8
Se despertó a mitad de la noche, aunque no sabía con precisión que hora era. Pensó en mirar la hora en su teléfono celular, pero recordó en aquel momento que no estaba en su habitación, sino en la de Richard. También recordó que estaba desnuda, que habían tenido sexo como unos posesos hambrientos de lujuria. Al principio, todo había sido muy tímido, como era de esperarse de parte de una chica virgen. Sin embargo, en cuanto el deseo le fue ganando lugar a la vergüenza, se dejó hacer. Richard era un hombre atento y delicado, había cuidado al máximo de no lastimarla, allí abajo había hecho cosas con la boca que ni siquiera en sus sueños más íntimos se los hubiera imaginado, y el estallido del orgasmo se sintió como si una bomba nuclear detonara en el medio de su cerebro. Le cosquillearon los pies, se estremeció y gritó como si fuera el último día de su vida, lo disfrutó como si todos sus sentidos se gobernasen por cuenta propia, y al fin acabaron ambos al mismo tiempo. En una de las sábanas superiores de la enorme cama había una mancha tan grande como un libro de bolsillo, con forma irregular y ya reseca, que en algún momento había sido sangre fresca dentro de su cuerpo.
Observó somnolienta a su alrededor, buscando revivir aquel calor humano y abrazarse a la espalda de Richard, y quizás incluso hacerlo de nuevo. Ahora que había experimentado un buen polvo, tenía muchas cositas que quería probar en carne propia. Sin embargo, él no estaba allí, en su lado de la cama.
—¿Richard? ¿Estás en el baño? —murmuró, en el silencio de la habitación. Sin embargo, él no respondió.
Dando un resoplido, se sentó en el borde de la cama, y buscó su bata de ducha, la misma con la que había ido a la habitación en un principio, y se la colocó anudándola a la cintura. Se acercó entonces, aún descalza y sin hacer ruido, hacia el pequeño pasillito que daba hacia el baño, intentando ver si la luz del mismo estaba encendida.
—¿Richard? —llamó, pero el baño estaba a oscuras. Tampoco estaba ahí.
¿Se habría ido de la habitación? Pensó, sin comprender. No creía posible que hiciera una cosa así, no conocía el lugar y el Prestige era demasiado grande como para andar deambulando por ahí a mitad de la noche. Si uno era capaz de perderse durante el día, cuanto más a mitad de la madrugada. Sin embargo, no se quedaría con la intriga, tal vez Richard solo había ido hasta algún sitio, tal vez hasta la cafetería, o a cualquier otro sitio que ya intentaría preguntarle en cuanto lo encontrara. Giró sobre sus talones y caminó hacia la salita de estar de la habitación privada, tomó la tarjeta magnética que había encima de la mesa, y abrió la puerta.
Al salir al pasillo, vio que las luces del techo estaban encendidas, como en todas las áreas comunes del club. Se cerró un poco más la bata a la altura de los pechos, ya que hacía frio y encima estaba con poca ropa, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante mientras tiritaba y miraba hacia ambos lados del pasillo. Las puertas de madera de todas las demás habitaciones estaban cerradas, y no había ni una sola persona alrededor.
—¿Richard, estás por ahí? —susurró, en el silencio de la noche. No quería gritar o llamarlo demasiado fuerte, para no despertar al resto de personas que seguramente estaban durmiendo, pero al no tener ni respuesta de Richard resopló por la nariz. Cerró la puerta tras de sí, y metiéndose la tarjeta magnética a uno de los bolsillos de la bata, comenzó a caminar por el pasillo en busca de su... ¿Novio? ¿Amigo? ¿Cómo le llamaría a partir de ahora? ¿Amante, tal vez? Sonrió ante la posibilidad, repitiendo la palabra "novio" en su mente. Sonaba tan lindo, tan tierno, se dijo. Tal vez se lo propondría en cuanto lo encontrara.
