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CUERDO


Sólo hay oscuridad.

Pocas son las cosas que recuerdo ahora mismo, salvo la conversación que tuve con mi profesor en el aparcamiento de la Baylor, diagonal al Museo Martin. Recuerdo que iniciábamos una plática acerca de la retribución divina a las acciones del individuo, ya sean benéficas o perjudiciales tanto para el prójimo como para el individuo mismo. El profesor resultaba muy contrario a la visión general de aquella "reciprocidad" basándose, según él, en la observación directa a lo largo de los años. Aquellas argumentaciones parecían dar siempre con la idea de la ausencia de divinidades que vigilasen el movimiento de todos y cada uno de los seres de este mundo. Fue esa, al menos, la impresión que tuve.

Sea cual fuere el lugar donde me encuentro ahora, me resulta asfixiante. Me siento por completo entumecido. Noto que en realidad estoy envuelto en algo. Esa textura roza mi cara, como un zipper... ¿Podría ser...? ¿Bolsa para cadáveres?

Con desespero intento moverme y escapar de aquella prisión, pero tardo en darme cuenta que estoy por completo envuelto, no por la bolsa, sino por algo más. Aquella fricción solo indica que podría ser más plástico. De seguro es plástico de envolver. Una crisálida de polietileno. No obstante ¿Cómo llegué aquí? ¿Quién me haría algo como esto? Es demasiado para mí; demasiado para ser una broma pesada. A nadie le he dado motivos. Es... de un pésimo gusto si de aquello se tratara.

Oigo pasos. Con notoria tranquilidad se acercan a mí, para luego dar una vuelta a mi alrededor. El ritmo de aquellos aminora a medida que completa dicha vuelta. Intento gritar pero la mordaza solo deja salir gruñidos y gimoteos. La duda está en si aquella persona es mi salvador, mi bromista o... mi verdugo.

—¿Estás cómodo, Rupert?

Esa voz. Reconozco esa voz. La última vez que la escuché fue... ¡En el aparcamiento! Corre el zipper en su totalidad y las lámparas de tubo en el techo son testigo de mi renacimiento. Sin embargo me resultan encandilantes. El sujeto me libera de mi envoltorio de plástico, no obstante no logro recuperar del todo mi movilidad. No se olvida de la mordaza. El recinto de obra negra y la atmósfera están gélidos; tenía el aspecto de una morgue a juzgar por el resto de mesones de concreto, aparte de aquél en que me encuentro. En lo posible logro articular e interrogarle.

—¿Profesor Abbot? ¿Es usted?

—En efecto, Rupert —aquella comprobación me resulta inadmisible— ¿Qué tal el viaje? ¡Cierto! No estabas consciente.

—¿Qué me hizo?

—¡Nada, muchacho! Solo la dosis adecuada de tiopentato de sodio y te mantuviste inconsciente todo este tiempo, aunque me preocupaste un poco en Georgetown; si no fuera porque aquel policía tenía prisa para tomar su receso la historia sería otra. En lo que a tu cuerpo respecta estás completo, así que no te inquietes.

—¿¡Me drogó!?

—Prioriza, Rupert. Prioriza —contesta gentil el profesor—. Lo que debería importarte es que llegaste vivo y un poco sano. En cuanto puedas reincorporarte pasa al hall; ahí te espera tu merienda, para que te repongas de estas quince horas de viaje.

¿Quince horas? ¿Pero a dónde me trajo?

Cierra la puerta de la "morgue" tras de sí y no logro salir de mi conmoción. Van cerca de veinte minutos y el anonadamiento ya cede; hay junto al mesón una muda limpia de ropa. Cómo quisiera tener a mano algo contundente, neutralizarle y de una vez escapar de ese loco. ¿Quién lo hubiera pensado? Esto es lo último que se podía esperar de un hombre como él. Me atrevo por fin a cruzar esa puerta y sigo un estrecho pasillo. ¡Dios! Me siento tan débil... Siento como si las paredes se estrecharan sobre mí... cada vez más... y más... y más... Debe ser mi cerebro jugando conmigo.

