Capítulo dos.
Era sábado. El helicóptero ascendía por la ladera habiendo despegado desde la reserva Nacional Salinas de Aguada Blanca. Eramos cinco en total. No se si cinco valientes o cinco lunáticos.
Desde aquel día en el laboratorio del Instituto Vulcanológico, Ramiro no había cesado en comportarse de manera extraña. Parecía al borde de la psicosis, en una constante paranoia que fue en crecimiento desde que al día siguiente se llevaron el cuerpo. Entendía en parte sus razones, cuando los forenses cotejaran el estado anatómico de la fallecida joven con los datos de su defunción hacia una década, llegarían a conclusiones similares. No era posible que su cuerpo se hallase en esa condición después de diez años. Harían la autopsia y ¡oh sorpresa! en la próxima revisión el cadáver estaría intacto, sin señal alguna de haber sido abierto en canal, ni rastro alguno de sutura. Y luego, lo inevitable, mil preguntas, y una de ellas; la que enloquecía a mi amigo. Si este cuerpo salió del volcán...¿qué es lo que había ahí?, ¿acaso aquel lugar innombrable?
Por eso la desesperación de Ramiro por ser el primero en buscar en el Misti, las respuestas.
Reunió el equipo necesario en solo una semana. Los trajes especiales para la faena; el instrumental y equipamiento indispensables para llevarla a cabo, y un pequeño grupo, en el cual estoy incluido, de especialistas y técnicos, todos de su absoluta confianza.
Mirando por la pequeña ventana de nuestro transporte aéreo no puedo evitar que cientos de cuestionamientos bombardeen mi cabeza.
Si lo que creía haber hallado Ramiro ciertamente lo era...¿era prudente de nuestra parte ir solo nosotros?, ¿no hubiera sido más razonable solicitar ayuda?, ¿ser un contingente mayor? ¿más preparado? Ramiro era respetado y oído, ¿no hubieran accedido muchos otros a respaldarlo?
Solo se necesitaba algo más de tiempo y...tiempo, claro, ese era el problema, el orgullo científico de mi amigo le reclamaba ser el primero, el descubridor de el más extraordinario hallazgo hecho por la ciencia.
Al fin y al cabo detrás de aquel hombre simple se escondía una vena de vanidad, quien lo diría.
Suspiré a la vez que me volteaba a ver a nuestro equipo. La doctora Grant estaba en frente mío. Era una mujer hermosa de grandes ojos verdes y piel de porcelana. Alta, y distinguida; me hacia pensar más en una supermodelo que en una científica. Le caí bien a la geóloga desde el primer momento, más que bien, creo que siente cierta atracción por mi, y no quiero pecar de engreído, pero suelo resultarle atractivo a el género femenino; y en mayor manera a las personas cultas y serias, no se porque será, quizás es el contraste, mi informalidad y desparpajo les gusta. Mirando su seductora sonrisa detrás de la capucha del traje, me recuerdo a mi mismo que estoy casado, y que amo a mi esposa. A su lado el doctor Cortez, un sismólogo de unos cincuenta años; apático y algo áspero, leía el informe hecho por Ramiro, creo que por tercera vez. De tanto en tanto se mesaba la barba entrecana y arrugaba el ceño. A mi izquierda estaba Ramiro, y a mi derecha el joven camarógrafo que él había contratado para registrar nuestra expedición.
El plan era hacer algunas tomas del cráter y de la zona donde Luna Rodriguez había sido hallada. Estas complementarían otras que ya habíamos grabado en el Instituto, las que explicaban la singularidad anatómica de la fallecida mujer, y la desconcertante teoría de Ramiro sobre ella.
¿Que pensaba hallar Ramiro en la cumbre?...creo que pruebas adyacentes, en realidad la información que me había dado era escasa, no se si porque no se atrevía por completo a darle voz a sus conjeturas, o porque creía que yo no estaba calificado para comprenderlas.
El helicóptero comenzó su descenso. Nos dejaría en la cima, en la ladera sur. Bajamos despacio y en silencio. Nos rodeaba, quisiéramos o no, un cierto aire de misterio.
El traje aluminizado de aproximación a altas temperaturas que estábamos obligados a usar, nos hacia movernos en forma lenta. Me sentí un astronauta en la luna y eso me hizo sonreír por un momento.
