Parte 29
—¡No! —aullé horrorizada.
La descomunal águila se giró hacia mí y se me heló la sangre. Si Héctor no hubiera estado bajo sus garras habría echado a correr montaña abajo. Su cabeza era del tamaño de la mía y su pico, cubierto de sangre y vísceras, podía partirme el cráneo en dos sin dificultad.
Las serpientes se pusieron alerta. Rodeaban mi cabeza y sus ojos estaban fijos en aquella bestia alada. Ella me miraba a mí. Tardé en devolverle la mirada porque no podía apartar la vista de Héctor. Cuando lo hice, el águila me dedicó una pequeña reverencia con la cabeza y echó a volar desapareciendo en la oscuridad. Las llamas de las antorchas se inclinaron con el viento que levantó al batir sus alas. No supe lo que significaba aquel gesto, pero en aquel momento no me importó. Salí corriendo hacia donde estaba Héctor, aferrándome a la posibilidad de que no hubiera llegado demasiado tarde.
Me quedé de piedra cuando llegué a su lado. Aquella escena parecía sacada de una pesadilla. Héctor estaba atado con gruesas cadenas que estaban ancladas a la roca inclinada y sujetaban sus brazos y sus piernas. Estaba descalzo, desnudo de cintura para arriba y tenía el vientre y el costado destrozado por profundas laceraciones. La sangre salpicaba su torso, resbalaba por la roca y acababa formando una tétrica mancha sobre la blanca nieve.
Acerqué mis manos a su vientre, intentando decidir qué hacer. Traté de apartar la sangre con las manos para distinguir mejor las heridas, pero eso solo me hizo ver lo grave de aquel ataque. Los cortes eran brutalmente profundos. Yo había ayudado a coser piel desgarrada de ganado, pero nunca había visto a nadie curar a un animal tan malherido. No sabía ni por dónde empezar.
—¿Cómo lo arreglo? —pregunté con la esperanza de que Héctor me guiara—. ¿Cómo arreglo esto? Tiene que haber una forma... tiene que...
No me contestó. No se movía. Miré a mi alrededor tratando de buscar ayuda, incluso de las serpientes, pero estas habían desaparecido.
Me aparté el pelo de la cara, llenándolo de sangre, y con manos temblorosas toqué uno de sus brazos. Estaba frío, inerte. Aparté el grillete de la muñeca y le tomé el pulso. No tenía, su corazón había dejado de latir.
Sentí que me quedaba sin respiración.
—No, no, no.
Repetí una y otra vez estas palabras mientras acariciaba la cara de Héctor y la manchaba con la sangre de mis manos. Buscando desesperadamente algo de vida en él, en su pálida piel, ignorando lo azules que estaban sus labios y las ojeras que había debajo de sus ojos. Tratando de sentir su respiración.
Por más que lo intentaba, no dejaba de pensar en aquella muerte tan dolorosa y cruel que le habían dado y que yo debía haber impedido. Había sido mi deber protegerle. Alguien o algo me había encomendado esa tarea porque sabía que él estaba en peligro, sabía que esto podía suceder, y de alguna manera sabía que yo podía detenerlo. Pero yo no había estado a la altura. Héctor había muerto por mi culpa.
Las lágrimas llegaron a mi boca y recorrieron mis labios.
—Lo siento —murmuré sobre su oído—. Lo siento.
Me llevé ambas manos a la cara, impotente, y me derrumbé sobre el hombro de Héctor. Grité hasta que me quedé sin voz, hasta que el frío me llenó los pulmones y me di cuenta de que no temblaba por desesperación. Lo hacía porque me estaba congelando.
Sin las serpientes, las escamas, ni un abrigo adecuado yo también acabaría muerta pronto. Me incorporé para buscar algo para calentarme, perdí el equilibrio y caí al suelo. Se me habían entumecido los pies y los tobillos. Me costó levantarme porque mis manos también estaban torpes. Supe entonces que estaba en peligro. Tenía que buscar refugio. Se me ocurrió usar las antorchas, pero como si me hubieran leído el pensamiento, se apagaron todas a la vez. Salí corriendo hacia una de ellas, pero apenas pude dar dos pasos cuando volví a tropezar.
Caí sobre suelo duro y húmedo. Sobre asfalto. Estaba en la calle de Héctor, tumbada en medio de la calzada. Volvía a estar en Madrid, bajo la luz de las farolas. Miré hacia atrás, pero la roca había desaparecido.
