017| Una Nueva Institutriz
017| Una Nueva Institutriz
— Y yo le dije "estás exagerando", ¿y saben qué me dijo? "te prometo que los dioses no podrán tocarte" —hablé con una voz más grave que la mía, haciendo una mueca de desagrado. Dejé caer mis hombros con un resoplido—. Y ahora adivinen qué… ¡Me ha secuestrado un dios!
Uno de los guardias que custodiaban mi celda gruñó con irritación: tenía una armadura dorada y ligeramente brillante, junto a un escudo con el símbolo de una pitón enroscada en el centro y una lanza que media más que el ego del dios que me tenía secuestrada. En serio, ¿quién diablos colocaba espejos hasta en sus celdas?
— ¿Y qué más pasó? —insistió el otro guardia, con curiosidad. Iba vestido igual que su compañero, pero este parecía más interesado en mi drama.
— Darius —le regañó su compañero, lanzándole una mirada de fastidio—. No puedes hablar con ella, idiota.
— ¡Pero quiero saber cómo acaba! Lo mandó al Tártaro. ¿Verdad, señorita?
Sonreí disfrutando de su atención. Ambos hablaban en griego antiguo, y aunque traté de hablarles en inglés no funcionó. Agradecí haber nacido con la fluidez de mi lengua paterna. Las palabras "imbécil", "traidor" y "capullo" se escuchaban mucho mejor así.
Apolo me había tenido encerrada en una calurosa celda durante horas, sólo se me había permitido beber un vaso de agua cada cierto tiempo y contar mi drama amoroso a los dos guardias para desahogarme. En mi cabeza, insulté una y otra vez al dios con la esperanza de que me escuchara y apareciera al menos para torturarme o calcinarme. Estaba aburrida y harta de permanecer tumbada en el suelo como una amante desolada porque sabía que su amado jamás regresaría de la guerra.
— Estuve a punto de cortarle el cuello con su propia espada —admití, recordando el glorioso y doloroso momento en el que casi pierdo a mi sobrino—. Y lo habría hecho de no ser porque… tenía otras prioridades que atender.
El guardia "Darius" iba a preguntarme algo más cuando, de repente, unos pasos resonaron por las mazmorras. Ambos se enderezaron rápidamente y resoplé, jugueteando con un mechón de mi rubio cabello. Estaba casi segura de que sería otro de sus malhumorados sátiros con un vaso de agua en su peluda mano. Eché de menos a Grover.
Pero, para mi sorpresa, fue alguien totalmente diferente. Alguien que hizo que los dos guardias inclinaran la cabeza con respeto.
— Señorita Theodora.
Arqueé una ceja cuando logré divisar una figura femenina frente a las rejas, su rostro estaba siendo tapado por las armaduras de los guardias, pero su voz sonó suave y tranquila, muy parecida a la de mi hermana mayor:
— ¿Cómo se ha portado nuestra invitada? ¿Le han dado comida?
Me habría enojado de no ser porque no detecté ningún tipo de burla en su voz. De todos modos, mantuve mi ceño fruncido mientras las rejas se abrían y los guardias la dejaban pasar. Mi instinto mestizo me gritó que prácticamente la empujara hacia el suelo y corriera rápidamente por las mazmorras para buscar una salida mientras intentaban atraparme, pero su rostro me detuvo.
Era una mujer alta, muy atractiva. Tenía una túnica blanca envolviendo su delgado cuerpo con algunos detalles plateados en sus brazos y cuello. Su cabello era tan negro como el carbón y portaba un peinado semirecogido con grandes rizos que por sus hombros. El pequeño lunar sobre su labio superior le daba un toque soberbio y sofisticado, pero la amabilidad y serenidad en sus ojos ámbar me desconcertaron. Decidí no tirarla al suelo.
— Hola, Ágape —me saludó, haciendo que un escalofrío recorriera mi espalda ante el nombre—. Me alegro de verte. Aunque no tanto en estas condiciones.
Hundí mi ceño aún más, si era posible.
— Eres la primera persona aquí que me dice eso —confesé, mirándola de arriba a abajo—. ¿Quién eres?
— Soy Theodora, tu nueva institutriz—se presentó, sonriendo ligeramente—. El señor Apolo ya me ha informado de tus tareas en el templo. Es mejor que nos pongamos a trabajar cuanto antes.
Solté una risa genuina ante sus palabras. Yo apenas sabía poner una lavadora y ese imbécil esperaba que limpiara los suelos por dónde él pisaba. Estaba claro.
