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8

La sangre de su sien se había coagulado en la zona donde había rozado la bala, formando una costra pegajosa por encima del arco de su oreja. Sin embargo, lo peor era el brazo. El precario vendaje que había improvisado ya estaba lleno de sangre y debería cambiarlo en breve, pero eso no le importó. Solamente estaba allí sentado, con la mente en blanco, mirando el pálido cadáver de Betty con los víveres que había intentado proteger desperdigados por el suelo de aquella solitaria carretera. La verdad era que había comenzado a quererla. No tenía esperanza de sobrevivir a largo plazo, pero le agradaba el tiempo que había estado con ella, aunque nunca se lo hubiera dicho. Ella había muerto sin saberlo, injustamente, igual que su esposa. Y eso lo atormentaba, reavivándole sentimientos y recuerdos que dolían como nada en el mundo.

Permaneció allí sentado a su lado durante todo el día, la tarde había pasado y ya comenzaba a anochecer, pero Mike no se apartó de allí. No escuchaba otra cosa que no fueran sus propios pensamientos, hasta que algo le llamó la atención. La luz del sol ya había caído por completo, y el cielo era rojizo otra vez. A la distancia, oyó el sonido característico de aquellos demonios. Un sonido rasposo, chasqueante, gutural y aterrador. Pero Mike no se movió de su posición. Le daba igual si lo despedazaban allí mismo, ya no podía perder nada más de lo que había perdido.

Continuaba observando el cuerpo con melancolía, a pesar de que las sombras de la noche ya habían comenzado a cubrir todo, reduciendo la visión. Veía sus manos pálidas, de piel tersa y dedos finos con pequeños anillos de fantasía en algunos de ellos. Unas manos que quizá para algún futuro noviecito le habrían parecido la cosa más sensual del mundo, y que ahora yacían allí, en el medio de un solitario camino. Tomó una de ellas y se la besó, con delicadeza casi paternal, mientras aquellos gruñidos comenzaban a acercarse paulatinamente.

Cuando vio al primer demonio, aquel ser sin rasgos faciales y amorfos, a una distancia no demasiado lejana de su posición, de repente supo que debía hacer algo. Ella no hubiera querido que Mike se rindiera tan fácilmente. Y como un fuego alimentado por una brisa de aire salvadora, el instinto básico de supervivencia le venció al dolor. Tomó la Glock de la cintura del cadáver, se levantó lo más rápido que pudo utilizando el fusil de asalto como bastón, jaló el armador con un chasquido seco y comenzó a correr lo más rápido que pudo. Los chasquidos rugientes de las criaturas se intensificaron, y comenzaron a perseguirlo.

Mike corrió sin mirar atrás, con una mano sosteniendo la pistola 9MM y con la otra el fusil. En el estado adrenalínico que lo dominaba, aquellos tres kilómetros se hicieron eternos. Ya había recorrido casi un kilómetro y sus piernas no daban más de sí, no tenía ni idea como iba a hacer para continuar los restantes dos kilómetros que le faltaban hasta el pueblo. Extenuado, se detuvo, jadeando con la boca abierta y el rostro empapado en sudor, aun a pesar de que la noche se hallaba fresca, y se giró sobre sus talones. Cuatro demonios se acercaban a él rápidos como el rayo, pero Mike levantó la pistola y les disparó, por inercia. No les hizo daño, las balas tan solo los repelían unos metros deteniéndolos un instante, pero luego volvían a atacar. Sin embargo, observó que a uno de ellos le había dado un tiro en una pata, haciéndolo caer al suelo entre chillidos. La bala había entrado limpia en lo que a simple vista podía considerarse como una extraña rodilla, partiéndola en dos. La criatura se había derrumbado al suelo, entre chillidos guturales, retorciéndose como un insecto envenenado. No lo mataría, pensó. Pero quizás sí podía detenerlos lo suficiente como para poder llegar al pueblo sano y salvo.

