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Capítulo 6

Aunque es pesado ir a la preparatoria, puedo decir que me gusta. En estos días he conseguido conocer más a Lola y Kiara. Incluso me he aprendido sus jergas. Lógicamente me es más fácil entender la de Kiara, aunque puedo asegurar que me es entretenido oír la de Lola. Por otra parte, Yago es bastante gracioso y me hace reír con sus ocurrentes comentarios. Aunque viene de una familia adinerada y bien acomodada, es bastante sencillo y gentil.

Luego de anunciada la hora de salida, emergimos los cuatro como lo hemos estado haciendo en los últimos días. Lola y Kiara insisten en estudiar física en mi casa, pero lo cierto es que no es mi casa y no sé si debo llevarlas.

—Yo también quiero ir —intervino Yago metiendo un chupete a su boca—, pero tengo algo importante qué hacer.

—¿Qué? ¿Meterte pasta a las narices? —preguntó Lola en son de broma.

—Eso no toca hoy —contestó él, divertido.

Kiara y yo nos miramos y negamos con la cabeza riéndonos.

—¿Y qué Jasmine? ¿Nos jalamos pa tu cantón

Di un profundo suspiro mirando a Lola. Qué más daba, a fin y acabo íbamos a estudiar un curso difícil.

—Bueno, vamos.

—¡Epa! Así se habla —dijo Kiara pasando un brazo por mi hombro.

En la salida nos encontramos con Joaquín y sus amigos. Tadeo venía comiendo papitas lays.

—Jasmine —dijo Irene—, Luana y yo iremos a un sauna que acaban de inaugurar, ¿quieres venir con nosotras? Primero iremos al gym, y luego quemamos la grasa en el sauna.

¿Quemar grasa? Ambas no tenían nada que quemar... Son dos bellezas andantes. En todo caso el fideo que dice Yago que soy, lo son ellas. Cabellos de ángel, yo podría ser un tallarín.

—Ya quedé con las chicas para estudiar —contesté señalándolas—. De todos modos, gracias por la invitación.

Irene elevó los hombros, sonriente. Luana nos miró con desaprobación.

—¡Es el carro de mi papá! —exclamó Tadeo mirando a la avenida un carro negro de lunas polarizadas—. Hablamos —se dirigió a Joaquín chocando los puños, lo mismo con Yago. De las chicas se despidió con un beso en la mejilla. Ellas también se despidieron de nosotras y jalaron a Yago.

Los cuatro empezamos a caminar por la larga avenida Juan Pablo II. Lola intercambiaba algunas palabras con mi hermanastro, y yo lo hacía con Kiara.

—...ese es mi güero —escuchamos la voz de Lola. Se giró hacia nosotras—. Sister, el güero si va a tu santo.

—¡Chévere! —exclamó Kiara.

Ambas no han dejado de hablar del cumpleaños de Kiara. Me han hecho prometer que estaré presente, aunque no soy de fiestas. Pero es cumpleaños número dieciocho de Kiara, así que ahí estaré.

Sin más preámbulos, llegamos. Mis amigas se quedaron viendo con asombro la casa y, cuando entramos no disimularon su atención a cada detalle. Entre ellas cuchicheaban algo que no llegué a escuchar.

La madre de Joaquín salió de la cocina y se quedó mirando a Lola y Kiara.

Me incomodé bastante; con su mirada me fue fácil determinar que no tenía derecho a invitar a quien quisiera.

—Buenas tardes —saludó Kiara. Lola le siguió el saludo. La señora Tania contestó casi obligada.

—¿Son tus compañeras? —me preguntó.

—Son compañeras suyas y amigas mías —intervino Joaquín.

Su madre frunció los labios y asintió.

Padre entró junto a Mimí. La última se dedicó a presentarse por sí sola. Papá parecía estar contento que haya hecho amigas.

—Pasemos a la mesa —dijo él.

Después del almuerzo fuimos a la habitación a estudiar. Mimí amablemente se fue a la sala para dejarnos solas.

El profesor de física nos dejó como veinte problemas para resolver. Solucionamos con facilidad los primeros cinco, después empezaron a aumentar de nivel. Como sea conseguimos resolver hasta el número quince, pero los siguientes eran realmente difíciles. Buscamos en YouTube explicaciones sobre estática II, pero no se asemejaban a los que teníamos.

—Chale —regañó Lola dejándose caer sobre el escritorio.

—Nos quedamos estancadas —continuó Kiara.

