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4

A la mañana siguiente, Grace se despertó pasadas las once y media. Tardísimo, teniendo en cuenta que nunca se levantaba más allá de las ocho. Pero no había podido evitarlo. La noche anterior, en cuanto escuchó que el coche de Richard se alejaba por la calle, pudo sentirse más tranquila en la intimidad de su casa. Más tranquila a la par que frustrada, de modo que arrojó la copia sobre la mesa del living, corrió hacia su habitación y se arrojó en la cama a llorar desconsoladamente. Así permaneció no supo por cuanto tiempo, hasta que, agotada, acabó por quedarse dormida. Ni siquiera se había preocupado en quitarse la ropa.

Al dormir vestida no pudo evitar sentir frio al despertar, así que, con un escalofrío, se cambió de ropa y bajó a la cocina, presurosa por encender la cafetera cuanto antes. Mientras la maquina preparaba la bebida, se cepilló el cabello frente al espejo del baño, se lavó la cara y se focalizó en no recordar nada de lo que había pasado la noche anterior. No valía la pena, era inútil. Una parte de sí misma hasta casi parecía escuchar a Richard intentando convencerla de que solamente había hablado con un par de personas en un bar cualquiera, pero que sin duda tendría mejor suerte la próxima vez, ya que no podía juzgar a todos por igual. ¿Tenía razón? Claro, no iba a negarlo. Pero no le interesaba seguir intentando, no al menos ahora.

Al escuchar el Ding de la cafetera fue hasta la cocina, se sirvió una taza casi llena y preparó cinco tostadas. En cuanto terminó de sacar el último pan del tostador, pudo oír desde algún lado de la sala a su teléfono celular sonando. Recordó entonces que, con todo el ajetreo de ayer, ni siquiera lo había llevado consigo al dormitorio. Marchó hacia la sala para buscarlo, guiándose por el tono, y no tardó mucho en encontrarlo encima del escritorio de la computadora, junto al teclado. Vio que era Richard antes de siquiera atender la llamada.

—Buenos días —lo saludó.

—Hola, Grace. ¿Cómo te sientes?

—Bastante mejor, gracias. ¿Tú qué tal?

—Todo bien, me alegra que estés bien —ella no podía verlo, pero por el tono de voz pudo suponer que estaba sonriendo—. Llamaba para invitarte a comer algo. Tengo ganas de pasar por algún local de KFC y comprar un buen balde de pollo, nos sentamos en el parque a comer como unos putos gordos, y ya de paso nos divertimos criticando la horrible vestimenta de la gente que veamos al pasar. ¿Qué te parece?

—Estás gastando demasiadas invitaciones en mí, Richie —bromeó ella—. Deberías usarlas para salir con alguna chica de tu interés.

—¿Algún día te cansaras de decir tonterías?

—No, seguramente no.

—Me lo imaginé —consintió él—. ¿Te paso a buscar a eso de las doce?

Por inercia, Grace dio una rápida mirada al reloj de pared. Tenía menos de una hora para desayunar y ducharse.

­—Doce y media, por favor. Acabo de despertarme y no me he duchado.

—Doce y media será. Nos vemos, Mabel.

—¡Que no me digas así, carajo! —le exclamó, como siempre, y luego colgó.

Dejó el teléfono de nuevo encima del escritorio, conectándolo para cargarlo, y luego volvió a la cocina para buscar su desayuno. Se sentó frente a la televisión en uno de los espaciosos sillones que decoraban la sala, con el plato de tostadas en su regazo y la taza de café bien envuelta por sus manos. Adoraba el calor que desprendía, la sensación de calor en las palmas de sus manos le parecía tan relajante como sentir el césped frio en la planta de los pies, cuando en verano caminaba descalza. Mientras comía, se puso a hacer zapping en los canales con el mando a distancia, y se detuvo en un programa de alienígenas y conspiraciones. Teniendo en cuenta que a esa hora no había nada mejor que mirar, decidió dejarse llevar por la ficción de las teorías que planteaba su conductor, un loco despeinado que parecía muy convencido de lo que estaba explicando.