Le disparó en las patas al resto, pero aquellas criaturas se movían demasiado rápido. Gastó todas las balas de la Glock y cuando ya no tenía más disparos, levantó el fusil y disparó dos ráfagas de diez balas, cercenando a uno de ellos que por poco se le abalanza encima. El último dio un salto buscando atacarlo como un animal salvaje, pero Mike se agachó en el momento justo. El demonio voló por encima de su espalda y cayó del otro lado, a lo cual Mike aprovechó para dispararle a quemarropa en ambas patas.

Sin mirar que tanto tardaban en recuperarse y volver a perseguirlo, Mike se colgó el fusil al hombro, metió la pistola en un bolsillo de su chaqueta, y retomó la huida por el sendero. No corría desbocadamente pero tampoco trotaba, continuaba corriendo a un buen ritmo para llegar cuanto antes. Solo los había herido, pero esos esbirros del infierno estaban por todas partes, y seria cuestión de tiempo antes de que lo volvieran a alcanzar, o incluso le atacaran otros.

Ya había recorrido dos kilómetros y medio cuando los sonidos carraspeantes de aquellos rugidos demoníacos se comenzó a hacer sentir. Entonces apuró el paso, ya solo le faltaban quinientos metros, o incluso menos, para llegar a la villa Winston. Comenzaba a ver las casas pintadas de blanco, los mercados abandonados, la capilla del lugar, y también las decenas de demonios que asomaron por todos lados.

Su mente comenzó a girar entonces en una alocada vorágine de terror. Entre los árboles que había a pocos metros del camino, por detrás suyo, incluso cerca de algunas casas y coches abandonados afloraban docenas de demonios. Se descolgó el fusil del hombro y comenzó a disparar en todas direcciones. No disparaba a lo loco, solo pequeñas ráfagas en modo semiautomático apuntando directamente a las patas, para inutilizar a las criaturas que tenía más cerca. Sin embargo, eran demasiados, no podría contra todos ellos.

En una de las ventanas de vitraux de la capilla se encendió la luz. No podía verla con claridad desde esa distancia, ya que o miraba adonde disparaba o miraba hacia allí, pero le parecía haber visto una sombra asomarse, quizá alguien que había escuchado los disparos. Apuró el ritmo al correr, mientras continuaba disparando a cuanta presencia demoníaca veía.

—¡Eeh! —comenzó a gritar, a medida que se acercaba. —¡Ayúdenme, abran la puerta!

Sin embargo, nadie abrió. Se hallaba cada vez más cerca de la puerta de la capilla, y alguien había apagado la luz que daba hacia la ventana donde había visto la sombra. Eso era todo, pensó. Lo dejarían morir allí, siendo devorado por aquellas espantosas criaturas. Quizá era lo que se merecía de una buena vez, por haber sido un hombre malo con su esposa, por no haber podido proteger a Betty como le había prometido.

Continuó disparando, inclemente. Ya se hallaba a poco menos de cien metros de la capilla, cuando el fusil comenzó a hacer un ruido sordo. Ya no tenía balas, tampoco tenía cargadores. Entonces simplemente comenzó a correr.

—¡Abran la puerta, por favor! —gritó. —¡Abran, hijos de puta! ¡No me dejen morir aquí!

Cuando le faltaban poco menos de cincuenta metros para llegar, vio que alguien abría la puerta. La luz naranja y cálida que manaba desde la capilla le pareció lejana e inalcanzable, pero muy cercana al mismo tiempo. Con el último aliento que le quedaba, intento llevar al límite su resistencia física corriendo un poco más, mientras aquellos demonios se abalanzaban tras él. Uno de ellos lo derribó, haciéndolo rodar por el suelo, pero Mike le dio un culatazo con el fusil en la desfigurada cabeza sin rostro, y se levantó para seguir corriendo. Apenas lo había tocado, en el momento en que lo derrumbo al suelo, y había sentido un asco brutal, como si bastara tan solo el mínimo contacto físico con aquellas criaturas para transmitirle repugnancia. La piel de aquella criatura estaba ardiendo como si hirviera, y olía muy mal, un olor nauseabundo que jamás había respirado en su vida. Continuó corriendo entre toses, hasta que, por fin, llegó a la capilla.

