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Capítulo 1

¿Seis y media? Aún faltaba cuatro horas más, y diez pilas de veinte platos y tazas por lavar. Me dolían los pies a morir. Estaba tan cansada...

Vi por la ventanilla a varias muchachas ocupar las mesas de la cafetería en la que trabajo. Sabía que iban en la secundaria porque llevaban uniforme escolar. Parecían estar divirtiéndose ya que reían a carcajadas. Ni siquiera probaban su bebida.

Me pregunto por qué no se reunirán en un parque para conversar en lugar de comprar comida que ni siquiera miran.

Me disgusta cuando me traen tazas llenas de café que van a parar al lavabo, igual que los wafles, turrones o cualquier otro postre. Apenas comen un pedacito y el resto se lo come el tacho de basura.

—¡Jasmine! —Me asustó Patty, mi compañera de trabajo.

—¿Qué pasó? —Me giré hacia ella.

—Me rasgo la garganta llamándote, mujer. —Dejó la fuente con más tazas sucias.

—Lo siento, no te escuché.

—¿En qué pensarás? —sonrió de medio lado—. ¿Cambiemos de puesto? Haz de moza mientras yo termino con los platos.

—Pero hay bastante.

—Sí, pero mira tus dedos. —Tomó mi mano intentando aplanarlos—. Parecen pasas listas para un delicioso arroz con leche.

Sonreí por su comentario. ¿Qué me quedaba?

—Gracias Patty.

Até bien mi cola de caballo y salí de la cocina. Solo había seis mesas ocupadas. Me dediqué a dejar limpias las otras.

Los clientes eran en su mayoría adolescentes, de unos diecisiete años como yo. Quizás porque la cafetería quedaba cerca a la escuela, o por sus llamativos tonos en color naranja como nuestros uniformes.

—Señorita...

No sabía si me llamaban a mí o a Leslie, la otra moza. Levanté mi mirada para divisar a una de las estudiantes; me llamaba a mí.

—Buenas tardes —las saludé fingiendo una sonrisa. Obviamente no tenía ganas de sonreír.

—La cuenta.

—Claro, a ver... —Saqué la calculadora y sumé todo lo que habían consumido, más bien lo que habían pedido por qué apenas y habían pegado sus labios a las tazas—. Son treinta soles.

La chica de cabello negro sacó billetes de su cartera y los lanzó al aire. Hice malabares para sostenerlos.

Las cuatro se pusieron de pie y abandonaron el local.

—Qué chicas tan groseras —comentó Leslie mientras limpiaba la otra mesa—. Ni parecen que van a la escuela. ¿Por qué los tomaste? Debiste dejar que lo recogieran.

Simplemente sonreí. Estaba acostumbrada a este tipo de trato, aunque Patty siempre dice que debo darme mi lugar. Me cuesta enfrentarme a la gente.

De tal modo pasamos la tarde, era el día de pago por lo que me sentía animada.

Al final del día el jefe nos reunió a todos, dio las palabras de agradecimiento por nuestra labor y nos entregó sobres con nuestro pago.

—Buen trabajo muchachos. Me iré primero, cierren bien la puerta.

Mis compañeros empezaron a salir tras él.

—Qué cansancio —se quejó Patty—. ¿Me esperas? Voy al baño.

—Claro.

Me senté en una de las sillas y saqué mi teléfono celular, activé el wifi de la cafetería —que tiene como clave «Ricos cafés a buen precio»— y husmeé en las redes sociales, especialmente Instagram. El anuncio de «Península», fue lo primero que salió. Definitivamente tenía que verla, y en primera fila, aunque salía para el siguiente año. Cuando vi «Estación zombie» me la pasé soñando con zombies toda la semana. Amé la película, y obviamente vería la segunda parte.

En tanto salió Patty con su animada sonrisa de siempre. Cerramos el local y caminamos hacia el metro. Conversamos entretenidamente de su familia. Ella siempre tiene algo interesante que contar a diferencia de mí.

A unos pasos vislumbré a Esteban acercarse, el enamorado de Patty. Llevó el dedo índice a sus labios haciéndome entender que no le avise. Sonreí y continué con la conversación.

¡Uno, dos, tres! Le cubrió los ojos con ambas manos.

—Oh, ¿quién será? —Patty fingía no saber—. ¿Acaso eres tú, Samuel?

