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BUENOS VECINOS


El Subaru Outback gris plata se deslizaba dócilmente tras el camión de mudanzas SunHouse & CIA. Abby miró a Liam desde el asiento del acompañante, mientras él conducía con una mano sobre el volante y el antebrazo apoyado en la ventanilla baja. Siempre acostumbraba mirarlo casi con devoción innata, pero en un día como aquel en el cual no podía estar más feliz, lo hacía aún con más frecuencia. Siempre había sido una mujer que le encantaba el hecho de mudarse, y más todavía si aquella mudanza implicaba estrenar una casa nueva. Se sentía como una niña camino a Disney.

Liam miró de reojo a su esposa, al sentir la presencia de su mirada sobre él, y sonrió. Estaba hermosa aquel día, llevaba su mejor vestido; uno floreado de color turquesa, que no sobrepasaba la línea de sus rodillas y además combinaba con el azul cielo de sus ojos delineados. Antes de salir de su antigua casa, luego de ayudarlo a cargar el camión de mudanzas junto con los empleados de la empresa, se dio un baño caliente y se puso sus mejores galas, incluso hasta se había hecho los bucles en su largo cabello rubio natural, como le gustaba a él. Liam, sin embargo, se duchó a lo último y tan solo se vistió con una chaqueta de jean azul, sus pantalones deportivos de siempre y una camiseta Polo con cuello abierto. Tendría mucho tiempo de viaje desde su antiguo domicilio en Kansas hasta Dinardville, el lujoso barrio privado a las afueras de Richmond, y quería viajar lo más cómodo posible.

—¿Estás feliz, cariño?

—Oh, estoy ansiosa por llegar y ver cómo es la casa por dentro —respondió—, estoy segura que las fotos no le hicieron la mejor justicia.

—Pues no estamos muy lejos. Sea como sea, no deja de ser una hermosa propiedad, y más aun teniendo en cuenta que el alquiler ya está subsidiado por tu trabajo.

—Sí, eso es lo mejor. ¿Recuerdas cuando recién había entrado a trabajar al banco? Me decías que no me confiara, que seguramente todo fuese una pasantía, y mira ahora —comentó ella, y Liam no pudo evitar poner los ojos en blanco, sonriendo de forma bromista.

—¿Hasta cuando vas a decir eso? Ya, tenías razón, siempre la tuviste, cariño.

—Por lo general siempre tienes tú la razón, déjame disfrutar mi momento —rio Abby, una risa desde lo profundo, autentica. Liam la miró y sostuvo el volante con la mano izquierda, para acariciar con la derecha la pierna de su esposa.

—Amo verte así de animada —dijo.

Abby asintió con la cabeza, sabía a lo que se refería. Hace unos cuantos años atrás en su peor época, ambos habían perdido toda la risa, el color de su mirada y el ánimo en su espíritu. Y luego de aquel periodo, tan buenos cambios acarreaban no solo felicidad plena en la joven pareja, sino además la tranquilidad mental que tanto Abby como Liam necesitaban para planificar el hecho de traer hijos al mundo. A pesar de que se habían conocido jóvenes —él era instructor de fitness y ella era una joven estudiante de contaduría, insegura de su cuerpo, que se enamoró en cuanto cruzó la puerta del gimnasio y lo vio allí—, la verdad era que se amaban como si tuvieran cincuenta años de casados o incluso más.

Durante todo el viaje ninguno pensó en todas aquellas cuestiones, más aún con toda la ansiedad expectante de conocer la casa nueva. Habían abandonado su antigua casa a las ocho y media de la mañana, y a las nueve menos cuarto, ya estaban en carretera hacia su nueva vida. Liam había encendido la radio en una estación de música Jazz que siempre le encantaba escuchar en los viajes largos, cada vez que salían de paseo, y se había detenido solo una vez, para cargar combustible, comprar barritas de chocolate y un refresco de limón para cada uno.

Cruzaron la intersección de la 45 y doblaron a la derecha, tras el camión de mudanzas, por el primer camino disponible, junto a un cartel que indicaba "Dinardville – 15km". Entonces, Abby se irguió en su asiento, mirando hacia el paisaje a su alrededor.

—Ya estamos muy cerca —comentó, emocionada.

—En breve llegaremos, cariño.

Efectivamente, no tuvieron que esperar demasiado. Poco más de cinco minutos después, llegaron a las porterías victorianas que daba inicio al barrio privado de Dinardville. El camión ingresó, seguido de la camioneta familiar, mientras sus ocupantes miraban todo a su alrededor como extasiados. Los parques eran preciosos, el césped estaba verde y corto donde quiera que mirasen, los canteros laterales de las calles principales eran increíblemente coloridos, llenos de rosas y jazmines de dulces fragancias. Las casas, todas iguales de dos plantas, revestidas por fuera en madera tratada pintada de blanco al igual que las cocheras, tenían diversos jardines, columpios y farolitos ingleses que confeccionaban toda la luminaria del lugar. Abby no podía estar más encantada, parecía como si hubieran cruzado una frontera en el tiempo para viajar a un lugar remoto y paradisiaco, olvidado en la antigüedad. Algunas vecinas jóvenes regaban sus flores, algunos niños jugaban en las calles aledañas, todo parecía una pintura.

