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9

A la mañana siguiente, Richard y Grace se despertaron tarde, casi a las diez de la mañana, por lo que se perdieron la oportunidad de desayunar junto con el resto de los miembros del Loto Imperial. Sin embargo, igual pudieron beberse su taza de café, comer sus bizcochitos salados y sus tostadas con crema de maní, hasta saciarse. Mientras comían solos en una de las cafeterías, acordaron volver a recorrer las instalaciones para apreciarlas mejor, ya que la noche anterior no habían podido ver demasiado. Si bien no dejaron de admirar los detalles del decorado de un club tan importante como el Prestige, la sensación no era la misma que a plena luz del día, por lo cual ni bien terminaron de desayunar, abandonaron rápidamente la cafetería para recorrer los pasillos.

La actividad del club, si bien les parecía extrañamente asombrosa durante la noche, por el día parecía serlo aún más. Los miembros del Loto Imperial con los que se cruzaban caminaban con las cabezas bajas, la mirada perdida, como si estuvieran en una constante distracción mental o en un profundo letargo, y por más que tanto Grace como Richard los saludaban al pasar, nadie les respondía. Encogiéndose de hombros, continuaron con el paseo, tomados de la mano y sonrientes, admirando todo a su alrededor.

Con la luz natural del día, tanto Richard como Grace advirtieron que las paredes de los interminables pasillos parecían diferentes, como más antiguas e incluso más derruidas, como si las humedades de la vegetación espesa que parecía rodear todo el lugar por fuera, hubieran afectado de alguna manera la calidad del empapelado o la pintura del interior. Además, sin contar de ese gran detalle, que parecían ser mucho más anchos que la noche anterior. Quizá fuera un simple truco de percepción, gracias al efecto lumínico de poder ver las cosas con más claridad, pero la cuestión era que el misterio estaba ahí. Richard no pudo evitar recordar aquellas viejas películas de terror que veía de adolescente, donde las casas embrujadas parecían jugarle ilusiones a los pobres tontos que se metían dentro de ellas, o como un libro que había leído hace mucho tiempo, donde una mansión maldita cambiaba de forma solo para joder a los protagonistas.

Se tomaron sus buenas dos horas en recorrer al menos la mayor cantidad de recovecos y pasillos disponibles, hasta que por fin llegaron a aquella misteriosa puerta negra en medio del pasillo que se bifurcaba en dos. Al amparo de la luz natural, aquella puerta parecía ser más rara aún de lo que había visto la noche anterior. Solo era una simple puerta, lisa, de madera, sin ningún tallado, pero por algún motivo parecía imponer dentro de uno mismo una sensación enorme de respeto. Grace iba a continuar caminando, pero al ver que Richard no se movía, se giró hacia él.

—¿Qué haces? —le preguntó, al verlo frente a la puerta.

—Nada, solo miro esto.

Richard se acercó todavía un poco más. La puerta no tenía pestillo, tampoco bisagras ni cerradura. Parecía ser una pieza completamente entera de madera. Se acercó un poco más, y se miró los brazos. El vello se le erizó como si estuviera sometido a una descarga de electricidad estática, además de que podía escuchar un sordo zumbido. Tenue, apenas imperceptible, pero ahí estaba. Entonces levantó su mano libre, y en cuanto vio que comenzó a acercarla a la puerta, Grace habló.

—Quizá este aún fresca la pintura.

—Quizá nunca estuvo pintada —respondió él. Entonces, con lentitud, apoyó la palma de su mano encima de la madera, que por extraño que le pareciera, estaba muy fría —. ¡Oh, guau! —exclamó.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, de forma curiosa.

—La puerta vibra.

—¿Qué? ¿Cómo demonios la puerta...?

Pero Richard la interrumpió.

—Tócala —le dijo—. Incluso hasta parece que murmura, muy por debajo.

Grace se acercó a su lado, y entonces apoyó una mano en la madera lisa. Efectivamente, la puerta parecía emitir una vibración apenas imperceptible para el ojo humano, pero notoria ante el tacto. Y no solo vibraba, sino que además fluctuaba, como si fuera una maquina cambiando de intensidad.

—Que extraño, ¿qué crees que sea? —preguntó. —Se siente muy bien, casi como relajante.

—No tengo la menor idea.

—Tal vez haya una máquina del otro lado, no te olvides que Will nos había dicho que estaban refaccionando esta ala del club.

—Es posible... —murmuró, aunque por el tono de voz, Grace pudo saber que Richard no sonaba muy convencido ante esta hipótesis.

—¿Qué creen que hacen? —sonó una voz masculina por detrás de ambos, haciéndolos sobresaltarse y separándose de la puerta casi instintivamente. Al girarse, vieron a un miembro del Loto Imperial con el que no habían hablado antes, solo lo conocían de vista, al verlo pasar como a cualquier otro.

—Eh... —murmuró Richard. —Solo estábamos admirando la puerta.