— Por supuesto —asentí, fingidamente comprometida. Me levanté de mi lugar y Theodora levantó una ceja—. ¿Por qué no empezamos por el jardín? Se me daba bien cuidar los laureles en el campamento —le guiñé un ojo y escuché a los guardias soltar pequeños jadeos.
Pero Theodora ni se inmutó, como si ya hubiera esperado mi contestación. Simplemente suspiró y se acercó más a mí, con sus pendientes plateados tintineando a los lados de su perfecto rostro. Me pregunté si todos en el Olimpo eran tan hermosos como los que había conocido hasta ahora.
— Eres insolente y desubicada —comentó, sin hacer caso a la expresión de disgusto en mi rostro—. El señor me advirtió de ello. Ágape, ya no estás en el mundo mortal. Aquí hay una serie de modales que se deben seguir para encajar.
Resoplé, burlándome. — Lo único que quiero encajar es un puñetazo en el rostro de tu señor.
Me pareció haber visto que Theodora luchaba contra una sonrisa en sus finos labios mientras los guardias no dejaban de cuchichear entre ellos lo rápido que el glorioso señor me iba a calcinar.
— Vamos, hay que salir a cambiarte —se alejó de la celda para darme espacio. Yo levanté las cejas.
— ¿Me vas a poner ese traje de sirvienta sexy? ¿Debo recordarle a ese imbécil que soy menor de edad?
Theodora rodó los ojos y creí haberla escuchado decir "como si eso alguna vez les hubiera importado" mientras me tomaba del brazo para sacarme forzosamente de la celda.
Me arrastró sin decir nada por la interminable mazmorra, llena de criaturas asquerosas y algunos otros pobres inmortales cuyos delitos habrán sido insultar el cabello del dios por las mañanas (estaba muy segura que no se alejaba al de Summer) pero, curiosamente, noté que la única con guardias custodiando la celda había sido yo.
Quise burlarme de nuevo. ¿De verdad le tenían tanto miedo a los semidioses? Percy nos estaba dando buena fama.
Mientras salíamos al interior del templo, mi mente volvió a Percy. No sabía que estaba haciendo en estos instantes. ¿Habría regresado a casa? ¿Me estaría buscando? ¿Sally avisó a Quirón de mi desaparición?
Ignoré la cantidad de miradas hostiles que recibí por el camino, avanzando con la frente en alto. Yo era infinitamente más bajita que la mayoría de personas aquí, pero todas pasaban a mi alrededor con recelo, casi asustados. Tal vez Eros imponía bastante en el Olimpo, después de todo.
Llegamos a una enorme habitación con varias musas riéndose entre ellas hasta que notaron nuestra presencia. Theodora cerró las puertas y las demás se silenciaron, mirándome con impresión.
— Bien, muchachas —las llamó mi nueva "instructora" adoptando una voz más autoritaria—. Es hora de tomar medidas. La señorita necesita muchas túnicas para su estancia.
Divisé una pequeña tarima de mármol frente a un enorme espejo que reflejaba gran parte de la habitación. Mis ojos se movieron a la cantidad de baúles y viejas herramientas de costura esparcidas por todo el lugar. Las musas cuchichearon algo entre todas cuando Theodora se dio la vuelta para guiarme a la tarima y una de ellas lanzó una mirada de disgusto en mi dirección.
Entrecerré los ojos. — ¿Theodora?
— ¿Sí? —respondió, haciéndome subir a la tarima suavemente.
— ¿Por qué todos aquí tienen cara de oler a culo cuando me ven?
Theodora abrió los ojos ligeramente y después dirigió su mirada hacia las musas que aún murmuraban entre ellas sin dejar de verme. Cuando notaron la atención de mi instructora, se volcaron rápidamente sobre las herramientas de costura.
— No les hagas caso —me aconsejó Theodora, tirando de mi sudadera para quitármela—. Nadie está acostumbrado a recibir visitas inesperadas aquí.
No dije nada y dos de las musas se acercaron para ayudarla, a regañadientes, a desvestirme. Me sentí expuesta durante los diez minutos en los que se la pasaron tomando medidas de mi cuerpo. A veces, las escuchaba lanzar algunos desagradables comentarios hacia mi persona, con toda la intención de que las escuchara:
— Tiene un cuerpo muy masculino…
— No es propio de una dama.
— Se le marcan demasiado las clavículas.
