizo falta que lo repitiera dos veces.
Salí disparada y empecé a correr a través del jardín como si mi vida dependiera de ello (porque, honestamente, probablemente sí). Los arbustos florecidos y las columnas de mármol pasaron borrosas a mi alrededor mientras saltaba por un sendero de piedra. Sentí el sudor apegándose a mi piel como un abrigo para todo mi cuerpo y la maldita tela de la túnica solo hizo que me fuera más difícil huir de ese trastornado rencoroso. Maldije no haberme ido a entrenar la velocidad con las ninfas del campamento cuando me lo propusieron.
Sentí el aire calentarse a mi alrededor y supe que estaba demasiado cerca. Tomé una curva brusca y esquivé una fuente, asegurándome de no mirar atrás. Regla número uno cuando huyes de un dios: nunca mires atrás.
Así que, naturalmente, miré hacia atrás.
Grave error.
Apolo no estaba detrás mía.
Fruncí el ceño, confundida, y volví a mirar hacia adelante justo a tiempo para chillar al ver su cuerpo parado a tan solo unos centímetros de mí: mis piernas no tuvieron tiempo de frenar y me di de lleno contra su torso divino. El impacto fue tan fuerte que casi reboté hacia atrás, pero antes de que pudiera caer, sentí unas manos firmes atrapándome por la cintura.
Ay, no.
Levanté la mirada lentamente, encontrándome con un par de ojos dorados chispeando furiosamente mientras me miraba.
— ¿Terminaste?
Tragué saliva.
— Todavía no.
Intenté empujarlo y escapar, pero su agarre se tensó alrededor de mi cintura, presionándome contra él. Y por el amor de todos los dioses, su piel estaba caliente.
— Eres rápida, lo admito —susurró, inclinándose un poco hacia mí—. Pero no tan inteligente al desobedecer a tu dios.
Apreté los dientes, furiosa.
— Que sepas que eres el peor secuestrador de la historia.
— Y tú eres la prisionera más insoportable que he tenido.
— ¡¿Y por qué carajos no me sueltas?!
— Porque esto es más divertido —me sonrió con malicia.
Lo odiaba.
Lo odiaba tanto.
Pero sobre todo… odiaba la forma en la que mi corazón latía descontroladamente contra su pecho. ¿Por qué tenía que ser tan dolorosamente bello?
— Bien —siguió, con un tono satisfecho—. Si estás tan ansiosa por demostrar tu independencia y resistencia, tengo el trabajo perfecto para ti.
Soltó mi cintura de repente y di un paso atrás, liberándome de su agarre. Me crucé de brazos, lanzándole una mirada desconfiada.
— ¿Por qué presiento que no me va a gustar?
— ¡Tranquila, cielo! ¡Estoy seguro de que lo odiarás!
Me lanzó una mirada burlona antes de chasquear los dedos. Sentí un nauseabundo tirón en el estómago y en un parpadeo, nos habíamos trasladado a otro lugar del templo: una pradera rodeada de montañas y llena de… oh, por todos los dioses.
¿Ese era su ganado?
Ante mí, un enorme rebaño de vacas y bueyes pastaba tranquilamente, sus cuernos resplandeciendo bajo el sol. Era una vista hermosa… o lo habría sido si no fuera por la peste infernal a estiércol que impregnaba el aire.
Di un paso atrás con asco, tapándome la nariz.
— No…
— Sí —replicó Apolo con deleite.
— ¡No!
— Sí.
— ¡No pienso limpiar eso!
— Oh, sí que lo harás, pequeño monstruo —canturreó, cruzándose de brazos—. ¿Sabes cuántos humanos estarían honrados de realizar esta tarea para mí?
— ¿Cuántos?
— Ninguno, pero ese no es el punto.
Lo miré con el ceño fruncido, sin poder creer la humillación a la que quería someterme.
— Prefiero morir.
— Eso puede arreglarse.
Su tono juguetón me sacó de quicio.
— ¡Esto es ridículo, Apolo! ¡Soy una maldita semidiosa, no una jodida esclava de tu época!
— Bueno, ahora eres mi sirvienta, así que… enhorabuena.
Algo dentro de mí estalló y sin pensarlo dos veces le arrojé una pala a la cara. Ya era la cuarta vez que le lanzaba algo encima desde que me había secuestrado y no hacía menos de un día.
Apolo la esquivó fácilmente, pero su expresión cambió al instante. Sus ojos brillaron con peligro cuando dio un paso hacia mí, y yo di uno hacia atrás.
— ¿Sigues retándome, mestiza?
— Oh, perdona —respondí con falsa inocencia—. Mi mano se movió sola.
Su mandíbula se tensó. Vale, ya no le gustaba que le vacilaran tanto.
— Engendro…
— ¿Qué? ¿Vas a castigarme más? ¡¿Vas a hacer que te lime las uñas o es tu corazón lo que más roña tiene de tu cuerpo?!
— ¿Sabes qué? —Avanzó de golpe y me obligó a retroceder aún más—. Estás empezando a cansarme.
— ¿Empezando? ¿No me odiabas desde el principio? —me burlé, cruzándome de brazos aún ceñuda.