La poca lava que había descendido en la erupción se había enfriado exteriormente trazando un camino de roca volcánica negra. Michael, el camarógrafo, encendió su aparato de última generación y lo colocó sobre uno de sus hombros. Yo debería atestiguar y captar hasta el ultimo detalle de aquella exploración. Contaba con una grabadora interior que se accionaba desde un pequeño dispositivo afuera. En ella grabaría mis observaciones y los comentarios de los especialistas en el proceso.
Era emocionante; aunque muy caluroso. Aún con los trajes especiales la temperatura me hacia sudar copiosamente. Era una suerte que los primeros corresponsales enviados a fotografiar la erupción ya se hubieran marchado y que aquel lugar fuera solo para nosotros. Fuera lo que fuera que hubieran retratado ellos, no sabían que buscar, en cambio esos tres especialistas si.
Inspeccionaron y tomaron muestras mientras terminábamos el ascenso por la pendiente; de la ceniza, del terreno, de algunas rocas. Sacaron fotos y grabaron sus propias apreciaciones las que al finalizar ensamblaríamos para armar lo que esperaba fuera la nota de mi vida.
No tardamos mucho en llegar a la cumbre. Contuve el aire al ver en medio del cráter aquel pozo profundo de magma incandescente. Seguía atónito con esa visión cuando oí la exclamación de Ramiro.
Me volteé rápidamente y lo busqué con la mirada. Estaba arrodillado sobre el inicio de aquel sendero de roca volcánica, en el primer tramo exterior de la erupción, Me acerque a él; los demás también lo hicieron. Incliné de lado mi cabeza para poder ver claramente el motivo de su conmoción.
¡Diablos!
Eran diez pequeñas marcas alargadas que para cualquier observador pudieran no significar nada, pero que para nosotros, aún esquivos a terminar de creerlo, eran señales muy claras. Uñas, las marcas profunda y largas de arañazos desesperados grabados en la que fue lava ardiente.
Algo salió del volcán...algo que brotó de adentro, algo desesperado por salir, algo que ahora que centrábamos nuestra atención dejó un leve rastro de arrastre en uno de los lados de la roca, algo que sabiéndose fuera solo se dejo ir cuesta abajo...un algo¿o un alguien? acaso...¿Luna Rodriguez?...no creo en Dios pero ¡Dios santo!
Sentí que temblaba un poco, no era miedo sino un nerviosismo muy cercano a la histeria. Noté en los ojos del resto del grupo la misma emoción. Mezcla de emoción y espanto.
Y en ese instante sucedió.
Qué con exactitud, no sé. Solo sé que todo tembló, como si de golpe aquel volcán cobrara vida y como un mítico titán se despertara hambriento, y si, nosotros eramos el plato fuerte.
Se abrió un hueco bajo nuestro pies. Una entrada, una imposible de ver, una que no estaba pero que ahora se daba a conocer, casi burlándose de nuestra anterior sensación de seguridad, engulléndonos en una oscuridad sin fin mientras el eco de nuestras gritos aterrados impregnaba la vacuidad de ese interminable descenso, como un sutil acompañamiento a nuestro horror y desesperanza.
No sé cuando dejé de gritar, ni cuando comencé a pensar nuevamente, solo sé que mientras esto sucedía, yo seguía cayendo.
¿Qué lugar era este?, ¿Por qué no llegaba el final? Aquel contundente impacto que me molería los huesos y arrancaría de mi pecho aquella ultima exhalación salpicada de preguntas. O quizás ese centro liquido de carmesí hirviente, ¿no estábamos descendiendo a la profundidad de la tierra?... porque solo había oscuridad, vacío y silencio.
No podía ver a los demás, no veía nada en absoluto. Solo existía para mi el caer. Caer y caer sin terminar de hacerlo.
Segundos, minutos, horas, no lo sé.
Hasta que al fin llegó; el choque. Dolió como los mil demonios cuando mi cuerpo impactó con una forma irregular y dura. Con esfuerzo apoyé mis brazos en ella que ahora se sentía húmeda, y me incorporé a medias.
La luz difusa de una antorchas en lo alto al fin me dejó vislumbrar donde estaba y sobre qué. Pero no qué sino quién. Había caído sobre el cuerpo de Michael, quien yacía sin vida debajo de mi. La humedad era su sangre que se filtraba por su traje plateado. Tiritando de incomprensión y miedo terminé de ponerme en pie. Solo bastó una mirada rápida para ver los demás cuerpos desparramados a mi alrededor; todos por el impacto tumbados en grotescas formas retorcidas.
Michael me había salvado la vida. Lo demás no tuvieron tanta suerte.