En cuanto terminó el desayuno, llevó el plato y la taza vacía para el fregadero de la mesa, pero no los lavó, ya lo haría después. Se dirigió luego hacia el baño y abrió el grifo de la ducha, para que el agua comenzara a calentarse mientras ella se desnudaba. Frente al espejo, no pudo evitar mirarse a sí misma. ¿Había un cierto paralelismo entre la inseguridad hacia su talento con la inseguridad hacia su cuerpo? La verdad era que sí. Grace no era una chica de cuerpo agraciado, lo sabía desde la secundaria, cuando empezó a sufrir el bullying. Había sido una de las ultimas chicas de la clase en desarrollarse, su madre le daba constantes ánimos, diciéndole que cuando lo hiciera tendría un físico que todas envidiarían. Pero la verdad, es que no fue así. Tenía un buen tamaño de pechos, es verdad. Pero no eran firmes, y ella siempre los había notado con pequeños granitos rosados en sus aureolas. En la clase, las otras chicas le decían que tenía "trasero de gorda", cuando estaba en su banco se notaban algunos rollitos en su cintura, y allí fue cuando la poca esperanza de conseguir su primer noviecito se desvaneció para siempre.

Hoy en día, la historia volvía a repetirse. Podía recordar aún la mirada del último editor con el que había charlado la noche anterior. El primero había sido mucho más amable en comparación. Pero el segundo, en cuanto ella se había presentado, había volteado a mirarla como si fuera una simple cosa. Como si en su mente hubiera pensado "¿Y esta pedazo de ballena que interrumpe mi tequila, quien mierda es?". Había visto en él la misma mirada de desprecio con la que solían mirarla durante toda la secundaria.

En cuanto vio que el vapor tibio comenzaba a inundar el baño, dio un suspiro y se sujetó las tetas con las manos, sacudiéndolas hacia arriba y hacia abajo inversamente.

—Bueno, al menos nunca voy a tener hijos, así que no van a caerse más de lo que ya están. No les daré el gusto, malditas —se dijo, antes de meterse al agua.

No tardó mucho, tan solo lo necesario como para despabilar su mente antes de salir, y en cuanto terminó de enjuagarse, cerró el grifo y salió fuera, parándose en la alfombra de baño mientras se secaba el cuerpo. Colgó la toalla en su soporte y salió rumbo al dormitorio, para elegir ropa con la cual vestirse, peinarse un poco, y pintarse las uñas de las manos y los pies. En cuanto se vistió, dedicó unos minutos para elegir el maquillaje que usaría, pero en ese momento el timbre de la puerta sonó. "Sin duda, este es Richard" pensó.

Caminó hacia la puerta, se acercó a la mirilla y allí lo vio, de pie bajo el porche de madera. Quitó la llave de la cerradura, y abrió.

—¿No que ibas a venir doce y media? —le recriminó, con tono bromista.

—Estaba solo y aburrido en mi casa, ¿qué otra cosa podía hacer? —le dio un abrazo y un beso en cada mejilla. —¿Cómo estás?

—Bien, si te refieres a lo de anoche, supongo que bien. Dame un momento que me maquillo y salimos.

—¿Qué vas a hacer qué? Vamos a comer pollo a un parque, deja esas tonterías y vámonos. Tengo algo que contarte que no puede esperar, seguro va a levantarte un montón los ánimos.

Grace conocía cuando Richard tenía un chisme entre manos por lo efusivo y motivado que se ponía de repente. Entonces se encogió de hombros, intrigada por lo que fuese que tenía para decirle.

—De acuerdo, como prefieras —dijo. Apagó las luces, tomó las llaves de la puerta, y salieron cerrando tras de sí. Instantes después, ambos subieron al Citroën estacionado contra el bordillo. En cuanto Grace abrió la puerta del acompañante, el aroma a pollo frito la golpeó en el rostro, así que observó hacia los asientos traseros, donde Richard llevaba una cubeta KFC bien sujeta con el cinturón de seguridad.

—Pensé en comprar la comida antes de venir a buscarte, para no tener que andar lidiando con una enorme fila de gente que sale a comer a la vez —comentó, en cuanto vio la mirada de ella.

—Pero se te impregna el coche con olor a frito.

—Ya, es cierto que en ese sentido fue una decisión poco práctica, pero bueno... este fin de semana tengo que llevarlo a lavar de todas maneras. Da un poco igual.