Finalmente, el camión se detuvo en una casa ubicada al fondo de la calle, la última de todas. Tenía un jardín simple, que Liam imaginó podría decorar después; estaba pintada de blanco igual que todas las demás, con las cortinas de tul echadas sobre las ventanas cerradas. Liam detuvo la camioneta frente al camión, apagó el motor, y desabrochándose el cinturón, descendió del vehículo. Abby, por su parte, hizo lo mismo casi antes de que se detuviera por completo, ansiosa a más no poder. Miró todo a su alrededor, y sonrió.

—¡Mira nada más, es bellísimo por donde lo veas! —exclamó.

—Vamos a ver la casa —asintió él.

Caminaron juntos hasta la puerta principal de madera barnizada, mientras que los empleados de la agencia de mudanzas abrían las compuertas traseras del camión de carga. Con ansiosa expectativa, Liam sacó la llave del bolsillo de su pantalón, la metió en la cerradura, y abrió. Y se quedó sencillamente sin palabras.

El living principal estaba ya amueblado, al menos no en su totalidad, pero las cosas más importantes como minibar, sillones, alfombrado, mesa, sillas y la biblioteca, estaban allí. El salón era amplio; la escalera de madera pulida, y barandal de bronce, parecía confeccionada por un fino artesano herrero. Las ventanas tenían dinteles decorando columnas que asemejaban sobresalir de la pared en sus marcos, y la chimenea era esplendorosa, ancha y decorada de forma exquisita, con una cornamenta empotrada en un escudo de madera. Todo el recinto olía a perfume floral de ambientes, los pisos bajo las alfombras eran brillantes y bien encerados. Parecía como si nadie hubiera pisado la casa por dentro, desde que fue construida, hasta la fecha.

—Oh, por Dios... —murmuró. —¿Te habían dicho que ya tenía muebles?

—No, creo que no... ni siquiera lo recuerdo, ¿qué importa? —respondió Abby, extasiada mientras continuaba admirando todo, desde la decoración hasta el blanco impoluto de las paredes. En aquel momento, uno de los hombres de la compañía de mudanzas se acercó a ellos.

—Comenzaremos a bajar las cosas, si les parece bien. Meteremos todo en la sala y luego ustedes acomodan donde les parezca, lo único que subiremos sería la cama en su dormitorio —dijo.

—Sí, claro, está bien —consintió Liam—. Escuche, no teníamos ni idea de que la casa ya venía parcialmente amueblada. Hay cosas que no vamos a dejar aquí, como las sillas y la mesa del living, algunas alfombras y tapetes, y los sillones. ¿Habría algún inconveniente de que los guarden en su depósito, hasta que encontremos un lugar donde colocarlos?

—Claro, como guste.

—Muchas gracias —respondió, y rodeándole la cintura a Abby, se hicieron a un lado para dejarles la puerta de acceso libre.

Mientras los empleados de la mudanza comenzaron a descargar las cosas, acarreándolas hacia el interior en una algarabía de exclamaciones y comentarios propios del trabajo, una señora se acercó a la joven pareja que miraba a los hombres ir y venir.

—¡Hola, vecinos! —saludó, fervorosa. Al tomarlos por sorpresa, tanto Liam como Abby dieron un respingo de sobresalto, y se giraron hacia ella.

—Hola, buenos días ­—respondió él, sonriendo—. Nos ha pillado distraídos.

—Siento mucho si los asusté, soy Ashley Patterson, la vecina de aquí junto —la señora extendió su mano, cordial. Liam se la estrechó, no tenía mal aspecto ni mucho menos. Parecía alguien adinerada, o al menos de buen pasar económico, como imaginó que debían ser todos los vecinos de allí. Cabello corto por encima de los hombros, encanecido. Los ojos verde aceitunados eran vivarachos y brillantes, de ancho busto y baja en estatura, era la clásica señora de cincuenta y tantos que daba buena confianza nada más verla.

—Es un placer, yo soy Liam Harper, ella es mi esposa Abby —respondió. Imaginó que la señora le soltaría la mano para estrechar la de su esposa, pero no lo hizo. Le acarició el dorso con el pulgar, mientras sonreía, y luego colocó su mano izquierda encima, en un gesto maternal.

­—Ah, es un encanto tener una familia tan joven en nuestro barrio privado. Aquí casi todos somos relativamente mayores, ya nos venía bien un poco de aire fresco —comentó. Y solo después de decir aquello, le soltó la mano. Los ojos de Abby, sin embargo, iban desde las manos unidas de su marido y aquella mujer, hasta el rostro de Liam. Ashley, de forma elegante, también le tendió su mano a Abby, quien la estrechó apretándola levemente. No demasiado como para lastimarla, pero sí para indicarle silenciosamente quien mandaba.

—Puedo imaginarlo —respondió, cortante. Liam la miró sin comprender. Conocía a su esposa lo suficiente para conocer cuando los ánimos comenzaban a caldearse.