A mí me quedo soltar un profundo suspiro. Cuando de repente mi mente fue volando a la habitación contigua. Teníamos un salvavidas, y ese era mi hermanastro. Joaquín estaba en uno de los mejores salones, de seguro que él podría ayudarnos.

—Chicas...

—¿Mmm? —contestaron al unísono.

Señalé con mi dedo pulgar hacia la otra habitación.

—¿Qué le pasa a tu dedo? —inquirió Kiara buscando algún mal en mi excéntrico pulgar.

—No, nada. —Lo oculté—. Digo que Joaquín puede echarnos una mano.

—¡Claro! —Lola se incorporó bruscamente con un brillo en sus ojos.

Sin más qué agregar, ni corta ni perezosa, la mexicana salió de la habitación para inmiscuirse en la de mi hermanastro. Esperamos un tiempo prudencial, hasta que ella llegó bastante animada. Su sonrisa se extendía de oreja a oreja.

Nos explicó el problema y nos preguntó si lo captábamos correctamente. Al asentir sonrió satisfecha.

Con el mismo entusiasmo pasamos al siguiente y nos dimos cuenta que se resolvía como el anterior. Pero en el que le seguía nos volvimos a estancar.

Nos vimos las tres en un silencio sepulcral con el lápiz en la boca. Kiara señaló con los ojos las paredes del lado izquierdo.

—Ándale carnala. —Lola palmeó el brazo de Kiara.

—Dale —suspiró empujando la silla hacia tras.

Repetí la acción de espera con Lola. Pero a diferencia de Kiara, ella husmeó la habitación. Incluso le echó olfato a los jazmines que conservaba en la ventana.

Cuando la puerta se abrió con la imagen de Kiara, la miramos expectantes y explicó —con menos paciencia que Lola—, el ejercicio.

Contentas pasamos al siguiente, pero tan solo al verlo, nuestro entusiasmo cayó por los suelos. Ya ni siquiera intentamos resolverlo, dado que teníamos profesor gratis. Suspiré agotada esperando que alguna de las dos vaya a la habitación contigua, pero al ver que ninguna levantaba sus traseros de la silla, y que me miraban como diciendo: "Es tu turno", comprendí sus intenciones. Pero... ¡No, ¡qué roche! Ellas tenían más comunicación con él que yo, aun viviendo bajo el mismo techo. Me iba a morir de vergüenza pidiéndole que me explique el ejercicio. Ni siquiera iba a poder atravesar la puerta.

—Ándale Jas, ve con tu carnal.

Miré a Lola casi suplicante. No, no era mi carnal, no era mi hermano, ni mi medio hermano, era mi hermanastro. Con el que a las justas intercambiaba una palabra en todo el día. Pero claro, la mexicana no sabía nada de eso, y me daba mucha lata explicárselo. Siendo ella tan sociable, no lo entendería.

—¿Jas qué esperas? —prosiguió Kiara.

Tomé el módulo y el lápiz dudando. Me estaban mandando a la horca, a la guillotina directamente.

Mis pies me condujeron a la habitación, me quedé estática clavando mi mirada en la puerta. Mi mano se levantó con lentitud, se cerró en un puño y golpeó suavemente la madera; nogal seguramente.

—Pasa —escuché una voz fresca, ni tan gruesa ni tan suave.

Di un profundo respiro armándome de valor para mí difícil misión. Moví el pomo de la puerta con la sudada palma de mi mano, y entré.

Era la primera vez que entraba a esa parte de la casa. Las paredes eran de un serio color crema, limpias, pulcras, solo en una de ellas —junto a la cama—, estaba pegada una especie de póster de los Beatles. De acuerdo, era fanático de ellos. Ya sabía algo de él.

Mis ojos localizaron el guardarropa con un pequeño espejo incrustado en él. Junto a este una puerta que identifiqué como el baño. Su ventana era igual de amplia que la nuestra; la luz entraba escandalosa por ella directamente al escritorio donde él se encontraba.

—¿Otro ejercicio? —preguntó haciendo girar su silla hacia mí—. ¿Qué, se están turnando? —Una sonrisa burlona se dibujó al verme.

Asentí por inercia. Seria. Atemorizada.

Se volvió hacia el escritorio dándome a entender que fuera hacia allá.

Con pasos lentos me acerqué.

—Dame un momento, intento resolver un ejercicio —dijo jalando la otra silla para que me sentara.

