7
A la mañana siguiente, el primero en despertar fue Mike. Aún seguía con el fusil en las manos, sobre su regazo, y tenía la cabeza ladeada casi apoyada sobre su hombro izquierdo. Un pequeño hilillo de saliva le caía de la comisura de los labios hacia la camisa, gracias al sueño profundo en el que se hallaba sumido. Cuando abrió los ojos, con pereza, se enderezó en su asiento y se limpió la boca con el dorso de la mano, luego bostezó. Sin embargo, todo el adormilamiento que sentía se desvaneció en el aire en cuanto vio a su lado el sillón vacío. Betty no estaba.
Se incorporó tan rápido que las vértebras de su espalda crujieron al cambiar de posición bruscamente. Miró hacia la puerta del baño, esperando encontrarla cerrada porque quizás ella estaba adentro, pero no. La puerta del baño estaba abierta, y ni rastro de Betty.
—¡Betty! —llamó. Ya había amanecido hacia un buen rato, no tenía miedo de levantar la voz, porque esas criaturas demoníacas solo aparecían por la noche.
Prácticamente corrió hacia la puerta principal de la cabaña, tomó el picaporte y tiró hacia sí como si quisiera desencajar la puerta de sus bisagras. Tal y como sospechaba, estaba abierta. Y el panorama afuera no era mucho más alentador que en el interior de la cabaña.
Había sangre reseca por todas partes, mezclada por las hojas caídas de los árboles, en algunos troncos y hasta salpicada en las paredes de madera de la cabaña. Por doquier podían verse trozos de cuero animal con mechones de pelo negro, una oreja y algunos pares de costillas. No cabía duda de que aquellos infectos demonios habían despedazado al pobre Doberman en cuanto cayó la noche, seguramente devorándoselo en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, la cuestión era aún mucho más horrible de lo que parecía. ¿Cuánta de esa sangre reseca podía ser del perro, y cuanta de Betty? Se cuestionó. El simple hecho de pensarlo hacia que se le comprimiera de angustia el corazón.
—¡Betty! —gritó, a viva voz. —¡Betty! ¿Dónde estás?
Un movimiento le alertó a la distancia. En el silencio boscoso de la mañana pudo percibir claramente el sonido a las hojas secas al ser aplastadas por unos pasos. Sin pensarlo, como un autómata, levantó el arma y apuntó hacia adelante. Pero por fortuna, no había nada que temer.
Betty apareció entre los árboles, con la canastilla de las provisiones colgando a un lado. En cuanto la vio, bajó el fusil sintiendo que el alma le volvía al cuerpo. Dio un resoplido, y colgándose la correa del arma al hombro, avanzó hacia ella.
—Cielo santo, estás bien... que puto susto me has dado —dijo, malhumorado.
—Lo siento.
—¿Adónde fuiste? —preguntó Mike, inspeccionando el interior de la cesta mientras hablaba. Estaba llena hasta la mitad de manzanas, debían haber por lo menos poco más de dos kilos.
—Pues cuando desperté, vi que quedaban pocas latas de comida, así que recordé que cuando veníamos para acá, me pareció haber visto un manzano al costado del camino —dijo ella—. Iba a despertarte, pero estabas tan profundamente dormido que preferí dejarte descansar.
—No debes salir nunca por tu cuenta, podría haberte pasado algo malo —dijo, rodeándole los hombros con un brazo mientras volvían a la cabaña—. Has tenido mucha suerte, pero la próxima no dudes en despertarme.
—Está bien, Mike —Betty tomó una manzana, la frotó contra su camiseta, sobre uno de sus jóvenes y redondos pechos, hasta sacarle un poco de brillo. Luego se la ofreció—. Pruébalas, yo venía comiendo un par de camino hacia aquí. Están muy buenas.
—Gracias —aceptó. Le dio una generosa mordida, y asintió con la cabeza—. Vaya, son muy jugosas. Buena elección.
—Ya ves —bromeó ella, haciendo un gesto orgulloso ensanchando el pecho.
—Vamos, recojamos el agua y la comida que nos queda, y continuemos el viaje. Antes del anochecer deberíamos poder llegar a la villa Winston sin problemas.
Luego de cargar en la canastilla la comida enlatada, las botellas de agua y las balas que les quedaban, salieron de la cabaña rumbo al camino. Una vez abandonaron el bosque y comenzaron a avanzar por el camino asfaltado, Betty tomó una manzana, la frotó contra la ropa y le dio una mordida. Mike, por el contrario, ya estaba casi terminando la suya.