Richard emprendió la marcha en cuanto ella se hubo abrochado el cinturón. El Citroën se deslizaba dócil por el pavimento, casi sin vibraciones ni ruido alguno. Cortaron camino por Earl St y descendieron por Greenlake hasta la avenida principal, donde se reunieron al tráfico ya circulante rumbo al norte. A Grace le encantaba aquella zona de la ciudad. Muchas veces, cuando caminaba por allí o salía de compras, se deleitaba viendo la gente pasar. Algunos con aire adinerado, importante y sofisticado. Otros, sin embargo, meditabundos, con sus problemas, tipos comunes y mujeres comunes. Le gustaba perderse en sus pensamientos mientras los miraba, tratando de imaginar como serían sus vidas, de que trabajarían, como sería su intimidad hogareña e incluso la personalidad de aquel transeúnte. No sabía si era un rasgo sociópata, ¿quizás sí? O tal vez no, pero le encantaba hacerlo. Cuando lo hacía, se perdía en la ensoñación de la fantasía, pensando que todas aquellas personas no tenían ni la más pálida idea que una completa desconocida los observaba atenta, queriendo ser como ellos tan solo por un instante.

Sonreía, muchas veces, pensando en que no sería una mala idea abrir un blog y contar todo aquello que solía pensar cuando se encontraba sola, algo así como lo fue alguna vez The fifth nail, el famosísimo blog confesionario de Joe Edward Duncan. Sin embargo, no tenía el mínimo sentido. Sabía que no tenía tiempo para ello, además que conservaba cierto recato en contar todos sus pensamientos, los más oscuros y los más puros, en un blog de internet. Hasta incluso tenía pereza, porque ella era una chica muy ocupada. Podía dedicar ese tiempo valioso en adelantar con la redacción de su libro, en lugar de estar publicando tonterías para un blog que seguramente nadie leería. O que incluso, si alguna inocente persona llegaba a encontrarlo por la web, lo primero que pensaría sería algo así como "¡pobre chica, la de problemas en esa cabecita que debe tener! Y Grace no quería compasión de nadie. No, al menos, por ahora.

En cuanto llegaron al parque, Richard buscó lugar donde poder estacionar. Apagó el motor, y descendió, rodeando el coche por detrás para tomar el balde de pollo y bajarlo, junto con una manta que había guardado en el maletero del vehículo, para apoyar en el césped y tener un sitio limpio donde sentarse a comer. Grace lo ayudó con esto último, y alejándose del coche, buscaron un lugar apacible bajo un enorme abedul, uno de los tantos que decoraban el sitio y que proporcionaban una fresca sombra en verano. Frente a ellos a unos cuantos metros, la fuente decorativa de tres pisos lanzaba chorros de agua con diferentes formas por las bocas de los ángeles esculpidos, y casi no había gente a esas horas. Sabido era que el horario más concurrido de la plaza central siempre era entre las cinco y las siete de la tarde, donde todas las madres salen con sus niños a tomar aire.

Desplegó y extendió la manta sobre el verde césped, y luego se sentó encima de ella, dejándole espacio a Richard, quien se sentó a su lado con las piernas cruzadas y la cubeta en el medio de los dos. Entonces tomó una pieza de pollo crujiente y levantándola como si fuera una copa de vino, habló.

—Buen provecho, Mabel.

Ella tomó una a su vez, y antes de darle la primer mordida, lo miró.

—Bueno, ya estamos aquí. ¿Vas a contarme lo que me ibas a decir, o vas a seguir matándome con la intriga? —preguntó.

Richard le hizo una seña de que esperara, y se tomó sus buenos dos minutos para terminar de comer su porción. Unos dos minutos que a la ansiedad de Grace le parecieron veinte.

—¿Te acuerdas que llevé una copia conmigo, para presentar en la editorial?

—Sí, así es —dijo. Grace no pudo evitarlo, pero sus ojos verdes parecieron chispear de la expectativa.

—Bueno, se lo he dado a un evaluador.

—¿Y te ha dicho algo?

—No, aún no, salvo que la propuesta es interesante. Pero tiene que leerlo para darnos un sí o un no. Al menos estamos en ruta, ¿no crees?

Algo dentro de la ilusión de Grace se quebró, pero volvió a reconstruirse enseguida. Al menos era una posibilidad, no todo estaba perdido, y eso le daba aliento para continuar. Terminó de comer su porción de pollo con una sonrisa, y apoyó una mano en el hombro de Richard.

—De verdad, no sé qué sería de mí sin ti —le dijo.

—Exageras.

—De verdad, desde la secundaria hasta ahora, nunca has dejado de estar a mi lado, apoyándome y ayudándome. Agradezco todo lo que haces por mí.