Reí por la ocurrencia de mi amiga. Ella es así de espontánea.

—¿Quién es Samuel? —La soltó con el ceño fruncido.

—Ay, pero si eras tú —dramatizó Patty fingiendo estar asustada.

—¿Quién es ese Samuel? —preguntó nuevamente Esteban con el ceño fruncido. Obviamente no había entendido la broma.

—Eres un tonto —espetó mientras subimos al metro que acababa de llegar.

Ambas nos sentamos juntas. Esteban permanecía de pie sin dejar de preguntar quién era el tal Samuel. Miré a mi amiga con una sonrisa divertida.

En la siguiente parada me bajé. Pasé por la farmacia antes de ir a casa, al fin podría comprar la medicina de mamá. Padece diabetes más insuficiencia renal, complicación de la diabetes. Está muy débil. Constantemente se realiza diálisis y es muy doloroso. Intento no llorar al recordarlo. Está sufriendo mucho. Cada vez el aliento se le va. Sé que suena duro, pero deseo que pronto pueda descansar.

Los que tienen familiares enfermos pueden comprenderme, no hay nada más triste que ver el sufrimiento de la persona que más amas. A veces debemos no ser egoístas. Sé que es difícil desprenderse de aquella persona que te ha dado la vida, pero debemos dejarla partir.

La farmacéutica ya me conocía, no necesitaba ni ver la receta para saber lo que siempre llevo.

—¿Se te acabó la insulina? Aquí tienes. Saluda a tu mami de mi parte.

—Muchas gracias, lo haré.

Balanceé la bolsa mientras caminaba. Estaba a punto de cruzar la esquina. Me aproximé más y más hasta que sentí un terrible impacto que me hizo tumbar la bolsa.

¡Rayos!

—¡Oh, cuanto lo siento! —Escuché la voz de un muchacho, mientras me ayudaba a recoger la medicina que por suerte seguía intacta.

Levanté la mirada en tanto me ponía de pie. Se trataba de un joven alto, muy alto. Cabello negro y enmarañado, piel trigueña y ojos sonrientes.

—Lamento haberte hecho tumbar tu bolsa, es que venía corriendo y al parecer nos cruzamos en la esquina.

—Descuida está todo bien —me apresuré a decir.

—Vaya manera de conocer a las personas. Mi nombre es Yago, ¿y el tuyo?

—¿Ah? —titubeé—. Jasmine...

No soy precisamente buena socializando, creo que no soy buena en nada en particular.

—¿Jasmine? ¿Cómo la princesa Jasmine o por la flor Jazmín? —Agrandaba los ojos cuando hablaba.

—Por las flores, son las favoritas de mi madre. Aunque mi nombre no se escribe como la flor.

—¡Te alcancé! —Apareció de la nada una muchacha de cabello color miel. El tal Yago se inquietó al verla—. Aquí estabas. —Le jaló la oreja haciéndolo inclinar hasta su altura—. Ya estás coqueteando con una chica.

—¡Irene, auch, me duele! —se quejó el pobre.

Realmente no sabía qué hacer.

—Me haces perder el tiempo. —Lo siguió jalando mientras lo llevaba no sé a dónde.

—Adiós fideo —se despidió sin poder verme, intentando soltarse del jalón de la chica.

—Adiós. —Levanté la mano, aunque sé que no podía verme—. ¿Fideo? —repetí.

Llegué a nuestro departamento intentando sonreír lo más que pude. Es pequeño; lo rentamos el año pasado, apenas tiene una sala, dos habitaciones y un baño, suficiente para mamá y para mí.

Nunca he visto a mi padre, recuerdo haber preguntado por él cuando tenía nueve años, pero mamá parecía incomodarse y entristecerse, así que preferí no preguntar más.

Solo somos ella y yo. La extrañaré mucho cuando ya no esté conmigo, sin embargo, me dolía más verla sufrir.

—¿Mamá? —Abrí la puerta de su habitación sin hacer ruido.

—Hola mi linda florcita. ¿Cómo te ha ido?

Después de colocarle la insulina me senté a su lado para conversar.

—Hija, hay algo que debo darte.

—¿Qué es?

—Busca en el primer cajón de mi cómoda.

Le obedecí y encontré algo que parecía ser un diario, uno muy grueso.

—¿Es tu diario, mamá?

