Mi sueño era enamorarme; dediqué mi vida entera a buscar un hombre que supiera darme aquello que creía merecer.

Yo era de esas jóvenes que lograban atraer toda la atención hacia ellas, que deslumbraban con un brillo propio y encantaban a todos con su gracia y simpatía, y así lo conocí. Él era de aquellos empresarios exitosos que a pesar de ser muy jóvenes aún tenían el mundo a sus pies. Encantador, atento, carismático. Me dije "lo encontré".

Fuimos novios durante cuatro meses, al quinto me propuso matrimonio obsequiandome un anillo de diamantes. Nos casamos y fuimos de luna de miel a París. Vivía mi sueño, me sentía feliz.

Tuvimos un niño al año de la boda, se llamó Ezequiel que era la luz de mis ojos y el rostro de su padre.

Al segundo año de casados me estresaban los viajes de negocios de él y la responsabilidad de cargar sola con la educación del nene, entonces mientras él viajaba de lado a lado yo me establecí en el pueblo, cerca de mi madre.

Al tercer año de matrimonio me sentía sola, mi marido no estaba nunca con nosotros y eso era deprimente.

Decidí empezar a trabajar para tener ocupada la mente.

Cuando cumplimos cuatro años juntos golpea mi puerta alguien que decía ser su esposa. Llevaba en su dedo una alianza igual a la mia y un acta certificada donde figuraba el nombre de él.

Esa noche voló inmediatamente hacia mí con un collar de diamantes.

Pasó el tiempo y volví a estar sola, el hombre perfecto no se acordaba de mí, así que yo fui hasta donde estaba él y supe que la dirección que yo tenía sobre su hospedaje no era si no el hogar que compartía con otra mujer. Se disculpo conmigo y me regaló aros también de diamantes.

Recordé a la mujer anterior, ella usaba pendientes de la misma clase, y la actual lucía un collar precioso como el que me había dado a mi.

Volví a mi hogar con mi hijo y me quedé allí.

No me divorcié pues el matrimonio no existe realmente y hoy no tengo compromisos con ese hombre, pero aún sigo recibiendo halagos caros de su parte que me alegran la vida completamente.