—Bueno, imagino que querrán un tiempo para ustedes, acomodar las cosas de la mudanza, y aclimatarse a la nueva residencia —agregó Ashley, mientras soltaba la mano de Abby—. Cualquier cosa que necesiten, o en lo que pueda ayudarlos, aquí estaré. Pueden tocarme la puerta sin ningún problema.

—Muchas gracias ­—asintió Liam, y ambos permanecieron allí de pie, enmudecidos, viendo a la señora Patterson caminar hacia su casa.

Toda aquella felicidad que Abby parecía irradiar por los poros a medida que viajaban por la carretera, se esfumó en el aire de un instante al otro. Ella simplemente se quedó allí de pie, viendo como los empleados de la empresa de mudanzas vaciaban el cargamento de su camión, mientras metían los muebles a la casa nueva. No hacia ningún gesto, no decía nada aún a pesar de que Liam le preguntara más de una vez si le sucedía algo. Solo se quedaba allí de pie, sin decir nada en absoluto, dejando que su mala cara hablase por ella. A Liam aquello le crispaba los nervios, jamás podría entender porque las mujeres hacían eso, en vez de decir por lo claro lo que las molestaba. Consideraban aquello un juego macabro, quizás, donde en su fuero interno ponían a macerar sus emociones a fuego lento, para hacerlas estallar en el momento preciso. Tal vez era parte de su naturaleza.

Durante las dos horas y cuarto que duró la descarga del mobiliario, Abby no se movió de su lugar. Cuando los obreros terminaron, Liam les entregó su cheque firmado y agitando la mano para despedirse, vio como subían a su vehículo emprendiendo la marcha de regreso. Una vez a solas, entraron a la casa y cerraron la puerta tras de sí. En otro contexto, a Liam le hubiera gustado mucho estrenar la nueva residencia tomando a su esposa por la cintura, arrojarla encima de los sillones nuevos, y arrancarle el vestido para hacer el amor como en muchos meses habría imaginado. Sin embargo, aquella tormenta explosiva de emociones finalmente hizo su aparición.

—¿Qué demonios ha sido lo de allá afuera? —inquirió ella. Liam la miró.

—No entiendo, ¿de qué hablas, Abby?

—Le has gustado a esa vieja. Vi cómo te miraba, ¡incluso vi cómo te acarició la mano con el pulgar! ¿Quién se creé?

—Abby, cariño... ¿Has visto la edad que tiene? —preguntó, haciendo un esfuerzo por tener paciencia. ­—Si debe tener sesenta años o por ahí, que dices.

—¿Y eso es un impedimento para que un hombre le guste?

—Pues no, pero no puedo creer que supongas que le he gustado, solo porque me estrechó la mano con ímpetu —respondió Liam, mordaz. La verdad era que el hecho de que los planes íntimos con su esposa se estuvieran jodiendo por algo tan trivial, no le agradaba en absoluto, y además lo hacía ponerse de muy mal humor.

­—Soy una mujer, conozco las artimañas de las mujeres. Y esa señora no me cae bien, no me termina de convencer su actitud ­—respondió, ofuscada, cruzando los brazos por encima de sus pechos. Y fue allí, en ese momento, que Liam estalló. Nunca se enojaba con ella, la amaba real y honestamente, pero la incertidumbre que suponía el hecho de volver a repetir la misma historia, le calcinó todos los buenos pensamientos en un segundo.

—¡¿Y con eso que?! —exclamó, casi gritando. No hacia ni quince minutos que estaban a solas en la nueva casa y ya estaban peleando, era una cosa de no creer, pensó. Y pensar aquello alimentaba aún más su creciente furia. —¡Puedo tolerarte muchas cosas, Abigail! ¡De hecho, así lo hice siempre! ¡Pero acabamos de mudarnos a una casa y un barrio hermosos, te he ayudado a salir adelante, has superado tu enfermedad, o eso creía! ¡Hace apenas un par de horas que acabamos de llegar, y ya me dices que te cae mal alguien! ¿Cómo es eso posible?

Ella lo miró con los ojos anegados en lágrimas. Él nunca le había llamado por su nombre completo. Tampoco se había enojado jamás, ni le había levantado el tono de voz ni siquiera por una vez. De pronto tuvo mucho miedo, por la horrible amenaza de perder al hombre que amaba tan profundamente.

—Liam...

—No, Abby, ya está bien —la interrumpió—. Aquí tenemos una oportunidad hermosa para ver crecer a nuestros hijos en un barrio lujoso, en una casa grande y cómoda, como siempre hemos querido. No voy a permitir que tu trastorno vuelva a aparecer y nos arruine todo. Es lo único que voy a decirte.

Dicho aquello, Liam la rodeó, esquivándola, y tomando una de las ocho maletas de ropa, subió con ella a cuestas hasta el que sería su dormitorio matrimonial, bajo la llorosa mirada de su mujer. Al llegar allí, dio un suspiro, agotado y ofuscado, mientras admiraba lo espacioso e iluminado de la habitación. Dejó la maleta encima de la cama, y sacó ropa limpia con la cual vestirse luego de la ducha.

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