4
Se quedaron charlando en voz muy baja durante horas hasta cerca de la una de la madrugada, y tanto Betty como el propio Mike, supieron encontrar en cada uno una faceta diferente del otro que ambos desconocían. Ella se había sincerado con Mike de una forma que ni siquiera con sus mejores amigas lo había hecho, contándole que en realidad siempre había sido una chica que odiaba a sus padres por lo que eran, por haber sido criada siempre en un ambiente de privación injustificada, por no haberle permitido vivir como ella hubiera querido. No como una zorra, drogándose y teniendo sexo en su universidad como una loca, sino como alguien normal, yendo a eventos musicales, conociendo gente, vistiéndose con ropa normal, sin ser el objeto de burlas de las demás niñas.
Mike la escuchó paciente, sin contradecirla ni tampoco contarle nada sobre sí mismo. Él entendía que quizá lo mejor que podía hacer era prestarle el oído amigo que hubiera necesitado una joven de su edad, y nada más. La verdad, le hubiera encantado tener hijos, y más que nada una hija mujer, pero la vida había tenido un pésimo sentido del humor y no le había permitido ni siquiera disfrutar del amor de su esposa. Por eso aquella noche, en Betty, pudo reavivar algo dentro de sí mismo que había considerado muerto, apagado como una fogata extinta hacía ya mucho tiempo. Y por primera vez en mucho tiempo, se había sentido bien.
Permanecieron en aquella casa durante cuatro días, e iban de camino al quinto. La comida enlatada que habían saqueado en el mercado del pueblo de Eastman era más que suficiente para ambos, que racionaban dos comidas al día, almuerzo y cena. Para cuando las provisiones empezaban a escasear, Mike revisó la despensa y también el ático de la casa. Aquella era una familia con dinero, o al menos lo había sido, y la despensa estaba llena de comestibles variados como para al menos todo el resto de aquel abril, de modo que no tenían ninguna necesidad de planificar ir a ningún lado.
Durante el día, se turnaban en pequeñas guardias de dos horas cada uno, vigilando desde la pequeña ventanita del altillo, para asegurarse de que nadie intentara tomarlos por sorpresa y robarles, o agredirlos. Durante sus vigilancias, tanto Mike como Betty pudieron observar que si luego de las repentinas desapariciones la población se había reducido a la mitad o menos, ahora parecía haber mermado de forma considerable. Continuaban desapareciendo personas —o al menos eso pensaba—, pero también era posible que algunas se hubiesen suicidado, quizás también habrían abandonado la ciudad.
Las riñas callejeras eran lo peor de todo, tanto que incluso una tarde Mike había podido presenciar un asesinato, al tercer día de guardia. Ayudado con la mira del fusil de asalto, había observado todo con atención hacia la esquina ubicada a unos cien metros de la casa. Una mujer discutía con otra acerca de una motocicleta. Al parecer eran compañeras, no sabía si como pareja o como amigas, pero sí estaba claro que viajaban juntas. En aquella distancia, Mike no podía escuchar que decían, pero por los gestos adivinó que una de ellas quería viajar en un coche, la otra en motocicleta, y claramente no se estaban poniendo de acuerdo. La situación comenzó a perder el control con rapidez, y tan rápido como todo se había suscitado, una de las chicas —la que quería viajar en la motocicleta— desenvainó un machete que llevaba a la cintura, y agredió a la otra chica. Le enterró la mitad de la hoja con un golpe seco, en medio del hombro, casi a la altura de las cervicales. La chica atacada gritó, mientras se derrumbaba al suelo perdiendo sangre, y en un estado propio de la enajenación que experimenta alguien que nunca ha matado, desenterró el machete de la carne y continuó atacando a la víctima, una y otra vez, por el rostro, el pecho, las extremidades y el vientre. La hoja de acero bañada en sangre salpicaba en cada golpe, y cuando la adrenalina demente de aquella mujer cesó, arrojó el arma blanca a un costado, subió a la motocicleta, y se fue dejando tras ella un cuerpo destrozado y sangrante en medio de la calle.
Mike bajó el fusil y se quedó allí, recostado en el sillón frente a la ventana, mirando a la lejanía con los ojos llenitos de recuerdos. Había visto muchas veces en prisión aquel instinto asesino y despiadado en muchos hombres, y luego de haber salido en libertad rogaba a Dios —o quien fuese que pudiera escucharlo— no volver a presenciar jamás aquella brutalidad del ser humano. Sin embargo, ahí estaban los hechos, fuese adonde fuese y sucediera lo que sucediera, siempre iba a ser testigo de un homicidio que le hiciera recordar su horrible naturaleza, la historia maldita que lo perseguía como una cruz a sus espaldas. El karma propio de un ex convicto, de un ex esposo.