Asentí, aunque él no me vio porque puso toda su concentración en su libro. Le di una mirada rápida a los ejercicios, era de razonamiento matemático. Se trataba de sucesiones, de las difíciles. A veces no resultaba tan difícil por el método de sacarlas, —y eso que hasta álgebra tenía que aplicarse—, sino porque a veces eran demasiado simples, demasiado tontas, algo así como capciosas, que no se podía creer que fueran tan fáciles, y hacía dudar al extremo. Quizás eso le sucedía a él, ya que analizaba el problema muy concentrado.

Aunque sus ojos rasgados miraban fijamente la hoja del papel, yo podía verlos perfectamente. Su color marrón cándido de sus iris, se encendió más con la luz del sol. Tenía el mismo efecto con su cabello, casi llegando a parecer castaño. Cubría casi toda su frente, aunque dejaba ver sus perfectas cejas en el mismo tono. Su nariz era mediana, y acogía dos pequeñas fosas nasales. Pequeñitas. ¿Podría respirar fácilmente?

Sus labios ligeramente curvados, el superior delgado, en cambio el inferior bastante carnoso. Sus facciones eran suaves, y su cara redondeada le daba un aspecto tierno; su mentón no se marcaba estrepitosamente como el de papá. A no ser por el rastro de barba recién rasurada, tendría una cara de niño. Tierna. Adorable. Tenía unas ganas inmensas de apretarle los cachetes como a niño pequeño.

Me contuve y dirigí toda mi atención al problema que resolvía. Eran letras del alfabeto, y le pedía hallar la última. Joaquín utilizaba distintos métodos, pero aparentemente no hallaba el correcto. Me acerqué un poco más y lo vi con claridad, la respuesta era tan simple que él ni siquiera se había dado cuenta. Indagué en las alternativas y al encontrar la que yo creía que era, sonreí por la simplicidad.

—Eh, Joaquín.

—Dame un momento —dijo exasperado por no encontrar solución a su ejercicio.

—Es que creo saber la alternativa.

Me miró incrédulo alzando una de sus cejas.

—¿Sabes cómo se resuelve?

—No hay mucho que hacer en realidad. Es la alternativa "b".

Miró la alternativa "b" incrédulo; que era así: b) N.

—¿Por qué crees que la letra que sigue es la "N"?

Señalé el ejercicio que decía así: C.A.R.D.U.M.E...

—Creo que quiere decir Cardumen.

Miró la hoja con recelo y se lanzó bruscamente sobre el escritorio. Luego se rio con ganas en tanto se incorporaba.

—He malgastado media hora de mi vida en este estúpido ejercicio —suspiró sonriendo.

Ese era el verdadero problema de razonamiento matemático: la trampa. Soluciones tan evidentes que contaba asimilarlo y más aún, aceptarlo.

Me enseñó detalladamente el problema que no nos dejaba avanzar, y por si acaso le di una ojeada al que venía por si las moscas, pero resultó mucho más sencillo que el anterior.

Las chicas se fueron a casa sumamente contentas tras haber desarrollado todos los ejercicios de estática II. Después me metí a bañar y me arropé sin intenciones de salir de la cama, pero tenía que estudiar biología, así que me pasé hasta las once y media, estudiando genética. Esa es la vida de un postulante, y peor la vida de un universitario.

Faltando diez minutos para las doce me tumbé en mi cama. Miré rápidamente a Mimí, y alcancé el diario de mamá que lo había guardado en el primer cajón de mi mesita de noche. Últimamente no he tenido tiempo para echarle un vistazo, así que me alegré al poder leerlo finalmente. Le di una ojeada a lo que había leído y recordé que me quedé cuando papá y mamá fueron a la playa "Huanchaco", y mamá empezó a tener sentimientos por él.

06/03/1998.

Por suerte llegué antes que papá y me libré de una buena paliza.

Hoy me sentí llena de vida, por primera vez la monotonía que azotaba mi joven vida, fue reemplazada por una rebosante ilusión y ganas de vivir. Incluso tarareé una canción —una balada que escuché en la radio— mientras preparaba el desayuno.

Debí haber estado tan sonriente que, al servir el desayuno, papá me observó con curiosidad. Me preguntó que me sucedía, pero ni siquiera yo lo sabía; así que simplemente elevé los hombros.

Me vestí el uniforme de educación física, y me ensimismé en peinar cuidadosamente cada hebra de mi lacio cabello.