En cuanto llegó al final del pasillo, vio el mismo acceso general por el que habían entrado la primera vez, donde estaban todos los demás accesos al resto de pasillos y las escaleras principales. Entonces se detuvo en seco. ¿Y si se había despertado a mitad de la noche para ir a la habitación de Helen? Se pregunto. No lo creía posible, Richard le había hecho el amor demasiado delicioso como para luego traicionarla de aquella manera, y, además, lo conocía bien, no era un hijo de puta pretencioso que se acostaba con varias mujeres a la vez. Sin embargo, necesitaba encontrarlo. No sabía por qué, pero sus sentimientos se balanceaban entre el amor que comenzaba a sentir por él —un amor de mujer autentico y fiel—, y la desazón por no encontrarlo en su habitación. Soñaba con el momento en que se despertara por las mañanas y lo primero que viese al abrir los ojos, fuera a su pareja durmiendo a su lado. Además, aquel sitio era hermoso, pero horriblemente extraño a mitad de la noche. No conocía sus pasillos, no era un lugar familiar para ella, y estar sola en aquel lugar le hacía sentirse demasiado pequeñita, como si todo el club estuviera vivo y latiese de alguna forma al saber que ella estaba ahí, recorriendo sus pasillos a mitad de la madrugada.
—¡Richard, por un carajo! ¡No juegues conmigo, si estás por ahí, salte de una vez! —murmuró, casi exclamando. Sin embargo, no obtuvo respuesta más que del eco tenue de su propia voz. El suelo estaba helado, y comenzaba a sentir frio, subiendo desde sus pies hasta el resto del cuerpo. Tal vez habría sido una buena idea volver a su habitación y vestirse antes de comenzar la búsqueda, ahora con toda probabilidad pillaría una gripe, pensó.
A la distancia, Grace comenzó a escuchar una serie de pasos. Parecían ser zapatos, no sabía distinguir si de mujer o de hombre, y provenían del pasillo de habitaciones A, el mismo pasillo por donde habían visto salir a Helen abrazada por la cintura de un chico y una chica. En su interior, algo se comprimió ante la expectativa, así que caminó hacia allí.
—¿Richard? ¿Eres tú? —dijo, en cuanto se asomó al pasillo.
Sin embargo, no era él. Un hombre vestido con un traje de etiqueta gris, muy alto, casi de dos metros, la miró con gravedad. Grace asomó tan repentinamente por el pasillo, que en cuanto lo vio dio un respingo de sobresalto, y apoyó una mano en el centro de su pecho como si se le fuera a salir el corazón por la boca. Dejó escapar un "¡Mierda puta!" del susto, y luego resopló. Aquel hombre, de unos sesenta años y profundos ojos azul-grisáceos la miró sin hacer el mínimo gesto.
—Señorita, ¿se encuentra usted bien? —le preguntó. Tenía la voz tremendamente profunda, como uno de esos dobladores de películas de acción.
—Sí, lo siento —dijo Grace, ajustándose aún más la bata en los pechos—. Estaba durmiendo, y no encuentro a mi amigo... —pensó, y se corrigió. —Bueno, es que hemos dormido juntos y... pensé que tal vez había salido a buscar algo...
—Entonces comenzó a buscarlo —dijo aquel hombre—. Si está perdida, solo dígame donde está su habitación y la guiaré con gusto de nuevo a ella.
—No, no estoy perdida, gracias. ¿Puedo preguntarle quien es usted?
—Qué casualidad, yo iba a preguntarle exactamente lo mismo. Soy Lucius Harris. ¿Y usted?
—¿Harris? ¿El mismo señor Harris que se encarga de las ediciones?
—El mismo.
Grace le extendió la mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba la solapa de su bata.
—Oh... perdóneme. Si hubiera sabido que me encontraría con usted deambulando por los pasillos, me hubiera puesto algo más acorde... —balbuceó, nerviosa. —Soy Grace Collins, es un placer.
—No te preocupes, Grace, y puedes tutearme —dijo aquel hombre, aceptándole la mano—. No tenías forma de saberlo, acostumbro recorrer el Prestige por la noche cuando no puedo dormir. Me encanta la serenidad y el silencio de sus pasillos y salas —la miró brevemente, notando que se remarcaba parte de un pezón por debajo de la bata—. ¿Tienes frio?