Un sonido estrangulado salió de mi boca cuando vi entre ellos a mi amigo.
Su cabeza estaba de lado. Su traje se había rasgado a la altura de su boca y de esta manaba sangre sin parar. Dí un paso hacia él, quería abrazarlo por última vez. Al hacer el movimiento necesario un dolor agudo ascendió por mi pierna. Bajé mi mirada y vi que la tenia ensangrentada, que mi traje se había roto y que un hueso sobresaliendo daba a conocer que tenia una fractura expuesta.
Cerré los ojos mientras decidía que hacer, el pavor nublaba mis pensamientos como si una neblina espesa se hubiera colado entre ellos.
Me quité la parte superior de mi traje. Respiré profundo y tosí al instante. El aire estaba enrarecido, pesado y nauseabundo. Tomé de mi cuello el pañuelo que me había dado Claire, mi esposa, hacia tres años cuando visité un zona de guerra" Para la buena suerte" había dicho, y yo lo llevaba conmigo en cada viaje, con esa consigna a cuestas . La necesitaba mucho ahora, a la suerte o a la providencia. Esto que estaba viviendo tranquilamente podría volverme loco.
Sin ahogar uno que otro quejido me fui quitando el resto del traje con cuidado. Debajo tenía solo un pantalón liviano de jersey y una camiseta de mangas largas. Pude ver en detalle mi lesión y eso me mareó un poco. Sangraba mucho, tenía que detener la hemorragia. Hice uso del pañuelo de Claire para hacerme una especie de torniquete a la altura del tobillo. Al ajustarlo grité de dolor y tuve que hacer un esfuerzo enorme para mantenerme parado.
Dí un paso con mi pierna sana y arrastré la otra. Caminé cojeando lentamente hasta llegar a Ramiro. Hinqué en el suelo la rodilla de mi pierna ilesa y estiré la fracturada. Puse una mano sobre su cabeza y un par de lágrimas rodaron por mis mejillas.
—Hasta siempre, amigo—me despedí en voz baja—. Lamento que al hallar lo que buscabas hallaras también la muerte. No creo que tarde en acompañarte... no hay manera de que salga de aquí con vida.
Dicho esto me incorporé de nuevo. Las palabras dichas a mi amigo eran muy ciertas, ¿qué probabilidades había de que saliera con vida?, a cientos de metros bajo tierra, sin agua ni comida, y con una fractura, que aunque ahora lentamente, no paraba de sangrar.
Era mi fin. Estaba seguro.
Luego de exhalar lentamente, me dispuse a ver en detalle el lugar donde me encontraba. La tierra bajo mis pies era roja y húmeda, un lodo putrefacto. Estaba en un hoyo cavernoso el cual era alumbrado por dos grandes antorchas de madera en lo alto.
Era obvio que alguien las había puesto allí.
Era obvio que allí habitaba alguien.
Trate de no dejarme llevar por los oscuros pensamientos que ese conocimiento me estaba provocando. Debía despejar mi mente de ellos si quería tener siquiera una ínfima oportunidad de supervivencia.
Vi que un pequeño pasadizo se abría en la circunferencia del hoyo. Uno muy estrecho, pero al fin y al cabo una salida pero, ¿hacia donde?
No importaba, debía moverme, no podía permanecer allí.
Caminé hacia el esquivando los cuerpos. Era aún más angosto de cerca, pero calculaba que podría pasar.
Tragué aire, me aplané un poco y comencé a deslizarme por ese pasaje con lentitud. A lo lejos se veía un resplandor rojizo. Rogué no estar yendo hacia el centro del volcán. El calor era bastante abrumador pero dentro de todo soportable.
Seguí transitando por aquel reducido espacio cuando escuché algo que me detuvo en seco.
—¡Connor!
Era mi nombre en un grito. Y la voz que lo elevó me resultó imposiblemente conocida.
Volví sobre mis pasos bastante mas rápido de lo que tardé en llegar hasta allí.
Cuando salí del pasaje la visión que tuve me dejó de una sola pieza.
Ramiro estaba de pie. Si, Ramiro. Era él, la misma piel morena, y los mismo ojos y rizos negros. Se había quitado la capucha y miraba a todos lados con desconcierto. No tenia herida alguna. Aunque debí estar feliz... maldije por dentro.
—Connor—volvió a nombrarme al verme.
—Ramiro—lo llamé por mi parte, pero no pude decidirme a ir hacia él. No tenia sentido, él estaba muerto, sin pulso, sin latidos...no, no podía ser.