—Apresúrate, Rupert —Acució Abbott sacándome de mi pesadilla.

Frente a mí hay un taburete y mesa con lo que parecía ser la cena. Tres recipientes de pasta instantánea me esperan allí. Se puede sentir el ruido de autos afuera, pero no se advierten ventanas o siquiera alguna entrada de luz. El profesor Abbott prepara la mesa con sencillos cubiertos de plástico; tan prevenido es que frustra. A pesar del hambre no me siento convencido de consumir aquello, a lo que el profesor aclara que no hay nada extraño en la comida, por lo que puedo estar tranquilo. Al final me siento impelido por mi apetito, y asalto el primer tarro.

—¿Por qué me hace esto, profesor? ¿Para qué me trajo a este sitio, bunker o lo que sea? Si ha pasado el tiempo que usted me asegura, alguien notará mi ausencia y seguro la suya también —Tomo la suficiente determinación y aun así mi voz tiembla—. Alguien empezará a hacer preguntas y tarde o temprano darán con nosotros, sea cual sea este sitio.

—Sí, seguro —responde el profesor de forma jocosa y en exceso tranquila.

Se levanta de la mesa mientras acicalaba su canoso cabello echándolo hacia atrás, dejando ver sus notorias entradas. Se le ve en forma, o eso aparenta tras de su camisa.

—La razón por la que le traje aquí, señor Kavinsky, es para hacerle partícipe de un experimento "personal" en conjunto con otros dos colaboradores. Una serie de pruebas que a los ojos de otras personas quizá no resulte... ameno.

—Pero... ¿Qué intenta demostrar? ¿Cuál es el mensaje?

—¡Ah! ¿Pero qué pasa con la gente y esa manía interpretativa? —Replica el profesor con toda fineza— ¿Por qué siempre ha de haber un mensaje? ¿Demuestras algo a alguien cada que bebes un simple vaso de agua? —Se me acaba la paciencia y Abbott empieza a notarlo—. De acuerdo, señor Kavinsky. Sí hay algo que demostrar. ¿Recuerda nuestra última conversación en Baylor? ¿Acerca de la nulidad del karma? Verá, las personas por lo general creen que al realizar buenas acciones, cosas buenas les pasará; de la misma forma piensan respecto a las malas acciones. Lo interesante ocurre con las más deleznables, por las cuales plantean castigos de multiplicada horripilancia por parte de Dios, Allah, Brahama o sea quien fuere.

»Mi punto es demostrar que la realización de actos ominosos en la propia persona o en los semejantes no implica un castigo divino; exceptuando, claro, las causalidades propias de la Teoría del Caos, cosa que puede eludirse hasta cierto punto —comienza a inquietarme—. Esto, por supuesto, prescinde de la existencia de toda divinidad o ente superior que vigile los movimientos de cada individuo en al menos este planeta (que ya de por sí es risible); y en caso de que existieran, refutar la supuesta benevolencia o autoridad moral de los mismos.

Acto seguido me indica el pasillo por donde llegaríamos a su "campo de pruebas". Al llegar me topo con un escenario más allá de lo horripilante. Me encuentro con nada menos que dos individuos: un hombre mayor y una muchacha; ambos empotrados a la pared e inmovilizados, silenciados con mordazas de bola, desnudos y tiritando. La escena es presidida por una videocámara de estudio.

El horror me paraliza por completo, los pies no responden y mi cuerpo no atiende al llamado de huida. No obstante siento el pinchazo en la cadera.

—¿¡Qué me inyectó, imbécil!?

—Tetrazepam, Rupert. Lo necesario para que no te pongas brusco —Rompo en llanto.

—Déjeme ir... por favor... no tengo que ver esto...

—Fecha: 29 de marzo de 2013. Grabación de la prueba Número cuarenta y siete —Se decidió ignorarme por completo—. Sujetos de prueba número noventa y ocho y número noventa y nueve; respectivamente, Luis Manuel Castro Thompson, párroco de Bermejillo (Durango); y Clarice Milton Jones, enfermera del Cypress Fairbanks Medical Center Hospital de Houston (Texas). Ambos, al igual que todos los sujetos anteriores, presentan pasados y presentes intachables; personalidades desinteresadas y completos modelos a seguir. Cumpliendo así con el requisito de crímenes injustificados propuestos por la sociedad occidental. Inicio pruebas con el sujeto número noventa y ocho.    