Mi tía me hizo señales con las luces largas del coche y condujo hasta donde yo estaba. Me metí corriendo en el coche, manchando la puerta, el asiento y el salpicadero de sangre. Un terrible pensamiento me asaltó cuando vi que mi tía salía del coche para limpiar la puerta del copiloto: cuando le encontraran me acusarían a mí. Yo estaba cubierta de su sangre, sobre su piel se podían encontrar mis lágrimas. Había tocado sus heridas y su cara, mis huellas y mi ADN podían encontrarse por todo su cadáver, y lo último que pensaría un policía es que un águila gigante se había cebado con él. Era más posible que su nueva y extraña compañera de clase, a la que hacía bullying, le hubiera asesinado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi tía arrancando el coche—. Te pierdo de vista un instante y de repente eres Carrie.
—Héctor ha... —me miré las manos empapadas en su sangre— él está muerto.
—Y no te has convertido en gorgona. —Me examinó con calma, como si no hubiera entendido lo que le acababa de decir—. Es posible que te hayas librado de la maldición.
Me sentí mal por la pequeña alegría que me causó no estar condenada a ser un monstruo para siempre. No me lo merecía. No me merecía librarme de aquello porque no había salvado a Héctor.
Le hablé del lugar al que me había transportado, le conté lo que había pasado y me escuchó con atención. Me pidió detalles sobre el águila y las cadenas. Sobre las heridas de Héctor y sobre su hígado, como si pudiese distinguir algo entre aquel estropicio que le habían hecho. Torció la cabeza cuando le dije que Héctor estaba muerto y se quedó callada cuando terminé.
—¿Crees que he alucinado? —dije inquieta por su silencio— ¿Y si lo he soñado?
—No, la sangre es real —me señaló—. Y es mucha.
—¿Te crees lo que he dicho? Yo no he sido...
—Te creo, te creo —sacudió la mano quitándole importancia.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ir a casa y seguir investigando.
—¿Investigando? Pero, pero... ha muerto. Y yo no he hecho nada, no he hecho nada...
—Me duele la cabeza —protestó—, deja de gimotear, por favor.
—Me van a meter en la cárcel. Tengo su ADN, van a encontrar un montón de ADN y huellas, y tengo un móvil para querer hacerle daño...
—Ves demasiadas series de policías.
—¿Es que te da igual todo? —perdí los nervios y alcé la voz—. ¡No quiero que me encierren! Desde la cárcel no voy a poder hacer nada para ayudar a mi madre.
—Si ahora mismo te ven alterada en el coche y cubierta de sangre nos van a parar y entonces sí estás jodida. —me pasó un trapo para limpiar cristales—. Límpiate la cara y disimula.
Obedecí. Condujo hasta casa y subimos en el ascensor en silencio. Al llegar a casa me pidió que dejara toda la ropa ensangrentada en la lavadora y fuera a ducharme. Me lavé con mucha diligencia, eliminando cualquier rastro de sangre de mi cuerpo mientras el agua caliente hacía que me dolieran las puntas de los dedos.
Cuando salí de la ducha el salón estaba a oscuras. Mi tía había abierto el sofá cama y se había acostado.
—Tía, ¿qué vamos a hacer?
—Dormir —murmuró sin levantar la cabeza. Tenía la cabeza tan hundida en la almohada que apenas se la entendía.
—Pero Héctor...
—Estoy muy cansada.
—Pero no sabemos qué ha pasado, no sabemos...
—Busca "Prometeo" en Google.
—¿Cómo voy a mirar cosas griegas en Google ahora? Héctor está muerto y no sabemos qué pasará con su cadáver. No lo he podido cubrir con nada, ¿y si vuelve el águila a destrozarlo? —traté de no pensar en eso para no echarme a llorar y molestar más a mi tía—. Lo he estado pensando y ha sido como un sacrificio, seguro que ha sido una secta ¿Y si investigamos...?
—Haz lo que quieras —me interrumpió—. Pero en tu cuarto, yo tengo que dormir.
Tras dudar un instante acabé metiéndome en mi cuarto, pero no pude ni sentarme en la cama. Me dediqué a mover ropa de un sitio a otro y a dar vueltas, nerviosa, sin saber qué hacer. Desesperada, volví al salón y me quedé parada en medio de la oscuridad.
—¿Qué pasa ahora? —gruñó mi tía con voz somnolienta.
—Lo siento, no puedo dormir. Por favor, quiero hablar y encontrar respuestas.
—Alexia, si la policía busca a Héctor lo primero que van a hacer es ir al instituto e interrogar a todos los que os relacionáis con él. Si ven que tienes cara de no haber dormido sospecharán de ti de inmediato.
La obedecí y me metí en la cama. Pasé una noche horrible, despertándome a cada rato y teniendo pesadillas.
Durante el desayuno le dije a mi tía que estaba muy débil y desorientada, pero ella se empeñó en que fuera a clase para evitar levantar sospechas. Seguía sin querer decirme qué pensaba del asesinato de Héctor. Solo me había marcado un capítulo en su estúpido libro.