Mordí mi lengua, tratando de contener las ganas de patear a todas las que tomaban mis medidas desde abajo. Quería gritarles que el año pasado no tuve el lujo de sentarme simplemente y ser bonita. No, había entrenado: con Luke, con Percy, con Summer y hasta con Quirón. En el campamento necesitaban sacar el máximo potencial de los hijos de dioses menores para que al menos sirvieran para algo.
Miré mi cuerpo en el espejo, dándome cuenta de que definitivamente estaban exagerando. Quizás si se marcaban un poco las clavícula, pero mi cuerpo estaba lejos de ser como el de un hombre. Solo había desarrollado algo de masa muscular, pero se quedaba completamente corta a la de Summer, Silena, o cualquiera que hubiera entrenado durante años en el campamento.
Siguieron tomando mis medidas, ahorrándose los comentarios cuando Theodora empezó a escucharlos y a dirigirles fuertes miradas que me hicieron sonreír un poco. Pasó alrededor de una hora en la que mi TDAH empezó a volverme loca, queriendo salir volando de sala y hacer algo, lo que fuera que no tuviera que ver con quedarme parada sobre una tarima siendo la muñequita de las musas.
Aunque esto era mejor que la celda en la que había estado encerrada por horas, tirándome de los cabellos.
Estuve a punto de lloriquearle a Theodora que me dejara sentarme cuando, en ese momento, las puertas del salón se abrieron y por ellas entró la persona que menos deseaba ver en este maldito universo: Ismene ingresó a la sala, con un ligero contoneo de caderas. Su atención estaba puesta en una pulsera de hermosas piedras que parecía haberse descolgado de su muñeca. Ni siquiera reparó en mi presencia cuando habló:
— Chicas, ¿ya tienen las túnicas que les pedí para…? —su voz se detuvo en cuanto alzó la cabeza y me vio sobre la tarima. La miré desde el espejo, con los ojos entrecerrados y ella sonrió burlona—. Vaya, y yo pensaba que habían cerrado los establos del ganado. ¿Quién dejó salir a la prisionera?
— Y yo pensé que las perras solo ladraban en el mundo mortal. Dime, ¿quién te dejó subir?
Theodora suspiró agotada mientras Ismene me disparaba dagas con los ojos. Intenté que mis sentimientos no fluyeran en este maldito momento. Ella ya no era mi amiga, y nunca lo había sido. Solo lo fingió todo.
Al igual que Luke.
— Sus túnicas están listas, señorita Ismene —Una de las musas le habló tan respetuosamente que casi lo envidié. Ismene, con una sonrisa, recibió una cesta llena de hermosas telas que brillaban desde sus brazos. Parecían tener pedrería y bonitos diseños intrincados en el material.
— Gracias, chicas —se dirigió a mí con una expresión victoriosa—. El señor Apolo me quiere llevar esta noche al jardín de las rosas —suspiró, embelesada—. Es tan… romántico.
— ¿Te quiere llevar a un lugar lleno de flores con espinas que te pueden hacer sangrar? Ya veo, muy romántico.
Theodora soltó una breve risa que silenció rápidamente. Ismene gruñó y yo le sonreí, mostrando mis dientes.
En realidad, estaba algo celosa. Yo también quisiera que alguien me llevara alguna vez a un jardín de rosas, eran mis flores favoritas después de todo.
— Espero que disfrutes limpiando el estiércol de los pegasos —siseó Ismene, acercándose a mi tarima—. Yo estaré en las manos de un dios que me hará danzar junto a un hermoso lago mientras admira mi belleza bajo la luz de la luna.
— O quizás solo quiera ahogarte en ese lago para no escuchar tu estúpida voz una vez más —espeté, molesta.
Ella me miró como si quisiera asesinarme, pero no me importó. Theodora se colocó entre nosotras para frenar el drama.
— Ya basta —nos regañó, seriamente—. Ambas están actuando como niñas pequeñas. No se tolera este comportamiento en el templo.
— Ella está peleando con una cría que tiene mil años menos que ella —me quejé, señalándola—. Enséñale esos modales que debe seguir para "encajar aquí" —rodé los ojos.
Ismene estaba a punto de lanzarme un insulto cuando, nuevamente, las puertas del salón se abrieron y cubrí mi piel descubierta con rapidez al ver que se trataba de un hombre: llevaba la misma armadura que los guardias que habían custodiado mi celda. Él inclinó la cabeza respetuosamente, mirando hacia el suelo.
— Señorita, el Señor Apolo desea verla.
Ismene plasmó una sonrisa de oreja a oreja.