— Lo hago —gruñó, acortando la distancia entre nosotros.
Aquello y su mirada intensamente brillando sobre la mía fue suficiente para hacerme vacilar y retroceder hasta que mi espalda chocó de repente contra un árbol. Un laurel.
Mierda.
Apolo se inclinó hacia mí, invadiendo completamente mi espacio personal. En su mano, su arco apareció en un destello dorado, y antes de que pudiera reaccionar, la punta de una flecha reluciente estaba justo debajo de mi barbilla.
Oh.
El peligro en sus ojos era real.
La amenaza era real.
Pero había algo más.
Algo en la forma en que su respiración era pesada, en la manera en que su cuerpo estaba peligrosamente cerca del mío.
Y yo…
Yo estaba entre aterrada y… no.
No podía permitirme pensar en eso.
Pero mi corazón latía demasiado fuerte.
Y él lo oía.
Sonrió.
—Tienes dos opciones, pequeño monstruo —susurró Apolo, inclinándose aún más hasta que su nariz casi rozó la mía—. Puedes tomar esa maldita pala y limpiar el estiércol… o puedes ver qué tan rápido atraviesa mi flecha tu preciosa garganta.
Mi pecho subió y bajó rápidamente, no solo por la amenaza, sino por la forma en que su voz grave vibraba contra mi piel. Maldito sea. Maldito Apolo y su… todo.
Tragué saliva con dificultad, sintiendo la punta de la flecha rozar mi piel. Mis manos estaban pegadas contra el tronco del laurel, atrapada entre la corteza áspera y el cuerpo sofocante de este idiota con complejo de dios sol.
— ¿Y si elijo la opción número tres? —pregunté con voz tensa.
Apolo arqueó una ceja.
— ¿Cuál es la opción número tres?
Intenté parecer más confiada de lo que me sentía, aunque mi corazón estaba a punto de salir disparado de mi pecho.
— Patearte las pelotas y salir corriendo.
El silencio que siguió fue aterrador.
Apolo parpadeó lentamente, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Luego, algo en su rostro cambió. Su sonrisa desapareció.
Con un movimiento lento, presionó ligeramente la punta de su flecha contra la parte inferior de mi mentón, con la aspereza suficiente para inmovilizarme. Su cuerpo se pegó más al mío y el calor irradió de él como si fuera el maldito sol encarnado.
— ¿Sabes qué, Jackson? —murmuró, su voz era peligrosamente baja—. A veces me pregunto si realmente eres hija de Eros… o si en realidad eres hija de Niké, porque parece que te encanta tentar a la suerte.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
¿Me asustaba? Sí.
¿Me excitaba?… también.
Dioses, qué problema tenía.
Apolo inclinó la cabeza, su aliento cálido rozó contra mi mejilla.
— Te dije que si intentabas escapar, te mataría —susurró.
Mis labios se separaron, pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta. No solo me veía con furia, sino que también con placer. Como si disfrutara tenerme de esa manera bajo él.
Me sostuvo la mirada un segundo más antes de que su expresión se ablandara milagrosamente y, con un suspiro, chasquease los dedos. Su arco desapareció en un destello de luz y, en su lugar, otra pala apareció en su mano. Sin previo aviso, la estampó contra mi pecho, obligándome a sostenerla.
— Hora de trabajar, mestiza.
Mi mandíbula cayó con indignación.
— ¿Es en serio?
— Totalmente en serio. —Su sonrisa petulante se ensanchó, mientras inclinaba la cabeza de lado como si no hubiera pasado nada—. Anda, hazme sentir orgulloso.
Me quedé boquiabierta, incapaz de procesar el nivel de humillación al que acababa de someterme.
— ¿Quieres que… limpie mierda?
— La de mis vacas, sí. —Apolo hizo un gesto despreocupado hacia el rebaño—. Y hay mucho de dónde sacar.
Mi agarre sobre la pala se volvió mortal.
— Eres un imbécil.
— Y tú eres mi sirvienta. —Su sonrisa se tornó cruel—. Así que ya sabes lo que eso significa.
— Que un día te voy a arrancar la lengua y hacerme un collar con ella.
— Uy, qué miedo. —Puso los ojos en blanco y dio un paso atrás, señalando el extenso campo con un gesto magnánimo—. Ahora, adelante.
No me moví.
Apolo alzó una ceja.
— ¿Quieres que saque el arco otra vez?
Tragué saliva. Sabía que era un imbécil engreído, pero también un dios, uno que sabía que hablaba en serio cuando hacía amenazas. Todavía podía sentir la presión de su flecha bajo mi barbilla, el calor de su cuerpo sobre el mío.
Y si algo me conocía, sabía que había una parte retorcida de mí que no estaba completamente en contra de repetir la experiencia.
Pero no. Me negaba a darle la satisfacción.
Apretando los dientes, le dediqué la mejor mirada de odio que tenía y, finalmente, di un paso hacia el campo con la pala en mano.
Apolo sonrió, victorioso.
— Así me gusta, Jackson. Obediente.
Oh, lo iba a matar.
Lo juro por el mismísimo Olimpo, lo iba a destrozar.
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