Escuché otros sonidos y movimientos. Cuando llevé mi mirada en dirección a ellos, la sangre se heló en mis venas, dejándome escarchado el razonamiento.
Todos se estaban poniendo en pie. Todos, Michael, y los doctores Cortez y Grant. Estaban vivos o eso parecía.
—¿Dónde estamos?—preguntó Michael, llevando su mirada de uno a otro. Hasta la sangre fluyente que cubría su traje había desaparecido. Miré mi traje tirado en el piso, la sangre del camarógrafo que lo había salpicado de rojo había desaparecido por completo.
Estaba entendiendo, pero no quería entender.
—Señor Rivers—me llamó por mi apellido la doctora, mirando mi pierna mal vendada—Esta herido, acérquese para que lo revise.
No dije nada ni hice el más mínimo movimiento.
Ellos, los cuatro, se miraban, pero ninguno se acercaba naturalmente al otro. Parecían estar interesados en hablar conmigo solamente. Creo que lo presentían, tenían miedo.
—Encontré una salida—murmuré mirando hacia abajo. No sé realmente si lo era, o si era solo mi moribunda esperanza hablando por mi. Aunque de alguna milagrosa manera lograra salir, estaba casi seguro que ellos no podrían.
Ramiro observó mi pierna sangrante. Luego su anatomía aún con el resto del traje. Sacaba conclusiones. Una caída mortal, ni un rasguño. Estaba comprendiendo; la mueca amarga en la que se curvó su boca me lo decía.
—Lo siento mucho—le dije con los ojos aguados nuevamente. No hacia falta decirle qué sentía.
Él exhaló despacio y me miró a los ojos. Los suyos siempre brillantes ahora estaban vacíos y opacos. Muertos.
—¿De que están hablando?—inquirió Michael, avanzando hacia mi velozmente. Él era claramente el que menos entendía.
Lo miré con pena pero no pude revelarle lo que sucedía...todo era tan irreal que por momentos sentía que en cualquier momento despertaría para darme cuenta que todo esto fue solo una pesadilla.
—Ramiro...¿qué...?—siguió cuestionando el camarógrafo, esta vez a mi amigo.
Ramiro comenzó a esbozar una respuesta, pero la doctora Grant se le adelantó.
—Ahora todos somos Luna Rodriguez, Michael—comenzó a explicarle la científica con una voz que reflejaba una dolida resignación—.No sobrevivimos a la caída...solo Connor lo hizo.Estamos muertos, y si no me equivoco, terminamos de cabeza en el infierno, ¿irónico, no?
Esa última palabra. Esa que ninguno había dicho en voz alta, ni siquiera Ramiro. La que nos conformábamos solo con sugerir pues carecía de sentido en nuestro mundo de escepticismo. Creo que ella cambió todo.
Aún resonaba el eco de la reciente revelación de la doctora cuando ellos descendieron.
Como un rayo bajaron velozmente por donde habíamos caído. Cuando alzamos la vista al oír la resonancia que el batir de sus alas producía, ya estaban en medio nuestro mirándonos con interés.
Eran cuatro, muy altos, de unos dos metros cada uno. Seria imposible describir su género. Rostros extraordinariamente bellos, ni masculinos ni femeninos. Con cabellos largos y sedosos que ondulaban en el aire aunque en ese ambiente no soplara ni una ligera brisa. Tenían dos pares de alas, como las mariposas; iridiscentes y multicromáticas. Sus ojos brillaban en tonos inexistentes en los humanos; naranja, rosado, rojo y amarillo.
Parecían ángeles, pero sus imponentes siluetas no producían ni la mas ínfima sensación de paz, en realidad daban miedo.
Uno de ellos el de ojos rojizos se acercó hasta la doctora quien le mantenía la mirada a fuerza de orgullo propio. La larga túnica perlada que vestía tocaba el inmundo suelo al caminar sin mancharse ni contaminarse, dándole un aire fantasmal.
Al llegar a la científica, sus ojos escarbaron profundo en su mirada verde; parecía estar escaneándole el alma. Noté que la respiración de la mujer se aceleraba y que en su expresión antes indolente se comenzaba a percibir claramente el pánico.
—Sector 3—dijo el al concluir el examen, en un idioma que se entendió claramente.