—Lo siento, sí —respondió ella, acomodando el brazo izquierdo para que no lo viese—. En un lugar tan grande y en esta época del año supongo que es normal.
—Qué raro, juraría que la calefacción había quedado encendida. Cuéntame, ¿así que eres escritora? Uno de los conserjes comentó que ayer habían ingresado dos personas nuevas, un chico y una chica. ¿Eran ustedes?
—Sí, así es —dijo Grace. Vio que aquel hombre había comenzado a caminar como todos los demás, con un suave andar, y las manos a la espalda. Entonces avanzó con él—. ¿Hacia dónde vamos?
—Caminemos, y cuéntame de ti, así te olvidas del frio y ya de paso buscas a tu amigo perdido —le sonrió con una complicidad íntima, como si la conociera desde siempre—. Estoy seguro que no ha ido muy lejos, un hombre inteligente jamás se apartaría de una chica tan hermosa como tú.
—Gracias, señor Harris. Me halaga.
—No es un halago si es la verdad. Y llámame Lucius, por favor.
—De acuerdo, Lucius, gracias —sonrió, mientras miraba sus propios pies al caminar. Aquel hombre parecía encantador. Ella no era muy confiada con la gente que no conocía, pero aquel hombre parecía transmitirle una serenidad extraña, como si fueran amigos íntimos de toda la vida.
—Así que has venido aquí como escritora que recién comienza. Y dime, ¿qué escribes?
—Bueno, he terminado mi primer libro hace muy poco, es una trama juvenil. Aunque mi amigo se empecine en llamarlo romance erótico —dijo, haciendo comillas con los dedos—. Se llama La hija de Lilith.
—¡Ah, Lilith! —exclamó, sonriendo.
—¿Conoce el mito?
—Claro que conozco a Lilith —asintió—. ¿Y has tenido alguna propuesta de edición hasta el momento?
—Bueno, no, a decir verdad. He estado buscando, pero solo me han rechazado. Tengo una copia en evaluación en la editorial donde Richard trabaja, pero vaya uno a saber... —respondió, encogiéndose de hombros.
—Sin embargo, has llegado al sitio correcto, Grace. En el Loto Imperial estamos para ayudar a personas como tú, que buscan su lugar en el mundo de la escritura, incluso hasta su propio lugar dentro de sí mismos. Yo puedo ayudarte, si lo deseas.
Grace lo miró directamente a los ojos. Aquel hombre tenía razón, caminó unos pocos metros a su lado y ya no sentía frio, como si irradiase calor puro. Además, parecía confiable, se sentía en extremo tranquila, y algo en sí misma reconocía que deseaba todo aquello. Siempre había soñado con ser parte de la comunidad literaria, poder reunirse a beber tragos refinados y tener charlas culturales con editores y escritores reconocidos, asistir a eventos caros y ver su libro a la venta en librerías del centro de la ciudad. Siempre había soñado con un sitio como el Prestige, y ahora estaba allí, a un paso de hacer sus sueños por fin una realidad. Solo debía aceptar, y su vida cambiaria para siempre.
—Me encantaría, Lucius.
—Entonces ven, caminemos hacia mi oficina.
Grace lo miró de soslayo, sintiéndose extraña. Una parte de su conciencia estaba alerta por todo aquello, no podía evitarlo. ¿Y si aquel tipo la violaba, o intentaba coaccionarla para que se acostara con él, a cambio de ser editada? No lo creía posible, pero muchos hombres eran así, y a Lucius Harris no lo conocía de nada, era la primera vez que lo veía en su vida. Sin embargo, no dejaba de sentirse tranquila, como si el hecho de tener sexo con aquel veterano no importara de mucho, en caso de que debiera hacerlo. Era extraño, pensamientos y sentimientos agridulces dentro de sí misma.
—¿Qué haremos allí? —le preguntó.