Aunque se veía viejo, estaba muy bien cuidado.

—Quiero que lo leas, ya eres una señorita, ya puedes leerlo.

—¿No es personal?

—Lo es, pero quiero compartirlo contigo. Lo empecé a escribir antes de cumplir los quince.

—¡Guau!

—Hija, ahí encontrarás muchas respuestas a tus preguntas, y probablemente tu vida cambiará.

Me quedé con esas palabras grabadas en mi ser. Abrí el diario de mamá y empecé a leerlo, hasta que llegué a algo que llamó mi atención.

02/03/1998.

Querido diario, hoy cumplí quince años, y como siempre nadie se acordó, ni me saludó; salvo él.

Es tan difícil estudiar mañana y tarde, porque tenemos que almorzar en la escuela. Las mamás de mis compañeros les llevan la comida, pero yo no tengo mamá. Mi mamá me abandonó en cuanto me dio a luz, y desde entonces me quedé con mi «padre».

El sol empezaba a salir y tenía que preparar el desayuno cuanto antes, porque él vendría y se molestaría mucho, entonces... Ya sabes lo que pasaría. Ese sujeto bebía todo el día, y perdía el control.

Todo el vecindario me odiaba por ser su hija, todos le tenían miedo, incluso yo. Recién había salido en libertad y ya estaba metiéndose en problemas.

Me cambié el uniforme rápidamente: falda gris con tirantes, blusa blanca mangas cortas, medias grises debajo de la rodilla y chompa gris.

Tuve que salir corriendo hacia la escuela para no llegar tarde, sobre todo, quería evitar cruzarme con mi padre. Algo agitada llegué; no lo había conseguido por más que corrí con todas mis fuerzas. Llegué tarde una vez más. Todos ya estaban formando y cantando el himno nacional. Me uní a la fila de los tardones y estiré mi mano para que el auxiliar la golpeara con la regla.

Los tardones formábamos una columna a lado del alumnado. Llevé mi mano al pecho para seguir el coro.

—¡Somos libres seamos-lo siempre seámoslo siempre! —cantaba muy bajito, no era capaz de levantar mi cabeza.

Todos estos años había aprendido a agachar la cabeza, porque me sentía menos, porque me sentía avergonzada de ser la hija de un ex convicto.

—¡Levanta la cabeza! —Me sorprendió el auxiliar golpeando mi muslo con la regla—. ¡Canta más fuerte! Se trata del himno nacional. ¿Acaso no eres peruana?

Volviendo a bajar la cabeza, afirmé avergonzada.

—¡Levanta la cabeza! —volvió a repetir malhumorado—. No deberías seguir los malos pasos de tu padre.

Después de la formación, entramos a nuestros salones. Era nuestro segundo día de clases. Decían que cuarto grado de secundaria era muy difícil, y yo realmente esperaba que no.

No tengo amigos, ni uno solo. Todos mis compañeros se esfuman en cuanto me ven como si tuviera lepra. Los pupitres son para dos personas, pero nadie se sienta junto a mí.

El profesor del curso de «Orientación y bienestar del educando», entró al salón; todos nos pusimos de pie como modo de saludo. Detrás de él, entró un chico que veía por primera vez. Sonreía de oreja a oreja. ¿Por qué sonreía tanto?

—Saluden a su nuevo compañero —indicó—. Viene de Lima.

Al instante se escucharon los murmullos. Estaba segura que ese chico iba a ser muy conocido en la escuela. Todos estaban locos por los muchachos que venían de la capital. Además, él parecía ser muy simpático.

—Es muy lindo —cuchicheaban mis compañeras.

Disimuladamente le di una rápida ojeada. El trigueño tenía grandes ojos, cejas pobladas, pequeña nariz, y labios gruesos. Un rostro muy varonil.

—Hola —saludó con voz gruesa y profunda. Generalmente los chicos de mi edad no definen bien su voz. Según la maestra, experimentan muchos cambios, pero él tenía su voz muy bien definida—. Soy Gonzalo Iparraguirre Prado.

—Demos la bienvenida a Gonzalo —continuó el profesor—. Puedes sentarte donde quieras —se dirigió a él.

Mi nuevo compañero le echó un rápido vistazo al salón, y divisó el asiento vacío a mi costado; me intimidé y bajé rápidamente la mirada. Él pasó por mi fila y para mi sorpresa se sentó junto a mí.

