4: Primeros pasos.
-¡Vamos Diego, tu puedes hacerlo!
El pequeño niño se encontraba sentado a pocos pasos de un adulto treintañero, que le extendía las manos en su dirección. La calva del hombre reflejaba la luz del sol del mediodía, que asomaba entre las ramas de los sauces como si jugara a las escondidas. El sonido de las chicharras llenaba por completo el parque, solo interrumpido por los balbuceos y risitas del bebé, quien agitaba sus brazos regordetes en dirección al hombre.
Era un martes 28 a comienzos del verano, por lo que ambos usaban remeras de manga corta, solo que el pequeño Diego usaba un traje de baño rojo, además de un gorro demasiado grande para su cabeza, aunque le dejaba ver un par de mechones azabache. Sus ojitos marrones iban de un lado al otro, sin prestar atención a lo que decía el hombre.
-Vamos, pequeño, inténtalo- volvió a alentarlo su padre, Gustavo, estirando aún más los brazos hacia él, en un intento de incentivarlo- Ven hacia mí.
Diego solo rió. No sabía que quería su papá, pero aquellas caras y gestos que hacía eran muy graciosos. Aplaudió divertido, como hacía cada vez que sus padres le cantaban o lo felicitaban por comer todo el puré.
El padre finalmente se sentó en el pasto, prácticamente rindiéndose. Su hijo, al ver esto, quiso acercarse para que él lo abrazara, como siempre hacía. Con un meneo, se inclinó hacia adelante y apoyó sus rojas y delicadas manitos en el pasto, sosteniéndose. Luego, frunciendo los labios por el esfuerzo, comenzó a trasladarse hacia adelante, empujándose poco a poco con sus piernas regordetas.
Así, meneo a meneo, gateada a gateada, el temerario bebé logró llegar finalmente hasta el regazo de su padre, quien lo miró eufórico. Ante esto, Diego lanzó un chillido de felicidad: le encantaba ver a su padre sonreír.
Con un rápido movimiento, Gustavo se levantó, cargando al bebé y felicitándolo, a lo que este respondía con aplausos y risas.
-¡Muriel, querida, ven rápido!- exclamó el hombre en dirección a su esposa, que se encontraba dormitando en una lona tendida a no más de cinco metros. La mujer, de piel morena y tostada por el sol, se incorporó de un salto, sobresaltada ante el inesperado grito. Su cabello, corto y enmarañado, del color de la miel, se arremolinaba a un costado se su rostro, como un nido de urraca.
-¿Qué sucede?- exclamó, intentando desenredar un palito de su rebelde cabellera.
-¡Diego ya gatea!- anunció, feliz, el hombre, llenando al entusiasta bebé de besos y cosquillas, sacándole más de una carcajada.
Pareció que la madre del pequeño estuvo a punto de desmayarse. Más veloz que el viento, corrió hacia su familia y atrapó a ambos en un abrazo de oso. Gustavo, riendo casi tanto como su hijo, los levantó a ambos entre sus brazos y los hizo girar como una calesita.
El aire se llenó pronto del sonido de Muriel chillando feliz, y de Diego aplaudiendo una vez más.
-¡Tan solo imagínalo cuando le enseñe a montar en bicicleta!- dijo Gustavo.
Su pareja solo sonrió, plantándole un beso en el cachete.
-Entonces espero que use casco.
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