—Te mostraré un documento de conformidad, un simple contrato para cedernos el derecho de publicar tu obra en las editoriales que consideremos más beneficiosas para tus intereses —luego la miró con una sonrisa—. ¿Qué creíste que iba a hacer? —preguntó, como si le estuviera leyendo el pensamiento. Al instante, Grace se sintió ruborizarse.
—Nada malo, en absoluto. Perdona si te ofendí con la pregunta, Lucius.
—No me has ofendido para nada, yo también hubiera preguntado lo mismo.
Caminaron en completo silencio por los pasillos interminables, bajando por las escaleras de acceso de las habitaciones. Luego se dirigieron a un sector del Prestige que Will no les había mostrado en cuanto llegaron. Los pasillos eran distintos, un poco más rústicos quizá, pero igual de elegantes que el resto de la decoración. Los suelos estaban cubiertos por alfombras rojas de terciopelo, había cuadros de colores fríos decorando las paredes, y puertas sin rotulo ninguno. Grace sintió por un instante la curiosa necesidad de ahondar en aquello, preguntarle a Lucius que había tras esas puertas, pero cambió de opinión mucho antes de comenzar a hablar. No quería parecer una entrometida, y más ahora, que al parecer estaba de camino a firmar por fin un contrato de edición. Sonrió, mientras caminaba mirándose los pies descalzos. Jamás en su vida iba a imaginarse ni por un momento que iba a terminar cumpliendo su sueño a la mitad de la noche, en el mismo día en que había perdido la virginidad con su mejor amigo, dentro de un club finísimo y rodeada de estrellas literarias.
La oficina de Lucius estaba ubicada al final del ala sur del Prestige, un lugar que hasta el momento ella no había recorrido antes. En cuanto llegaron, notó que la puerta era distinta a las demás, decorada con tallados en bajorrelieve con tentáculos, rostros, cabras y paisajes desérticos. Él abrió, y dentro, la oficina era mucho más grande de lo que podía aparentar en un principio. Tenía una enorme estufa a leña empotrada en una de las paredes laterales, con la chimenea confeccionada únicamente en mármol blanco y gris. La chimenea, que ocupaba la pared entera, estaba moldeada con formas circulares y difusas, como si alguien hubiera plasmado volutas de humo encima del duro mármol, o un dragón hubiera echado su aliento en él, calentándolo a temperaturas inimaginables. Había también una gran mesa de ébano negro, sin decorar. Grace se imaginó que debía tener una computadora, o algo con lo cual contactarse con las dichosas editoriales, pero allí no había nada, tan solo era una mesa vacía, junto a una silla giratoria. La oficina tenía sillones, algunos eran comunes y corrientes, con tapizado de seda y madera fina, pero otros eran curvados. Grace los reconoció al instante, los había visto muchas veces en algunos videos para adultos. Las paredes tenían contratos colgados de ellas, enmarcados en cristal y madera. No sabía cuántos, a ser precisos, pero calculaba cientos de ellos, porque no había un solo trozo de pared libre, mirase adonde mirase.
—Adelante, Grace. Siéntete como en tu casa. Te ofrecería un trago, pero a esta hora de la madrugada... —dijo él.
Grace se quedó de pie en medio de la oficina, admirando todo con ojos asombrados. Se acercó a una de las paredes y leyó el nombre del contrato: Winsley Dickens. Leyó otro, Emily Lakestown.
—¿Y todos estos contratos? Si me permites la pregunta.
Lucius rio.
—Ah, es una pequeña manía personal, ¿sabes? Me gusta coleccionar los contratos que yo realizo, y recordar los nombres de cada persona. Así, cuando lleguen a la fama absoluta, los veré y pensaré: ¡Yo ayudé a impulsar la carrera de ese chico o chica!
—Entendible —consintió ella. La verdad era que no, le parecía algo sumamente ególatra, casi narcisista. Pero no quería arruinar el momento ni la posibilidad de edición al ofenderlo, por lo que decidió simpatizar con él.
—Nah, en realidad es una tontería —se encogió de hombros—. No necesitas fingir conmigo, Grace. Ambos sabemos que es una conducta propia del narcisismo. ¿Pero qué puedo hacer? Aunque sepa que está mal, me gusta.