Estaba por salir cuando recordé algo importante: las muchachas de mi escuela doblaban sus pestañas con una cuchara de té. Se veían bonitas con sus pestañas elevadas, así que también quise hacerlo.

Entré a la cocina y busqué una cucharita, cuando la encontré corrí hacia mi pequeño espejo, posicioné la cuchara sobre mis pestañas del ojo derecho y ejercí presión sobre ellas. Poco a poco se empezaron a elevar haciendo mis ojos más grandes de lo que eran. Repetí la acción con el otro ojo; me quedó el mismo resultado. Le sonreí a mi reflejo y volví a tomar mi mochila, y por fin salir de casa.

La escuela me pareció más hermosa de lo normal, incluso más amplia. Sus tonos celestes me recordaron al cielo, y a sus inmaculadas nubes.

Estaba concentrada en el estrado, cuando alguien me empujó suavemente por atrás. Gonzalo. Me giré hacia él sin poder evitar alzar las comisuras de los labios.

—Llegaste temprano —dijo revolviendo mi cabello—. ¿Te fue bien ayer? ¿Tu padre no te castigó?

—Llegué antes que él.

—Qué alivio. Yo fui castigado —decía como si no le afectara, con una sonrisa amplia—, me quitaron mi propina de hoy.

—Lo siento.

—Estoy bien.

Se quedó mirándome con suma atención, incluso se aproximó más para verme mucho mejor. Hizo el ademán de tocar mi ojo, pero instantáneamente retrocedí.

—¿Qué les pasó a tus pestañas? —preguntó como si hubieran desaparecido.

Me acordé lo que había hecho con ellas. ¿Estaban horribles? ¿No le gustaba cómo veía? ¡Qué vergüenza! Sentí mis mejillas arder, y tapándome los ojos, hui de él.

—¡Angelina! ¡¿A dónde vas?! ¡Vuelve!

Subí corriendo los escalones y entré a estancadas al salón.

La media hora que duraba la formación, me la pasé escondida ahí. Intenté bajar nuevamente mis pestañas, pero no obtuve ningún resultado.

Prontamente mis compañeros empezaron a entrar uno por uno, y entre ellos Gonzalo. En cuanto cruzamos mirada, me sonrojé y bajé la mirada. Me mantuve así hasta que lo sentí sentarse junto a mí.

—No sabía que tenías aires de rebeldía —dijo con gracia—; te saltaste la formación.

No quería que me vea, así que oculté mi rostro en el pupitre. Su risa escandalosa resonó en mis oídos.

—¿Angelina? —Puso su mano en mi espalda—. ¿No vas a verme? Angelina —susurró haciéndome cosquillas en mi costado.

Me contuve cuanto pude, pero me fue imposible soportarlo más; elevé mi cabeza de sopetón y cuando lo hice, mi rostro quedó a unos centímetros de los suyos. Él había bajado su cabeza para hablarme, por lo que yo al levantar la mía, quedó muy cerca de la suya.

Nos quedamos estáticos, anonadados sin saber qué hacer. Repentinamente mi corazón dio fuertes y acelerados latidos que golpearon mi pecho. Sus ojos negros se concentraron en los míos y, me sorprendí porque los aceché ferozmente con la mirada. No me oculté ni me escondí como hubiese hecho en cualquier otro momento.

—¡Gonzalo y Angelina van a besarse! —se oyó decir a mi compañera.

Al posicionar todas sus miradas en nosotros, tomamos distancia y cada quien hizo lo que mejor le pasó por la mente; él sacó su libro y le dio una ojeada, mientras yo bajé la mirada abochornada. ¿Qué habría pasado si mi compañera no hubiese soltado la lengua?

Los muchachos empezaron a murmurar hasta la entrada de la profesora.

Durante toda la clase Gonzalo no me dirigió palabra; supuse que estaba tan avergonzado como yo.

El director anunció que algunas enfermeras del centro de salud más cercano, vendrían a evaluar nuestro estado nutricional. Nos llevaron al patio para tal evento. Las profesionales de salud tenían preparado una especie de toldo donde tenían: un tallímetro, una balanza, centímetros y un tensiómetro.

En orden de lista nos evaluaron y nos dieron un papel donde iba inscrito los valores como: talla, peso e índice de masa corporal.

Una de las enfermeras me llamó a un costado y me dijo que estaba baja de peso; mi peso tanto para mi talla como para mi edad, estaban por debajo de lo normal. Me invitó a visitar el centro de salud, e incluso pidió la dirección de mi casa para realizar visitas domiciliarias.