A continuación el profesor toma un escalpelo y con toda sangre fría efectúa cortes en el abdomen del anciano párroco. Realiza un desollamiento con tal parsimonia que el viejo se retuerce de dolor y da gritos ahogados entre lágrimas, moco y saliva ensangrentada. Continúa Abbott con el tejido muscular hasta dejar al descubierto parte del aparato digestivo; rasga el mesenterio y todos sus intestinos se derraman sobre el suelo. Tentáculos rosados y azules cuelgan de aquel hombre de Dios, en cuya cara un par de esferas blancas e inertes ocupan ahora sus órbitas. Muere y es inevitable.

La chica se desmaya poco después de que Abbott destripara al cura. Le pasa un frasco por la nariz; quizá sales de amoníaco. Recupera la consciencia al instante —Continuamos con el sujeto número noventa y nueve—. Con el mismo escalpelo secciona la parte baja del abdomen. La pobre se retuerce y gruñe. Extrae el tejido muscular y puede vislumbrarse el útero. Abbott sujeta aquella matriz y la arranca con toda violencia llevándose un ovario y la vejiga. Clarice no lo soporta. Da el último grito y expira dejando una expresión parecida a la de Luis.

Ahí me encuentro yo, embobado con media cara en la mesa lloriqueando y dejado un charco de vómito. Siento un arranque de vitalidad que aprovecho para huir. Corro trastabillando al pasillo y Abbott se percata.

—Rupert, estoy a nada de los sesenta y llevo un régimen, pero no tengo las aptitudes de un atleta ¿Por qué no moderas tu ímpetu y me ahorras la molestia? Vuelve aquí.

Ignoro sus provocaciones, llego al hall y me percato del seguro de la pesada puerta que está abierto. Comienzo a tirar de él y la puerta cede. Aquella luz del exterior me resulta enceguecedora, amén de lo confuso que es que el ruido de las calles se interrumpiese de repente. Tan pronto como mis ojos se acostumbran al resplandor me invade la conmoción. Un genio. Un maldito genio y un cabrón. Con sigilo vuelvo a entrar y me percato de los parlantes; parlantes distribuidos por todo el hall. Me invade la prisa por salir de nuevo. Todo lo que hallo afuera es la soledad absoluta y un insoportable calor que contrasta con la gélida atmósfera del recinto. Fuera de algunas insignificantes elevaciones la planicie se pierde en el horizonte, más allá del cerco metálico a nuestro alrededor. Quizá varias horas de ruido de tránsito, grabadas con el único propósito de engañar a las víctimas. De darles siquiera la más mínima esperanza de escapar de ahí. Si en algún momento lo lograran, se estrellarían con una nueva realidad: ¡Oh no! ¡No es la ruidosa ciudad! Su espíritu se vería quebrado.

Y tan solo caigo. Me siento derrumbarme, mis rodillas cedenal peso de mi infortunio. Me resisto lo más que puedo al vómito que pretende realizar su salida triunfal, hasta que le pongo en cintura. Una vez que se van las arcadas me es imposible contener la impotencia.

La vastedad del llano le niega los ecos a aquel lamentable alarido desgarrándome la laringe. El único sustento me lo brinda la malla del cerco.

—No por nada lo llaman La Zona del Silencio —comenta el profesor apareciendo de repente, casi como un fantasma.

—Zona del silencio... —vuelvo en mí mientras sigo pegado a la malla—. México... ¿Esto es México? ¿Pero... cómo? ¿Por qué aquí?

—Si vieras las ventajas de la docencia cuando todos te aprecian, Rupert —Siento venir aquel golpe y todo se vuelve negro una vez más.

Despierto nuevamente sobre el mesón de concreto, como al principio. Noto una cámara en el rincón superior, quizá estuvo siempre ahí. Me habla el profesor Abbot por megafonía.