Se abalanzo hacia adentro como si estuviera jugando un partido de rugby. Rodó por el suelo lustrado de la capilla, el fusil se le resbaló de las manos y acabó bajo un banco de oración. Dos demonios entraron con él también, debido a que no pudieron frenarse gracias al impulso de la persecución, pero en cuanto cruzaron el umbral de la puerta entraron en combustión espontanea. Mike, desde el suelo, vio la escena cubriéndose los ojos con una mano, ya que el resplandor de las llamas verdosas era muy intenso. Aquellas criaturas chillaron como si estuvieran agonizando, se derrumbaron al piso convertidas en una masa sin forma y derretida, hasta desaparecer por completo, como si el suelo mismo las hubiera absorbido, dejando un rastro quemado y ceniciento. El cura que le permitió entrar, cerró las puertas rápidamente asegurándolas con uno de los bancos más grandes que tenía.

—Gracias... —dijo Mike, desde el suelo, jadeando sin aliento. —Gracias por permitirme...

Desde la puerta donde se ubicaba la sacristía, junto al presbiterio, asomaron casi diez personas, entre hombres y mujeres, que contemplaban la escena sin querer acercarse demasiado. Habían visto el fusil de asalto de Mike rodar bajo los bancos cercanos al ambón, El cura, quien parecía bastante más joven que el propio Mike, se acercó a él en un trote. No vestía sotana, tan solo un traje formal de ejecutivo, negro, con el alzacuellos blanco asomándole bajo la nuez. Se acuclilló a su lado y lo observó de pies a cabeza, analizando el estado deplorable que Mike mostraba, transpirado, sucio de tierra y sangre seca, herido y agotado.

—¿Creés que puedes levantarte? —le preguntó.

—Sí...

Ayudó a Mike a ponerse de pie, sujetándolo por la axila de su brazo sano. Entonces lo guio hacia la sacristía, muy lentamente. Los hombres no tanto, pero las mujeres que estaban allí, miraban a Mike con temor. Sin duda debía tener un aspecto de mierda, pensó. Levantó la vista al mismo tiempo que ponía mala cara, odiaba que lo vieran así, como el maldito ex convicto que era. El cura utilizó su mano libre para hacer un gesto frente a él, a medida que caminaba.

—¡A un lado, permítanme pasar! Este hombre necesita atención.

La gente hizo un pequeño pasillo, abriendo camino. Mike fue conducido entonces a una sala más pequeña, estilo oficina, y luego al baño. El cura encendió la luz, y lo sentó encima del inodoro. En cuanto comenzó a desatarle la venda del brazo, Mike dio un quejido, y le apartó de un manotazo.

—¿Qué demonios hace? —preguntó, molesto.

—Lo siento, debo revisar esa herida. Quizás tengas que lavarla, o incluso suturarla, no puedes quedarte así. Trato de ayudar.

Asintió con la cabeza, y se relajó, permitiendo que el cura volviera a acercarse a su brazo herido. Desató el trozo de tela con cuidado, le ayudó a quitarse la chaqueta y luego la camisa, viendo la herida con atención.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó.

—Mike —hizo una pausa—. Mike Foster.

—Bien, Mike, yo soy el padre Lewis. Christian Lewis. Es un placer conocerte. Tienes una herida de bala, creo que aún tienes el proyectil dentro, y deberé sacártelo. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Mike observó de reojo a aquel joven cura. Quizá no tenía más de treinta y cinco años, pensó. Era guapo, de buen ver. Tenía barba estilo candado, espesa y negra como la noche. Ojos marrón claro y mirada de buen tipo tras las gafas de montura fina. Si Betty estuviera viva, sin duda le caería bien, se dijo. Entonces asintió con la cabeza, lentamente.

—Hazlo —respondió.

—No puedo hacerlo, no tengo pinzas quirúrgicas aquí, y vas a necesitar anestesia local cuanto menos. Tampoco tengo hilos de sutura, ni agujas. Tendremos que ir por la mañana a la farmacia de la villa, a pocas calles de aquí. Te limpiaré y vendaré, al menos por el momento, ¿está bien?