Uno de los ángeles que tenia detrás avanzó hasta ella y le extendió una mano. Tiritando ella se la tomó. Sus gigantescas alas se desplegaron y la cubrieron por completo, en un tris ella y el ángel habían desaparecido de aquel hoyo infernal.
Después de eso, ninguno de los cuatro pudimos esconder el creciente temor que se filtró hasta el tuétano de nuestros huesos.
—No...—susurró Michael cuando el mismo ángel se le acercó.
Este nuevo análisis le llevo a aquel ser menos tiempo que el anterior, cuando con una indiferencia total se alejó del joven y ordenó.
—Sector 5.
El mismo procedimiento fue llevado a cabo, salvo que antes de desaparecer en aquel tenebroso abrazo angelical Michael soltó un estridente alarido.
No era para menos.
Miré a Ramiro y al doctor, los dos sudaban en sus cuerpos de muerte.
Sentí una profunda preocupación y tristeza por mi amigo. No es que no temiera tambien por mi, es solo que su "estado" parecia darles cierto derecho a esas criaturas para disponer de sus vidas. Aparte a mi casi me ignoraban, como si no estuviera ahí.
Aquel juez alado comenzaba a acercarse a Ramiro cuando imprevistamente otro de ellos descendió. Era igual, pero distinto.
Aquel nuevo ángel era mucho mas bello que el resto. Su hermosura era casi dolorosa de contemplar. El cabello, larguísimo y lacio, era de un tono azul eléctrico y vibrante; sus pupilas cristalinas, como una gota de agua reposando en medio de la blancura de una nube. Tenia la piel tan nívea que casi parecia translúcida; los dos pares de alas brillaban en una verdosa luminiscencia. Dos hoyuelos se marcaban en sus pálidas mejillas, en aquella media sonrisa que sostenía, haciéndolo parecer casi inocente.
Luego noté la diferencia, cuando él dio unos pasos hacia mi, su túnica plateada que rosaba el suelo, se manchó de aquel pútrido fango.
Los ojos de los otros cuatro ángeles se posaron en él observándolo con repulsión.
El que parecia comandar a los otros fue el primero que le habló.
—Belial...no creo que a los tuyos les haga gracia tu error. No quisiera ser tú en este momento.
El llamado Belial giró suavemente su cabeza y miró a aquel ángel a los ojos.
—Ni yo soy de ellos, ni ustedes de él—le aclaró con voz serena y aterciopelada—, nos pertenecemos a nosotros mismos; podemos decidir y objetar.
Para mi sorpresa, los otros tres ángeles rieron. El de ojos anaranjados meneaba la cabeza negando.
El que antes habló caminó hasta Belial, sus palabras y su tono destilaron desprecio y burla al volver a hablarle.—Una excusa patética para desobedecer, "no le pertenecemos a nadie" Si fuera tú buscaría una mejor en esta situación, una que resultara creíble.
Belial solo encogió los hombros y volvió a mirarme. Había algo de ingenuidad en sus gestos.
De pronto mis ojos se hallaron hipnotizados por su mirada de diamante. Temí por nuestros destinos en manos de aquellas criaturas sobrenaturales. Maldije mi irreflexiva decisión y el no haber detenido a Ramiro, pero, ¿ que caso tenia ahora el arrepentimiento?, para nosotros era claramente muy tarde.
Oí un grito. Era la voz del doctor Cortez. No tuve que mirar para saber lo que le había sucedido, en realidad no se si hubiera podido, aquellos ojos que me miraban con intensidad parecían haber magnetizado los míos, pues no podía apartar de ellos mi mirada.
Cuando escuché un adiós apenas susurrado, me esforcé en romper aquel contacto visual para buscar con mis ojos al dueño de esa voz.
Ramiro tiritaba un poco encerrado entre las alas de el ángel de ojos amarillos. Recordé nuestras aventuras adolescentes, nuestras charlas, nuestra complicidad. Murmuré un adiós acongojado, mientras nuevamente las lagrimas descendían por mis mejillas.
¿De qué servia ahora conocer las respuestas?
¿Cual era su gran descubrimiento, cual mi gran noticia?
Su mirada me dijo mil cosas antes de que cerrara sus ojos. Esa sería la última vez que vería a Ramiro.
Después solo percibí que dos manos me tomaban de la cintura y me alzaban del suelo. Me sentí un muñeco de trapo con el que un niño podría jugar hasta romperlo. Quizás solo eso era ahora, un juguete.
Belial acercó mi rostro al suyo, y me susurro suavemente.
—Mortal...tú te vas conmigo.
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