—Si que están buenas —comentó él.
—Así es —dijo ella, distraídamente—. ¿Sabes? Aún tengo la esperanza de que nada de esto esté ocurriendo, todo sea una pesadilla, y vuelva a despertarme en mi cama y con mi horrible vida, como si nada hubiera pasado.
—¿De verdad esperas eso? Creía que estabas muy desconforme con la vida que llevabas.
—Y lo estoy. Pero cualquier cosa es mejor que estar jugando una carrera contra el tiempo donde tu vida corre peligro, ¿no te parece?
—Sí, supongo que tienes razón... —convino Mike. Hizo una pausa para encender un cigarrillo luego de arrojar el corazón de la manzana a un lado de la calle, y luego continúo hablando —Me sentí exactamente igual los primeros meses en la cárcel. Luego ya se me había hecho costumbre.
—Vaya par de depresivos que estamos hechos.
—Sí, es una completa mierda.
—Pero aquí estamos, dos completos desconocidos en el medio del fin del mundo —Betty se encogió de hombros, dio una mordida a su manzana y luego lo señaló con el índice—. Sin embargo, estoy contenta de compartir el viaje contigo. Reconozco que, si me hubiera quedado sola en mi casa... seguramente los demonios me hubieran matado.
Mike no pudo evitar sentir una honda ternura al escuchar aquellas palabras de la chica. No solo por lo que estaba diciendo sino de quien venía. Dio una pitada a su cigarrillo, y luego sonrió.
—Harás que me emocione —dijo.
—No hablas en serio —bromeó ella.
—Claro que sí. ¿Nunca te ha pasado que compartes poco tiempo con alguien, pero aprendes a tomarle cariño rápidamente?
—Sí, me ha pasado alguna que otra vez.
—Bueno, entonces no te asombres de mi —dijo Mike, jalándole levemente de la coleta rubia de su cabello.
Continuaron el viaje hacia la villa Winston charlando animosamente entre sí. El día ya no se hallaba tan húmedo como la jornada anterior, ya que la lluvia había despejado el mal clima, dejando ahora un cielo gris claro sin tormentas. El suelo estaba húmedo, señal que había llovido hasta pocas horas antes del amanecer, y los pájaros, cosa que a Mike le pareció muy rara, no habían cantado en todo el día, como si se hubieran esfumado en el aire. Le comentó a Betty que primero habían sido las estrellas, tal como ella había visto, y seguida de las estrellas la aparición de los demonios. Ahora ya no estaban las aves, y le preocupaba lo que vendría después. ¿Y si más fenómenos ocurrían? Sabía que tenía que estar preparado para todo, por eso antes de que la catástrofe empeorara, era mejor estar lo más lejos posible de la ciudad. Sus edificios abandonados, como viejas trampas oscuras, podían ser el refugio de cualquier criatura al acecho. Esto último, claro, si de repente empezaban a aparecer criaturas diurnas que atacaran a la gente.
Aquello era un miedo exponencial en Mike a medida que los días iban pasando, pero no le decía nada a Betty para no preocuparla. ¿Cuánto tiempo tardaría en aparecer algún ente —o enjambres demoniacos, era igual—, a plena luz del día? En ese caso estarían perdidos, porque ni todas las balas del mundo podían detenerlos. No eran seres corpóreos que se pudieran matar fácilmente, Mike ya lo había comprobado la noche que invadieron su primer refugio. Había disparado medio cargador hacia el cuerpo de uno de aquellos bichos, y aunque había podido ser capaz de refrenarlo un poco, incluso hasta de hacerlo sangrar, la verdad era que no había podido matarlo. Si eso ocurría, no tendrían sitio adonde correr.
Sin embargo, también pensaba que de una forma u otra y sucediera lo que sucediera, era un destino inevitable que ambos tendrían que afrontar. La realidad era que no habían sido buenas personas, y aunque tuvieran todos los motivos justificados, habían actuado mal y merecían lo que estaba sucediéndoles. Así que para Mike, en resumidas cuentas Betty tenía toda la razón del mundo, hicieran lo que hicieran ya estaban condenados, y tan solo era una cuestión de tiempo antes de que todos acabasen muriendo.
Cerca del mediodía habían recorrido un buen trecho, ya solo se encontraba a poco menos de cuatro kilómetros de la villa Winston. A Mike le asombró el hecho de que continuaban sin ver casas aledañas al camino a medida que se iban acercando cada vez más al poblado, por lo cual pensó que tal vez aquello no debía ser más que un country privado. Una irónica broma de la vida, se dijo. Habían empezado refugiándose en un country para acabar viajando a otro country. "Eres un excelente guia turístico, Mike" se murmuró para sus adentros. Un cartel blanco se lo confirmó, estaban a tres kilómetros precisamente.