¿Por qué lo hizo? Quizás porque era la única que estaba sentada sola.

—Se ha sentado junto a ella —murmuraba el resto escandalizado.

—No debes sentarte junto a ella —le advirtió mi compañera.

—¿Por qué? —Quiso saber Gonzalo mirándola, mientras dejó su mochila colgada de la silla.

—Es una criminal, es hija de un criminal.

Bajé aún más mi cabeza, indignada y humillada como siempre.

Pude sentir su intensa mirada sobre mí. No obstante, ocupó asiento a mi lado.

—Es el santo de Angelina —anunció el maestro mirando la lista de cumpleaños. No, no tenía que decirlo—. Ponte de pie Angelina. Vamos a desearle un feliz cumpleaños.

Me mordí el labio y, aun manteniendo la cabeza gacha, me puse de pie.

—Ni siquiera merece cumplir años —espetó el resto—. Es una delincuente igual que su papá. De tal palo tal astilla.

—¡Silencio! —exigió el profesor—. Un punto menos a todos —sentenció, luego me regaló una mirada cargada de lástima—. Espero que sea un gran día para ti. Puedes tomar asiento, Angelina.

Asentí temerosa y me volví a sentar.

En ambos recreos, las chicas rodearon a Gonzalo y lo llenaron de preguntas. Y los chicos buscaron ser sus amigos.

La campana empezó a sonar anunciando la salida; tomé mi mochila y salí de la escuela. No despegaba mi mirada del suelo mientras caminaba, incluso pateé una piedrecita.

Cumplo quince años, yo también quiero mi fiesta como las demás muchachas.

—¡Angelina! —Escuché mi nombre en esa voz grave y profunda. Mi giré para comprobar de quién se trataba. ¿No estaría alucinando?—. ¡Feliz cumpleaños! —me dijo Gonzalo mostrándome su linda sonrisa.

Era el primero y único en felicitarme en quince años.

Cerré el diario mientras una lágrima descendía por mi mejilla. Esto no sabía de mamá. Pobrecita.

—Mamá —sollocé.

Luego seguiría con la historia de mamá. Ella nunca hablaba de su pasado, y ahora sabía por qué.

Después de la jornada escolar fui al trabajo. No había muchos clientes.

Llevé la fuente de cafés a la mesa cuatro, se trataba de una pareja joven. Miré a la chica, se me hacía conocida, pero no recordaba quién era... Le quedé mirando por más tiempo hasta que di con ella. ¡Claro, era la chica de ayer! La que le jaló la oreja al tal Yago. Ahora estaba con un chico diferente.

Puse el café delante de ella mirándola de reojo.

—¡¿Qué hiciste?! —Se puso de pie sobresaltada.

Me asusté por su alarido, pero no me asusté menos cuando vi el motivo de su sobresalto. ¡Le había rociado café en su blanco vestido!

¡Tierra trágame!

Abrí grandemente mis ojos. Estuve concentrada mirándola que hice caer la taza de café. Por suerte pidieron café tibio.

—¡Cuánto lo siento! —Me apresuré a darle una servilleta.

—Qué torpe eres —habló por primera vez el muchacho poniéndose de pie.

Era bastante alto.

—Lo siento de verdad.

—Amor, mi vestido preferido está arruinado —se quejó la chica.

El tipo se puso de pie y con cara de póker le pidió que se fueran.

—¡Espera, Joaquín! —Salió presurosa tras él.

Yo estaba muy avergonzada, era la primera vez que me sucedía un incidente así. Me dispuse a limpiar la mesa y me fijé en la cartera sobre la silla. La tomé y salí en busca de ellos.

—¡Señorita! —capté su atención mostrándole lo que se había olvidado.

—Oh, casi lo olvido.

El muchacho negó con la cabeza mientras ella se aproximaba hacia mí. La tomó y dio dos pasos para luego voltear de golpe, tomándome desprevenida. Entrecerró sus ojos acercando su rostro al mío, haciéndome retroceder.

—¿No eres tú la chica que coqueteaba con Yago?

—¿Eh?

—Sí, eres tú.

—Apúrate Irene —se quejó el chico—. Tengo cosas que hacer.

—Sí, ya voy.

Me miró una última vez y siguió su camino echando hacia atrás su larga cabellera color miel. Es una chica realmente hermosa. Con razón tiene dos hombres.