A la noche, cenaban bajo la luz de dos velas, conversando en susurros y con las armas a un lado, atentos ante cualquier posible ruido. Charlaban sobre cualquier cosa que no tuviera nada que ver con respecto a las desapariciones o al supuesto juicio final que decía Betty, más que nada para distraerse. Comentaban películas, libros, series favoritas, puntos buenos y malos de cada cosa. A Mike le gustaba que Betty le hablara sobre Harry Potter e hiciera pequeñas críticas. Adoraba como contaba las cosas, era notorio que ella era una fan innegable de la saga, y para alguien como Mike que jamás había mirado ninguna película por considerarlas demasiado juveniles y fantasiosas, le generaba curiosidad por comprender que tanto tenían de bueno. Fue esa noche cuando los vieron por primera vez.
Habían terminado de cenar y charlaban como siempre, Mike recostado en uno de los sillones que oficiaban de cama, con los dedos de las manos entrelazados encima de su barriga y la cabeza apoyada hacia atrás, con los ojos cerrados. Betty, a su vez, le contaba sobre el motivo por el cual estaba enamorada platónicamente de Draco Malfoy. Las llamitas de las velas encendidas bailoteaban de un lado a otro a medida que consumían el pábilo, recortando en las siluetas del living sombras que se bamboleaban, en las paredes y en los objetos.
—Si vamos a la lógica —decía ella—, Draco podría parecer clasista, hasta casi discriminatorio, pero es completamente comprensible. Sin duda su familia era ambiciosa, buscaba el poder más que a nada, y por sus actitudes está más que claro que buscaba ser como Harry, poder dominar la magia tanto como él —se detuvo un instante para mirarlo—. Es más, incluso su padre, Lucius Malfoy, acabó volviéndose un mortífago en su propia ambición de poder. Eh, ¿estás dormido?
—No —respondió Mike—. Solo estoy escuchando tu intento de justificar a un personaje hijo de puta que ni siquiera existe.
—No lo estoy justificando, estoy diciendo la verdad. Si tú fueras millonario, con sangre puramente real, ¿Querrías estar con un montón de gente que no conoce otra cosa más que los suburbios, y el sonido a las ratas corriendo por las cloacas?
—No, supongo que no.
—¿Ves? Ahí lo tienes. Tú también piensas como Draco.
—En lo único que pienso ahora mismo, es en meterte un Adava Kedavra si fuera físicamente posible —bromeó él—. ¿Lo he dicho bien?
—Sí, es correcto —rio Betty, y luego se detuvo en seco. Afuera, no sabría identificar de donde con exactitud, pudo escuchar algo, un sonido apagado y ronco. Se enderezó en su sillón y tomó con una mano la pistola a su lado—. ¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido qué? —preguntó Mike, sin abrir los ojos.
—Ese ruido, afuera —sin esperar que le respondiese, se puso de pie y caminó hacia la ventana para espiar discretamente por un costado de la cortina.
Lo que vio la dejó paralizada por completo. El miedo fue tan repentino y atroz que todo su cuerpo se volvió rígido, incapaz de moverse y gesticular alguna palabra. Afuera, deambulando de un lado al otro de la calle sin un rumbo aparente, había al menos una decena de criaturas. Algunos eran bípedos, otros caminaban en cuatro patas. Tenían una piel negruzca, de textura reptiloide. Los que caminaban en cuatro patas se asemejaban a un humano completamente amorfo, con pies invertidos, mandíbulas exageradamente prominentes hacia adelante, con colmillos ganchudos hacia arriba sobresaliendo de sus bocas, ojos negros sin cuencas ni parpados, cornamentas de machos cabríos y aletas en su espina dorsal que terminaban en una cola esquelética y huesuda con mutilaciones semejando púas hacia arriba, dobladas sobre sí mismas como la cola de un escorpión. Los que caminaban en dos patas, sin embargo, eran del mismo color de piel que los cuadrúpedos, pero no tenían ojos ni boca, solamente poseían una protuberancia sobre los hombros que podría considerarse como la cabeza, sin rostros, boca ni nariz. Tan solo era un bulto de carne con cuernos, y en el tórax brazos extremadamente largos, con garras que casi alcanzaban la línea de las rodillas de las deformes piernas. Sobre su espalda sobresalían cuatro patas de araña que se movían de forma independiente, marrones y peludas, que acababan en una punta de garra marrón, similar a las patas de los halcones.
—¿Qué pasa? —preguntó Mike, abriendo los ojos. Al ver la expresión de la chica, con el rostro desencajado del horror, tomó el fusil y se puso de pie de un salto, para acercarse a la ventana.
Al acercarse por detrás de Betty vio aquello y abrió desmesuradamente los ojos, al mismo tiempo que una de las criaturas bípedas apareció por el costado de la ventana, caminando tranquilamente por el jardín. Entonces se giró de cara a ellos, aquella masa de carne sin forma que tenía por cabeza pareció mirarlos y en una fracción de segundo emitió un sonido chasqueante, irreconocible. No se parecía a nada que hubiera escuchado antes proveniente de otro animal, era como un graznido seco, como un ronquido entrecortado antinatural y horrendo. Entonces con horror, Mike comprendió que los había visto, estaba alertando a los otros.