—Ya estamos cerca —comentó ella. Dio una rápida mirada a las botellas de agua, quedaban tan solo tres. Bastaba para llegar.
—Sí, eso parece —confirmó Mike—. Al final el nombre de villa quizás sea algo retórico, porque debe ser otro barrio privado a las afueras de la ciudad.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Ves que haya más casas a medida que nos acercamos? Desde esta mañana que estamos caminando y lo único que hay al lado del camino son árboles, y más árboles. No hay paradas de autobuses, por lo que supongo que la gente que vivía aquí tenía coches para ir de un lado a otro. Eso suena a un barrio privado, puedes apostar.
Betty dio un silbido leve.
—Diablos, inspector Mike. No deja de asombrarme.
—Mocosa insolente —bromeó él.
A lo lejos, ambos comenzaron a escuchar levemente un ruido muy familiar. Poco a poco, aquel sonido comenzó a acercarse en el silencio perpetuo de aquel mediodía. Estaba claro, se trataba del motor de un coche.
—¡Viene un auto! —exclamó ella—. Si vienen hacia aquí es porque van en la misma dirección que nosotros, podríamos pedirles que nos lleven.
—No, no los conocemos de nada. Continuaremos caminando.
—Mike, ¿estás segu...
Él la interrumpió.
—Betty, en esta nueva realidad solo somos tú y yo, nadie más. No conocemos quienes son esas personas. Quizá sean la típica familia que cocina galletas un domingo por la tarde, o quizá sean unos hijos de puta. No nos arriesgaremos, así que los dejaremos pasar —respondió Mike, en un tono que no admitía discusión.
—De acuerdo... —murmuró ella, cansada. —Ya me estaban doliendo los pies.
Continuaron caminando a paso sereno, tal y como venían haciéndolo durante toda la mañana. El sonido del coche se hizo cada vez más y más cercano, hasta pasar por al lado de ellos. Mike y Betty los miraron, volteando la cabeza. Venían a una buena velocidad así que no pudieron ver demasiado, Mike solo había alcanzado a contar tres personas, aparentemente todos hombres. Pasaron por al lado de ellos levantando hojas secas por el camino, y unos cuantos metros más adelante se detuvieron. En los ojos de Betty, al ver aquello, se reflejó un atisbo de esperanza. En los de Mike, sin embargo, la incertidumbre.
El coche, un Nissan Sunny gris, retrocedió unos metros hasta detenerse de nuevo. Las puertas se abrieron y del interior descendieron tres hombres. Uno era flaco y alto, llevaba una gorra azul con el logo de una empresa metalúrgica, pantalones de jean desgastados y camiseta blanca a tirantes que comenzaba a quedar un poco amarillenta por el sudor y el polvo en algunas zonas del pecho. No más de cincuenta años, según pudo adivinar Mike por las arrugas del rostro y el tupido bigote. Los otros dos hombres eran jóvenes, treinta años como mucho, tal vez. Uno parecía el típico playboy de las novelas femeninas calenturientas, fornido, cutis blanco y mentón cuadrado, con cabello cortado a la moda, pantalón de cuero negro, una camiseta de los Rolling Stones y botas de motorista. El último llevaba gafas, tenía atisbos de barba post púber en algunas zonas de su rostro y cuello, vestía un pantalón deportivo gris y una camiseta blanca por debajo de una camisa a cuadros rojos. El tipo flaco parecía ser el líder de los dos jóvenes por la confianza al caminar y ser el primero en descender del coche, había visto muchas veces ese lenguaje corporal en la cárcel. Los otros dos llevaban un rifle cada uno, colgado al hombro igual que Mike y su M4.
—¡Hey, amigos! ¿Qué tal? —saludó el veterano, levantando una mano en típico saludo —¿Necesitan que los acerquemos a algún sitio? Vimos que iban en la misma dirección que nosotros.
—Gracias, estamos bien. Preferimos caminar —respondió Mike, deteniendo sus pasos a una distancia prudente.
—Pues se los ve bastante cansados, más que nada la señorita —dijo—. ¿Cuál es tu nombre, encanto?
Mike lo miró, y de reojo observó a Betty. Poco a poco, de forma casi imperceptible, comenzó a deslizar la mano hacia la boquilla del fusil al costado de su cadera. Se sentía muy incómodo con la situación, ya había tenido esa sensación muchas veces, la conocía muy bien. Aquellas personas tras la fachada amable no le inspiraban un mínimo de confianza.