Mike asintió con la cabeza, y permaneció mirando un punto fijo en el pequeño baño sin pensar en nada más. El padre Lewis tomó del pequeño botiquín con puertas espejadas, que había empotrado en la pared encima del lavamanos, una botellita de agua oxigenada, un paquete de gasas y cinta de leuco. Mojó una de las gasas en el agua y limpió con cuidado la abertura de la herida y la sangre a su alrededor. Mike sintió el dolor, pero no le importó. En circunstancias como aquellas, el dolor era reconfortante, le hacía estar vivo, y por sobre todo le hacía recordar lo horrible de los acontecimientos.

Cuando acabó de curarlo lo mejor que pudo, cubrió la herida con varias gasas, ya que había comenzado a sangrar de nuevo, y luego le rodeó el bíceps con la cinta leuco. Al finalizar, le apoyó una mano en el hombro sano.

—Bueno, ya está. Mañana mismo iremos a por los materiales para extraerte la bala.

—Gracias —dijo Mike, ofreciéndole la mano derecha—. Siento mucho haberle hablado de mal modo.

—No te preocupes, todos estamos muy nerviosos últimamente. Y puedes tutearme sin problemas.

—Está bien. Aunque no me quedaré mucho más de lo necesario, en cuanto me quites la bala, seguiré mi camino.

—¿No te quedarás?

—Me temo que no.

—¿Y viajas solo?

Mike permaneció un momento en silencio, mientras se volvía a poner la camiseta con cuidado y por último la chaqueta sucia de sangre. Luego respondió, apenas audiblemente.

—Viajaba con una chica. Ella murió.

—Oh, lo siento...

Mike abrió la puerta del pequeño baño y salió a la oficina de administración, decorada con pequeños cuadritos con pasajes de la biblia, un escritorio de madera barnizada en el centro, una computadora y varios papeles sobre él. Había dos sillones a cada lado de la habitación, plantas de interior, algunas reales, otras ficticias. Un archivador de documentos, y dos bidones de agua mineral para rellenar los surtidores y la pila de agua bendita. Salió de la oficina y volvió a la iglesia, bajo la mirada de los hombres y mujeres que aparentemente se refugiaban en aquel lugar. Todo parecía un gran campamento. Había mochilas con prendas de ropa por los rincones, algunas colchonetas de gimnasia que utilizaban seguramente para dormir, alimentos enlatados, y algunas almohadas.

Mike se detuvo a los pies del presbiterio, miró a todos rápidamente, viendo en sus caras la misma expresión que cuando había llegado al barrio por primera vez, luego de que le dieran la vivienda por reinserción social. La expresión de "tendremos que convivir junto a un ex convicto, quien sabe lo que nos podrá pasar". Ante la vista de todos, se acuclilló lo mejor que pudo junto a uno de los bancos de madera, tomó el fusil de asalto en sus manos y se incorporó, para sentarse en uno de los bancos de la primera fila. Dejó el arma a un lado, con la culata apoyada en el suelo, metió la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y extrajo el arrugado paquete de cigarrillos junto con su Zippo. Tomó uno, lo colocó entre sus labios y lo encendió, dando una profunda y larga pitada, envolviendo su rostro en un gris nubarrón.

El padre Lewis se acercó al umbral de la puerta y lo observó, en silencio. El aspecto de Mike era lamentable, la barba crecida, la chaqueta y el rostro sucios de sangre, el enorme fusil M4 a un lado, su cigarrillo en la comisura de los labios, y su mirada fija en la imagen a tamaño real de Jesucristo que había tras el altar. Mike ni siquiera parpadeaba, solo fumaba y miraba aquella escultura de la crucifixión, la expresión torcida y dolorida del hijo de Dios, los clavos en sus tobillos y sus muñecas, sus ojos cansados. Y una parte de su mente se dijo que se sentía exactamente igual al Cristo que veía frente a sí.

—¿Quieres comer? Tenemos algo que podemos compartirte —dijo el cura. Sin embargo, Mike suspiró. Al hacerlo, exhaló una pequeña voluta de humo.

—Gracias, solo quiero quedarme aquí.

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