Cuando se fueron, por fin Gonzalo me habló mientras regresamos a los salones.

—¿Por qué te llamó la enfermera? —cuestionó.

—Dijo que estaba baja de peso.

—¿De verdad? —Abrió grandemente sus ojos—. Déjame ver. —Tomó mis resultados para verlos. Entornó las cejas mientras leía—. ¿Pesas cuarenta y tres kilos?

Asentí temerosa. Según el papel mido uno con cincuenta y siete, debería pesar más.

—¿Tú estás bien? —le pregunté.

—Sí, ahora mido uno con setenta y tres; crecí tres centímetros desde la última vez —aseguró sonriente—. Pero tú no lo estás, debemos hacer que subas de peso.

Durante el almuerzo se aseguró que ingiriese toda mi comida —que alcancé a preparar en la mañana—, e incluso me dio más de la suya. No sé cómo metí todo en mi pequeño estómago.

Al salir de la escuela, fuimos juntos como siempre. Me hizo prometerle que cenaría bien. A una cuadra de mi casa él se detuvo, porque no quería que mi padre se enfadara. Le sonreí y continué mi camino.

—¡Angelina! —llamó.

Me giré expectante; no conseguía ver bien su rostro debido a la oscuridad.

—¿Sí?

—Hoy te veías muy linda —dijo y, corrió dejándome con las mejillas ardientes, pero enormemente feliz.

Cerré el diario y lo puse en su lugar. ¿Cómo era eso de rizarse las pestañas con cucharita de té?

Al día siguiente por la tarde lo averigüé e insté a mi hermanita a hacerlo conmigo. Ella se encargó de traer una de la cocina, y empezamos la monada.

—Yo te las hago a ti, y tú me las haces a mí. ¿Sí?

—Okey —contesté sentándome en su cama y cerrando los ojos suavemente.

—Jas, tienes que abrirlos un poco.

Le hice caso y los abrí pestañeando. Cuando ella presionaba, se me hacía difícil mantenerlos abiertos.

Después que hubo terminado, me miré en el espejo que ella dejaba en su mesita de noche. Le quedaron muy bien.

—Te quedaron geniales.

—Ahora es tu turno.

Repetí la acción, pero mi dedo gordito no me ayudaba mucho. Casi le pellizqué el párpado.

Alguien golpeó la puerta.

—Pasa —dijo Mimí.

Se trataba de Joaquín. Iba muy bien cambiado y perfumado. Nos miró detalladamente, seguramente fijándose en nuestras pestañas. Pero no dijo nada al respecto.

—Le dices a mamá que salí —se dirigió a Mimí.

—¿A dónde vas?

—Voy a salir con Irene.

Ella asintió de mala gana.

Me pasé el resto de la tarde estudiando y ayudando a Mimí en su tarea de ciencia, tecnología y ambiente. Cuando bajamos a la cena, Mimí le comentó a su mamá de la salida de Joaquín.

Nos bañamos juntas y nos metimos a dormir. Dormí hasta la once y me desperté para seguir estudiando. Miré la hora en mi teléfono, eran las dos de la madrugada.

Mis ojos pesaban, así que me metí nuevamente a la cama. Estaba ya casi soñando, cuando escuché ruidos extraños. Pasos, algún que otro golpe. ¿Algún ladrón?

El ruido se acrecentó más y mi temor fue en aumento. El sonido provenía de la ventana, así que me senté en mi cama y lentamente me acerqué para abrirla. En medio de la oscuridad, una silueta grande y tenebrosa se asomó por el grande espacio, abrió completamente el cristal y se lanzó por ella. Me empujó y caí de espaldas sobre el colchón, y su cuerpo pesado sobre el mío. ¡Era un ladrón! ¡Un violador! Estaba sobre mí, y yo indefensa bajo sus garras. Quise gritar con todas mis fuerzas, pero solo salió un gemido ahogado, ya que cubrió mi boca con su pesada y sucia mano. El miedo me consumió, mi pecho subía y bajaba aceleradamente, y mi corazón bombeaba sangre a toda velocidad. Sentí unas ganas inmensas de llorar, pero no podía rendirme fácilmente. Tenía que morderle, patearle y gritar.

Iba a hacer todo eso cuando el delincuente se inclinó más hacia mí.

—Tranquila —susurró, su aliento apestaba a alcohol—, soy Joaquín. 

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