—Te estaba molestando allá afuera al decirte que soy un apreciado profesor, Rupert. Para serte sincero, conozco a una de los encargados del peaje en el Internacional de Comercio Mundial, allá en Laredo. ¿Te digo algo sobre ella? Le gustan las de doce y, no es por presumir, pero le conseguí varias a cambio de muchos favores.

»En fin, Kavinsky, he estado realizando este experimento por alrededor de cinco años, durante los cuales nada extraordinario aconteció para bien o para mal. Al haber sido cuidadoso todo este tiempo eludí toda autoridad humana con total éxito; y ninguno de estos "crímenes" ha percibido retaliación alguna por parte de algún dios, bestia o persona, desautorizando por completo a estos primeros. Si de alguna manera existiesen y actuaran a posteriori, quedaría comprobada su crueldad y malevolencia, en la perspectiva de la sociedad humana.

— ¡Usted es un maldito! ¡Demente! ¡Monstruo!

—Doy por seguro que crees que estoy loco, Rupert —Se mantiene sereno el profesor—. Nada más lejos de la realidad. Desde el principio estuve consciente de las implicaciones legales de mis acciones; del desgarro moral que esto representaba; del oprobio que resultaba para el pueblo. Mis acciones no me convierten en un loco, Rupert; la sociedad decidió que eso me convierte en un loco. No es un crimen en realidad; así es como los seres humanos lo establecimos. Al final ¿Qué son las decisiones, los dogmas, las creencias, las normas e instituciones sino un simple constructo social? ¿Qué son el bien y el mal sino eso mismo? Nadie vino desde las alturas a decir o decidir la naturaleza moral de las cosas. No hay locura en mis acciones, Rupert; estoy completamente cuerdo.

La impotencia es tal que los improperios no se dignan en salir.

—Resolviendo tu duda de por qué estamos en esta zona, es simple: es indetectable, perfecta para mi trabajo. Toda señal muere aquí; no hay forma de que puedan rastrearme por mis dispositivos. El valor agregado es que este refugio militar abandonado está fuera de todo conocimiento público. No existe de manera oficial.

»Esto no se detendrá, Rupert. Apenas es el primer lote. No te debería sorprender si te dijera que no estoy solo en esta empresa. Colegas y seguidores me apoyan en varios puntos del país... y del globo. No depende este proyecto tan solo de mi perspectiva; de otro modo, ¿Cuál sería el punto? En lo que concierne a la Universidad, nunca estuve desaparecido. Para ellos estoy dando conferencia en la Rice de Houston, de donde mis apoyos remiten pruebas y coartada. Te lo dije, hay que ser cuidadosos.

»Todo esto se dará a conocer tarde o temprano. El mundo conocerá estos archivos y desconocerá el amor de sus dioses. Los dioses que se desmoronan en sus templos... finalmente se derrumbarán.

»Por cierto, señor Kavinsky, no quisiera parecer maniático pero noventa y nueve resulta un número incómodo para un lote de pruebas. Nos conocemos desde hace mucho, y doy fe del ejemplo de persona que es; de ninguna forma su estilo de vida resulta cuestionable. ¡Ánimo, Rupert! Haz tu contribución a la ciencia.

Se impone el silencio total, me hago frente a la puerta esperando su ataque. Opción incorrecta. Escucho los pasos tras de mí, pero volteo demasiado tarde. Abbott da su golpe certero. Siento una ingravidez y el mundo empieza a dar vueltas a mi alrededor. Caigo con todo mi peso y reboto en el suelo.

Veo al maldito acompañado de otro sujeto. ¡Dios! ¡Veo borroso! El extraño se desploma al instante cerca de mí. Horrorizado logro notar que... está decapitado.

¡Oh no! ¡Reconozco ese cuerpo!

¡Soy yo! Soy...

—veintitrés segundos... ¡Bien, Rupert! Hasta en la muerte eres persistente —es lo último que escucho del profesor antes de que la oscuridad y el silencio se arraiguen por la eternidad. 

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