—Sabes que no es necesario agradecer —respondió él—. Cuando uno es apenas un crío, no se da cuenta de cómo es el mundo alrededor. Crees que todos son buenas personas, que todos son geniales. Luego creces y te das cuenta que no todo es tan bello como creías, empiezas a reconocer a los desplazados, a los que son mirados de forma rara y a que te miren raro a ti mismo. Yo era un nerd que amaba los comics y se pasaba jugando Calabozos y Dragones con sus amigos, tú eras una chica para nada popular que se pasaba leyendo libros demasiado avanzados para su edad. Encontramos cosas en común con el otro, nos supimos acompañar siempre que la sociedad nos dio la espalda. Por eso estoy y estaré siempre contigo, ayudándote en lo que sea necesario. Y como vuelvas a agradecerme, te pondré el KFC de sombrero.

Grace desvió la mirada hacia el césped, y de repente, en sus ojos todo se cristalizó, haciéndose borroso. Dos lágrimas descendieron primero, otras dos después. Lloraba en silencio, conmovida, sin gesto alguno. Richard era el único que sabía emocionarla hasta la medula, y también hacerla reír hasta que le doliera el estómago. Era imposible no quererlo.

—No sé qué decirte... —murmuró, con la voz entrecortada.

—No digas nada, ven aquí.

Richard apartó el balde de pollo a un lado, y le extendió los brazos abiertos. Entonces ella se dejó caer de lado hacia él, abrazándose. Respiró hondo, sintiendo el perfume de su camisa mientras que dejaba de llorar, mientras que él le acariciaba la espalda arriba y abajo. Le dio un beso en la coronilla de la cabeza, encima del cabello, cuando sintió que lo llamaban por el nombre.

—¿Richard? ¿Richard Tully?

Ambos se separaron rápidamente, sobresaltados, y miraron hacia arriba. Había una mujer frente a ellos, de largo cabello rubio claro, figura estilizada, largas y perfectas piernas, vestida de ejecutiva con un pequeño maletín de cuero a su lado. Mientras se secaba los ojos con rapidez, miró a Richard. Este, a su vez, miró a la mujer.

—¿Helen Groening? ¡No me jodas, cuánto tiempo! —dijo, y se puso de pie rápidamente. Grace vio como ambos se daban un apretado abrazo, como si fueran amigos de toda la vida. Algo punzó dentro de ella, no sabía qué, pero estaba ahí. Esa chica era bonita, mucho más de lo que sería ella jamás, y conocía a Richard, evidentemente. —¿Cómo has estado?

—Pues de maravilla, no creía encontrarte por acá —luego miró a Grace, pareciendo notar su presencia—. Oh, lo siento, espero no estar interrumpiendo —se inclinó para ofrecerle la mano—. Un gusto conocerte, ¿es tu pareja?

—No, somos amigos —respondió ella, aceptándole la mano y apretando con firmeza, quizá un poco más de lo normal—. Buenos amigos.

—Helen es una vieja amiga —dijo Richard, a su vez—. Nos conocimos en un grupo literario, cuando yo todavía ni siquiera había lanzado a la venta mi primer libro.

—Vaya, que bueno —sonrió Grace.

—¿Y tú que tal vas? ¿Has continuado escribiendo? —le preguntó él, apoyándole una mano en el hombro. Conocía a Richard, realmente no era un casanova, y si hacía todo aquello con esa chica era por pura amistad, podía apostar su cabeza a que así era. Sin embargo, no podía evitar sentirse incomoda, y el no saber a qué se debía esa incomodidad le generaba aún más incomodidad, en un círculo vicioso infinito e interminable. ¿Por qué se sentía así? ¿Qué rayos estaba pasándole por la cabeza? Se preguntó.

—Claro que sí —sonrió Helen, con unos dientes recién blanqueados que parecían resplandecer—. Ahora mismo estaba por la ciudad para firmar un contrato con editorial Carpenter.

—¿Pero los de Carpenter no son internacionales? ¿Vas a vender con ellos? —preguntó Richard, con asombro.

—Venderé mi trabajo en España, Suecia, Australia y parte de América del Sur. Es el quinto libro que edito con ellos, y no esperaba verte por aquí. ¡Vaya que estás cambiado, Richie! Tuve que mirarte dos veces para reconocerte —volvió a reír.

—Los años no pasan solos —convino él—. Oye, tenemos que ponernos de acuerdo, tomarnos una cerveza, o algo. Ponernos al día.

—Claro que sí. ¿Tú qué has hecho? ¿Has editado algo?

—Algún que otro libro, por ahora trabajo en un nuevo proyecto que, si todo sale bien, estará terminado y publicado para fines de este año. Así que mientras tanto, estoy ayudando a Grace a editar su primer libro.