Estaba aterrada pensando en que se me iba a notar demasiado que había visto un asesinato la noche anterior. Me delataría a mí misma y estaría esposada en un coche de policía antes del recreo.
A pesar de mis temores, en el instituto no me eché a llorar. Estaba demasiado agotada para hacerlo a pesar de que la sangrienta imagen de la noche anterior volvía una y otra vez a mi cabeza. Me movía con lentitud y estaba distraída, igual que muchos de mis compañeros aquel lunes por la mañana. Mi estado no llamaba la atención.
Mario volvía a clase ese día. Su pierna estaba casi recuperada y podía caminar con muletas hasta el instituto. Nada más verme se dirigió hacia mí con una sonrisa en la cara.
—¡Cuervo! —dijo abrazándome efusivamente. Me pilló por sorpresa y no pude hacer nada para escapar de aquello.
Mientras me abrazaba no podía pensar que su ex, su amigo de toda la vida, había muerto por mi culpa. Me sentí aún peor.
Media docena de compañeros aplaudieron nuestro abrazo, alentados por Elena.
—Parece como si firmáramos un tratado de paz ¿eh? —me sonrió. Estaba muy distinto, casi no tenía acné y se había teñido el pelo de rubio platino.
—Sí —me dio vergüenza lo falsa que me salió aquella sonrisa.
—Tienes mala cara ¿saliste ayer o qué, pillina?
—No, es que tengo la regla.
Aquello pareció convencerle de dejarme tranquila y yo lo agradecí porque estaba a punto de echarme a llorar sobre su hombro y pedirle perdón por haber fallado a Héctor.
A segunda hora nos dieron los resultados del examen de física. Yo había suspendido con un cuatro. Jacobo, que había copiado mi examen, había aprobado con un seis. No dije nada. Pensaron que era porque me lo tomaba con deportividad, pero en realidad me daba igual. Tenía problemas más gordos que una absurda nota.
Cuando empezó el recreo Elena y Mario intentaron acercarse a mí, pero yo les esquivé y fui a refugiarme al baño, como venía siendo habitual. No quería hablar con nadie o en mi estado me acabaría delatando.
No saqué el móvil, me limité a sentarme sobre un retrete, abrazar mis rodillas y mirar fijamente a la pared, tratando de mantener la mente en blanco. Un grupo de chicas entró en el baño. Eran mis compañeras de clase.
—¿Por qué este baño? —preguntó Macarena.
—Para que no nos vea Elena —contestó Martina.
—¿Os habéis enterado? —dijo Tatiana.
—¿De qué? —preguntó Macarena de nuevo.
—"La Noticia", tía. "La Noticia".
No podía ser que Tatiana ya lo supiera. Era demasiado pronto.
—¿Pero es verdad o no? Con eso no se juega. Si es verdad, es muy fuerte —Martina tenía un tono impaciente.
—Sí, tía —Tatiana habló con seguridad—. Confirmadísimo.
—Joder, qué fuerte.
—Tía, pobre Héctor —murmuró Lourdes.
—Pero ¿qué ha pasado? —Macarena seguía perdida.
—Es muy fuerte. Yo me he quedado de piedra y Lourdes casi se echa a llorar en medio del pasillo —dijo Tatiana—. Esas cosas pasan en las series, pero nunca te esperas que le vaya a pasar a un compañero ¿sabes?
Sentí que iba a explotar, así que salí corriendo de mi escondite. No sé si me dijeron algo o no porque no me detuve ni a contestarles.
Pensé que me interrogarían, pero no me preguntaron nada cuando acabó el recreo. Las dos últimas clases fueron soporíferas, pero yo cada vez estaba más nerviosa, esperando a que la policía entrara en clase de un momento a otro.
En cuanto sonó la campana de salida me levanté de mi pupitre como si tuviera un resorte, me puse la mochila que ya tenía preparada y me dirigí a la puerta poco después de que saliera el profesor; pero justo cuando estaba a punto de atravesar el umbral me di de bruces con alguien. Con la última persona a la que esperaba volver a ver.
Me asusté tanto que di varios pasos hacia atrás, tropezando con una silla y cayéndome escandalosamente al suelo, dándome un buen golpe en el trasero.
—Joder, Cuervo —dijo Héctor—. Un día te vas a hacer daño.
Hola!
Qué os ha parecido el capítulo? Buscasteis "Prometeo" en Google? sé que algunas ya lo hicisteis en el anterior capítulo 😉
Este capítulo se lo dedico a Angélica, a pesar de que me echó la maldición de Charlie. Ella crea memes sobre esta historia y yo tengo una debilidad loca por los memes. Me gustan demasiado. Gracias Angélica, no sabes lo mucho que presumo de tus memes ❤️️😂😂😂
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