—Bueno... yo... —balbuceó, confundida. Sintió que se moría de la vergüenza allí mismo. ¿Cómo había podido saber lo que pensaba? ¿Habría leído la expresión de su rostro? Se preguntó. Lucius hizo un ademan como si apartara una mosca invisible de su rostro, y caminó entonces hacia el escritorio.
—No te preocupes, vamos a lo que nos importa. Tengo un contrato super exclusivo con la editorial Ocean House, con posibilidad de venta en Europa, Australia y algunos países de América Central, como para empezar pisando fuerte. ¿Qué te parece? Una escritora como tú se merece algo grande, puedo apostar a que sí. Hace tiempo que lo tengo preparado, a la espera de un buen talento al que poder ofrecérselo.
Grace lo miró como si hubiera perdido la razón. Su mente rebotó como una pelota de pinball entre todo lo que significaba aquello: la enorme ascensión económica, los contratos que firmaría luego, los viajes, la cantidad de librerías en las que su trabajo se exhibiría, los clubes de lectura y por supuesto, la firma de ejemplares autografiados. Sus padres estarían orgullosos si viesen todo lo que estaba logrando en tiempo récord.
—Es... —masculló, con una sonrisa. —Es increíble, me parece genial.
—Entonces hagámoslo —Lucius abrió un cajón de su escritorio, y sacó un papel estilo pergamino, pero más firme y grueso que este, y una pluma junto con un tintero. Dejó la pluma y el tintero en el escritorio, y le extendió el papel a Grace para que lo leyera—. Si quieres revisarlo, tómate tu tiempo, es todo tuyo.
Estiró el brazo para tomar la hoja que Lucius le ofrecía por encima de la mesa, pero al hacerlo, se cortó el dedo índice con uno de los bordes.
—¡Ay, mierda! —se quejó, cambiando el papel de mano y mirándose la yema del dedo, que comenzaba a formar un punto rojo de sangre que aumentaba gradualmente, al ser una zona sensible.
—Que desafortunado incidente, lo siento mucho —dijo él, y entonces rodeó la mesa hacia Grace, mirándola con fijeza—. Déjame solucionar esto, solo necesito que te quedes tranquila. Con calma... yo lo arreglaré.
Le tomó de la muñeca sin dejar de mirarla directamente. Ella se dejó hacer, focalizando su mirada en la sonrisa de aquel hombre, ligeramente ladeada a la derecha. Su voz sonaba con una calma que parecía arrullarle los sentidos, adormecerle toda razón. Levantó su mano hasta su boca y sosteniendo el dedo índice, se lo chupó, saboreando la sangre. Su lengua era áspera y rugosa, Grace pudo sentirlo. Así como también pudo sentir calor, un calor que la quemaba desde adentro hacia afuera. Algo en la mirada de Lucius pareció resplandecer con colores rojizos, amarillos, anaranjados, como el fuego más puro que el hombre pudiera haber visto nunca. Hasta que al fin se quitó el dedo de la boca, entonces volvió a hablar.
—Listo, estás como nueva. Ya puedes firmar —dijo él.
Grace se miró el dedo como si estuviera despertando de un letargo de años. El corte ya no estaba, la piel estaba sana como si nada le hubiese pasado.
—¿Cómo hizo eso? —preguntó, sin comprender. Lucius también la miró de la misma forma.
—¿Cómo hice qué? —y en silencioso gesto, le señaló la hoja.
Grace miró la pluma, la tomó en su mano y remojó la punta en el tintero. Nunca había escrito a pluma, pero siempre que miraba películas antiguas donde tenían que firmar documentos, pensaba que le habría encantado utilizar una de ellas. Apoyó la punta en el papel tratando de hacer la mínima presión posible, con temor a quebrarla, y garabateó su nombre al pie del contrato, con la tinta negra. Cuando puso el punto final, dejó de nuevo la pluma encima de la mesa, y Lucius sonrió.