— Oh, bueno. Supongo que mi señor no quiere esperar a la noche —nos dirigió una sonrisa burlonamente triunfante—. Que te lo pases bien limpiando mis sábanas más tarde, querida.
— Qi ti li pisis bin limpindi mis sibinis mis tirdi, qiridi.
Las musas soltaron unas risitas y Theodora sonrió, pero Ismene me ignoró y se giró hacia el guardia manteniendo una sonrisa amplia:
— Dile al Señor Apolo que me encontraré con él en seguida. Solo necesito…
Pero el guardia la frenó antes de que pudiera continuar su frase: — No la ha llamado a usted, señorita Ismene.
La perra se congeló en su lugar, pestañeando rápidamente.
— ¿Ah, no?
Él negó, antes de levantar la mirada tímidamente hacia mí y señalarme. — La quiere a ella.
No supe si llorar o reírme ante la expresión de Ismene. Después, volví a repasar sus palabras en mi mente.
— ¿A mí? —me eché hacia atrás al instante, casi cayendo de la tarima—. ¿Por qué?
Pero el guardia no respondió, dando a entender que tampoco tenía la menor idea. Theodora, aún sonriendo ligeramente, me tomó por los hombros y asintió en su dirección.
— Ágape irá de inmediato, Simos. Espérala mientras la vestimos.
El guardia se despidió con otra inclinación y cerró las puertas para darnos privacidad. Yo me giré hacia Theodora con el pánico en mis venas mientras Ismene aún parpadeaba perpleja, mirando las puertas.
— Me va a matar —asumí, sujetando a mi institutrizcon fuerza. La miré desesperada—. Theodora, me va a matar. ¡Me va a matar y yo aún no he visto a Percy echarse novia! ¡Theodora! ¡Tienes que hacer algo! —chillé histéricamente, sacudiendo sus hombros.
Ella frenó mis sacudidas tomándome por las muñecas, y frunció el ceño. — Deja de chillar, chiquilla. Solo quiere hablar contigo.
— En realidad, creo que prefiero la muerte a escucharlo otra vez.
— Y eso que aún no has oído los haikus —suspiró, dejándome más aturdida—. Vamos, no lo hagas esperar. Señoritas, ¿ya tienen lista alguna prenda?
Una de las musas se acercó corriendo con una tela en sus manos y nos la ofreció, para mi horror: era dorada.
Retrocedí, apuntándola. — No pienso ponerme eso.
La musa me miró confundida y Theodora se llevó una mano a la sien, acariciándola con paciencia.
— Ágape, no hay tiempo para coser una nueva —me echó una mirada de cansancio—. Solo será por hoy.
— ¿Por qué es dorada? —me quejé, mientras las musas se apresuraban a quitarme el resto de la ropa y a colocarme la túnica—. No he visto a nadie más llevando una tela dorada puesta salvo a ese imbécil.
Las musas de a mi alrededor se miraron entre ellas, para mi desconcierto.
— El Señor Apolo pidió para usted que…
— ¡No tiene ningún sentido! —De repente, el rostro de Ismene se había tornado rojo como un tomate y me miraba con fuego en los ojos, deseando enrollar la túnica alrededor de mi cuello—. ¿Por qué Hades quiere verte a ti?
Miré a Theodora con más pánico. — ¡¿Qué?! ¿Ese también está aquí?
Theodora soltó otro suspiró y negó. — No, Ágape. Es una expresión de los inmortales —ladeó la cabeza—. Es como decir "diablos" para vosotros.
Exhalé el aire que había retenido, con más tranquilidad. No podría con dioses al mismo tiempo… para defenderme, claro.
Ismene siguió quejándose mientras Theodora trataba de calmarla y las musas terminaron de colocarme la túnica. Ni siquiera me atreví a verme en el espejo, notando el brillo dorado bajo mis ojos. Sentí que de alguna manera estaba traicionando a Eros. Papá sufriría un infarto si me viera con este color. Apolo había elegido el castigo correcto para él.
Theodora se acercó a mí con una sonrisa.
— Estás hermosa, Ágape —me halagó y yo decidí reservarme la pregunta de cómo sabía mi verdadero nombre para más tarde—. Vamos, es hora.
Con un suave empujón, me obligó a bajar de la tarima y tiró de mí hacia las puertas. Lo único que me reconfortaba era los quejas de Ismene a mis espaldas. Tomé otra bocanada de aire y las puertas se abrieron. El guardia me recibió con otra inclinación de cabeza y yo me quise morir cuando empezó a avanzar para que lo siguiera.
Papá dame fuerzas para salir pronto de aquí… o alas.
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