Un estruendo sonó en la puerta trasera, por el pasillo lateral de la cocina, hacia el fondo. Ese ruido fue lo que los puso en movimiento.
—¡Dios mío! —exclamó Betty. —¡Van a entrar!
—¡Quédate donde pueda verte, no te separes de mí! —dijo Mike, apuntando con el M4 hacia el pasillo.
Los golpes en la puerta se incrementaron, la madera se partió y un brazo asquerosamente horrendo se metió por la hendidura, manoteando el aire, mientras hacia ese graznido que Mike no podía definir. Entonces al mismo tiempo, la ventana frente a Betty se rompió, y una de las bestias cuadrúpedas comenzó a entrar como si fuera un perro rabioso. Ella gritó y por inercia del propio miedo, comenzó a apretar el gatillo de la Glock una y otra vez. Las balas no mataron a la criatura, pero sí la hicieron retroceder haciéndola chillar y retorcerse. El marco de madera de la ventana se cubrió con un líquido negro que hedía a cadáveres en descomposición, Betty sintió que se le revolvía el estómago y lanzó sobre la alfombra la cena ingerida minutos atrás, entre toses.
Mike disparó hacia la puerta del pasillo, las balas atravesaron la madera y sintió varios chillidos grotescos e inhumanos del otro lado, pero la puerta no cesaba de ser embestida una y otra vez. Cuando vio que la puerta del frente también comenzaba a ser destrozada por aquellas bestias espantosas, tomó de un brazo a Betty y corrió hacia las escaleras.
—¡Arriba, rápido! —exclamó.
Corrieron por las escaleras subiendo de tres escalones por zancada, casi a los saltos. Mike embistió con su hombro la puerta de una de las habitaciones, que se abrió rebotando contra la pared. Corrió hacia la ventana, quitándole el seguro y abriéndola, pero sonidos en la escalera le alertaron de que aquellas criaturas habían logrado entrar a la casa, y venían a por ellos. No le daría tiempo a ninguno de los dos a salir de allí, si es que incluso no se lastimaban al saltar del segundo piso. Podía hacer que Betty lo intentara, y él se quedaría cubriendo la retaguardia. ¿Pero y si se torcía un tobillo al caer? ¿Cómo correría después? Seria carne fresca para aquellos bichos, pensó.
—¡Abajo! —exclamó, señalando las cama de dos plazas. Ambos se tiraron al suelo y se arrastraron sobre el suelo de madera hasta quedar cubiertos bajo el enorme somier. Mike hizo un esfuerzo por contener su respiración agitada lo más posible, y con el dedo índice encima de los labios, le indicó a Betty que hiciera silencio. Ella entonces se cubrió la boca con las manos, conteniendo los jadeos del llanto.
Los sonidos de aquellas criaturas se hicieron cada vez más fuertes, hasta que acabaron de subir las escaleras, ingresando a la habitación. Bajo la cama, Mike y Betty podían ver sus pies asquerosos y deformes caminando de un lado al otro como si estuvieran mirando a su alrededor. Se pararon dos de ellos frente a la cama, y en aquel momento Mike pensó que los encontrarían, que estarían irremediablemente muertos en un santiamén. Muy despacio, estiró una mano para tomar la pistola de Betty, tirada en el suelo entre el cuerpo de ambos, y le apuntó. No creía poder matarlos, pero al menos moriría luchando, y no se las haría tan fácil a aquellos demonios.
Porque sí, aunque le costase reconocerlo, sabía lo que eran aquellas criaturas, eran demonios auténticos. Betty tenía razón, al verlos frente a la ventana pudo comprender la magnitud del problema por primera vez. Efectivamente, el apocalipsis del arrebatamiento divino había comenzado, ahora lo veía.
Los demonios hicieron un nuevo graznido chirriante, sonidos guturales y espantosos, y corrieron hacia la ventana lanzándose hacia abajo, en búsqueda de los dos humanos que se les habían escapado. Mike esperó unos segundos y resopló, aliviado, pensando que eran horribles y peligrosos, eso no cabía duda, pero también parecían ser bastante tontos.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Betty, a su lado. Tenía los ojos rojizos por el llanto, y su mirada era absoluto pánico. —Esas cosas eran demonios, vinieron por nosotros, oh Dios mío...
—Nos quedaremos aquí, exactamente adonde estamos. La casa ya no es segura.
—Dios mío, no quiero morir... —balbuceó, entre sollozos.
—Betty, necesito que te mantengas calmada. Si nos oyen, volverán. Nos iremos a primera hora.
Betty asintió con la cabeza, y logró mantenerse un poco más serena. Mike, sin embargo, miró hacia adelante acomodando el fusil a su lado, listo para dispararle a cualquier cosa que subiera por las escaleras y entrara por la puerta frente a ellos.
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