—Bienvenida, Grace —le dijo, rodeando el escritorio. Una vez frente a ella, le apoyó las manos en los hombros y le besó la frente—. Disfruta tu nueva vida.
En cuanto hubo guardado de nuevo el documento en el cajón tras el escritorio, Lucius acompañó de nuevo a Grace hasta su habitación, caminando a través de los solitarios pasillos. Emocionada por completo, ella no cesaba de preguntarle qué sucedería a continuación, luego de aquella firma. Lucius entonces le comentó que debería enviar el contrato a la editorial, hacer unos cuantos arreglos, y entonces la llamarían directamente. No parecía querer ahondar en detalles, tal y como ella se dio cuenta, debido a que las respuestas parecían ser más genéricas de lo que le hubiese gustado. Sin embargo, estaba satisfecha, no podría estar más feliz. Al fin había firmado, había conseguido un contrato literario, era el primer peldaño en la emocionante carrera que le esperaba.
Al llegar a la puerta del dormitorio de Richard, Lucius se despidió de Grace con una sonrisa y una pequeña reverencia, antes de alejarse de nuevo por el pasillo, con las manos a la espalda y silbando entre dientes. Ella lo observó, unos segundos, antes de insertar la tarjeta magnética en la puerta y abrir. La misma sala de estar la recibió, al igual que antes, y dobló enseguida hacia la habitación, donde Richard salía del baño, en calzoncillos y con las manos mojadas.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, en cuanto la vio entrar. —Fui a golpear la puerta de tu habitación y no estabas allí.
—¿Yo, dónde estaba? ¡Tú dónde estabas! —le recriminó ella.
—Yo estuve aquí, siempre. Me desperté, no estabas en la cama, fui a buscarte a tu habitación, pero por lo que veo, tampoco estabas allí. Así que vine al baño antes de volver a dormir.
—Eso es falso, yo me desperté, vi que no estabas, te busqué en el baño y no estabas allí. Salí a buscarte por todos los pasillos, Richie —Grace entonces hizo un gesto de negación—. Mira, ¿sabes qué? Olvídalo, estoy demasiado feliz como para enojarme por una tontería.
—¿Y puedo saber por qué estás tan feliz? —sonrió.
—Cuando salí a buscarte, me encontré con el señor Harris.
—¿El dueño del Loto Imperial? ¿El que ayuda a editar a los nuevos escritores?
—El mismo. Estaba caminando por los pasillos, solo. Según él, le gusta la calma que tiene el Prestige a mitad de la noche, entonces cuando no puede dormir, sale a recorrerlo mientras piensa.
—Un tipo pintoresco, al parecer —opinó Richard. Se sentó en el borde de la cama, y Grace también, a su lado—. ¿Y entonces, qué pasó?
—Estuvimos charlando, le comenté que era una escritora que recién acababa de terminar su primer libro, y adivina —hizo una pausa de suspenso, y saltó poniéndose frente a él—. ¡He firmado contrato!
—No me jodas —dijo Richard, con los ojos muy abiertos.
—No te jodo —asintió ella—. He firmado en Ocean House.
—Ocean House es una excelente editorial, diría que una de las más grandes de toda Europa —Richard se puso de pie y le enmarcó la cara con las manos—. No sabes cuan feliz me hace saber esto, Grace. Si alguien en este mundo se merece cumplir todos sus sueños, eres tú.
Ella se acercó a su boca, y deteniéndose un instante para tocarle la punta de la nariz con la suya, lo besó con delicadeza. Entonces lo abrazó rodeándole el cuello, y lo miró a los ojos.
—Si tú no me hubieras registrado aquí, esto jamás habría pasado. No tengo palabras para agradecerte todo lo que haces por mí, desde que comenzamos la amistad, hasta ahora.
—¿Y después de ahora?
—Creo que después de ahora, el título de amigos nos queda demasiado pequeño. ¿No crees? —le susurró, antes de rozarle los labios con la punta de la lengua. Richard la sujetó por la cintura, y la apretó contra él.
—Ya lo creo que sí.
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