Al nombrarla, la rubia volvió a enfocar su atención en ella, que después del saludo solo había sido una espectadora visual de la charla.

—¿También eres escritora? ¡Eso es bueno! —le sonrió. No tanto como a Richard, pero sonrió. —¿Y qué tal te va? ¿Ya recibiste alguna propuesta?

—No, justamente estoy buscando.

La chica pareció pensar unos momentos, como si estuviera de alguna forma analizando a Grace, que no le quitaba los ojos de encima. Luego de un momento, respondió.

—Si quieres puedo recomendarte con alguien.

—¿Tu editor?

—Algo así —dijo Helen—. Verás, soy parte de un grupo privado de escritores y editores muy selecto. Puedo invitarlos a ambos a una de nuestras reuniones, que charlen con la gente, se conozcan, y tal vez podamos ayudarte.

—Suena bien —opinó Richard, mirando a ambas mujeres—. ¿Qué te parece? —preguntó, focalizándose en Grace.

—Podemos intentarlo, claro. ¿Dónde tengo que ir?

—Déjame primero hablar con los líderes del grupo, comentarles que invité a un par de amigos. Luego te aviso a ti —miró a Richard—, para que la lleves. ¿Sigues teniendo el mismo número de teléfono?

—No, lo cambié hace como ocho o nueve años. Anótalo.

Ella rebuscó en su pequeño maletín de cuero hasta encontrar un papel en blanco y un bolígrafo. Anotó el número que Richard le dictó, y luego volvió a guardar todo dentro.

—¡Perfecto! Estaremos en contacto en cuanto hable con el grupo —miró la hora en su reloj de pulsera, el cual Grace advirtió que llevaba un Cartier de al menos cincuenta mil dólares—. Me alegra verte bien, Richie —se despidió, volviendo a rodearlo con un abrazo. La misma punzada volvió a doler. Luego le extendió su mano y Grace volvió a apretar—. Un placer conocerte, querida.

—Igualmente.

Helen se alejó taconeando por el camino pavimentado del parque, pasando junto a la fuente hasta atravesar todo el sitio. Richard volvió a sentarse a su lado, mientras que ella la seguía con la mirada. Entonces, mientras él volvía a colocar el balde de pollo entre los dos, lo miró.

—Se llevan bastante bien, ¿no?

—Como te digo, nos conocimos hace años, en un grupo literario. Éramos jóvenes y muchos de nosotros recién comenzábamos en esto, luego yo comencé a editar mis primeros libros, y cada uno se fue por su lado. Perdimos el contacto uno con el otro, hasta ahora —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero al menos es posible que pueda ayudarte. Eso es maravilloso, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí.

Richard la miró, conocía cuando le pasaba algo.

—¿Supones? ¿Por qué supones? No pareces estar contenta —le dijo.

—Es que no sé... ¿has visto el reloj que llevaba en el brazo? Parece que es una mujer de mucho dinero.

—Bueno, está trabajando para editoriales internacionales, es lógico. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Que habló de un grupo selecto —respondió Grace, marcando comillas en el aire con los índices cuando mencionó la última palabra—, esa gente debe ser toda ricachona. No encajaré allí.

—Pero si le dijiste que te parecía una buena idea, que se podía intentar.

—¿Qué esperabas que le dijera? Estaba ahí parada, no quería ser grosera con tu amiga.

Richard la miró un instante, con los brazos cruzados por encima de los pechos como una niña con una rabieta. Le dio gracia y ternura a partes iguales, y esbozando una sonrisa, se encogió de hombros.

—Escucha, es tu decisión, al final harás lo que creas mejor para ti. Pero ni siquiera sabes cómo son, no puedes adelantarte a los hechos o suponer algo que todavía no viste —le dijo—. ¿Por qué no vamos un día, en cuanto Helen nos diga, y ves que tal? Si no te gusta, nos iremos y listo. Pero si no, no deberías descartar una buena posibilidad de edición, más aún si se dedican a ayudar a escritores primerizos, como en tu caso.

—Sí, supongo que tienes razón. No tengo nada que perder. Pero solo iré si tú me acompañas.

—Bueno, claro que sí —sonrió él, y como si no hubiera nada más que hablar acerca del tema, se concentró en comer otra pieza de pollo mientras miraba hacia adelante, con los ojos fijos en el dorado resplandor de sol que se cernía sobre el cemento y las hojas de los árboles. 

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