—Betty —respondió ella, luego de un momento—. Betty Harrison.
—Betty, lindo nombre. ¿Y tú? —le preguntó a Mike. Sin embargo, este no respondió absolutamente nada, permaneció mirándolo en completo silencio. Entonces el tipo asintió con la cabeza, y sonrió, como si estuviera pensando en una obviedad—. Ya veo, hombre de pocas palabras. Soy Eddie, él es Rob —señaló al playboy—, y él es Luke. Nos conocimos en el barrio, cuando empezó toda esta mierda, ya saben... es un placer conocerlos, chicos. ¿En verdad no quieren que los acerquemos? El coche es grande, hay lugar de sobra.
—No, gracias —insistió Mike.
—Bueno, como prefieran pues —Eddie, el cincuentón, hizo una pausa como si estuviera pensando en algo muy importante, y luego comenzó a avanzar hacia ellos—. Ah, ¿podría pedirles un favor?
—Habla —respondió Mike. Sus dedos ya estaban tocando la boquilla del fusil de asalto. Era tan simple como hacer un movimiento rápido y los sorprendería a los tres.
—Pues, se nos acabaron las provisiones esta mañana, y en este paraje de mierda no hay un miserable supermercado o estación de servicio que podamos saquear, ¿comprenden? Ya saben, agua, quizá algo de comer... —dijo. —Veo que ustedes tienen bastantes cosas, ¡que rayos, hasta tienen fruta! Deliciosa fruta, sí señor. ¿Podrían darnos un par de manzanas a cada uno y alguna botella de agua? Estamos sedientos.
Betty miró a Mike de reojo, y contuvo la respiración al verle su mirada, fría como el hielo. Comenzaba a comprender el peligro en el que se encontraban, aquella gente no era de fiar, y en cualquier momento todo podría salir mal, pensó.
—Lo siento, pero todavía tenemos mucho camino y también son nuestras últimas provisiones. No podemos darles nada —sentenció Mike.
—Vamos, amigo, solo son seis manzanas y una botella de agua, nada más. No es mucho pedir, les quedaría una botella para cada uno y todo el resto de la canasta, estamos sobreviviendo igual que ustedes —respondió, dando otro paso. Ya estaba a menos de diez metros de ambos, cuando en un movimiento rápido, Mike tomó el fusil y lo apuntó directamente al rostro. Sus compañeros, el playboy y el de gafas, tomaron sus rifles con mucha más lentitud en comparación y también apuntaron a Mike. Betty contuvo la respiración, aterrada.
—Ya no des un paso más, amigo —dijo Mike, remarcando la última palabra con énfasis—. En efecto, estamos sobreviviendo igual que ustedes, y sobrevivir significa matar si es necesario. No juegues con nosotros.
Betty miró su expresión. Los ojos fríos, mirando fijo a aquel completo desconocido, apuntándolo directamente al rostro con un fusil táctico de asalto sin titubear, sin que le temblase un solo musculo. Y en ese momento se alegró de estar junto a un hombre tan protector y al mismo tiempo peligroso, como él.
—De acuerdo hombre, tranquilo, como digas. Solo aparta ese pedazo de rifle de mi cara, ¿está bien? —el veterano se detuvo en su lugar y les hizo un gesto a los otros para que bajaran los rifles. Luego miró a Mike—. ¿Ves? Podemos hablar en paz, con confianza, no estamos en el lejano oeste para amenazarnos con las armas uno al otro.
Sin embargo, Mike no apartó el fusil. Hizo un gesto con la cabeza en dirección al coche, y luego habló.
—Vuelve a tu auto, y continúen con su camino, no lo volveré a repetir.
—Espera amigo, estas siendo muy injusto, eso no funciona así —dijo Eddie, negando con la cabeza. Luego miró a Betty, pero no avanzó—. ¿Por qué este hombre decide por ti? ¿Eh? ¿Acaso tú eres una maldita egoísta como él y no vas a compartirnos un par de manzanas si él no te lo permite? ¿Qué demonios pasa entre ustedes, acaso se cogen o que rayos?
Betty sintió que las mejillas se le encendían fuego. No porque la acusación de una relación íntimamente sexual con el vecino que tenía la edad de su padre fuera cierta, sino porque la palabra que aquel hombre había utilizado era muy vulgar, y aunque ella no era una santa descalza, pensó que podía haber hablado de otra manera menos grotesca.