—Retírense, por favor. ¡Cuánto antes! Ya comieron, bebieron y durmieron en el club, ahora vuelvan a sus casas.

El hombre, quien era flaco en extremo y muy alto, se acercó a ellos y rodeándolos, le colocó una mano en la espalda de cada uno, empujándolos hacia el lado opuesto con delicadeza, pero de manera firme a la vez. Entonces Richard se giró sobre sus talones, y le apartó la mano.

—Eh, espera amigo. ¿Nos estás echando?

—No, solo los estoy invitando a retirarse, no pueden estar aquí.

—Tú no puedes hacer eso, no eres el dueño del club. ¿Dónde está tu amigo cuando se lo necesita? —preguntó Richard, mirando a Grace acusadoramente. Ella se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—, no lo vi en el desayuno —luego miró al pálido flacucho—. ¿Dónde está Lucius? Queremos hablar con él.

El hombre en cuestión volvió a girarlos de cara al pasillo, y repitiendo el gesto, comenzó a guiarlos con las manos en las espaldas hacia afuera, a medida que hablaba.

—El señor no se encuentra. No está.

—¿Cómo que no está? —preguntó Richard, indignado.

—Ya lo he dicho, no está. Él viene y desaparece cuando quiere, por eso es el dueño del Loto Imperial, él no nos debe explicaciones de ningún tipo. Ahora andando, caminen.

Era tal la complejidad y rareza de la situación que se estaba sucediendo, que casi sin darse cuenta, ya estaban a las afueras del Prestige, donde un portero ya le había dejado a Richard el coche estacionado cerca de la fuente central. Sin poder creerlo, éste miro a Grace, abriendo los brazos.

—¡Nos ha echado, el puto imbécil nos ha echado, así como así, por tocar una puerta! —exclamó. Grace lo sujetó de los brazos haciéndolos volver a su lugar, y con disimulo, le plantó un beso en los labios para obligarlo a que se calle. Lo que menos quería era montar una escena en el club, luego de haber firmado tan importante contrato de edición.

—No le des tanta importancia, Richie. Seguramente son gente muy celosa de sus cosas, nada más. Si ya nos habían advertido que el lugar estaba restringido, la culpa es nuestra, por ir a husmear de todas maneras —le dijo.

—Ya, supongo que tienes razón.

Grace lo miró, dándose cuenta de que no sonaba para nada convencido, y una oleada de ternura la invadió. Entonces le acarició una mejilla, y de reojo vio movimiento en la puerta del club.

—¡Richie, espera! ¿Ya se van? —preguntó alguien. Grace miró, y se dio cuenta que se trataba de Helen, con su estúpida voz chillona, con su faldita sexy y su pelo suelto, esa blusa escote V donde asomaba la hendidura de sus pechos y su grácil andar de niña pequeña. La odiaba, pensó.

—Sí, ya nos vamos —respondió ella, antes de que Richard dijera nada. Lo giró del brazo y lo hizo caminar hacia el coche—. Andando...

Ambos subieron al Citroën, y emprendieron la marcha por el camino de tierra hasta la salida, entonces Richard la miró de reojo, mientras conducía a paso de peatón.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—¿Qué ha sido qué?

—Sabes a lo que me refiero. Helen.

—No me cae bien, ya te lo dije —respondió ella, taciturna. Richard entonces se empezó a reír.

—Estás celosa.

—No...

—Claro que sí.

—¿Y si lo estoy qué? ¿Cuál es el drama? ¿No se supone que somos novios? ¿O es que ya te aburriste? —le preguntó, enfurruñada. Richard se orilló a un lado del camino y la miró, los rizos castaños cayéndole a los lados del rostro cachetón, su aparente mirada indiferente por el parabrisas del coche, las manos entrelazadas encima de su regazo, unas manos suaves y tibias que lo habían tocado de una forma que ninguna mujer lo había tocado antes, y sintió un inmenso amor muy dentro de sí.

—Jamás me podría aburrir, Grace.

Ella lo miró.

­—Lo dices para hacerme sentir bien.

—No, te digo la verdad. Fuimos amigos desde la secundaria, desde que éramos unos adolescentes. Te conozco como la palma de mi mano y tú me conoces a mí de la misma forma, aprendimos a amarnos sin siquiera darnos cuenta. Y no me di cuenta de lo hermosa que siempre habías sido hasta que entraste anoche a mi habitación, desnuda en tu bata y pegando gritos que no comprendía en lo más mínimo —explicó—. No tienes por qué estar celosa de Helen ni de nadie, te quiero a ti.

Entonces Grace sonrió, muy a su pesar. Cuando una mujer estaba enojada por algo, no podía mostrarse feliz, aunque quisiera. No formaba parte de la tradición del histerismo, aunque esta vez había tenido que romper sus costumbres. Lo que Richard dijo le había llenado el alma de felicidad, y no pudo evitar sonreír como una tonta enamorada, así como tampoco de inclinarse en su asiento, para darle un largo y profundo beso en los labios.

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