Me pregunto si ellos están al tanto. No creo, al menos no el de ahora. Se ve demasiado serio. Quizá ella y el tal Yago tienen una relación liberal, una de esas relaciones extrañas.

El sonido del teléfono interrumpió mis pensamientos. Era la tía Rosmery. Me apresuré a contestar. Quedé helada cuando dijo que mi mamá había sido internada de emergencia en el hospital.

Entré al café, tomé mis cosas y salí disparada hacia el nosocomio. Patty quiso venir conmigo, pero, no la dejé.

Con la lengua fuera llegué a la instalación, corrí por todos lados hasta dar con mamá; ya había sido atendida y se encontraba en la sala de observación, era la única paciente de ese cuarto. Me sentí aliviada al verla estable, aunque quería hablar con el médico.

Después de encontrarlo en la sala de emergencias y comentarme la situación de mi madre, aunque bien ya lo sabía, volví con ella. La divisé fuera de la habitación, caminando con el parante, y colgado de él, dextrosa.

Intenté ir junto a ella, pero vi a un hombre que se le acercó. Ambos se miraron sorprendidos, como si no creyesen lo que sus ojos veían.

—¿Angelina? —inquirió él.

—Realmente eres tú... pronunció mamá con la voz débil. Logré divisar sus ojos llorosos.

—Creí que jamás volvería a verte.

¿Será un viejo amigo de mamá? ¿Pero por qué no lucen felices al reencontrarse?

Decidí acercarme.

—Mamá. —La tomé de un brazo.

El señor me miró fijamente. Pude sentir el nerviosismo de mamá.

—Quiero ir a mi habitación —susurró.

Me despedí con un movimiento de cabeza del señor y entré junto a ella a su habitación. La recosté en la cama.

—Mamá, ¿quién era él?

—Quisiera descansar ahora, conversamos luego, ¿sí?

Asentí con la cabeza. Le cubrí con la sábana y salí de la habitación. Cerré la puerta despacio y me senté en una de las sillas del pasadizo.

El tipo de hace rato se sentó junto a mí tomándome por sorpresa. Me ofreció un café. No sabía si aceptarlo o no. Era un amigo de mamá así que lo hice.

—Entonces eres la hija de Angelina.

Afirmé con la cabeza.

—¿Quién es usted?

—Un viejo amigo de tu madre.

—¿No se vieron hace mucho tiempo?

—Así es. —Se formó un momento incómodo—. Dime, ¿tienes hermanos?

—Soy hija única.

—Ya veo. ¿Puedo preguntar por qué está internada tu madre?

—Padece diabetes más insuficiencia renal.

El hombre parpadeó rápidamente.

—Cuánto lo siento. —Bajó la mirada—. ¿Qué hay de tu padre?

¿Por qué hacía tantas preguntas?, ¿a dónde quería llegar?

—No tengo padre, señor.

Me lanzó una mirada penetrante. Parecía estar analizando algo.

—Disculpa que te haga tantas preguntas. ¿Cuál es tu edad?

—Diecisiete años.

El hombre tragó saliva con fuerza mientras apretó el vaso vacío de café.

¿Qué estaba pasando? Él y mi madre actuaban tan extraño...

—¿Me dejas conversar con tu madre?

Iba a responder, cuando una enfermera se aproximó.

—¿Familiar de Angelina?

—Soy yo. —Me puse de pie.

—¿Me acompañas un momento?

—Claro. —La seguí.

Necesitaba que firme algunos papeles, pero era menor de edad. Así que fui buscar a la tía Rosmery. Probablemente ya estaba en la habitación de mi madre.

La puerta estaba entre abierta. Miré por el pequeño espacio, el señor de hace rato estaba parado frente a mamá. Mientras yo me fui con la enfermera, él había aprovechado para entrar a su cuarto.

—Vete por favor —pedía mi madre entre lágrimas.

Estaba a punto de entrar cuando ese hombre habló.

—¿Es mi hija? —preguntó con los ojos húmedos—. Dime la verdad.

Mamá no lograba decir nada, atinó a llorar más fuerte.

Mi corazón latió a toda prisa. ¿Qué diablos...?

—Lo siento, por habértelo ocultado durante tanto tiempo.

Abrí enormemente mis ojos, mientras llevaba ambas manos a mi boca.

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