—Pero, ¿qué dice? —preguntó, casi en una exclamación.
—Oye cariño, no tiene nada de malo —continuó el tipo—. Tú estás bien buena, chiquita, las cosas como son. Si es por buen sexo, te aseguro que con nosotros estarás mejor. Déjale los víveres si quieres, da igual, ya encontraremos en otro lado. Pero por lo menos te divertirás mejor, y nosotros también, ¿no te...
Mike no lo dejó terminar de hablar. Le asestó un potente culatazo con el rifle en medio de la boca y la nariz, quebrándole un diente y partiéndole el tabique nasal. Betty dio una exclamación de horror al escuchar el crujido a porcelana rota y ver la sangre aflorar en cuanto el tipo se derrumbó al suelo, sujetándose el rostro con ambas manos.
—Lárgate ahora antes de que te vacíe el puto cargador en la cabeza, pedazo de imbécil —dijo, apuntando a los dos jóvenes que miraban atónitos la escena.
—¡Hijo de puta! ¡Me has roto la nariz! —exclamó, mientras se ponía de pie. Tambaleante, avanzó de nuevo hasta el coche, escupiendo un poco de sangre. Abrió la puerta del lado del conductor, y antes de subir saco de su cintura un revolver calibre 22. Mike no lo vio, la propia puerta ocultaba el movimiento de sus manos, pero solo escuchó la frase que quedaría por siempre en su cerebro, almacenado en el oscuro archivador de los malos recuerdos—. Que disfrutes tu puta.
Levantó el arma y efectuó un rápido y preciso disparo. La bala entró limpia en la frente de Betty y salió por la nuca, haciéndola caer hacia atrás en una espantosa fracción de segundo que, para Mike, transcurrió en una nebulosa y terrible cámara lenta. Mike la vio un momento, solo un instante en que un poco de sangre le salpicó a la mejilla, y entonces todo fue ceguera absoluta para él. Gritó algo, no estaba seguro de qué, porque tampoco se escuchó a sí mismo. Solo presionó el gatillo del fusil de asalto y comenzó a escupir ráfagas de balas como un demente. Uno de los chicos, el de gafas con pinta a tonto, cayó desplomado en el suelo, acribillado en el pecho y el abdomen. El otro, el playboy, se agachó en el momento en que el parabrisas trasero del Nissan estallaba en mil pedazos por las balas, efectuó dos disparos, uno lo erró por completo, y el otro le rozó peligrosamente la sien izquierda. Una parte de su cerebro embriagado por la ira y el dolor sintió la quemazón dolorida del roce de la bala y la sangre encima de su oreja, pero no le importó, porque era más importante continuar disparando como un furioso poseído. El veterano dio una serie más de disparos detrás de la puerta del conductor, uno de ellos impactó en la pierna derecha del cadáver aún tibio de Betty, el otro le impactó de lleno en el bíceps izquierdo a Mike, haciéndolo soltar el arma y derrumbándose en el suelo.
Todo lo que pudo ver, desde el suelo, fue al coche acelerando por el camino hacia adelante, perdiéndose en la distancia. El dolor en el brazo y en la cabeza era indescriptible, sin contar que estaba perdiendo bastante sangre. Se sentó en el pavimento lo mejor que pudo usando el brazo sano como apoyo, y quitándose la chaqueta, le arrancó un trozo de tela lo mejor que pudo, sujetando de una punta de la manga con los dientes y tirando con el brazo sano. Se envolvió el trozo en el brazo herido, improvisando un mediocre torniquete, y luego se acercó arrastrandose hacia el cuerpo de Betty.
A un lado estaban las manzanas, el agua y algunas latas de guisantes desperdigadas por doquier. El cuerpo con los ojos abiertos, miraba hacia el nublado cielo como buscando interrogantes, preguntando por qué había pasado todo aquello. Su cabello, rubio y ondulado, ahora se hallaba apelmazado y teñido por completo de rojo encima del charco de sangre que manaba de su cabeza. Mike no pudo evitar llorar. No había derramado una sola lágrima desde que había muerto su esposa, hasta ese momento. Le cerró los ojos con delicadeza, le acarició el cabello sucio de sangre y le besó la frente. Una lágrima se escurrió por la punta de su nariz, cayendo encima de un parpado, y Mike se la limpió con el pulgar, pensando que no se merecía una muerte así alguien tan joven como ella. Apoyó su cabeza en el pecho de la chica, poco más encima de la línea de sus senos, y allí se quedó, llorando amargamente.
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